Las negociaciones entre Rosas y los europeos tras la Batalla de Obligado

Mario O'Donnell
Tiempo Argentino

Luego de la reunión en Buenos Aires con el representante británico, Thomas Hood, Francia y Gran Bretaña enviaron 14 emisarios para suscribir el acuerdo con la Confederación, que el Restaurador rechazó por no ajustarse a lo establecido, e impuso las condiciones argentinas.


Thomas Hood, el enviado británico para negociar la paz con la Confederación Argentina luego de la Guerra del Paraná, más conocida por su primer combate, la Vuelta de Obligado,  conocía Buenos Aires pues había representado a la Casa Baring en infructuosas negociaciones para lograr el pago de la deuda contraída desde tiempos de Rivadavia. A la Corona inglesa le pareció pertinente designarlo para lograr un acuerdo lo más digno posible con Rosas y así retirarse de esa campaña tan desafortunada.

El 2 de julio de 1846 el barco que lo conducía, el Devastation, atracó en el puerto. Al día siguiente mister Hood presentó al canciller argentino, Felipe Arana, las condiciones de su gobierno:
1) Rosas suspendería las hostilidades en la Banda Oriental.
2) Se desarmarían en Montevideo las legiones extranjeras que se oponían al sitio de la Confederación, establecido por el Restaurador para recuperar la Banda Oriental, ominosamente cedida por los unitarios rivadavianos.
3) Se retirarían las divisiones argentinas del sitio.
4) Efectuado esto, se levantaría el bloqueo británico al puerto de Buenos Aires, devolviendo la isla de Martín García y los buques secuestrados "en lo posible en el estado en que estaban".
5) Se reconocería que la navegación del Paraná era exclusivamente argentina, "en tanto que la República continuase ocupando las dos riberas de dicho río".
6) Habría amnistía general en Montevideo, debiendo excluirse a "los emigrados de Buenos Aires cuya residencia en Montevideo pudiese dar justas causas de queja", en referencia a los unitarios que habían colaborado con la intervención europea.
7) Sería desagraviado el pabellón argentino con 21 cañonazos.
Era una claudicación británica, lisa y llana. Poco y nada quedaban de los presuntuosos ultimátum y declaraciones de meses atrás.

Después de una estratégica "amansadora" de una semana, el Restaurador recibe a Hood. El día anterior, en la celebración de la Independencia, una amable Manuelita lo había invitado al Teatro Argentino para asistir a una representación cuyo título, modificado para la ocasión, era Heroica lucha contra el poder extranjero.

Rosas aceptó de buen grado que en vez de indemnizar a la Argentina con dinero, las potencias intrusas desagraviasen su bandera con 21 cañonazos, pero exigió que el bloqueo se levantase sin esperar el desarme de las legiones extranjeras y el consiguiente retiro de la división argentina. Entendía además que la frase "en tanto la República continuase ocupando las dos riberas de dicho río" encerraba la posibilidad de una inaceptable independencia entrerriana, donde Urquiza iba mostrándose poco confiable, y sólo podía aceptarse condicionándola a una aclaración. Por otra parte, el acuerdo, argumentó para fastidio del inglés, debía ponerse a consideración del general Oribe, presidente uruguayo según la Confederación, de quien las fuerzas argentinas serían sólo "auxiliares".

El delegado británico se vio envuelto por el magnetismo con que don Juan Manuel exponía los argumentos, y por su lógica indestructible, hasta que el 18 de julio Rosas y Hood llegaron a un nuevo acuerdo sobre bases que ahora recogían puntualmente las objeciones del gobernador de Buenos Aires.

Pero Francia rechazó el acuerdo, que demasiado se parecía a una rendición, acosada por reproches de los chauvinistas del Parlamento que no aceptaban la humillación sufrida. Gran Bretaña fue solidaria con su aliada.

Ambas potencias estaban decididas a salir lo mejor paradas que se pudiese del embrollo del Río de la Plata. Exasperadas por la dureza negociadora de Rosas, tan tenaz y patriótica como lo había sido la defensa desde las márgenes del Paraná, decidieron probar con sus mejores diplomáticos: Londres eligió a John Hobart Caradoc, barón de Howden, miembro distinguidísimo de la Cámara de los Pares; por Francia iría nada menos que Alejandro Florian Colonna, conde de Walewski, hijo de Napoleón el Grande.

Arribados a principios de mayo de 1847, anuncian a Arana que han viajado para poner en vigencia las bases de Hood modificadas por Rosas, ya aprobadas por sus gobiernos. Solamente que no han sido redactadas con las formalidades de estilo y debe dárseles el tono preciso, pues si no, los protocolos deslucirían en las cortes europeas. Arana, a quien Rosas ha enseñado a desconfiar, acepta "si, como debía esperarlo, al reducirse a Convención las cláusulas no eran alteradas".

El 14 los emisarios presentan "la nueva forma". Rosas reaccionó acorde a su estilo: "Los proyectos dirigidos por SS EE los señores ministros diplomáticos están tan alejados, son tan diferentes de las bases Hood, como el cielo lo es del infierno." Habría más: "Después de las notas que esos señores han presentado a nuestro gobierno hay que tener coraje para presentar semejante proyecto." El protagonismo de los diplomáticos europeos lo asumiría el barón Howden. Se propuso causar una buena impresión en los porteños por su informalidad y franqueza organizando cabalgatas a Santos Lugares acompañando a Manuelita y vistiéndose como paisano con poncho y sombrero de ala corta. Montaba caballos con la marca de Rosas, que ensillaba con recado y apero criollos.

Manuelita había ya desempeñado tareas de seducción en beneficio de estrategias de su padre. Así lo había hecho antes con el embajador Mandeville, esposo de Mariquita Sánchez,  y lo haría ahora con el barón. Lo de Howden fue un auténtico "flechazo" y no tardó en manifestarse, convirtiéndose en el cotilleo de Buenos Aires. El 24 de mayo de 1847, cuando ella cumplió treinta años, le dirigió una ardiente nota: "Este día jamás se irá de mi memoria ni de mi corazón." Los exiliados en Montevideo y los opositores en tierra argentina seguían con comprensible inquietud los avatares del romance entre la "princesa federal" y el barón inglés.
Durante una excursión criolla a Santos Lugares, oportunidad en que, vestido de gaucho, Howden galopó por el campo y, entre otras diversiones rurales, encontró tiempo para estrechar las manos de un grupo de caciques y jefes indios, le propuso matrimonio a Manuelita, quien le respondió con firmeza que sólo lo veía como a un hermano.

Las negociaciones no avanzaban porque detrás de la falacia del "lenguaje diplomático" Inglaterra y Francia no son garantes de la independencia del Uruguay, lo que para el Restaurador significa que muy pronto se reanudarían los intentas de anexión por parte de Brasil.

Tampoco aceptaba suprimir el desagravio al pabellón argentino, "estipulación esencial porque a ese saludo circunscribía el gobierno argentino las satisfacciones debidas al honor y soberanía de la Confederación ultrajada por una intervención armada que capturó en plena paz la escuadra argentina, se posesionó por la fuerza de sus ríos, invadió el territorio y destruyó vidas y propiedades en una serie de agresiones injustas".

Además debería decirse claramente, como se leía en su acuerdo con Hood, que la navegación del Paraná era exclusivamente argentina, sujeta a sus leyes y reglamentos, lo mismo que la del Uruguay en común con la República Oriental. Otro punto clave: que se mencionara expresamente el rechazo a la posibilidad de una independencia de la República de la Mesopotamia (las Misiones, Entre Ríos y Corrientes), uno de los objetivos de la invasión, sin escaparse con la frase "ley territorial de las naciones".  Howden y Walewski adujeron que la fórmula propuesta por ellos "había sido objeto de largas correspondencias entre los gobiernos de Inglaterra y Francia" y que se "consultaron varios jurisconsultos".

El 28 de junio Rosas dio por terminadas las negociaciones por tratarse de temas gravísimos donde no podía andarse con "medias tintas". Mientras tanto el romántico ardor de Lord Howden se fue calmando poco a poco y cuando, fracasada su misión pacifista, abandonó Buenos Aires el 18 de julio escribió a Manuelita desde el "Raleigh" una cariñosa carta de despedida, en la que la nombraba como "mi vida, mi buena y querida y apreciada hermana, amiga y dama".

Inglaterra, ansiosa ya por terminar con el bochorno internacional inisiste y envía al prestigioso diplomático Henry Southern. Rosas, escaldado y deseoso de fijar sin rodeos las condiciones de lo que es indisimulablemente una capitulación enemiga, se niega a recibirlo hasta tener claras sus intenciones.

En Londres, el primer ministro Lord Aberdeeen se indignará el 22 de febrero de 1850 ante el Parlamento británico: "Hay límites para aguantar las insolencias y esta insolencia de Rosas es lo más inaudito que ha sucedido hasta ahora a un ministro inglés. ¿Hasta cuándo hay que estar sentado en la antesala de este jefe gaucho? ¿Habrá que esperar a que encuentre conveniente recibir a nuestro enviado? Es una insolencia inaudita." Como si don Juan Manuel hubiera leído a Clemenceau: "Hay que hacer la guerra hasta el fin, el verdadero fin del fin." Finalmente, mister Southern y el Restaurador firmarán el acuerdo que aceptaba todas las exigencias argentinas. El convenio establece la devolución de Martín García y de los buques de guerra; la entrega de los buques mercantes a sus dueños; el reconocimiento de que la navegación del Paraná es interior y sólo está sujeta a las leyes y reglamentos de la Confederación Argentina, y que la del Uruguay es común y está sujeta a las leyes y reglamentos de las dos repúblicas; y la aceptación de Oribe para la conclusión del arreglo.

Rosas se obliga a retirar sus tropas del Uruguay cuando el gobierno francés haya desarmado a la legión extranjera, evacue el territorio de las dos repúblicas, abandone su posición hostil y celebre un tratado de paz.

Ante la emoción de porteñas y porteños apiñados en la ribera, las naves de guerra enemigas se alejaron del Río de la Plata saludando al pabellón de la Confederación Argentina con veintiún cañonazos.

Francia tardará en rendirse, pues muchos querían continuar la guerra, mientras don José de San Martín se esforzaba por convencer que "todos (los argentinos) se unirán y tomarán una parte activa en la lucha", por lo que la invasión se prolongaría "hasta el infinito".