28 de junio de 1966; cae el gobierno de Arturo H. Illia
Jorge L. Devincenzi
Causa Popular
- Por la Av. Rivadavia pasaron unos camiones con tropas de fajina y la radio trasmitía la marcha Ituzaingó. Habían derrocado a don Arturo Illia.
- Tres años después terminara el efímero y ominoso reinado de Onganía que lo derrocó.
Esa mañana del 28 de junio de 1966 nosotros, los jóvenes ciudadanos de la Argentina recibimos con estupor la noticia de que las fuerzas armadas habían derrocado a un gobierno constitucional y democrático.
No, no fue así, nada fue así.
Empezando porque hacía frío ese 28 de junio, como suele suceder en todos los inviernos, y era muy temprano cuando salía de un alojamiento media estrella que todavía existe, el Asturias, cerca de Deán Funes e Independencia, con mi amiga Aurora.
Espigada, con esa alegría trágica de los españoles, ella tenía una piel pecosa, rosada y suave; sus rulos eran de un rojo subido, tanto como su pasión y su carnet del pecé.
Era muy desenvuelta, con esa precisión discursiva del militante, y yo bastante tímido.
Pero no tanto como para no animarme a aporrear cada tanto el teclado que entonces había en Chez Tatave, en ese sótano de la cortada Tres Sargentos, antes de que se mudara a la avenida Córdoba.
Monsieur Tatave me conocía, de tanto verme por las noches, y no ocultaba su fastidio por mis incursiones al piano: no le gustaba mi repertorio, o yo era más que mediocre.
Ella creía honradamente que lo inevitable de la historia debía decidirse en Moscú, pero a mí no me importaba. No porque fuera menos determinista que ella (que lo era, aunque prefería unas referencias más heterogéneas donde confluían Madrid, Argelia, Pekín, La Habana y Hanoi) sino porque me gustaba, toda ella, sus ojos, sus piernas y sus pechos.
Legañosos y sin un peso, caminamos hacia Plaza Once, pasamos por La Perla vieja y, sin encontrar conocidos (los Portnoy por ejemplo, que después quedarían “pegados” en el ajusticiamiento de Aramburu), seguimos por Rivadavia hasta un bar que existe tal como era entonces, en la esquina de Saavedra.
Las monedas que juntábamos entre los dos alcanzaban para compartir un solo vaso de leche caliente. Pero el mozo, un desconocido santo de los panes y los peces, dejó sobre la mesa dos descomunales cafés con leche con manteca, dulce y unos panes humeantes y olorosos, sin aceptar disculpas.
-Peores cosas pasan- dijo, más o menos.
No podría afirmar que esos gestos fueran frecuentes en aquel entonces, ni que hoy no lo sean, (al día siguiente pagué la diferencia en lugar de recurrir al “jodete, por boludo”, que, creo, ni existía) pero sí estoy seguro de algo que ni siquiera imaginábamos: esa Argentina que vivíamos estaba comenzando a desaparecer esa mañana de junio.
Y no sólo la Argentina.
Por la avenida Rivadavia pasaron unos camiones con tropas de fajina, y la radio trasmitía la marcha Ituzaingó.
Habían derrocado a don Arturo Illia, el cordobés nacido en Pergamino.
- Dos. ¿Cómo había llegado don Arturo a la Casa Rosada?
¿Por qué se lo considera un arquetipo de demócrata?
¿Por qué nosotros, los universitarios, en lugar de apoyar esa legalidad, nos manifestábamos ruidosamente contra el Fondo Monetario y contra el gobierno, dando en cierto modo la razón al general Onganía, que veía conspiraciones comunistas en cualquier acto de protesta?
¿Por qué estaba vigente, a pesar de la formalidad democrática, un Plan Conintes destinado a detener a cualquiera sin ninguna garantía constitucional?
¿Por qué, en agosto de 1962, había sido secuestrado y asesinado por la policía el militante peronista Felipe Vallese, de 22 años? ¿Por qué esa democracia nos estaba interesando cada vez menos?
Para saber por qué cayó Illia, hay que comprender cómo y por qué llegó a la Casa Rosada.
El partido militar (dominante) de la Argentina post-1955 estaba dividido entre azules y colorados, denominaciones habituales en los juegos de guerra.
Ni unos eran muy azules ni los otros tan colorados, y se identificaban en un punto: todos eran gorilas y antiperonistas.
En los años que sucedieron a setiembre de 1955, los mandos militares habían barrido todo el disenso dentro de las fuerzas, llegando a fusilar a sus opositores internos en el 56.
Los azules pasaban por más “profesionalistas”, la misma actitud que tendría Videla antes de 1976.
El 23 de setiembre de 1962, Marianito Grondona había redactado lo que se conoció como “Comunicado 150”, en el que los azules decretaban que todo el pueblo tenía derecho a votar, pero no al peronismo: se había puesto en marcha el reloj del golpe, cuando todavía Illia ni siquiera era candidato, y su primer capítulo sería proscribir al Frente Nacional que se armaba para las elecciones del año siguiente, cualquiera fuera la denominación que se le diera.
No era una mera suposición: en las elecciones parciales de marzo de ese año se había impuesto ampliamente la fórmula peronista Framini-Anglada en la provincia de Buenos Aires, acelerando la caída de Frondizi.
En el gobierno que le siguió (Guido era un oscuro senador al que se sacó de la cama para cumplir con las formalidades, y que sorprendió al general Poggi ya sentado en el sillón de Rivadavia) aparecen apellidos notables: Álvaro Alsogaray, José Alfredo Martínez de Hoz, Roberto Alemann, Federico Pinedo y Jorge Wehbe, último ministro de Economía de Bignone.
Como el avance peronista es imparable, la Marina, al mando de Rojas, Rial y Sánchez Sañudo, se subleva el 2 de abril (¡?) de 1963 con el objetivo de tomar el poder para impedirlo.
Su mascarón de proa es el decrépito general Benjamín Menéndez, padre de otros generales que luego tendrían sus diez minutos de sombría fama, y, ya con 66 años, jefe de la asonada de 1951 contra Perón.
Un mes antes, los marinos habían pataleado porque la justicia electoral, dominada por los azules y que luego obtendrá el espaldarazo de la Corte Suprema, había otorgado personería a la Unión Popular, un rejunte heterogéneo de peronistas, neoperonistas y falsos peronistas: Tecera del Franco, el neuroperonista Raúl Matera, y los demócratas cristianos, que con Horacio Sueldo, no se decidían.
La sublevación pretendió resolver las cosas de una vez por todas: los tanques de López Aufranc (que luego sería beneficiado con un sillón en el directorio de Acindar, la acería de los Acevedo que competía con la estatal Somisa y Propulsora, de la familia San Martín) bombardearon a los marinos levantiscos.
Los ganadores no se la llevarían de arriba: inaugurando un método luego difundido por Massera, el general Osiris Villegas es ametrallado desde un Falcon de la Armada en su domicilio en Bella Vista, y se salva por un pelito.
La saga de comunicados originados en Campo de Mayo, el feudo de Onganía, iniciada en las postrimerías del gobierno frondizista, no se detuvo. En el n° 179, los azules expresaron lo que deseaban los colorados: “el regreso del peronismo es imposible”.
Aparece Aramburu como la gran esperanza “conciliadora” prefabricada por el Ministerio del Interior, mientras se suceden los decretos limitativos contra la Unión Popular, un método que repetiría Lanusse en el 72 con su famosa “cláusula de residencia” que sólo proscribía al Cuco: Perón, el tirano prófugo, el corruptor de menores, el que se robó el oro del Banco Central, que podía llegar en cualquier momento, montado sobre un avión negro.
Mientras se alienta la candidatura de Aramburu (Udelpa) y se inventan otras, como la de Oscar Alende, la justicia autoriza la fórmula del Frente (Solano Lima - Sylvestre Begnis) pero prohíbe que tenga representantes en el Colegio Electoral.
El 20 de junio de 1963 se emite otro decreto prohibiendo listas completas si en alguna de ellas aparece un peronista, ex peronista o futuro peronista.
Advirtiendo que el Frente ya no es negocio seguro, Matera emigra a la democracia cristiana: no sería la UCRI de Alende, pero era algo.
Horas antes de las elecciones de julio, una declaración firmada por el almirante Rojas y el capitán-ingeniero Álvaro Alsogaray advierte que está en marcha una “coalición peronista-marxista-frigerista”, y que “es falso que existan proscripciones”.
En vista de las presiones, el Frente decide el voto en blanco a minutos del inicio de los comicios, y el 7 de julio la fórmula de la Unión Cívica Radical del Pueblo (UCRP) de Illia-Perette, llega primera con el 25,2% de los votos positivos. Más de 1.700.000 ciudadanos votan en blanco.
¿Pretendería Illia acabar con las proscripciones o, por el contrario, operaría en sintonía con el bando azul, tratando de domesticar al neoperonismo y al “peronismo sin Perón” que ya organizaba Augusto Timoteo Vandor?
Los actuales apologistas de Illia dicen que sí. En realidad, un colorado de ley latía dentro de cada pecho radical. Se suele dividir al radicalismo en tres sectores: el balbinismo, con pie en los medianos productores rurales de la provincia de Buenos Aires, y por ello de naturaleza guitarrera; el unionismo conservador (del que Fernando De la Rúa sería un exponente), más relacionado con el poder tradicional, y el sabbatinismo cordobés, heredero de los lomos negros conservadores.
Los tres sectores habían aportado “comandos civiles” a la Revolución del 55: el propio Illia lo había sido, y también varios de sus colaboradores: Roque Carranza, Alconada Aramburu, Zabala Ortiz.
Durante el gobierno de Illia hubo varios hechos auspiciosos: la ley de medicamentos (conocida como Oñativia), de defensa de los laboratorios nacionales, y que bien pudo ser la causa de su caída; la anulación de los contratos de concesión de petróleo (Banca Loeb, Pan American, Tennessee, Shell, Esso) firmados por Frondizi, que también pudo ser causa de su caída, y un sostenido crecimiento económico.
Pero nada se hizo para redistribuir más equitativamente la riqueza, que venía siendo cada vez más recesiva, y el peronismo era reconocido sólo a medias.
Los militares se fueron convenciendo de que el gobierno no podría con él, con el “hecho maldito del país burgués”.
En febrero de 1964, la CGT anuncia su Plan de Lucha, que en mayo produce diez mil ocupaciones (pacíficas y breves) de establecimientos fabriles.
Al mes siguiente, la gendarmería neutraliza a una célula del EGP que se había asentado en Orán, Salta.
Se inicia un Operativo Retorno de Perón, que fracasa por la negociación de Vandor, Zabala Ortiz y Delia Parodi: el avión que conduce al líder proscrito es detenido en Río de Janeiro y enviado de vuelta a España.
Unos meses antes se había producido en el mismo Brasil un primer ejemplo de lo que sería la intervención de EEUU en América Latina a través de dictaduras militares afines a la doctrina de la seguridad y la Guerra Fría: el gobierno constitucional de Joao Goulart fue derrocado por el general Castelo Branco, un ciclo que duraría hasta 1985.
En setiembre de 1965, y con el mismo argumento de la Guerra Fría, el ejército indonesio ejecuta en una semana a 300 mil opositores.
Tropas de EEUU desembarcan en República Dominicana, con un saldo de 3.000 civiles muertos.
El papel argentino es ambivalente: Zabala Ortiz, en un todo de acuerdo con los militares que ya se adiestraban en la Escuela de las Américas con sede en Panamá, propicia secundar la invasión, pero Illia se opone.
La ingerencia norteamericana desata airadas protestas, sobre todo juveniles.
En medio de una descomunal atomización política (se presentaron 222 partidos) se producen en marzo de 1965 las elecciones para renovación parcial de las cámaras.
Aunque el conjunto del peronismo fragmentado saca 3.400.000 votos, contra 2.600.000 de la UCRP, esta última -por aplicación del sistema proporcional- obtiene 70 bancas contra 52 de los ganadores.
El escenario social no es propicio.
Al frente de la FOTIA, Atilio Santillán conduce en Tucumán a los pequeños cañeros explotados por los grandes ingenios azucareros que les adeudan una zafra completa.
Hay muertos, y Santillán es detenido por aplicación del Conintes.
En junio, Illia firma un acuerdo con los acreedores del Club de París, por el cual se compromete a devaluar el peso, liberar el mercado cambiario y frenar la expansión monetaria.
Mientras triunfan Accavallo y Bonavena en el Luna Park, en octubre llega a Buenos Aires Isabel Martínez, con instrucciones.
En mayo del 66, en la confitería La Real de Avellaneda, son asesinados Rosendo García, Domingo Blajaquis y Juan Zalazar.
Entretanto, la clase media argentina asumía como propia la cultura literaria del sufrimiento, leyendo a Ernesto Sábato en Sobre héroes y tumbas.
Se decía que el gobierno de Illia era una tortuga. ¿Pero quién lo decía? Los medios, pero también Vandor y los empresarios, sobre todo éstos últimos, para quien la lentitud era sinónimo de pasividad frente al Plan de Lucha de la CGT.
El 28 de junio Illia es desalojado de la Casa Rosada por una compañía de gases de la policía.
El 2 de julio, los militares prohíben la actividad política.
El 26 de julio, Álvaro Alsogaray, nuevo embajador argentino en EEUU, diserta en Nueva York sobre las nuevas facilidades que brinda el gobierno a los inversores extranjeros y es felicitado por dos de los distinguidos asistentes, Nelson Rockefeller y Spruille Braden.
Luego se anuncia la devaluación del peso.
El 29 de julio se intervienen las universidades: para el que escribe, se habían acabado los mandatos familiares y el éxito personal.
El 7 de setiembre, el estudiante Santiago Pampillón es asesinado por la policía cordobesa.
El 28 de setiembre, un grupo juvenil encabezado por Dardo Cabo, secuestra un avión y aterriza en Malvinas.
El ministro de Relaciones Exteriores es el mismo Nicanor Costa Méndez que quince años después las entregará.
El 31 de diciembre asume Adalbert Krieger Vasena el ministerio de Economía, el mismo que aplaudirá a Menem en el 93.
También jura Guillermo Borda en Interior, y se inicia una larga noche de cursillismo católico pre-conciliar y corporativismo fascista a la criolla, muy funcional al poder económico, con el visto bueno del sindicalismo de Vandor, quien concurre personalmente a la Rosada para estrechar la mano de general con el labio hendido.
Lo que sigue es un torbellino:
En marzo de 68 se crea la CGT de los Argentinos.
En setiembre cae la guerrilla de Taco Ralo.
En abril del 69 hay varios ataques a puestos militares, en mayo mueren los estudiantes Cabral en Corrientes, y Bello en Rosario; estalla el Cordobazo.
En junio se incendian 15 supermercados propiedad de Rockefeller, matan a Emilio Jáuregui en Plaza Once y a Vandor en Parque Patricios.
En noviembre estallan bombas en 15 empresas extranjeras.
En febrero del 70 matan al periodista García Ellorio.
En mayo secuestran a Aramburu.
En junio se impone la pena de muerte y Onganía es derrocado por sus pares, luego de devaluar el peso en ocho oportunidades.
Los militares pretenden quedarse para siempre, y eso era un desafío.
Sólo hacía falta animarse.
Creo que no volví a ver a Aurora después de esa mañana fría del 28 de junio.
Espero que se encuentre bien, que también haya logrado sobrevivir.