Edward H. Carr* y la historia de la Rusia soviética. El pez carnudo en el estanque helado
Por Paco Fernández Buey**
El estudio de las relaciones exteriores de la Unión Soviética durante los años de 1926 a 1929 completa el examen de lo que fueron las bases de la economía planificada en aquel país y concluye por fin la monumental Historia de la Rusia soviética escrita por E. H. Carr. A pesar de su limitación temporal y de la mencionada reducción temática, esta última parte de la Historia ocupa algo más de 1.000 apretadas páginas en su versión castellana. De acuerdo con la complicada ordenación definitiva de la obra el trozo que ahora se traduce corresponde a la cuarta parte de las Bases de una economía planificada (1926-1929) y está dividido, a su vez, en tres volúmenes dedicados, respectivamente, a las relaciones internacionales del régimen soviético con el mundo capitalista, al análisis de la evolución de algunos de los partidos comunistas más influyentes en e! marco de la III Internacional y a las relaciones de la Unión Soviética con los países no capitalistas, especialmente con aquellas naciones coloniales o semicoloniales que en tales fechas empezaban a conocer el fermento revolucionario.
Nota introductoria. Paco fue un comunista precoz en un tiempo en el que serlo podía significar que te desgraciaran la vida en el penal de Burgos (grado) con una condena interminable, o ser torturado en la comisaría de la Vía Layetana de Barcelona. Dicha militancia evolucionó al compás de Manolo Sacristán, sobre todo después del mayo francés y de la primavera de Praga. En el tiempo que sigue, Paco desarrolló una notable labor de recuperación de las heterodoxias de izquierdas. De análisis crítico de la historia social en general y comunista en particular. Una buena muestra de ello fue este trabajo aparecido en El País/Libros nº 288/Domingo 28 de abril de 1985, de Historia de la Rusia soviética. Bases de una economía planificada (1926-1929), 3, de E.H.Carr, Alianza Universidad, Madrid, 1985 (PG-A).
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Edward H. Carr |
Ni la reducción temática ni la limitación del período estudiado quitan dificultad a una reconstrucción histórica como la que se propuso Carr, pues la cantidad y la magnitud de los problemas que se entrecruzan al abordar las relaciones internacionales de la Unión Soviética eran ya muy considerables en esa época, y la documentación disponible al respecto, casi tan inabarcable | para unos aspectos como precaria} para otros. Aunque la perspectiva* de revolución mundial que orientó las actuaciones de los dirigentes bolcheviques parecía cada vez más alejada, no se puede olvidar que. directa o indirectamente, el nuevo Estado estuvo implicado —cuando no interesado— en acontecimientos' tan diferentes y espacialmente distantes como los que durante esos años se produjeron en el Reino Unido y la India, en Alemania e Indonesia, en Francia y China, en Polonia y Turquía, por citar sólo algunos ejemplos relevantes. Teniendo eso en cuenta no es fácil dar con los términos adecuados para valorar en su justa medida la amplitud de miras de la investigación de E. H. Carr, su constante preocupación por utilizar siempre fuentes de primera mano y el esfuerzo intelectual que, sin duda, hubo de desplegar para orientarse en una montaña de documentos, muchos de los cuales fueron escritos en lenguas escasamente accesibles al historiador occidental. Se comprende así que, también por lo que hace a esta parte de la Historia, el proyecto inicial del autor se viera modificado sobre la marcha en varios puntos. Metodológicamente el resultado final tiene por ello aspectos discutibles, uno de los cuales es, en mi opinión, ofrecer al lector un volumen entero dedicado a los partidos comunistas occidentales en ei marco de las relaciones exteriores con régimen soviético sin advertir con anterioridad de las razones que habían, conducido a tal opción. Tai vez cosas así se deba la inevitable sensación de desbordamiento e incluso de vértigo que uno experimenta ante el todo acabado.
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Pero los méritos de esta parte de la Historia superan en mucho sus inconvenientes. Algunos de estos méritos lo son de toda la obra. Así, por ejemplo, el equilibrio analítico y la prudencia intelectual con que el autor ha logrado mantenerse al margen de los vaivenes ideológicos a los cuales se han visto sometidos, desde el final de la II Guerra Mundial, tanto los historiadores como a la opinión pública cuando se trataba de evaluar las cosas de la Unión Soviética. Equilibrio y prudencia que hay qué considerar, además, méritos muy específicos de esta última parte norteamericana y europeo-occidental — como a las reconstrucciones ad hoc que han sido corrientes en los países del Este. En la Historia de Carr no hay, en efecto, embalsamamiento de dirigentes con éxito político, ni esencias siempre vivas misteriosamente ocultas bajo las nuevas relaciones de producción, ni almas rusas siempre iguales a sí mismas, tan paradójica como sospechosamente atormentadas; no hay ni resto de esa ideología tan persistente en muchos seudohistoriadores que parece hecha por mezcla de las herencias de Michelet y de los viejos eslavófilos. Tampoco abundan los juicios de valor. Por ello el cuadro resultante es tan complejo como crudo: derrotada la revolución de la Europa central y occidental, la ideología del socialismo en un solo país se habría caracterizado por hacer de la necesidad virtud y habría encontrado su instrumento en el único dirigente bolchevique importante que nunca creyó seriamente en tal revolución, al menos como posibilidad inmediata.
El hilo argumenta! de estos tres últimos volúmenes de la Historia es que al hacer de la necesidad virtud, los criterios básicos de la política exterior de la Unión Soviética empezaron a aproximarse gradualmente durante esos años a los métodos tradicionales de los Estados capitalistas. Así, los intereses económicos, tecnológicos y comerciales del nuevo Estado se impusieron ya al final de la década sobre cualquier otro tipo de consideración, incluso en las relaciones con aquellos países que (como Estados Unidos de Norteamérica) no habían reconocido formalmente al nuevo régimen o que (como el Reino Unido) rompieron temporalmente con el mismo. Pero esta primacía del realismo político y de la razón de Estado era ya patente, desde 1926, en el tratado de colaboración firmado con Alemania o en las largas negociaciones Pasa a la página a la deuda zarista con Francia. Dicha orientación no fue ocultada tampoco en los foros internacionales, donde los diplomáticos soviéticos —convencidos de la estabilización relativa del capitalismo— presentaron ya entonces la política de “coexistencia pacifica" sustancial-mente como una competición entre sistemas económico-sociales.
Las diferencias existentes en esa época respecto de la diplomacia tradicional estuvieron mayormente en la actitud y en el tono. Un ejemplo: en el momento de la firma del tratado de colaboración germano-soviético la diplomacia alemana presentaba secretamente el acuerdo como una mentira conveniente, destinada a hacer creer a los "antiguos enemigos de Alemania" que existía una mayor intimidad con Rusia; en cambio, cuando en 1927 se hizo pública a colaboración con empresas alemanas para la fabricación en territorio soviético de gases tóxicos, Pravda no tuvo inconveniente en insertar una desenvuelta réplica oficial en la que se decía: "No hemos ocultado ni ocultaremos en el futuro que estamos dispuestos a utilizar los recursos de la tecnología alemana, y también los recursos de otros países importantes, para mejorar nuestra industria".
Para algunos comunistas europeo-occidentales especialmente sensibles que, como Karl Korsch, tío estaban dispuestos a elegir entre hipocresía y el cinismo, cosas así fueron la gota que colma el vaso. Pero la ideología del socialismo en im solo país arrinconó las advertencias del viejo Lenin, autocrítico acerca de los peligros del proceso de rusificación de los partidos comunistas occidentales, y se impuso también en el marco de las relaciones establecidas en el seno de la III Internacional. ¿Cómo explicar que tantos dirigentes de partidos comunistas europeo-occidentales, algunos de ellos conscientes de la incongruencia teórica de aquella línea desde el punto de vista marxista, opusieran tan escasa resistencia al crecimiento del pez cornudo, para decirlo con la broma de Brecht recogida por Walter Benjamín? Muchas veces se ha contestado a eso esquemáticamente: por la fuerza del poder. Del cuadro qué pinta Carr se sigue, sin embargo, una respuesta notablemente más complicada.
Conciencia desgraciada
Esta respuesta atiende a razones y factores muy diversos, algunos de los cuales pueden parecer secundarios con la distancia histórica pero fueron vividos, como hechos, con una intensidad moral y política comprensible. Por ejemplo, el rechazo por parte de la dirección de los sindicatos británicos de la ayuda ofrecida por los sindicatos soviéticos en el momento de la huelga general de abril de 1926; o la matanza de comunistas, durante el Primero de Mayo de 1929 en Berlín perpetrada por una policía de la que era responsable un socialdemócrata; o el temor al estallido de una nueva guerra que invadió a la población y a los dirigentes soviéticos a causa de la proximidad en el tiempo de la ruptura de relaciones con el Reino Unido y el asesinato de Volkov en Varsovia. Hubo, no obstante, en ese mismo periodo otras razones más de fondo y más generales: la conciencia desgraciada de muchos comunistas europeo-occidentales ante las derrotas que se sucedieron entre 1923 y 1928; el progresivo desplazamiento de la marea revolucionaria hacia Oriente; los obstáculos encontrados por el internacionalismo proletario en los problemas coloniales, en el problema negro y en la dificultad de relación entre trabajadores autóctonos e inmigrantes (obstáculos que afecta a los partidos de Holanda, el Reino Unido, EE UU y Francia); la persistencia en un esquema de la revolución internacional obsesivamente retornante a las fechas claves de lo que había sido la revolución rusa, etcétera. Todo ello, como señala Carr con razón, creaba esperanzas en Oriente (a pesar de los fracasos en China e Indonesia) pero daba lugar al descrédito en las mayorías obreras de Europa.
No hay, sin embargo, melancolía al final de libro; a lo sumo, cierto aire de monótona sordidez, como si el carácter sombrío de aquellos años hubiera contagiado al relato histórico. Cuando se acaba de leer la "Historia de la Rusia soviética" uno tiene la impresión de que los dirigentes soviéticos y de la III Internacional se impusieron una tarea muy superior a las fuerzas disponibles. Entiéndase: no sólo superior a las fuerzas materiales y a las voluntades colectivas, también superior a las posibilidades de información y de análisis de una organización centralizada. Muchas veces se dijo: falló la organización. ¿Pero, caso, con las técnicas de información de aquellos años, era posible conocer sociedades, culturas y situaciones tan diversas con el suficiente detalle como para proponer y hacer plausible una única línea de actuación revolucionaria? Tiendo a pensar que la respuesta a esa pregunta, es no. La evolución de los acontecimientos en China durante ese período es una prueba. Ni la coherencia teórica de Trotski, ni la inteligente flexibilidad de Bujarin, ni el realismo de Stalin bastaron para captar la sustancia de lo que allí ocurría, y el debate sobre China en la III Internacional no logró superar los apriorismos, las especulaciones, o, en el mejor de los casos (sin duda, el de Trotski) las advertencias proféticas.
Desde la percepción de esa su brecha entre la enormidad de las tareas y de las responsabilidades, de una parte, y la insuficiencia de los conocimientos sobre tantas culturas y sociedades, de otra, se entienden mejor las repetidas y a veces dramáticas referencias de Antonio Gramsci a aquel "mundo grande y terrible” que les tocó vivir a los revolucionarios de los años veinte. Los profetas de la otra orilla, como William Yeats, se imaginaban la decadencia de aquel mundo como pompas en un estanque helado. Se acercaba la nueva crisis del capitalismo. Y, en efecto, el pez cornudo de Brecht y de Benjamin creció en el estanque helado de Yeats.
*Francisco Fernández Buey fue un filósofo comunista y ensayista español. Sus primeros artículos filosóficos estuvieron dedicados a Heidegger y el humanismo y al análisis de la obra del filósofo italiano Galvano Della Volpe. Wikipedia
*Edward Hallett Carr fue un historiador británico, periodista y teórico de las relaciones internacionales, y un feroz opositor al empirismo dentro de la historiografía. Wikipedia
*Francisco Fernández Buey fue un filósofo comunista y ensayista español. Sus primeros artículos filosóficos estuvieron dedicados a Heidegger y el humanismo y al análisis de la obra del filósofo italiano Galvano Della Volpe. Wikipedia