De cómo la Guerra contra el Terror se convirtió en el Reino Unido en una guerra contra las mujeres y los niños Vidas fantasmales

Victoria Brittain
TomDispatch.com


Hace bastante tiempo estuve cubriendo como periodista toda una serie de guerras,  conflictos, guerras civiles e incluso genocidios en lugares como Vietnam, Angola, Eritrea, Ruanda y la República Democrática del Congo, manteniéndome alejada de los informes oficiales y escuchando en cambio a la gente que se veía obligada a soportar la guerra. En los años en que la administración Bush lanzó su Guerra Global contra el Terror, estuve haciendo lo mismo, pero sin moverme nunca de casa.

Durante la pasada década no me desplacé hasta los distantes campos de refugiados en Pakistán o hasta los pueblos destruidos en Afganistán, ni he pasado tiempo en ciudades asediadas como Faluya, en Iraq, o Misrata, en Libia. Permanecí en Gran Bretaña. Aquí, mi gobierno, en estrecha conjunción con Washington, estaba emprendiendo su propia versión de lo que era esencialmente una guerra contra el Islam, se atreviera alguien a decirlo o no. De alguna manera, por una serie de casualidades, me encontré inmersa en esa guerra, junto a las familias a las que se había convertido en el enemigo.

No tenía planeado escribir sobre la guerra contra el terror, pero llevada por la curiosidad hacia unas vidas que la mayoría de nosotros nunca vemos y por unas cuantas circunstancias favorables, descubrí por casualidad un mundo de mujeres musulmanas en Londres, Manchester y Birmingham. Algunas de ellas eran británicas, otras procedían de países árabes y africanos, pero sus maridos o hijos habían acabado arrollados por la guerra de Washington. Algunos estaban en Guantánamo, otros se encontraban entre la docena de extranjeros musulmanes que no se conocían entre sí y que se vieron con sorpresa encarcelados juntos en Gran Bretaña bajo sospechas de tener vínculos con al-Qaida. Posteriormente, algunas de esas familias pasaron a estar bajo arresto domiciliario.
Mientras tanto, fui llegando a conocer bien a las mujeres y niños que estaban viviendo casi en total aislamiento y con el estigma de supuestos vínculos con el terrorismo. Tenían pocos amigos y estaban separados del resto del mundo. A las que tenían un marido bajo arresto domiciliario no se les permitían visitas, que estaban vetadas “por razones de seguridad”, ni podían utilizar ordenadores, ni siquiera para que sus hijos pudieran hacer los deberes de casa. Había otras mujeres que estaban solas y que tenían maridos o hijos que en algunos casos habían pasado una década o más en la cárcel, sin cargos, en el Reino Unido, y que ahora estaban luchando contra la deportación o extradición.
Poco a poco me fueron aceptando en sus aisladas vidas y me hablaron de sus niños, sus madres, sus infancias y rara vez, al principio, de la triste situación de sus maridos, que parecía ser algo demasiado íntimo, demasiado injusto, demasiado aterrador, demasiado inabarcable para poder expresarlo en palabras.
En los primeros años, tuve que subir por una empinada curva de aprendizaje, el hecho de pasar tiempo en hogares donde la fe era una realidad básica, Alá era constantemente invocado, el inglés era una segunda lengua y la privacidad y reticencia eran un hecho. La cultura de Facebook no había llegado a la mayoría de esas familias. Las reticencias se desvanecieron en los últimos años, especialmente cuando los niños no estaban presentes, o por la profunda desolación que se producía tras el fracaso de una apelación ante el tribunal para que levantara las restricciones sobre sus vidas, de una redada inesperada de la policía en sus hogares, de un intento de suicidio de sus maridos o de la aparición de un nuevo informe sobre la tortura emanado desde los agujeros negros del gulag en expansión de Washington y, por supuesto, desde Guantánamo.
En esos años, también me reuní con algunos de sus maridos e hijos. El primero fue un británico de Birmingham, Moazzam Begg. Había pasado tres años en la infame prisión en ultramar que Washington tiene en la Bahía de Guantánamo, Cuba, sólo para acabar liberado sin cargos. Cuando pudo volver a casa, me pidió a través de su abogado que le ayudara a escribir sus memorias; fue el primero en salir de Guantánamo. Trabajamos largos meses en “Enemy Combatant”. Fue muy duro para él revivir los días y noches de pesadilla bajo vigilancia estadounidense en Kandahar y en la prisión de EEUU en la Base Aérea de Bagram, en Afganistán, y después afrontar los años de limbo en Cuba. Pero fue incluso mucho más duro para él visitar a las mujeres cuyos maridos ausentes había conocido en la prisión y quienes, a diferencia de él, seguían todavía allí.
¿Por qué torturaron a mi marido?
En los hogares que estuve visitando, siempre había una gran pregunta no verbalizada: ¿Fue torturado mi marido, fue torturado mi hijo? Era la única pregunta que nadie se atrevía a hacer a un superviviente de esa pesadilla, ni siquiera para poder tranquilizarse. Cuando trabajaba en su libro, dejé deliberadamente para el final el capítulo sobre sus experiencias en manos estadounidenses en la prisión de Bagram, porque sentía lo difícil que era para ambos hablar de lo peor de las torturas que yo sabía que había sufrido.
A través de Moazzam, conocí a otros hombres que habían acabado arrastrados por la caza del musulmán que se dio en Gran Bretaña tras el 11-S, refugiados que le buscaban como angloparlante y ciudadano británico para que les ayudara a negociar en el hostil ambiente británico de los años posteriores al 11-S. Pronto empecé también a visitar a algunas de sus mujeres.
Con el tiempo, me hallé profundamente inmersa en un mundo de mujeres civiles contra las que se combatía (en cierta forma) en mi propio país, y así fue como me encontré en una sala de hospital cerrada con llave con un hombre dispuesto a dejarse morir de hambre a menos que le dieran documentos de refugiado para abandonar Gran Bretaña; con niños que gritaban de terror cuando oían un golpe en la puerta; con esposas que tenían que vivir con un marido transformado más allá de lo imaginable como consecuencia de su paso por esas prisiones.
Estaba hacia la mitad de mi trabajo con el libro sobre Moazzan, cuando Londres se vio golpeada por nuestro 11-S, el que llamamos 7-J. El 7 de julio de 2005, varios suicidas-bomba, en tres zonas del metro de Londres y en un autobús, mataron a 52 civiles e hirieron a más de 700. Los cuatro suicidas eran todos jóvenes británicos de entre 18 y 30 años, dos de ellos casados y con niños y uno tutor en una escuela primaria. En los comunicados de video que dejaron, se describían a sí mismos como “soldados” cuyo objetivo era obligar al gobierno británico a sacar sus tropas de Iraq y Afganistán. Tan sólo tres semanas después, hubo cuatro ataques coordinados con bombas en el sistema del metro de Londres (ninguna de ellas explotó). Los cuatros responsables, residentes desde hacía mucho tiempo en Gran Bretaña y originarios del Cuerno de África, fueron capturados, juzgados y sentenciados a cadena perpetua. Así pues, todo el país estaba traumatizado en 2005, y eso incluía especialmente a las diversas corrientes de la comunidad musulmana en Gran Bretaña.
Los servicios de seguridad británicos metieron velozmente la quinta marcha para regresar a la situación post-11/S. Los mismos agentes del servicio de inteligencia MI5 que habían interrogado a Moazzam cuando estaba bajo vigilancia estadounidense, le convocaron de nuevo para que les contara quién pensaba él que podría estar tras los ataques. Sin embargo, los tres años bajo vigilancia estadounidense y los cinco meses en casa ocupándose de su familia y de su libro no habían hecho de él una fuente creíble de información sobre las corrientes de pensamiento en la comunidad musulmana británica en esos momentos.
Al mismo tiempo, la docena de refugiados musulmanes extranjeros detenidos en las secuelas del 11-S, y retenidos sin juicio durante dos años antes de ser liberados por orden de la Cámara de los Lores, volvieron a ser arrestados. En el verano de 2005, el gobierno se preparó para deportarles a los países de los que habían huido originariamente como refugiados.
Por orden judicial, a todos ellos se les mantenía en el anonimato y en los documentos legales se referían a ellos como el Sr. G, el Sr. U., etc. Esto trataba sin duda de salvaguardar su privacidad pero en cierto sentido también les condenaba. Les convertía en alguien sin rostro, en alguien inhumano, y sus familias lo experimentaron precisamente de esa forma. “Hasta le quitaron el nombre a mi marido, ¿por qué?”, me preguntó una de las esposas.
Las mujeres con las que me había estado reuniendo en esos años pertenecían en su mayoría a ese pequeño grupo, así como los familiares de un puñado de residentes británicos –árabes- que no habían vuelto inicialmente de Guantánamo con los nueve ciudadanos británicos que los estadounidenses liberaron finalmente sin cargos en 2004 y 2005.
Quizá nadie en el país estaba, al fin y al cabo, más aterrorizado que ellos, gracias a las diversas tramas terroristas de nacionales británicos que siguieron. Y tenían miedo con toda la razón. Las presiones sobre ellos eran abrumadoras. Algunos de ellos cedieron y se fueron voluntariamente a sus países de origen porque no podían soportar ya el arresto domiciliario, aunque se arriesgaban a que les metieran en la cárcel al llegar allí; otros siguieron con años de arresto domiciliario y apelaciones en los tribunales contra la deportación, y así continúan hasta este mismo día.
Entre los atentados que les perturbaron hubo uno en 2006 contra un vuelo trasatlántico, por el que un total de doce británicos fueron a la cárcel de por vida en 2009, y un intento en 2007 de volar un club nocturno en Londres y el Aeropuerto internacional de Glasgow, en el que murió uno de los suicidas-bomba y el segundo fue encarcelado por 32 años. En la década posterior al 11-S, 237 personas fueron condenadas por delitos relativos al terrorismo en Gran Bretaña.
Aunque todo esto estaba pasando, quedaba lejos del mundo de mujeres refugiadas que yo había llegado a conocer, quienes, respecto al resto del mundo, estaban sobre todo preocupadas por las guerras en Iraq y Afganistán que, junto con los sucesos en Palestina, llenaban sus pantallas de televisión conectadas sólo a cadenas árabes.
Esas mujeres intentaban no mortificarse mucho con sus propias pesadillas privadas, pero para cualquiera que estuviera en su compañía, no cabía duda acerca de las mismas: una esposa a la que se impedía llevar a su bebé al hospital para visitar a su marido en huelga de hambre y conseguir que comiera antes de que muriera de inanición; otra, con varios niños pequeños, que regresaba de una visita a la prisión, a pesar de un largo viaje, porque a su marido le estaban castigando ese día; niños cuyos juguetes se había llevado la policía en una redada y nunca se los habían devuelto; visitas a medianoche de una compañía privada de seguridad para controlar a un hombre que ya estaba electrónicamente vigilado.
Esa era la textura de una guerra oculta de acoso continuo contra una población en gran medida indefensa. Así era cómo a algunas de las personas más vulnerables de la sociedad británica –que a menudo eran ya refugiados traumatizados y supervivientes de torturas- se les convertían en chivos expiatorios permanentes de nuestros temores post-11/S y post-7/J.
Tan poderoso es hoy en día el estima de “terrorismo” que, en nombre de “nuestra seguridad”, ya sea en Gran Bretaña o en Estados Unidos, casi todo vale, y cada vez menos personas se cuestionan acerca de los que podría realmente ser ese “todo vale”. Aquí, en Londres, han fracasado los repetidos intentos de conseguir que influyentes personalidades políticas o religiosas visiten simplemente a una de esas familias oficialmente encerradas y vean por ellos mismos cómo transcurren esas vidas. En el actual clima político, tal visita personal de investigación acabaría siendo cualquier cosa menos una prioridad para esa gente.
Un sistema jurídico de pruebas secretas, arrestos domiciliarios y sanciones financieras
Contra esta población cautiva, en esa atmósfera del todo vale, se han probado todo tipo de perversiones experimentales del sistema jurídico. Como consecuencia, el sistema judicial británico post-11/S contiene muchos rasgos que deberían espantarnos a todos, pero que son completamente desconocidos para la inmensa mayoría de la gente en el Reino Unido.
Entre los elementos que resultan más graves para las familias con las que me he relacionado, se incluyen el uso de pruebas secretas en casos que implican deportación, las condiciones de la libertad bajo fianza y el encarcelamiento sin juicio. Además, la mayoría de sus casos se han abordado en un tribunal especial conocido como Comisión Especial de Apelaciones de Inmigración o SIAC (siglas en inglés), ubicado en un conjunto de salas en un sótano anónimo del centro de Londres.
Uno de los rasgos innovadores del SIAC es la utilización de “abogados especiales”, abogados de alto nivel que tienen autorización especial de seguridad para ver pruebas secretas en nombre de sus clientes, pero sin que se les permita revelarlas o discutirlas, incluso con el cliente o el propio abogado de ése. La dimisión, por cuestión de principios, de un abogado muy respetado, Ian Macdonald, como abogado especial en noviembre de 2004, expuso este proceso al público por vez primera, aunque casi nadie demostró mayor interés.
Y las pocas voces que se dejaron oír no lograron remover sentimientos de rechazo a ese sistema oculto, ni los medios de comunicación se hicieron mucho eco del mismo. Ni se dio tampoco mucha audiencia a los informes de un equipo de importantes psiquiatras acerca del devastador impacto psicológico sobre los hombres y sus familias de una detención indefinida sin juicio, y de un sistema de arresto domiciliario enmarcado por “órdenes de control” que permiten que el gobierno imponga restricciones de casi todo tipo sobre las vidas de quienes se le antoje.
Y hubo un aspecto aún menos percibido del sistema legal antiterrorista implantado tras el 11-S, que fueron las sanciones financieras que podrían congelar los activos de las personas señaladas. Ordenado primero por las Naciones Unidas, el régimen de sanciones financieras se consolidó aquí mediante una lista de personas señaladas de la Unión Europea. Los escasos abogados que se especializaron en esta área fueron muy mordaces respecto a las draconianas medidas impuestas y la absoluta falta de transparencia en lo referente a qué gobiernos habían puesto qué nombres en qué lista.
El efecto sobre las familias que aparecían en las listas fue terrible. Matrimonios que se deshacían a causa del estrés. A los hombres de la lista se les impedía trabajar y sólo se les concedía 10 libras esterlinas a la semana para gastos personales. Sus esposas –que a menudo procedían de culturas conservadores donde toda la relación con el mundo exterior se dejaba en manos de los maridos- se convirtieron de repente en el rostro de las familias ante el mundo, responsables de todo, desde la compra a la contabilidad mensual para el Home Office del gobierno por cada producto que la familia compraba, hasta un bote de leche o un lápiz para un niño. Fue humillante para los hombres, que perdieron su papel en la familia de la noche a la mañana, y agotador y frustrante para las mujeres, mientras que en algunos casos el resto de sus familias les rehuían debido a la mancha de presunto terrorista. Casi nadie, excepto abogados especializados, sabía que ese tipo de sanciones financieras existían en Gran Bretaña.
En el Tribunal Supremo del país, el primer desafío judicial al régimen de sanciones financieras se produjo en 2008 a través de cinco musulmanes británicos conocidos tan sólo como G, K, A, M y Q. En respuesta, el juez Andrew Collins declaró que encontraba “totalmente inaceptable” que, por coger un ejemplo especialmente absurdo, un hombre tuviera que conseguir permiso para poder recibir asesoramiento sobre las sanciones del mismo órgano que se las imponía. El hombre en cuestión había esperado tres meses un permiso para que se le concedieran fondos para “gastos básicos” para pagar los alimentos y el alquiler, y seis meses para un permiso a fin de conseguir asesoramiento legal sobre la situación en la que él mismo se encontraba.
En un caso relatado ante el comité judicial de la Cámara de los Lores, el juez Leonard Hoffman manifestó su incredulidad ante la “mezquindad y miseria” de un régimen que “controlaba quién tenía qué para comer”. Más recientemente, el Tribunal Supremo del Reino Unido hizo suyas las observaciones del juez Lord Stephen Sedley, quien describió a los sometidos a ese régimen como “prisioneros del Estado”.
Entre los abogados de alto nivel preocupados por ese mundo oculto de castigos estaba Ben Emmerson, Relator Especial de las Naciones Unidas para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales en la Lucha Contra el Terrorismo. Dedicó uno de sus informes oficiales a la ONU al tema de las sanciones financieras. Sus recomendaciones incluyeron significativamente mayor transparencia de los gobiernos que ponen a personas en listas de ese tipo, la exclusión explícita de las pruebas obtenidas mediante torturas y la obligación de los gobiernos de ofrecer razones cuando se niegan a eliminar a personas de la lista. Desde luego, nadie importante le prestó ni la más ligera atención.
Contra la ideología de los gobiernos obsesionados con el terrorismo a ambos lados del Atlántico y una cultura entumecida con los violentos cuentos antiterroristas como “24” y “Zero Dark Thirty”, esas complicadas iniciativas técnicas en nombre de personas a las que se ha etiquetado de forma implícita, cuando no explícitamente, de “terroristas”, tienen pocas posibilidades de atraer la atención.
Cada vez es peor”
Casi hace una década, en la noche del estreno en Nueva York de “Guantánamo: Honour Bound to Defend Freedom”, la obra que Gillian Slovo y yo escribimos utilizando sólo las palabras de los familiares de los prisioneros en esa cárcel, de sus abogados, y del Secretario de Defensa Donald Rumsfeld, un hombre mayor se acercó al padre de Moazzam Begg y a mí. Se presentó como un ex asesor de política exterior del Presidente John Kennedy y nos dijo: “Eso no habría podido ocurrir nunca en nuestra época”.
Cuando la Guerra contra el Terror era aún relativamente nueva, era normal que las audiencias reaccionaran de forma similar horrorizadas ante una obra en la que los padres y hermanos describen su desconcierto por la forma en que su pariente había desaparecido por el agujero negro legal de la Bahía de Guantánamo. Desde entonces, nos hemos ido volviendo insensibles ante la destrucción de vidas, medios de sustento, futuros, infancias, sistemas legales y confianza a causa de la guerra sin fin contra el terror de Washington y Londres.
En todo ese tiempo, he visto cómo los niños crecían desde bebés a la adolescencia encerrados dentro de esta particular maquinaria bélica. Lo que dicen hoy debería alarmarnos y hacernos salir de ese letargo. Por ejemplo, estas son las palabras de dos adolescentes, una chica y un chico, cuyos padres llevan encarcelados o bajo arresto domiciliario en Gran Bretaña diez años y cuyas vidas, en todos esos años, estuvieron plagadas de innumerables indignidades y humillaciones:
“La gente suele pensar que nos hemos acostumbrado a que las cosas sean como son para nosotros, que no sentimos ya tanto las injusticias. Están muy equivocados: fue penoso la primera vez, más penoso la segunda, incluso mucho más penoso la tercera. En realidad, cada vez es peor, si es que quieren creernos. No hay límite para todo el dolor que puedes sentir”.
El joven añadió esto:
“ No hay un día en que me sienta seguro. Puede que sean las autoridades, puede que sea la gente normal, alguien puede hacer algo malo hacia nosotros. Sólo si es como ahora, cuando estamos todos juntos en casa puedo dejar de preocuparme por lo que podría ocurrirles a mi madre y mis hermanas, o incluso a mí. En el metro, en clase en la universidad, la gente mira mi barba. Les veo mirándome y sé que están pensando cosas malas sobre mí. Me gustaría vivir como un chico normal al que nadie mira. Ya sabe, los otros chicos, algunos de mis amigos, cometen algunas faltillas, como conducir con el permiso caducado, todo el mundo hace algo así. Pero yo no puedo, nunca, nunca, correr ni el menor riesgo. Tengo que ser siempre prudente, siempre responsable… por el bien de mi familia”.
Esos muchachos han sido criados por mujeres que, contra todo pronóstico, han preservado a menudo su dignidad y mantenido al menos un poco de alegría en las vidas de sus familias, y por eso, a pesar de haber sido despreciadas, de haber pasado desapercibidas, de haber tenido que vivir bajo llave, son una fuente de inspiración para otros. No son víctimas a compadecer, son mujeres a las que nuestras sociedades deberían aceptar y sentirse orgullosas de ellas.
La respuesta del arzobispo sudafricano Desmond Tutu ante las recientes propuestas de Washington de establecer un tribunal secreto que supervise la determinación de sospechosos de terrorismo para que los aviones no tripulados los asesinen y el poder ejecutivo en expansión para matar del Presidente Obama, sirve para todo el mundo más allá de Occidente. Ofrecen una perspectiva diferente sobre la guerra contra el terror que Washington y Gran Bretaña continúan persiguiendo sin un final a la vista:
“ ¿Acaso Estados Unidos y su pueblo pretenden realmente decirnos a los que vivimos en el resto del mundo que nuestras vidas no tienen el mismo valor que las suyas? ¿Qué el Presidente Obama puede rubricar una decisión para asesinarnos sin preocuparse por control judicial alguno cuando el blanco no es un estadounidense? ¿Es que acaso su Tribunal Supremo pretende realmente decirle a la humanidad que nosotros, como el esclavo Dred Scott en el siglo XIX, no somos tan humanos como los estadounidenses? No puedo creerlo. Solía decir del apartheid que deshumanizaba a sus criminales tanto como a sus víctimas, cuando no más. Vuestra respuesta como sociedad ante Osama bin Laden y sus seguidores amenaza con resquebrajar vuestros estándares morales y vuestra humanidad”.
Victoria Brittain, periodista y ex editora del Guardian , es autora o co-autora de dos obras de teatro y cuatro libros, incluido “Enemy Combatant” con Moazzam Begg. Acaba de ver la luz su último libro Shadow Lives: The Forgotten Women of the War on Terror (Palgrave/Macmillan 2013).

Traduccion: Sinfo Fernández (Rebelión)