Ghuta, una masacre cuya culpa recaerá también sobre los Estados Unidos

Jon Lee Anderson*

Las imágenes revuelven las tripas. En un video, un hombre intenta revivir a un niño, quizás de tres o cuatro años, echándole agua en la cara, masajeándolo, intentando una fútil resurrección. El niño está pálido e inmóvil y parece haber muerto. Alrededor hay más cuerpos en similares estadios de muerte o casi muerte postrados en el suelo. Unos hombres se mueven en torno con el impulso de gente abrumada por una catástrofe y sin los conocimientos y herramientas para salvar a las víctimas. Extrañamente, no hay sangre. Es como si todos se hubieran ahogado.

Este era uno solo de los temblorosos videos que emergieron de la horrorosa tragedia que parece haber ocurrido el miércoles (21 de agosto de 2013) a la mañana en Ghuta, una zona cercana a Damasco que ha sido dominada por los rebeldes que combaten contra el régimen de Assad en Siria. En una guerra civil que hasta ahora se ha cobrado más de cien mil vidas –y en la cual ha habido muchas atrocidades, incluyendo muchas masacres previas de gran escala–, lo que ocurrió en la región de Ghuta parece sobrepasar todo lo que ha venido antes. La cuenta de muertes de lo que está siendo definido por los rebeldes como un ataque con armas químicas por parte del régimen –la acusación todavía no está corroborada—ha alcanzado, según se dice, las 1300. Se dice que el gas nervioso sarín provoca algunos de los síntomas que se ven en el video, aunque también hay razones para sospechas que algún otro agente fue el causante.

El miércoles por la mañana, cuando surgieron los primeros informes sobre el ataque, se habló de decenas de víctimas, y luego de cientos. Y luego, coincidiendo con los videos que se posteaban en Internet, los cálculos comenzaron a escalar. Uno de los primeros tuits que ví sobre la noticia decía que Siria tenía ahora su “Halabja” —una referencia al ataque con armas químicas contra la ciudad kurda insurgente de Halabja por parte de las fuerzas armadas de Saddam Hussein en 1988, que mató a unos cinco mil civiles. Por entonces, Saddam era un aliado tácito de Occidente que libraba un conflicto atrozmente sangriento contra el vecino Irán, en una versión temprana de la división letal entre sunitas y chiítas que ha hecho de Siria, ahora, su campo de batalla principal. Saddam negó en un principio responsabilidad en el ataque contra Halabja, aunque luego surgió que su primo Ali Hassan al-Majid —o, como lo conocían sus enemigos, “El Químico Alí”—lo había ejecutado, como en muchos otros casos de uso de armas químicas en la guerra que se extendió de 1980 a 1988, en la que murió un millón de iraníes e iraquíes. La reacción de la administración Reagan, que había estado proveyendo información a las fuerzas armadas de Saddam sobre la concentración de tropas iraníes desde los AWACS de vigilancia para ayudarles a apuntar sus misiles, fue en un principio alinearse con Saddam, sugiriendo que Irán también había utilizado armas químicas en la lucha. Fue un vergonzoso intento de desinformación. No mucho después, cuando los hechos se hicieron evidentes, la posición norteamericana fue corregida.

El episodio de Halabja es un ejemplo de la irritante política moral que surge cada vez que hay acusaciones sobre el uso de armas químicas. Las grandes potencias acordaron prohibir su uso en el Protocolo de Ginebra de 1925, un convenio firmado por la mayoría de las otras naciones. Con unas pocas excepciones —la más notoria entre ellas, Saddam Hussein—, rara vez se han utilizado armas químicas desde entonces. Es decir, hasta el conflicto en Siria. Se sabe que el gobierno de Asssad posee grandes depósitos de ellas, dispersas en varios sitios del país, y que en los seis meses pasado ha habido una cantidad de informes de uso limitado de armas químicas  en el campo de batalla sirio. Si los ataques de Ghuta involucraron un agente químico, seguramente la “línea roja” que el presidente Obama trazó respecto de ello un año atrás –y que su administración ha admitido anteriormente que ya se ha cruzado—sólo se convierte en avenida. El ministro de Defensa de Israel, Moshe Ya’alon, habló de Ghuta como apenas el último caso de muchos en los que el régimen de Assad ha desplegado armas químicas.

Es de observar –y no poco extraño– que el ataque en Ghuta ocurrió apenas días después de la llegada a Damasco de un equipo de inspectores de armas químicas de las Naciones Unidas, y ello plantea la pregunta de por qué el gobierno de Assad habría entregado tan fácilmente evidencias de su sospechada infracción ante la comunidad internacional. También es sorprendente dado que, en las últimas semanas, el régimen ha llevado la ventaja en el conflicto. Sin embargo, los regímenes dictatoriales y sus militares puede ser tan estúpidos como criminales —véase las evasivas de Saddam durante la preparación de la invasión de Irak en 2003, sobre si escondía o no armas de destrucción masiva. Es también posible, como han especulado algunos expertos en armas, que lo que fuera que mató a las personas vistas en los videos no fuera un gas nervioso como el sarín sino alguna otra cosa, todavía desconocida. De acuerdo con un diplomático occidental en la región, “el régimen niega haberlo hecho, pero la prueba crucial es si facilitarán ahora un acceso inmediato del equipo de expertos de la ONU que se encuentra actualmente en Damasco”.

A final de cuentas, lo que parece claro es que, en toda Siria y en las afueras de la capital, una de las más antiguas –si no la más antigua– ciudades del mundo habitadas en forma continua, está ocurriendo una terrible sangría. Sin embargo, las víctimas son escogidas –o el modo en que mueren—y, sean niños inocentes o mujeres civiles u hombres que han tomado las armas, es una tragedia humana de las más horrorosas proporciones –una que la administración Obama se ha probado incapaz de –o con falta de voluntad para– evitar.  Si resulta que el régimen de Assad utilizó sarín en Ghuta, la lógica sugiere que quizás lo hizo para testear la resolución de Occidente respecto de cualquier remanente noción de “línea roja” que pudiera impulsar una acción militar. Si, de hecho, no utilizó armas químicas, esta atrocidad se desvanecerá pronto de la atención pública para unirse a las cientos de otras medio olvidadas que han compuesto este conflicto sin líneas rojas a la vista.

El diplomático occidental sugirió, sin embargo, que la masacre de Ghuta parecía ya representar un cambio de juego para algunas de las potencias occidentales y que esta vez había llegado el momento de que el presidente Obama tomara decisión duras: “Mi opinión personal es que, como todo los demás, los norteamericanos serán responsabilizados por las consecuencias de lo que no hicieron tanto como de lo que sí”.

*Jon Lee Anderson nació en California y se crió en Corea del Sur, Colombia, Taiwán, Indonesia, Liberia, Inglaterra y los Estados Unidos. Ha cubierto conflictos armados y guerras del mundo durante más de tres décadas, reportando desde América latina, África y Asia. Reconocido también por sus perfiles biográficos de líderes políticos y figuras mundiales, desde 1998 es miembro de la redacción de la prestigiosa revista The New Yorker. Ha publicado media docena de libros, entre ellos Guerrillas (1992), la biografía Che Guevara, una vida revolucionaria (1997), La tumba del león: despachos de Afganistán (2002) y La caída de Bagdad (2004).