Arbolito, Mariano Rosas y el exterminio civilizador
Alberto Fernández*
Sabemos que Friedrich Rauch fue un militar nacido en Weinhem en 1790 que combatió en las campañas napoleónicas y que llegó a nuestro país en 1819 para las campañas contra los aborígenes pampas del gobernador Martín Rodríguez. También que en 1826 el presidente Bernardino Rivadavia emitió un decreto y contrató a Rauch para exterminar a los indios ranqueles.
Los documentos históricos nos brindan unas pocas certezas a partir de las cuales intentamos un relato de lo sucedido. Los propios partes del coronel, breves y contundentes, nos hablan de alguien dedicado al exterminio de ranqueles sin ningún tipo de contemplación. Así se jacta de haber matado 28 en un día o los considera insalvables por carecer de sentido de la propiedad.
Por último, sabemos que quien le dio muerte un 28 de marzo de 1829 fue Nicasio Maciel, un ranquel conocido como “Arbolito”.
A partir de esos datos, se pueden hacer lecturas bastante diversas de esa realidad histórica.
La de la “historia oficial”, bien podría condensarse en la imagen del lienzo firmado por Fortuny: allí Rauch aparece en actitud valerosa frente a una circunstancia más que adversa. Lo rodean trece jinetes mapuches. Su caballo ha sido boleado en las patas traseras y es evidente la inminencia de una muerte heroica.
Sus diez años al servicio de la extensión de las fronteras de la “civilización” valieron que su nombre quedara inmortalizado en un municipio bonaerense y numerosas calles de latitudes diversas.
Otra versión surge del relato y de la militancia de Osvaldo Bayer y bueno es tenerla en cuenta si consideramos que sostenerla le valió hasta la prisión y que a partir de los testimonios históricos, hizo visible a un ranquel como protagonista de nuestro pasado.
Osvaldo Bayer cuenta que Bernardino Rivadavia, en 1826, dicta “un decreto de una sola línea”, por el cual “se contrata al coronel prusiano Federico Rauch para exterminar a los indios ranqueles”. El escritor reseña los comunicados del militar. “Hoy, para ahorrar balas, hemos degollado 28 ranqueles”, dice el primero. El segundo señala que “los ranqueles no tienen salvación porque no tienen sentido de la propiedad”. Bayer reivindica esa ausencia de sentido de la propiedad de los ranqueles y después evoca a “un indio ranquel muy jovencito con el pelo muy largo al que los soldados llamaban Arbolito, porque lo veían desde lejos y parecía un arbolito; era un indio espía que cuando veía la dirección que tomaba el ejército el montaba su caballo y rápidamente iba hacia las poblaciones y les avisaba que se levantaran y se fueran”. Agrega que “Arbolito observó que siempre el coronel Rauch se adelantaba a la tropa, lo esperó en una hondonada en la batalla denominada “Las Vizcacheras” y rapidísimo le boleó el caballo. Rauch cayó y el indio “Arbolito” le cortó la cabeza. ¡Qué salvaje, no! ¿Cómo va a matar a un coronel contratado directamente por la Presidencia de la Nación?”.
Osvaldo Bayer sostuvo ese mismo relato en una conferencia que dictó en Rauch en 1963, proponiendo a los asistentes que reemplazaran el nombre de su ciudad por el de Arbolito. A su vuelta a Buenos Aires, fue detenido por órdenes del entonces Ministro del Interior, Juan Enrique Rauch, descendiente del coronel.
Sin embargo, esa visión de un indio casi solitario que acecha a la distancia aprendiendo los hábitos del verdugo y aguardando la oportunidad para hacer justicia no expresa con precisión el contexto histórico del combate de las Vizcacheras ni la participación de Nicasio Maciel en ese enfrentamiento.
¿Quiénes se enfrentaron en esa batalla? Tropas leales a Lavalle, comandadas por Rauch, contra tropas federales.
Pocos meses antes, el 13 de diciembre de 1828, Manuel Dorrego fue fusilado por el general Juan Lavalle, quien lo había derrocado el 1 de diciembre. Como gobernador de Buenos Aires, Dorrego había tenido la difícil tarea de revertir la cesión de la Banda Oriental al Imperio del Brasil, acordada por Manuel José García, que significó la caída del gobierno de Rivadavia. Pero las presiones británicas, que incluyeron respaldo naval a las fuerzas brasileñas, llevaron a Dorrego a firmar una paz en la que aceptaba la independencia de la Banda Oriental como Estado Oriental del Uruguay. Ese acuerdo de paz fue la excusa invocada por los unitarios para dar el golpe, pero en realidad, nunca le perdonaron sus ideas federalistas y su defensa de los derechos de criados a sueldo, peones, jornaleros y soldados de línea. “Los sirvientes volverán a la cocina”, fue una de las consignas unitarias en su derrocamiento.
Alineado con Lavalle en la disputa, Rauch, pocos meses después del fusilamiento, al mando de un contingente de aproximadamente 600 hombres, muchos de ellos veteranos de la guerra con Brasil, perseguía a tropas federales, que contaban entre sus oficiales a Prudencio Arnold, quien en su libro “Un soldado argentino” dejó un relato del combate.
Los federales llegaron a Las Vizcacheras casi al mismo tiempo que un nutrido contingente de ranqueles que combatirían a su lado. Escribió Arnold: “en tales circunstancias el enemigo se avistó. Sin tiempo que perder, formamos nuestra línea de combate de la manera siguiente: los escuadrones Sosa y Lorea formaron nuestra ala derecha, llevando de flanqueadores a los indios de Nicasio; los escuadrones Miranda y Blandengues el ala izquierda y como flanqueadores a los indios de Mariano; el escuadrón González y milicianos de la Guardia del Monte al centro, donde yo formé”. Nicasio Maciel, conocido como Arbolito, es, según palabras de Arnold, el “valiente cacique que murió después de Caseros”.
Rauch atacó a fondo el centro de los federales sin percibir que sus dos alas eran derrotadas. Pronto se vio rodeado de efectivos a los que pudo suponer suyos, ya que entonces, los federales sólo se diferenciaban de los unitarios por un cintillo que llevaban en sus sombreros, el que decía “Viva la federación“. Relató Arnold que “cuando estuvo dentro de nosotros, reconoció que eran sus enemigos apercibiéndose recién del peligro que lo rodeaba. Trató de escapar defendiéndose con bizarría; pero los perseguidores le salieron al encuentro, cada vez en mayor número, deslizándose por los pajonales, hasta que el cabo de Blandengues, Manuel Andrada le boleó el caballo y el indio Nicasio lo ultimó. Así acabó su existencia el coronel Rauch, víctima de su propia torpeza militar”.
La versión de Arnold es coherente con el informe del combate que brinda un integrante de las fuerzas unitarias, el coronel Anacleto Medina, al Inspector General coronel Blas Pico: “Chascomús, Marzo 29 de 1829 – El coronel que suscribe pone en conocimiento del Señor Inspector General, jefe del estado mayor, que habiéndose reunido en el punto de Siasgo al señor coronel Rauch, en virtud de órdenes que tenía, marchó toda la fuerza en persecución de los bandidos que habían invadido el pueblo de Monte, y ayer a las 2 de la tarde fueron alcanzados, como cuatro leguas de la estancia de los Cerrillos, del otro lado del Salado, en el lugar llamado de las Vizcachas. Una y otra división se encontraron, y, cargándose, resultó flanqueada la nuestra por los indios, que ocupaban los dos costados del enemigo. Después del choque, cedió nuestra tropa a la superioridad que, en doble número, tenía aquél, y se dispersó a distintos rumbos; ignorando el que firma cuál habrá seguido el comandante general del Norte. Se me ha incorporado parte del regimiento de húsares con todos sus jefes, hallándose heridos el comandante Melián, el ayudante Schefer y el teniente Castro del regimiento 4. El señor coronel D. Nicolás Medina se infiere que es muerto; y no será posible detallar la pérdida que habrá resultado, por no saber si se ha reunido por otro rumbo a otro jefe. La pérdida del enemigo debe ser bastante. Me he replegado a este punto con 72 húsares y 48 coraceros del 4. En él pienso permanecer, y defender esta población, que tengo probabilidad de que va a ser atacada, y se halla en gran compromiso el vecindario que se declaró por el orden”.
Es decir que el combate que tuvo lugar en Las Vizcacheras no estuvo exclusivamente protagonizado por los ranqueles de un lado y las tropas bonaerenses del otro, ni conviene suponer en las fuerzas federales un indigenismo digno de entusiasmar a Osvaldo Bayer.
Al fin y al cabo, en tiempos de Rivadavia, Rauch y Dorrego habían marchado juntos en el desafío de “de asegurar y de extender nuestras fronteras respecto de los indios salvajes”(para decirlo con palabras de Dorrego), y a ambos les fueron concedidas tierras en enfiteusis, tal como podemos comprobarlo al leer el informe de mensura efectuado por el agrimensor Federico Schuster en febrero de 1827, erigiéndolos en los primeros dueños de la zona que hoy ocupa la ciudad de Junín: “Por el cargo que me hizo de mensurar el arriba dicho terreno y después de haber pedido los antecedentes necesarios del Departamento Topográfico, no habiendo otro lindero ni Denunciante más antiguo que Rauch me puse el 25 de febrero del corriente año en la laguna llamada del Carpincho y hallándola seca, por ser ella solo un desplazado que forma el Río Salado, me puse en las Lagunas del Médano, la única aguada permanente que allá hay, y las cuales también fueron comprendidas en la denuncia de Rauch, para repartirlas entre los dos denunciantes en el Rincón del Carpincho, Don Federico Rauch y Don Manuel Dorrego y corresponder de este modo al art. 3 del Superior Decreto de 6 de julio de 1826, a este efecto hize poner al S.O. y al N.O. de estas Lagunas, Mojones para conocer de este modo la línea divisoria”.
Sí es cierto, en cambio, que unitarios y federales tuvieron una manera diferente de relacionarse con los indios y de encarar esa ampliación de la frontera de la “civilización”.
Mientras los primeros fueron partidarios del exterminio drástico, los federales, a partir de su relación cotidiana con el pueblo, eran partidarios de la paz, la negociación y la integración.
“Sólo el poder de las fuerzas puede imponer a estas hordas y obligarlas a respetar nuestra propiedad y nuestros derechos”, expresaba Rivadavia en los fundamentos del decreto del 27 de setiembre de 1826 mediante el cual procura establecer una nueva línea de frontera.
Un informe de Juan Manuel de Rosas, en su carácter de comisionado para el establecimiento de una nueva línea de fronteras, nos muestra su preferencia por el diálogo y la vía pacífica: “…habiendo recobrado la Provincia su antiguo ser político, y habiendo el Gobierno provisorio autorizándome para continuar en la comisión, y dar todo lo necesario a los indios, pude llevar adelante los progresos de la negociación pacífica. Entre tanto que he dado estos pasos con los ranqueles, todo el mundo ha sido testigo de hallarse ya establecidas las guardias con una nueva línea de frontera; mucho más avanzada de lo que permitían los tratados con los pampas y tehuelches, y que esto se ha hecho sin oposición alguna por su parte, y antes con su cooperación en lo que se las ha pedido…”.
El relato de Bayer parece omitir que Nicasio Maciel siguió integrando el ejército de Rosas hasta su muerte, que se produjo poco después de la batalla de Caseros.
II
Ya que de Rosas hablamos, se suele creer que el Mariano al que alude Arnold en su crónica de la batalla (“un flanco lo cubren los jinetes de Nicasio y el otro los de Mariano”) es el cacique Mariano Rosas, ahijado de don Juan Manuel. Pero basta con repasar su biografía para entender que eso no parece posible. Paghitruz Güor, “zorro cazador de leones”, nació para algunos en 1819 o 1820, para otros hacia 1825 a orillas de la laguna Leuvucó, (30 kilómetros de Victorica, nordeste de La Pampa). Fue el segundo hijo del cacique Painé y de una cautiva. En 1834, él y otros chicos indígenas fueron tomados prisioneros junto a la laguna de Langhelo, cerca de Melincué. La partida militar los trasladó engrillados hasta Santos Lugares. Poco después los llevó en presencia de Juan Manuel de Rosas, quien al saber que era hijo de un cacique famoso “le hizo bautizar, sirviéndole de padrino, le puso Mariano en la pila, le dio su apellido y le mandó con los otros de peón a su estancia del Pino”, cuenta Lucio Mansilla, sobrino de Rosas. Es decir que además de ser un niño, al momento de la batalla de las Vizcacheras, Paghitruz Güor aún no llevaba el nombre Mariano ni el apellido del Restaurador.
Pero aprovechemos el equívoco. La historia de Paghitruz Güor ayuda a comprender la compleja relación entre aquellos pueblos originarios “sin sentido de la propiedad” y pobladores ávidos de acrecentar hacienda y propiedades y de extender las fronteras de la “civilización”.
En la estancia aprendió a leer y escribir, y se hizo diestro en las faenas rurales. “Nadie bolea, ni piala, ni sujeta un potro del cabestro como él”, diría Mansilla. Pero aquel niño devenido joven no olvidaba a los suyos. Una noche de luna llena de 1840, los muchachos ranqueles montaron los mejores caballos y huyeron para volver con su gente.
Al poco tiempo de su regreso en Leuvucó, Mariano recibió un regalo de su padrino. “Consistía en doscientas yeguas, cincuenta vacas y diez toros de un pelo, dos tropillas de overos negros con madrinas oscuras, un apero completo con muchas prendas de plata, algunas arrobas de yerba y azúcar, tabaco y papel, ropa fina, un uniforme de coronel y muchas divisas coloradas”, relata Mansilla.
Con el obsequio iba una carta que Lucio Mansilla tuvo oportunidad de leer en su encuentro con el cacique y cita de memoria en Una excursión a los indios ranqueles:
“Mi querido ahijado: No crea usted, que estoy enojado por su partida, aunque debió habérmelo prevenido para evitarme el disgusto de no saber qué se había hecho. Nada más natural que usted quisiera ver a sus padres, sin embargo de que nunca me lo manifestó. Yo le habría ayudado en el viaje, haciéndolo acompañar. Dígale a Painé que tengo mucho cariño por él, que le deseo todo bien, lo mismo que a sus capitanejos e indiadas. Reciba ese pequeño obsequio que es cuanto por ahora le puedo mandar. Ocurra a mí siempre que esté pobre. No olvide mis consejos porque son los de un padrino cariñoso, y que Dios le dé mucha salud y larga vida. Su afectísimo Juan Manuel de Roza”.
“Post Data. Cuando se desocupe, véngase a visitarme con algunos amigos”.
Pero Paghitruz Güor, tras consultar a las “agoreras“, eligió no dejar nunca su tierra. Conservó hasta para firmar su nombre cristiano, guardó pública gratitud hacia su padrino, pero no abandonó su lengua ni su tierra, ni siquiera cuando la viruela diezmó a su tribu y el Gobierno le ofreció trasladarlos.
En 1858 asumió la máxima conducción de su pueblo, flanqueado por dos grandes caciques: Baigorrita y Ramón el Platero. Fue un gran jefe que en los largos períodos de paz que logró pactar, fomentó la agricultura y la ganadería, pero que siempre supo que no podía confiar en los huincas. En una carta dice al general Lucio Mansilla: “Hermano, cuando los cristianos han podido, nos han muerto; y si mañana pueden matarnos a todos, nos matarán”.
Paghitruz Güor murió de enfermedad el 18 de agosto de 1877, honrado por su pueblo. Un año después, el gobierno de Avellaneda lanzaría la Campaña al Desierto con la misma lógica exterminadora que latía en los decretos de Rivadavia y en las campañas de Rauch y sin signos de la actitud negociadora y pacifista que caracterizó a Juan Manuel de Rosas. Los lanceros serían pasados a degüello. Los sobrevivientes, repartidos en estancias pampeanas o desparramados por Tucumán, Martín García y hasta en las islas Malvinas. Las mujeres, destinadas al servicio doméstico. Los chicos serían utilizados como peones.
En 1879, el coronel Eduardo Racedo dio en Leuvucó con la tumba de Mariano Rosas y se alzó con sus huesos. Sus descendientes recuperarían sus restos 122 años después, en virtud de una ley del Congreso del estado que arrasó a su pueblo, para ser trasladados a las cercanías de la laguna de Leuvucó, bajo el cielo del inmenso desierto pampeano.
Arbolito, el ranquel que decapitó al mercenario Fridedrich Rauch, era parte de las fuerzas federales e integró el ejército de Juan Manuel de Rosas hasta el final de su vida.
Mariano, que no estuvo en las Vizcacheras, fue cautivo de los huincas y ahijado de Rosas y pese a la gratitud que le guardaba por todo lo que aprendió como peón de su estancia, volvió a su pueblo en cuanto tuvo oportunidad. Aunque siempre apostó a la paz y al crecimiento de su pueblo, nunca perdió el temor y la desconfianza hacia los cristianos.
Los ejércitos emancipadores tuvieron a los pueblos originarios combatiendo en sus filas y patriotas como San Martín o Bolívar sostuvieron un sueño que no estaba enfermo por el odio del racismo. La evocación del encuentro de San Martín con los pehuenches es uno de los tantos testimonios que dan cuenta de ello:
“Reunidos allí el general y los caciques formados en círculo y sentados en el suelo, el General desde su silla les dijo por intermedio del lenguaraz Guajardo, que los había convocado para hacerles saber que los españoles iban a pasar de Chile con un ejército para matarlos a todos y robarles sus mujeres e hijos. Que en vista de esto, y siendo también él indio, iba a pasar los Andes con todo su ejército y los cañones que se veían (el ejército en este momento maniobraba en gran parada y la artillería funcionaba estrepitosamente) para acabar con los godos que les habían robado la tierra de sus padres. Pero, que para poderlo hacer por el sur como pensaba, necesitaba el permiso de ellos que eran los dueños”. Así lo evocaba Manuel de Olazábal en“Reminiscencias de algunas generalidades características del Gran Capitán Generalísimo Libertador de Chile y Perú don José de San Martín”.
Aun cuando fue un hacendado embarcado en la ampliación de las fronteras de la “civilización”, la actitud de Rosas y el balance de su actuación histórica lo encuentra más cerca de la concepción de San Martín que de la que terminó imponiéndose en la Conquista del Desierto liderada por Julio A. Roca (primero como ministro de Guerra, luego como presidente). Es la lógica de no economizar sangre de gauchos ni de indios, la misma que en 1863 significó la muerte del Chacho Peñaloza o luego embarcó a nuestro país en la Guerra de la Triple Alianza.
Nada nos impide rescatar la parte de la historia que Osvaldo Bayer no relata. Debe servirnos para entender mejor y no para polemizar con él o minimizar su aporte. Porque también es una verdad histórica que su voz ha sido decisiva para que Nicasio Montiel, Arbolito, no haya quedado condenado al olvido. Es la memoria la que hace posible que la tierra nos nazca en el grito.
Nota:
*Alfredo Fernández. Escritor, autor de la novela 24-03-76. Director ejecutivo del Instituto de Investigación sobre Jóvenes, Violencia y Adicciones (Ijovenes)
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