Argentina: Protegerse para seguir creciendo

Julio Semmoloni

  • Según la consultora estadounidense Global Trade Alert, la Argentina está primera entre los diez países más proteccionistas, a saber: Rusia, Estados Unidos, India, China, Reino Unido, Brasil, Alemania, Francia y Kasajistán. El listado exime de comentarios socarrones.
Una conducta nefasta que asoló el país cada vez que se buscó desarrollarlo en términos económicos -forzado por las circunstancias o debido a un propósito manifiesto-, ha sido reaccionar en la dirección contraria ante las primeras dificultades serias que siempre se presentan en los procesos de transición. Detrás de cada fracaso vino la cantilena, expresada en diversas versiones: “No somos capaces”, “Nunca nos van a dejar”, “Así como estamos es mejor”, etc. Cuando se adoptan políticas de mediano o largo alcance, y sobre todo si éstas pretenden modificar de raíz criterios instalados por décadas o rever construcciones culturales naturalizadas -por ejemplo, desde el Consenso de Washington-, es normal que se produzcan reacciones adversas ante eventuales efectos antagónicos al objetivo final de la aplicación de nuevas medidas. Está en el grado de convicción y voluntad política de quienes operan sobre la realidad, el mérito de valorar correctamente la sucesión de fenómenos que se suceden a partir del cambio propuesto.
Por más idiosincrasia propia y condicionamiento histórico que medie en la conformación de un país, es imposible que su gobierno -cualquiera fuere la tendencia ideológica- decida acciones completamente originales en el mundo actual. Lo que haga, de algún modo, estará inspirado en anteriores gestiones, porque ya las ha habido de mil maneras diferentes. Lo que verdaderamente importa, en el mejor de los casos, es que acierte con una planificación que indubitablemente propenda al bienestar general, sin exclusiones de ningún tipo. Por eso es vital para la salud del modelo económico vigente, revisar a diario el curso de su marcha, a fin de adoptar los correctivos que sea menester en tiempo y forma.
La decisión de ejecutar medidas proteccionistas para un país sobremanera dependiente como el nuestro hasta hace pocos años, siempre ha significado un desafío muy difícil de sostener: no tanto por la oposición de poderosos intereses afectados, que por cierto de inmediato actúan en contrario, si no en especial porque los buenos resultados cuesta percibirlos en el corto plazo. En un principio es lógico que ocurra cierta verificación de situaciones que parecen estropear el propósito estratégico. Hace falta una gestión fortalecida como la de Cristina Fernández para enfrentar todas las objeciones y alguna desventura inicial, porque además de espaldas hay que tener capacidad de persuasión para sostener la sobrecarga que conlleva tamaña determinación.
Cuando se resuelve restringir por sectores seleccionados las importaciones para asegurar el saldo comercial favorable y si es posible incrementarlo, a fin de contar con suficiente stock de divisas, enseguida Argentina se ve enfrentada a tener que explicar a sus socios externos que no se ha convertido en un país hostil, lo cual es cierto pero no es fácil, y también debe convencer a sus productores internos que la idea de mediano plazo es favorecerlos a todos, cuanto menos en competitividad. Es obvio que las incidencias de estas negociaciones suelen ser un parto de los montes, pero hay que estar preparados para afrontar sus bravas contingencias con la máxima energía. En ocasiones anteriores, otros gobiernos han sucumbido ante los primeros reclamos subidos de tono. No es lo que debería pasar ahora. Pero, cuidado, en este caso histórico tan especial habrá que ir a fondo hasta las últimas consecuencias.
Siempre fue una aseveración sin sustento que la Argentina de principios del siglo XX ocupara un lugar entre los países más importantes de la tierra. Con sólo repasar los datos sociales y económicos de entonces, es suficiente para establecer el abismo de desarrollo que nos separaba de al menos una decena de países, incluso de los que proveían de inmigrantes a estas pampas. La Argentina podía disimular la extendida miseria de su población debido a la extrema escasez de habitantes. Su respetable participación en el comercio internacional de materias primas remitía, en particular, a que su mercado interno era reducido y poco demandante, y además permitía excedentes de productos a granel sin ningún valor agregado. Pero al adolecer de un mínimo desarrollo industrial, a raíz de políticas propiciatorias del esquema productivo y de intercambio agro-exportador, la situación económica de nuestro país solía ser sumamente vulnerable y por completo dependiente.
Nunca fue un disparate, en cambio, que la Argentina abrigara fundadas expectativas de convertirse en un país de progreso sostenido, y pudo en diferentes épocas producir por sí misma un salto cualitativo que la hubiese puesto en condiciones menos distanciadas de los países más avanzados. La historia contada por esclarecidos intérpretes de nuestras frustraciones -como Raúl Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche o Jorge Abelardo Ramos-, da cuenta de todo lo que faltó para que las esporádicas y solitarias acciones fructificaran en la dirección y el alcance anhelados. Recién en esta última década los sudamericanos empezamos a considerar que sólo fomentando la hermandad societaria entre nosotros podrán surgir desde aquí renovados países capaces de satisfacer las históricas demandas elementales de sus pueblos.
No será fácil para el gobierno mantenerse incólume ante la embestida de corporaciones vinculadas al capital extranjero, aunque por ahora ha salido airoso de otras circunstancias similares; peor resulta el ataque de sectores presuntamente afines como la Unión Industrial Argentina y la Confederación General del Trabajo, cuyos dirigentes, desde diferentes posiciones, claro está, increpan al Poder Ejecutivo por asumir políticas no consensuadas, ignorando que el reciente 23 de octubre el proyecto político vigente recibió el más grande espaldarazo electoral de la historia -38 puntos de ventaja sobre el segundo-, tras más de ocho años de gobierno, lo cual implica en sí mismo el máximo consenso que se puede exhibir en una república.
Tampoco va a ser fácil persuadir a países como Brasil, Uruguay, Chile o China, de que algún perjuicio transitorio van a sufrir a causa de que estamos creciendo y por ende se presentan nuevas dificultades a resolver. Es preciso asegurarles que la idea es impulsar un intenso flujo comercial que no afecte demasiado el actual intercambio, siempre tratando de conciliar los intereses recíprocos que satisfagan a las partes para continuar sin mayores tropiezos por la buena senda. La sustancial diferencia de hoy con otras épocas de fracasos, es el doble aporte de un gobierno sólido y decidido, por un lado, y la evidencia de que no estamos solos para adoptar criterios comunes a otros países emergentes muy importantes, como China y Brasil, que integran con el nuestro el G-20 y con quienes mantenemos provechosas relaciones.
Tal vez por primera vez los argentinos somos conducidos por un gobierno que no ignora ni desecha que las grandes potencias siempre se valieron del proteccionismo para permitir la acumulación de capitales y la sustitución de importaciones. La colonización cultural que genera cipayos y derrotistas, hasta hace muy poco pretendía hacernos creer que “vivir con lo nuestro” o “mejorar los términos del intercambio” eran algo así como consignas vandálicas dentro del mundo civilizado. Pero se abre un nuevo mundo, nuevo como el siglo que transcurre, en el que una serie de países, otrora de la periferia, parece emerger desde una presencia mucho más relevante. Con la prudencia necesaria, porque entraña riesgos de todo tipo, sería oportuno que esta vez Argentina se atreva a jugar un rol protagónico en el escenario internacional que permite la aparición de nuevos actores.