Argentina: Paradoja de la democracia
Julio Semmoloni
La campaña se tiñe de denuncias sin sustento, por un lado, y la gestión y profundización, por otro |
La
garantía de la igualdad para que todos los ciudadanos ejerzan en plenitud sus
derechos resulta a menudo el punto de inflexión que permite al poder fáctico
moverse sin tapujos y conspirar para que el electorado incauto se vuelva en
contra de su propio interés político.
El
gobierno iniciado el 25 de mayo de 2003 puede ser considerado como el que posee
los mayores atributos de legitimidad de la historia argentina. No es difícil
demostrarlo si se parte de un criterio democrático, nacional y popular para
sustentar una comparación realizada sobre la base de hechos elocuentes y
verificables. Pero antes de emprender la tarea conviene aclarar el objeto de la
misma. Este análisis intenta prevenir acerca del arduo desafío que se abate
sobre la voluntad política del gobierno de preservar y prolongar la
inconmensurable transformación concretada. Este progresismo manifiesto corre el
peligro de ser derrotado electoralmente o en otros términos, como consecuencia
de que cada vez -a medida que evoluciona- requiere el apoyo de una
ciudadanía mucho más consciente de ese avance, dotada de una atención sutil
hacia lo que cuesta cada paso adelante, y provista de la cautela necesaria para
vislumbrar la enormidad del asedio que se cierne.
La “década ganada” es una provocación
intolerable para el poder fáctico, aún munido de una temible capacidad
destituyente. Y lo es, sobre todo, porque el gobierno iniciado el 25 de mayo de
2003 no es un gobierno tal y como siempre se lo entendió. Es en verdad
un proyecto político democrático, nacional y popular que se continúa en el
tiempo, que no se agota cada cuatro años y se sustituye, y que por lo tanto en
la medida que persiste, por su propia naturaleza progresista tiende a
profundizar las transformaciones que detesta el poder fáctico concentrado. Vale
decir, la “década ganada” o mejor, la “década honrosa”, es un proyecto que se
relegitima constantemente como nunca antes había ocurrido del modo genuino que
hoy acontece.
El significado polisémico de legitimidad aquí se
toma como la condición emanada del consenso popular basado en el apego
irrestricto a las acciones que tiendan al bienestar general (léase equidad
social) por parte de un gobierno que brega por la máxima ampliación de
derechos, sin exclusiones de ningún tipo.
Los mayores atributos de legitimidad del
actual proyecto político se deducen con facilidad -por contraste- mediante el
planteo de las objeciones que pueden formularse a todos los gobiernos
anteriores de carácter nacional y popular, tomada esta clasificación conceptual
en un sentido amplio. A diferencia de
los gobiernos de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández, los seis presidentes
anteriores que serán considerados no reunieron todos los atributos de
legitimidad plena que exige la comparación.
Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón no fueron
votados por las mujeres en sus primeras presidencias, las únicas de ambos con
el mandato cumplido. Yrigoyen deslegitimó su respeto al pueblo cuando reprimió
con ferocidad a los peones rurales explotados por los hacendados ingleses de
Santa Cruz, a los trabajadores de la empresa inglesa La Forestal en Santa Fe y a
los obreros de los Talleres Vasena en Buenos Aires. A su vez, Perón avasalló la
libertad de expresión cuando clausuró y expropió el diario La Prensa , por ejemplo, entre
otras graves medidas de censura a la actividad cultural no partidaria. Arturo
Frondizi y Arturo Umberto Íllia tuvieron un espurio origen electoral, pues en
ambos casos el peronismo había sido proscripto. Una circunstancia similar,
aunque muy atenuada, permitió la elección de Héctor Cámpora, por cuanto la
dictadura de Alejandro Lanusse también había proscripto a Perón.
En cuanto a Raúl Alfonsín, cargó con el trauma
inicial antirepublicano de someterse al protocolo inconstitucional de ser
investido presidente por el dictador Reynaldo Bignone, quien recientemente fue
condenado a reclusión perpetua por la comisión de horribles crímenes de lesa
humanidad. Más tarde perdió la confianza de sus votantes cuando se sometió a
las sediciosas demandas de una asonada militar, lo cual debilitó su gestión
hasta dejarla a la deriva económica que hizo propicia la primera hiperinflación
de la historia argentina, tan empobrecedora de vastos sectores de la
población.
Por razones obvias no se ha considerado en esta
escueta enumeración a los gobiernos oligárquicos anteriores a 1916, cuando no
existía el voto universal y secreto; se salteó el período de la llamada “década
infame”, a raíz de las proscripciones y fraudes escandalosos cometidos, y desde
luego se prescinde de cualquier mención a los regímenes militares golpistas,
por su intrínseca condición de antidemocráticos e inconstitucionales.
Si bien los dos gobiernos de la etapa menemista
tuvieron genuino origen electoral, ambos pierden legitimidad porque rápidamente
se convierten en antipopulares y antinacionales, debido a la formidable
exclusión social que provoca el alto desempleo y peor aún a la vergonzosa
entrega del patrimonio productivo estatal a intereses extranjeros. Los breves
gobiernos de Fernando de la Rúa
y Eduardo Duhalde, aunque por diferentes motivos, ni siquiera homologan para
establecer algún tipo de comparación.
Ahora sí queda saldada la introducción al tema
central de este artículo: ¡Cómo es posible que para obtener el 27 de
octubre un resultado electoral apenas aceptable, este gobierno deba poner sobre
la mesa de discusiones semejante cúmulo de realizaciones…! Y que del
lado opositor alcance y sobre con agravios, falsedades y toda clase de
frivolidades marketineras, sin la necesidad en ningún caso de mostrar hechos
concretos que induzcan a la persuasión sana del votante.
“Nosotros hacemos, los otros opinan”, sentenció por estos días la Presidenta a modo de
transparente cotejo de conductas políticas ciertamente antagónicas. Pero ella
sabe muy bien que con la verdad de los hechos y la coherencia de la gestión
transformadora no es suficiente ni se asegura la adhesión mayoritaria en las
urnas. Se produce entonces lo que puede llamarse “paradoja de la democracia”.
Es decir, el sistema de gobierno que por un lado garantiza la igualdad
de los ciudadanos que votan, en cuanto al ejercicio de todos sus derechos,
también permite que esa especie de libre albedrío quede a merced del
encandilamiento y la obnubilación que busca producir el canto de sirenas
corporativo, esa pertinaz usina que conspira contra el fortalecimiento del
propio sistema plural e igualitario.
¡Cómo establecer bases sólidas de recíproca
comprensión entre el pueblo y el gobierno, para impedir que un electorado
ampliamente favorable en 2011 al proyecto político que lo incorporó como sujeto
de sus progresivas conquistas sociales, de buenas a primeras caiga en la trampa
de un olvido negligente o de una naturalización inoportuna! La respuesta obvia
-con sus riesgos- está en lograr la hegemonía cultural de un relato que
señale con claridad toda la obra realizada y todo lo que falta por hacer, de
qué manera preservar en los mismos términos el vínculo imprescindible entre una
etapa y la otra, pero a la vez un relato que tenga eficacia para mostrar tal
como es y opera el enemigo de esos objetivos, a fin de contrarrestar tanto
asedio perturbador o para que el proyecto político sea inmune a ese constante
hostigamiento.
De todas formas, hay un riesgo. El relato
hegemónico atraviesa todos los sectores sociales y compromete la espontánea
pluralidad. El gobierno hasta ahora ha intentado llegar a un universo de
ciudadanos cada vez más diverso, pero hay cotos muy influyentes que parecen
impenetrables. Son reductos soliviantados por el oligopolio mediático. La
batería compuesta por la Ley
de Servicios de Comunicación Audiovisual, Televisión Digital Abierta, Fútbol
para todos y la cuidada difusión televisiva (teleconferencias mediante) de
todos los actos de gobierno, a cargo de Presidencia de la Nación , no ha resultado
suficiente para ponderar a la altura de lo necesario el conocimiento público de
estos diez años de fructífera y transformadora gestión. Preocupa que esa
corporación privada silencie u oculte el mensaje oficial, al tiempo que instala
una agenda antigubernamental que todos los referentes opositores siguen a pie
juntillas.
Mucho más alarma el deterioro que ese sistema
corporativo de difamación produce en la imagen pública del gobierno y de la
presidenta. Indigna que consiga ese daño atroz al amparo de la libertad de
expresión y en nombre de ésta. El valor ético de este gobierno, que ha
garantizado como ningún otro el derecho ejercido perversamente por sus
enemigos, no sólo es incalculable sino que para legitimar absolutamente su
poder constitucional, la jefa de Estado presentó en 2009 el proyecto de ley
(sancionado, promulgado y en vigencia) que despenaliza las calumnias e injurias
referidas a expresiones de interés público, en inequívoco beneficio de la
libertad de prensa. Podría decirse que con ese gesto franco de honestidad
republicana, les sirvió en bandeja la posibilidad de que actúen impunemente
contra la mandataria que más se apegó a respetar ese derecho.
Una recua interminable de tilingos, conversos,
traidores y tránsfugas de toda laya ha calificado a este gobierno de ser
proclive al accionar de los nazis, de no respetar la institucionalidad, de
totalitario y violento, en fin, de cometer toda clase de actos reñidos con la
concordia social. En suma, una serie de agravios calumniosos e injuriantes que
se desmienten por sí mismos ante el más elemental cotejo con la realidad. En
cambio el efecto es más penetrante cuando se lo tilda de gobierno corrupto e
integrado por funcionarios que sólo aspiran a robar todo lo que puedan. Este
ataque es difícil de conjurar porque el predispuesto destinatario del ruin
mensaje (el ciudadano de a pie, el votante) suele exigir la
inversión de la carga de la prueba, es decir, que el inauditamente acusado
demuestre que es inocente del sambenito.
Aquí es cuando quienes ignoran hasta dónde están
dispuestos a preservar esta democracia nacional y popular en los actuales
términos de máxima tolerancia, pareciera que vacilan respecto del impacto que
opera sobre su ánimo tranquilo y alegre: cuesta mantenerse calmado si se está
sometido a ese bombardeo procaz y desafiante. Puede que introspectivamente
hasta se interroguen con esta sugestiva frase: “¿Nos están probando?” Pero cuán
flaco favor se le haría a la causa si alguien sucumbe ante el reiterado
convite. Sería como dejarse provocar hasta caer inerme en las angurrientas
fauces del provocador por antonomasia.
Hacen daño, claro que hacen daño. Irritan y
perturban, también es cierto. Pero es todo lo que tienen. Ni propuestas ni,
mucho menos, proyecto. Y de este lado, tantísimo para cuidar y multiplicar. A
mantener la calma, como lo ha sido la conducta hasta hoy. Las reglas de juego
son éstas: se puede perder un partido o dos o más. El campeonato está ganado.
Contra viento y marea, la
Argentina en materia de ampliación de derechos compite en
ligas mayores. Es un país de vanguardia democrática que debe a corto plazo, con
este probado rendimiento, culminar otros avances sociales impostergables para
hacerse cabal merecedor del reconocimiento internacional que ostenta.