Discursos de la Presidenta
Horacio González *
Un
tema habitual de discusión: los discursos de la Presidenta. También
son un tema para ella. En el que dio en Bariloche el 25 de Mayo se refirió a
esta misma cuestión. En este caso, rememorando el discurso de Kirchner nueve
años antes. Era un momento crucial. Aquel discurso inaugural había tenido una
redacción previa, en la que ella misma había participado, a fin de ajustar la expresión
a la fijeza natural que tienen los textos escritos. Kirchner rechazó esa
redacción inicial y prefirió otra, más enfática o atrevida. Pero igualmente
leída. La Presidenta
dijo, recordando esos momentos, que prefería verlo leer al ex presidente, debido
a la evidente incerteza que siempre siente un orador en la soledad (valga la
paradoja) de su palabra pública. Lo dijo en un discurso, como todos los de
ella, estrictamente no leído.
Vivimos hace
tiempo una época donde lo público y lo privado no tienen líneas ciertas de
separación. Quizás el drama esencial de la política contemporánea lo expresa
esta pregunta notoriamente dificultosa: ¿qué han hecho los grandes medios de
comunicación con la palabra política, con la argumentación pública? En el acto
mencionado, se cantó a la manera de homenaje al presidente Kirchner el habitual
fraseo “no se murió / vive en el pueblo / la puta madre que lo parió”. Es una
mezcla de conmemoración apenada y lamento eufórico. Todo el mundo sabe el valor
reversible y múltiple de palabras que aparentan ser blasfemias. La Presidenta interrumpió
el cántico diciendo que, aun siendo así, también habría preferido tenerlo a su
lado. Fue una súbita intrusión del dolor privado, que dicho en un ámbito
público puede dispersarse en múltiples direcciones. Y así, en el acostumbrado
modo del discurso presidencial, que sobre una línea principal produce
constantes derivaciones, asociaciones inesperadas y saltos abruptos en los
planos de significación, se introdujo una secuencia breve y dramática de
irrupción de la punzada íntima. Fue en el ámbito de una rogativa colectiva.
Tenemos aquí
varios temas sobre los que vacilamos sobre si debemos conjeturar, pero igual lo
haremos. Hay evidentes diferencias de juicio que provocan los discursos leídos
y otros dichos de viva voz. En ese último acontecimiento se supone gozar del
don de la palabra expresada no en la institución textual sino en la institución
oratoria. Aunque en este último caso los temas cuenten con ayudamemorias o
hayan sido punteados previamente. Y hay diferencias entre el Estado (y sus
asuntos) y la intimidad (y sus lenguajes). La Presidenta , como se
sabe (esto ya fue lo suficientemente analizado, criticado, festejado,
vituperado o exaltado) cuenta con la facilidad de producir deslizamientos y
enlaces conceptuales entre planos muy variados de la realidad. Son lo que en un
texto correspondería a las notas al pie de página o a anotaciones marginales
que luego pueden, o no, dejarse de lado. En la situación presidencial, estamos
ante discursos fuertemente incorporativos de esos suplementos lingüísticos
derivados.
En muchas
situaciones, estos agregados, saturados de expresiones coloquiales, dan pasto a
diversos comentarios. Son las habituales secuelas de desciframientos que
suceden luego de proferidas piezas semejantes, sean de la Presidenta de este
país, de la de la Islandia
o de cualquier otro funcionario del planeta en la situación habitual de un
mandatario “dando señales”. Esta expresión seguramente no es solamente de “uso
nostro”, pues debe existir en cualquier lugar del mundo. Por ejemplo, frases de
la Presidenta
sobre la tenue historicidad de lo humano, lo transitorio del existir, la
imposible permanencia de lo político en sus configuraciones aparentemente
estables, parecieran filamentos casuales. ¿Qué “señales” implican? Ellas se van
desprendiendo a menudo no como teorías de la historia sino como frases dichas
al vuelo desde el acervo usual o la muletilla popular. No obstante, no es
difícil encontrarlas en meditaciones clásicas de Maquiavelo o Gramsci, pues es
el tema estoico de la fugacidad de la existencia y de los momentos de catarsis
en las construcciones políticas.
El dicho en
torno de “dejar la posta” fue lanzado por medio de una expresión sostenida en
este lugar común, lo que puede corresponder al habitual sello de ciertos temas
clásicos, graves, pero dichos de un modo casero. Como al pasar. Suele afirmarse
que una cosa son los discursos y otra su efectivización. En el mismo discurso
que estamos comentando, la
Presidenta también relativizó el poder de los discursos.
Aunque, en realidad, todo discurso está casi obligado a hacerlo. Sus poderes se
aceptan mejor, cuando existen, si se los mitiga con la autocontención a la que
todo orador está obligado. Pero nadie está en condiciones de rechazar o
desconocer, menos en esta época, la rara cualidad de todo discurso de producir
acciones, o mejor dicho, símbolos de acciones, que vendría a ser casi lo mismo,
pero más sutil.
El discurso
presidencial no contuvo apenas una alusión lateral al tema esencial de los
relevos en la historia –que es lugar menos conceptualizado de la política, su
punto de temblor y angustia máximo–, sino una tesis sobre la relación de Angola
con los sucesos revolucionarios de Mayo de 1810. Aquí funciona también el
sistema de translaciones y amalgamas. Sobre la base de datos censales de la
población negra en la
Buenos Aires de fines del siglo XVIII y su probable origen en
el tráfico esclavo proveniente de la costa suroccidental de la región Ndongo
–la futura Angola–, la
Presidenta conjeturó sobre la formación de los ejércitos
independentistas, de un modo totalmente verosímil. Formados, desde luego, sobre
una base social de negros, esclavos manumitidos e indios, en proporciones
diversas que hoy están menos en los censos que en las brumas insospechables de
la historia. Múltiples consecuencias se extraen de este hecho.
Un discurso,
desde luego, es un acontecimiento que pone lo histórico en términos de
yuxtaposiciones libres, pero también inesperadas. “Angola” aparece así en
términos novedosos mediante esta compenetración con la historia nacional, que
resulta legendariamente abierta hacia otras dimensiones. El presente admite
palabras que, sin ser antiguas, se hallan en algún recinto de los recuerdos de
la actualidad. “MPLA”, también dijo la Presidenta , al repasar sumariamente las siglas de
los grupos políticos que se disputaron el predominio en la larga guerra
angoleña, que contó también con el fugaz paso de Ernesto Guevara, también
mentado en otros discursos de la
Presidenta. ¿Qué significan estas menciones que brotan
repentinamente de un arcón donde yacen Frantz Fanon y Amílcar Cabral, que son
hoy, con mucho, apenas temas académicos? ¿Y la del propio Agostinho Neto,
dirigente máximo del MPLA, recordado por la Presidenta ,
efectivamente, como “médico y poeta”?
Vivimos en un
momento en que el proceso de recordación adquiere aspectos cambiantes que
afectan distintos niveles artísticos. Sin juzgar más que muy rápidamente las
opciones estéticas de dos recientes obras muy diferentes entre sí, las pondré
como ejemplos de absoluta contemporaneidad respecto de cómo rememorar. Una es
la novela de Laura Alcoba, Los pasajeros del Anna C; la otra es la obra de
Mauricio Kartun Salomé de chacra. En la primera, el recuerdo de los años de
preparación revolucionaria deja una pátina de melancolía, y la narración
mantiene una delicada película fuliginosa con los hechos de décadas pasadas, a
pesar de que abundan los nombres propios y hay una apariencia de que el pasado
absoluto puede ser contado en presente. En la obra de Kartun, un opulento y
carnavalesco entrelazamiento de leyendas permite una batahola de citas,
extraídas esencialmente de los mitos del idioma nacional y de las grandes
narraciones dantescas sobre el sacrificio y la sangre. ¿Cuál sería entonces la
manera de rememoración más adecuada?
No pienso que
los dilemas de una sociedad se arreglen con discursos. Pero no da igual
cualquier discurso, y los que surgen de la oratoria central del Estado no
tienen por qué tener el mismo moldeamiento que las piezas de ficción que
acompañan este complejo período, ni proceder con el mismo inmediatismo con que
se expresan los medios de comunicación de la época, que gustan de abolir los
discretos tabiques que regulan las diferentes situaciones del lenguaje. Ni una
cosa ni la otra ocurre con los discursos de la Presidenta ; en ellos
hay esfuerzos de autorreflexión importantes que van más allá del habitual
“desentrañamiento de guiños”, rápidamente devorados, si fueran sólo eso, por la
inquieta coyuntura. No son triviales las graves reflexiones sobre la dialéctica
de la intimidad; no son desdeñables las menciones a las peculiaridades del
tiempo huidizo, tanto como a una situación aparentemente opuesta, la del ciclo
de doscientos años de vida nacional a la luz de una mirada de la
descolonización africana, a la vez extemporánea y propia. Y por otro lado, no
pueden ignorarse los esfuerzos por ampliar los léxicos sociopolíticos e
históricos.
Así como hay
jergas que en su condición de idiolecto permiten las rápidas conversaciones políticas,
pero producen cierres litúrgicos de la lengua, también hay discursos políticos
que parecen ser de circunstancias y no lo son. No lo son estos discursos
presidenciales, que traducen la angustia de los días y las turbulencias de un
tiempo que reclama nuevas ideas. Cierto, vienen arropados por el cruce
inmediato con los pellejos y residuos del agitado horizonte actual. Pero sus
listones internos hablan explorando conceptos inesperados y reconocibles. Con
ataduras intempestivas y vocabularios que surgen de imaginar nuevas
explicaciones para el pasado, sin reiterarlo míticamente. Ante la infecunda
inmediatez del habla política cuando se vuelve rutinaria (que es lo que nos
llevaría a perder frescura y libertad en la opinión) debemos reencontrar en el discurso
el tiempo de los grandes panoramas históricos, con sus largos ciclos y sus
espesuras puntuales, dramáticas.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.