Un hecho clave para Argentina La olvidada Revolución de Septiembre de 1852

Por Alberto Lettieri*
publicado el 2 de junio de 2019

Según se encargó de machacar hasta el hartazgo la historia oficial, la caída de Juan Manuel de Rosas, el 3 de febrero de 1852, constituyó el punto de partida para el denominado Proceso de Organización Nacional.

A partir de entonces, la sanción de la constitución nacional, el 1 de mayo de 1853, habría habilitado la vigencia plena de la vida política institucional, dejando en el olvido las guerras civiles y el macabro pasado que habría operado como telón de fondo de la “tiranía rosista“. 

Una vez más, nada está más alejado de la realidad histórica que la leyenda diseñada por Bartolomé Mitre y sus acólitos, ya que la caída de Rosas no puso fin a ninguna situación de guerra civil, en tanto la experiencia de la Confederación se había caracterizado por la vigencia del orden político y la prosperidad económica. Muy por el contrario, sería justamente a partir de ese sombrío 3 de febrero de 1852 que puso en marcha la mas extensa etapa de dominación colonial que ha conocido nuestra historia después de 1810 que se dispararían la anarquía interna y las guerras civiles, a partir, primordialmente, de la determinación del liberalismo oligárquico porteño, asociado con el Imperio Británico, de impedir la consolidación de toda experiencia política que no fuese articulada a partir de la hegemonía del puerto. 

En efecto, a poco de asumir el mando por derecho de guerra, Justo José de Urquiza comenzaría a experimentar en carne propia la receta de la traición, velada primero, explícita después, que él mismo le había propinado al “Restaurador de las Leyes”. Este proceso de rebelión contra la autoridad de Urquiza, iniciado poco después de la batalla de Caseros, alcanzó su punto culminante el 11 de septiembre de 1852, cuando, por imperio de las armas y del poder de seducción que entrañaba el oro y el dinero porteño, la dirigencia porteña conseguiría desembarazarse del caudillo de Paraná y de las fuerzas de ocupación que éste había desplegado sobre la urbe porteña. Sin embargo, pese a que la Revolución de Septiembre de 1852 implicó un hecho por demás significativo en el proceso de construcción del régimen político nacional, quedó sumida en las sombras del relato oficial y excluida de los contenidos educativos. ¿En qué consistió esa gesta? ¿A qué se debió el empeño puesto en ocultarla? 

LAS CLAVES DEL OCULTAMIENTO

Para comenzar a descifrar estos enigmas, es necesario remontarse al 3 de febrero de 1852, cuando el Ejercito Grande Aliado de América del Sur, conducido por Justo José de Urquiza y compuesto por tropas entrerrianas, correntinas y brasileñas, con el apoyo entusiasta de Gran Bretaña, derrotó en la batalla de Caseros a Juan Manuel de Rosas, y puso fin a su extenso mandato. 

Durante su gestión (1829-1832 y 1835-1852), Rosas había construido un sólido régimen confederal, al tiempo que posibilitó una creciente inclusión de la producción ganadera pampeana en el mercado internacional y la expansión de la superficie productiva (Campaña del Desierto, 1833). También apostó a un ejercicio efectivo de la soberanía nacional. De nada habían servido las presiones, bloqueos o intentos de invasión de Inglaterra y Francia, ni el colaboracionismo cipayo de los unitarios, con Lavalle a la cabeza, para desplazarlo. Hasta que uno de sus aliados más cercanos y que más se había beneficiado de su amistad y respaldo, el entrerriano Urquiza, no vaciló en recurrir a la traición para satisfacer su ambición desmedida. 

Urquiza sólo consiguió el apoyo de extranjeros para su empresa y debió afrontar inmediatamente los compromisos contraídos. Una vez conseguida la victoria, fue dócil ante la exigencia inglesa de sancionar la libre navegación de los ríos interiores y concedió una revancha moral a las tropas brasileñas, derrotadas por el ejército porteño en la batalla de Ituzaingó (20 de febrero de 1827), al permitirles desfilar por las calles de Buenos Aires al cumplirse un nuevo aniversario. Sin embargo, desechó de plano el requerimiento sus aliados unitarios y liberales porteños de poner en sus manos el control de la ciudad: Urquiza necesitaba domesticar a la ciudad - puerto para imponer un orden nacional, y apropiarse del control de las rentas de aduana para financiar su liderazgo.

“Con inaudita impavidez reclaman la herencia de una revolución que no les pertenece –sostenía Urquiza en la proclama del 21 de febrero de 1852-, de una victoria en que no han tenido parte, de una patria cuyo sosiego perturbaron, cuya independencia comprometieron y cuya libertad sacrificaron con su ambición y anárquica conducta”.

Decepcionada por la decisión del vencedor de Caseros, la primera sociedad porteña rápidamente dejó de llamarlo “El Libertador de la Tiranía”, para asignarle una más cáustica denominación: el “Segundo Tomo de Rosas”. En estos términos se refería, por ejemplo, Bartolomé Mitre, en su condición de legislador porteño, el 21 de junio de 1852, sobre quien había sido tratado como “Libertador“ unas pocas semanas atrás: 

“Aunque (Urquiza) no use, aunque no abuse, siempre será un déspota, porque déspota como lo he dicho y demostrado antes, es todo aquél que no tiene ley que le dé norma, entidad que le sirva de contrapeso, ó poder ante el cual sea real y positivamente responsable de sus acciones. Esta autoridad puede disponer de las rentas nacionales, sin presupuesto y sin dar cuenta a nadie. Puede reglamentar la navegación de los ríos como si fuera un cuerpo legislativo y soberano. Puede ejercer por sí y ante sí la soberanía interior y exterior, sin necesidad de previa o posterior sanción. Puede declarar guerras. Puede sofocar revoluciones. Puede disponer de todas las fuerzas militares de la Confederación, como si se hallase al frente del enemigo, y mandarlas en consecuencia. En la esfera de lo posible, no sé qué otra cosa le sea dado poder hacer a una autoridad humana, á la cual se le ponen en una mano la plata y en la otra las bayonetas, y a cuyos pies se ponen el territorio, los hombres y las leyes”.

La consolidación del poder de Urquiza hizo flaquear las convicciones de quienes habían celebrado en su momento la caída del “Restaurador”. En tanto Rosas había garantizado la hegemonía porteña y la utilización de los fondos de aduana para impulsar las explotaciones de la oligarquía porteña y afianzarse como clase dominante a nivel, Urquiza aplicaba los recursos aduaneros para dar cauce a un proyecto político que solo asignaba a Buenos Aires un papel marginal. Valga como ejemplo recordar que el acuerdo de San Nicolás (31/5/1852), que resolvió convocar a un Congreso Constituyente en la provincia de Santa Fe, asignó una participación igualitaria de dos diputados por provincia. 

Muy pronto en Buenos Aires unitarios y federales, liberales y estancieros, comerciantes y burguesía urbana, se despojaron de los rencores mutuos para pasar a compartir el resentimiento y el temor por el papel relegado que se asignaba a la provincia en el nuevo concierto nacional.

Así las cosas, la prensa porteña -liderada por Bartolomé Mitre (Los Debates) y Dalmacio Vélez Sarsfield (El Nacional)- aprovechó el viaje de Urquiza a San Nicolás y adoptó un discurso doctrinario y destituyente para cuestionar la asistencia del gobernador porteño -el anciano coautor del himno nacional, Vicente López y Planes- y definir al evento como un reencuentro entre el “cacique Urquiza y sus trece miserables tribus”, destacando que, tras la batalla de Caseros, el único gobernador que había sido reemplazado era el propio Rosas. 

"Hay cuestiones políticas –afirmaba Los Debates el 16 de junio de 1852- que dividen sin desdoro a un pueblo, hay otras que reúnen todas las disidencias y sofocan todo disentimiento. Tales son las de desmembración del territorio, o las que imponen una humillación pública a un pueblo. ¡En Buenos Aires puede haber rosistas, urquicistas y unitarios; pero nunca un partido que ponga por lema e su bandera: ¡la humillación de la provincia! ¡Esto no puede apasionar a nadie! La exigencia opuesta tendrá de su parte todas las pasiones del corazón del hombre”.

El editorial de Mitre resulta revelador, ya que, a los fines de quitarse de encima el dominio de Urquiza, estaba dispuesto a dejar en el pasado, aunque fuese momentáneamente, el odio tradicional de unitarios y liberales por el rosismo, con el argumento de que primero estaban los intereses de Buenos Aires, que serían comunes a todos, lo cual incluía el rol hegemónico de la provincia a nivel nacional, más allá de quien la ejerciera. 

Sin embargo, el retorno de Urquiza a Buenos Aires puso paños fríos a este discurso de barricada de una prensa que inmediatamente recuperó su cordura previa. Urquiza actuó con determinación y cuando la Sala de Representantes se negó a refrendar el acuerdo, dispuso inmediatamente su clausura. Como respuesta, la dirigencia liberal - unitaria intentó ensayar sin éxito una de sus prácticas más entrañables: el asesinato de sus adversarios. Así como en su momento Lavalle había recibido la misión de despachar a Dorrego, ahora se creaba la Logia Juan - Juan con el fin de ejecutar a Urquiza. Su nombre recordaba a dos mártires políticos españoles, Juan Padilla y Juan Bravo, organizadores de la denominada “sublevación de los comuneros”, en Castilla, y decapitados por el emperador Carlos V en 1521. El más entusiasta promotor del asesinato de Urquiza no era otro que Domingo Faustino Sarmiento, quien desde Chile los acicateaba sin pausa. Sin embargo, esta vez la iniciativa no tuvo éxito, y fue el propio líder de los unitarios, Valentín Alsina, quien consideró más apropiado organizar cuidadosamente una revolución.

LA REVOLUCIÓN DE SEPTIEMBRE

La oportunidad no tardaría en llegar. Para inicios del mes de septiembre el entrerriano se había trasladado a Santa Fe para inaugurar las sesiones del Congreso Constituyente. Sus aliados correntinos recibieron la orden de mantener a raya la ciudad. La ocasión era apropiada para que unitarios y rosistas acordaran deponer provisoriamente sus antiguos conflictos y aplicarse a la causa común de recuperar el control de la provincia. La intervención de Nicolás Anchorena les permitió obtener una generosa donación de los ganaderos porteños -188.600 pesos en papel y 2.400 en metálico- que hizo trizas súbitamente la pretendida lealtad de los correntinos hacia Urquiza. 

El 11 de septiembre, efectivos correntinos y guardias nacionales porteños tomaron el control de la plaza de la Victoria. La Sala de Representantes volvió a reunirse, celebrando el éxito de la revolución incruenta. Por más que las plumas de los publicistas Domingo F. Sarmiento o José Luis Bustamante trataron de presentar a la gesta como un pronunciamiento masivo, la participación popular fue muy escasa y el heroísmo no pasó de los encendidos discursos. 

La nueva alianza política quedó grabada en la retina de la opinión pública cuando una semana después, el 18 de septiembre, la comisión de Hacendados promovió una velada de honor en la que los máximos líderes del unitarismo y del rosismo, Valentín Alsina y Lorenzo Torres, se trenzaron en fraternal abrazo. “La reunión fue numerosísima –relataba una crónica de la época- y la patria (porteña) era el único pensamiento que dominaba los espíritus y las opiniones todas”.

En vano trató Urquiza de revertir lo sucedido. El sitio terrestre y fluvial de Buenos Aires culminó en una nueva decepción. 5 mil onzas de oro convencieron al almirante norteamericano Coe de la conveniencia de entregar la flota de la Confederación bajo su mando a las autoridades porteñas. Al tomar conocimiento de lo sucedido, la voluntad de los invasores terrestres se diluyó bajo una nube de papel moneda.

La Revolución de Septiembre permite comprobar que los enfrentamientos facciosos entre federales y unitarios porteños constituían un barniz de la cuestión de fondo en la política Argentina: la relación entre Buenos Aires e Interior. En tal sentido, todo el arco dirigencial porteño coincidía en su interés de incorporarse a un orden nacional si y sólo si estaban dadas las condiciones para detentar una sólida posición hegemónica. De no ser así, la secesión constituía era la alternativa preferida hasta que las condiciones históricas fuesen las apropiadas. 

La estrategia secesionista adoptada en 1852, que reconoció al soborno como el arma más contundente para garantizar la primacía porteña, permite poner en cuestión el rol de guía virtuosa que Bartolomé Mitre asignó a Buenos Aires en el proceso de organización nacional. La decisión de colocar a esta década porteña dentro de un cono de sombras entre los dos momentos clave para el proceso de consolidación de la hegemonía liberal oligárquica –es decir, la caída de Rosas y el acceso a la presidencia de Mitre, en 1861-, no hace mas que reiterar ese ejercicio sistemático del falseamiento y la distorsión del proceso histórico a que tan afecta ha sido nuestra historia oficial

*Alberto Rodolfo Lettieri es un historiador argentino, doctor en historia por la Universidad de Buenos Aires. Obtuvo su doctorado en historia por la Universidad de Buenos Aires en 2001. Es investigador independiente del CONICET, profesor titular en la Universidad de Buenos Aires.Wikipedia