Sabat y Clarín
Por Carlos Balmaceda
extraído del Facebook del autor
con fecha 9 de octubre de 2018
La semana que pasó, Mordisquito, se murió Sabat, y vos, que lo tenés al tipo de hace cuarenta años, porque venís desde entonces con el “Clarín” bajo el brazo, y que encima la mismísima televisión pública le rindió homenaje con fotito y música triste cada diez minutos, pusiste tu cara de circunstancia y adheriste al “hondo pesar”, que es el lugar común con el que la Huesuda la caretea.
Entrevés, porque vos todo lo entrevés, y de ahí después hacés un diagnóstico de autopsia, que el tipo era un genio, un encumbrado de la cultura nacional, un artista; y en cuanto te muestran que la pintó a la Yegua con un ojo en compota y una banda adhesiva tapándole la boca, te cae más simpático todavía. Te acordás que el tipo era el que dibujaba la central del gran diario argentino, cuando esa página hablaba de política, aquel tiempo en el que la tapa era una noticia internacional, porque la jerarquía del conocimiento para entender lo que pasaba en el ispa, venía así: caigo en la cuenta de lo que los rusos y los yanquis están haciendo, y a partir de eso, pienso mi aldea.
El mundo era otro, el país era otro, “Clarín” y vos también eras otro. La viudita misteriosa era un personaje de “Titanes en el ring”, y la señora Ernestina apenas una mujer sin hombre, casada casi en lecho de muerte con Noble, retorciendo códigos civiles y penales, para dejarles a los hijos que vendrían, el apellido y la herencia de un zombie. El gran diario, que era desarrollista, o sea, moderno, atlético y mundano, con un pie en el país y un ojo en las inversiones extranjeras, tenía en la redacción a tipos como Osvaldo Bayer, Luis Gregorich, Tomás Eloy Martínez; había entre ellos, un pibe, el Turco Asís, que firmaba como Oberdán Rocamora y andaba por los bares escribiendo sus primeras novelas, y que se postulaba para Roberto Arlt.
Todavía, “Clarín” no tenía Papel Prensa, es decir, no había hecho ejecutar a una familia, torturarla, ensuciarse con el derribo del avión de Graiver, para quedarse con el monopolio del insumo que entonces no estaba hecho de bytes o gigas, sino de papel.
Todavía, Ernestina Herrera no tenía los dos pibes que llamará “Noble”, y que llegaron en cajitas de cartón a su vida, o por mediación de un chofer con DNI de mujer. Todavía no había un Guillermo Patricio Kelly que habría que silenciar para que no cuente.
Porque como te dije, Mordisquito, vos no eras el que sos, ni “Clarín” el que es.
La contratapa ¿te acordás? Era un mosaico de talento: Crist, Fontanarrosa, Caloi, Trillo y Altuna, y hasta un poco anquilosado y con olor a naftalina, estaba el humor blanco de Dobal. Era un ritual para vos, sobre la mesa de la oficina, o con las manos engrasadas en el taller, leer las notas del amanecer de Cora Cané, que era como una tía vieja y querida que no podía faltar en ningún cumpleaños.
Cuando vino la noche en el ´76, “Clarín” estampó un “total normalidad” en primera plana, y después habló de subversivos, insurgentes y jamás, como le ordenó la junta, nombró al ERP ni a Montoneros.
Pero igual que toda familia, que por h o por b tiene secretos mal guardados, rumbos fieros, cadenas que atan, “Clarín” fue teniendo lo suyo en las alcobas, en las gerencias y hasta en las mazmorras. No dejó de crecer, y fue, junto con la clase media que lo compraba, un ícono de lo argentino. Mitre, Canal 13 y el cable, llegarían después, pero el gran diario era inseparable del país. Y vos lo fuiste con él, Mordisquito.
Ahí estaba Sabat, que dibujaba unas acuarelas con mano maestra, que le plantaba a Galtieri un vaso de scotch, y a Videla le salpicaba unas gotas de sangre en la cara, claro, nunca cuando disponían de las vidas de miles de argentinos, y, sí, sin acotar jamás que ese mismo general que le dio una copa a Ernestina Herrera en el Monumental, antes le había dado con la misma cara salpicada de sangre, toda una empresa, y posiblemente, un par de pibes, tan ensangrentados como el país de donde salieron.
Los dibujos de Sabat nunca fueron explícitos. Eran sutiles y elegantes como su creador, y había que leerlos entrelíneas. Sin embargo, un par de marcas se continuaron durante décadas, comentando preferencias y condenas. Gardel era la argentinidad misma, es decir, lo mejor de nosotros, el escalón más alto de la dignidad. Por eso, cuando saluda con su sombrero o levanta la mano como el árbitro que da ganador de una pelea a Raúl Alfonsín, nos habla de un favorito, más todavía si le dibuja su eterna sonrisa y un corazón en el pecho.
Algo entonces nos quiere decir si dibuja su cabeza cortada en una bandeja que es llevada con cierto desdén por Néstor Kirchner, vestido de mozo.
¿Dijimos que era sutil? Bueno, no siempre Mordisquito.
Otro personaje recurrente de Sabat era Kafka. Por algún motivo, el escritor checo era la medida de la ética. Que rechazara lo que parece un cheque, extendido por la mano de Néstor, cuyo brazo rodea el cuerpo de Cristina, resulta entonces una opinión tan obvia como un editorial de Jorge Lanata. El mismo Kafka está detrás de Amado Boudou, cuando garabatea unos cálculos que siempre le dan “0”, mirando al lector con cierta expresión de condena y perplejidad. Boudou, por su parte, se parece a un vendedor de autos usados, y se lo ve un poco estúpido.
El dibujo que a vos tanto te gusta, Mordisquito, es el de Cristina con el ojo negro y la boca tapada. Pero ese es el más obvio: se la puede ver con nariz larga de Pinocho, arrodillada a la altura del bajo vientre del juez Griesa, casi en una pose de sometimiento sexual, advertida por ese faro de la moral que es el Pepe Mujica, mientras Kafka otra vez los mira desde atrás, y hasta acunando al fiscal Nisman que lleva aureola de santo. Ah, porque eso sí, a ese agente de inteligencia al servicio de la CIA y del Mossad, a ese tipo con cuentas en bancos de aquí y de allá, a ese vividor de todos nosotros, a ese gran mentiroso, Sabat lo dibuja con un dedo acusador hacia el propio lector como si fuera la conciencia de la patria, o con un hilo de sangre en la frente, para que no queden dudas de que al tipo lo asesinaron en el baño entre un iraní y un venezolano.
Las alitas y las aureolas de santo eran otros de los códigos de Sabat; quien las llevaba, se conchababa de ángel, era un gesto de admiración y respeto con el que editorializaba a su ilustrado. Por eso Macri tiene su propio halo, y cuando no, un cuchillo entre los dientes como si fuera un luchador, o el sol de la bandera como medalla, lustrado por Lagarde.
Para cuando dibujó esto, Sabat ya era Sabat, “Clarín” era “Clarín” y todos nosotros los que somos, Mordisquito. La noticia en primera plana ya no es internacional, el gran diario tituló alguna vez que la crisis asesinó a Kosteki y Santillán, y Boudou, al que Sabat dibujó como un pelele haciendo cuentas, se apuntó con el record de tapas en contra. Era lógico, el tipo les sacó un negocio redondo con las jubilaciones.
La clase media que leía “Cultura y Nación”, un suplemento de “Clarín”, se volvió tan sonsa como el diario, y ahora, que la cultura es un apartado del entretenimiento, y anda de furgón de cola de los espectáculos, solo lee zócalos.
Hablando de dibujantes y dibujos, a Clarín y a nosotros nos pasa como al “retrato de Dorian Gray”, un quía que tenía una pintura en el sótano, y que envejecía mientras el tipo seguía igual. En algún lugar nos arruinamos, pero no se nota, hasta que agarrás el “Clarín”, y ves las faltas de ortografía, la redacción espantosa, las páginas y páginas de publicidad de Coto, las operaciones de inteligencia, las cifras falsas, las cuentas de Máximo en Delaware, las escalas de Cristina en Seychelles, los pozos en la Patagonia, los tres tipos que mandó matar Aníbal Fernández, y que Sabat ilustró poniéndole al lado a Herminio Iglesias, como si el tipo hubiera quemado un cajón y no como si el mismo diario no hubiese prendido fuego a un cementerio entero a nombre de “La morsa”.
El finado Blank, el mismo que dijo “esta tapa es un horror” cuando le mostraron la primera plana con los asesinatos de Kosteki y Santillán, pero que admitió su aprobación; el que dijo hace poco “nosotros hicimos periodismo de guerra”, era el que de vez en cuando bajaba al sótano y decía “qué fea que se está poniendo esa pintura”, pero después volvía al teatro de operaciones y seguía con las maniobras.
Porque, claro, ni “Clarín” era “Clarín”, ni la clase media era ya la clase media, ni Sabat era Sabat. No somos lo que soñamos, Mordisquito, ni tal vez, siquiera, los que entonces creíamos ser. El Turco Asís nunca fue Roberto Arlt, en plata le fue mejor, porque supo hacerse de contactos en el bajo mundo de los servicios y en el alto nivel de la política. Tiene su toque todavía, pero a lo sumo podría aspirar a ser un personaje de Arlt.
Y Sabat, que ya no era Sabat, dibujó un Santiago Maldonado que mira con odio al lector, un greñudo que se parece más a un asesino de Isis que a un pibe que figura en la carátula de un juzgado como un desaparecido, y que así anduvo 70 días, mientras Sabat lo dibujaba y “Clarín” lo ubicaba haciendo dedo en la Patagonia, Chile, apuñalando a un puestero o en un pueblo de Entre Ríos donde todos eran iguales.
El viejo refinado amante del jazz, que uno podía imaginar en su estudio con un whisky en la mano, escuchando a Dizzie Gillespie, ese tipo al que el Konex elevó a institución, ese rango con el que no solo se encumbra a unos y se basurea al resto, ese status con el que se nos dice “estos son los arquetipos, este es el rumbo, aquí la excelencia admitida, vean ustedes a nuestro orgulloso batallón de integrados talentosos”, habrá pensado igual que los lectores de “Clarín” mientras hacía cada trazo, esos que comentan en los foros sobre el “hippie roñoso”, sobre el “guerrillero fumado”, sobre el “vago de mierda”. Porque si hay un signo descompuesto, una marca del horror entre aquel ayer y este hoy, es esa clase media bruta, prejuiciosa, cobarde, lengua suelta, que manito en el teclado se saca de encima toda la frustración de cuatro décadas, y escribiendo muchas kas, se olvida cuando tenía una escuela pública, a la que iba sin pagar un peso para recibir una educación de excelencia, y poniendo muchas veces kukas, kukas, se desquita por esa prepaga que le volvieron a aumentar y que en la infancia era un hospital al que iba gratis en el barrio.
De ayer a hoy, ni Sabat ni sus lectores salieron de las páginas de “Clarín”, y eso tampoco es gratis a esta altura. Se paga con imbecilidad, se paga con resentimiento, se paga con esta muerte en vida.
Un día, te prometo Mordisquito, vamos a asaltar el sótano de “Clarín”, y vamos a quemar el retrato, solo para que se vean las cicatrices de muerte, despojo y tortura de los últimos cuarenta años.
Hay que romper ese espejo para ser, hay que mirarnos con ojos nuevos para fundar una nueva patria, Mordisquito.