Pierre de Coubertin. La ‘oda al deporte’ de un soñador

Por Miguel Ángel Ortiz
para Panenka 
publicado el 9 de junio de 2016

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Esta es la historia de un pionero que, entre otras cosas, consiguió que el juego pasara a entenderse como algo más que el choque físico entre dos oponentes.

1. LA BÚSQUEDA DE UN SUEÑO
El primer día de 1863, nació Pierre de Coubertin en París. Ese mismo día, muy lejos de allí, en Estados Unidos, se dio uno de los primeros pasos en la autarquía de los esclavos: entró en vigor la Proclamación de Emancipación en todo el territorio confederado. Proclama que, así y todo, no evitó que horas después se luchase en la batalla de Galveston. Diez días más tarde, en Londres, se inauguraron los seis kilómetros iniciales del primer sistema de ferrocarril metropolitano. Mediado el mes, de nuevo a muchos kilómetros de la casa de los Coubertin, en Méjico, el ejército imperial francés bombardeó Acapulco en lo que fue conocido como La Segunda Invasión Francesa. Aquel otoño, cuando el pequeño Coubertin avanzaba hacia el año de vida, doce caballeros se reunieron en la Freemason’s Tavern, en el corazón de Londres, para crear la Football Association y brindar por el nacimiento del fútbol moderno.
También fue 1863 el año en que llegó a las librerías de toda Europa Los miserables, de Víctor Hugo, novela que hizo retemblar los pilares éticos del viejo continente. De familia acomodada, Pierre de Coubertin  mantuvo, desde la infancia, una relación estrecha con los libros y tuvo la suerte de crecer rodeado de las novelas de Zola, Balzac, Stendahal, Flaubert o Maupassant. Cursó estudios en un colegio jesuita y, al acabarlos, empezó la carrera de Ciencias Políticas. En la facultad conoció a dos profesores que le influenciaron en su pensamiento: los historiadores Albert Sorel y Anatole Leroy-Beaulieu. Sin embargo, pronto abandonó la carrera; lo que realmente le apasionaba era la pedagogía, la filosofía y la historia. Y, sobre todo, el mundo griego y su uso de la gimnasia en la formación intelectual del hombre.

Pierre de Coubertin tenía un sueño: reformar el modelo educativo a través del deporte. Y detrás de él viajó a Inglaterra para empaparse del sistema pedagógico victoriano

Tenía un sueño: reformar el modelo educativo a través del deporte. Y detrás de él viajó a Inglaterra para empaparse del sistema pedagógico victoriano. En 1883, en una visita a la escuela pública de Rugby, quedó embelesado con aquellos jóvenes que pugnaban, cuerpo a cuerpo, por el dominio de la pelota. Viendo aquel partido se materializó su idea: la lucha deportiva en el césped debía sustituir a la que terminaba con la vida de los hombres en los campos de batalla. Desde entonces, Coubertin siguió de cerca la evolución de los equipos de rugby universitarios, en aquellos años divorciado de un deporte emergente, el fútbol. Fundó asociaciones deportivas en institutos y escuelas que se unieron en Union des Sports Athlétiques. Y contribuyó a la expansión del deporte a través de artículos, publicados en la primera revista deportiva francesa, Revue Athlétique.
A finales del siglo XIX, la imagen del gobierno francés se desgastaba por el desastre de la guerra con Prusia, la caída del Segundo Imperio y la rebelión de los comuneros de París. Había que buscar soluciones que contentasen al pueblo y lavasen la imagen del gobierno. Coubertin fue uno de los elegidos para dar aquel paso. El gobierno le envió a EEUU a terminar sus investigaciones deportivas, de donde volvió con una idea metida en la cabeza: crear un festival del deporte en el que participasen las principales naciones del mundo. Su sueño era que las batallas que tenían lugar en las calles de Europa se trasladasen a los estadios. Que se abandonasen las armas y se luchara con el cuerpo. Fraternidad, solidaridad, igualdad. Esos eran los valores que, según Coubertin, debían reinar en el mundo.
2. EL NAPOLEÓN DEL FÚTBOL
En 1892, Coubertin lanzó un manifiesto en favor del restablecimiento de las Olimpiadas, en la reunión de la Unión Deportiva de París. No tuvo éxito. ¿Reunir a todos los países del mundo para hacer gimnasia? ¿Volver la mirada al mundo griego? ¿Se había vuelto loco? La negativa no le detuvo. Coubertin insistió hasta que, el 15 de enero de 1894, volvió a plantear su proyecto, en el Congreso Internacional de Amateurismo. Esta vez, la idea tuvo una excelente acogida. Los catorce países reunidos en la Sorbona votaron a favor y comenzaron a sentar las bases de lo que terminaría convirtiéndose en el Comité Olímpico Internacional.
Ese mismo año, Coubertin publicó un artículo titulado Napoleón y el fútbol. La idea central del reportaje había surgido en su viaje a EEUU, donde había conocido a Lorin Delan, seguidor apasionado del Harvard además de fanático de las técnicas bélicas de Napoleón. Charlaron de aquellos dos conceptos, indisolubles a primera vista. Lorin Delan tenía una teoría: creía que las tácticas bélicas napoleónicas podían aplicarse, con matices evidentes, en el terreno de juego. ¿No era, al fin y al cabo, el partido una batalla y los jugadores, los soldados? ¿No luchaban por la victoria? Coubertin volvió a casa, pero no olvidó aquella idea. Y decidió escribir sobre ella: «Napoleón se distinguía por su táctica de reunir de pronto a las masas humanas y lanzarlas de improviso al lugar donde el enemigo menos lo esperaba. El capitán de fútbol puede actuar de la misma manera si cuenta con un medio para transmitir a sus hombres órdenes precisas de manera rápida y secreta».
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61334012Hablaba de rugby, pero sus planteamientos fueron rápidamente absorbidos por otros deportes, como el fútbol. Desde la publicación del artículo, la figura del capitán tomó una inusitada relevancia tanto dentro como fuera del campo: en el terreno de juego, como organizador táctico; fuera, como soporte moral del resto de compañeros. En deportes como el fútbol, los jugadores —que pocos años atrás corrían libremente por el campo— comenzaron a entender la importancia de las zonas y las posiciones. El partido se convirtió en una batalla estratégica en la que cada metro tenía un valor decisivo en la victoria o la derrota. Se alumbró la primera táctica, ultraofensiva, con dos defensas, tres medios y cinco delanteros. Pierre de Coubertin, en su artículo, sentenciaba que, «el solo hecho de haber podido aplicarle una transformación tal, derivada de principios militares, establece indiscutiblemente su carácter intelectual».

El deporte no solo se practicaba con el cuerpo; la mente, desde entonces, pasó a convertirse en herramienta fundamental del deportista. En 1897, Coubertin escribió sobre el fútbol que se practicaba con los pies. Publicó el texto Notas sobre fútbol«Hasta ahora solo había hablado del juego llamado rugby: el fútbol se juega también bajo otras normas llamadas reglas de Association. El Association es un deporte muy elegante, fino, pero que no se puede comparar con el rugby. Está prohibido tocar el balón con las manos […] Se trata de un «balón al pie», ingeniosamente reglamentado, pero sin las combinaciones y peripecias del rugby». A Coubertin le había llamado la atención aquel sport de caballeros, viril y elegante, que reunía valores como iniciativa, coraje, juicio, lucha y destreza, y que cada vez se diferenciaba más del rugby.
Desde que naciera Coubertin, en 1863, la Football Association había perfeccionado el reglamento del fútbol año tras año. Los largueros de las porterías, el árbitro pitando desde dentro del campo, las líneas que delimitaban las áreas. La FA impuso sus catorce reglas fundacionales en todo el terreno británico para unificar equipos y torneos. Como resultado de la fiebre del fútbol, el 5 de marzo de 1870 se había disputado el primer choque entre selecciones. En el Kennington Oval, de Londres, se enfrentaron Inglaterra y Escocia. Acabaron con un caballeroso empate a uno, que nada tuvo que ver con los doce goles con los que Alemania, la primera selección que visitó la tierra de los maestros, volvió a casa en 1901.
3. EL PENTATLÓN DE LAS MUSAS
Pierre de Coubertin es, sin duda, una de las figuras más destacadas en la historia del deporte mundial. Además de articulista y ensayista, fue un visionario que quiso un mundo mejor e hizo todo lo que estuvo en su mano para lograrlo. No descansó hasta que, en 1894, nació el COI, del que fue designado presidente Constantino Vikelas. No fue hasta 1986 cuando Coubertin, padre del movimiento olímpico, tomó posesión del cargo.
El 25 de marzo de aquel año, el Rey Jorge I inauguró los I Juegos de Atenas. El deporte volvió a sus orígenes, a las arenas donde se habían vivido las gestas de los primeros atletas; gestas que inmortalizaron las plumas de Píndaro, Homero y Mirón, transformándolas en odas, cantos y crónicas. Más de 750 mil espectadores acudieron a la cita en el estadio Panathinaikos para ver a los 214 atletas procedentes de 14 países. En el discurso inaugural, se cuenta que Coubertin dijo: «Lo más importante en los Juegos Olímpicos no es ganar, sino participar, así como en la vida lo más importante no es el triunfo, sino la lucha. Lo más importante no es la conquista, sino el combate». En realidad, aquellas palabras las pronunció el arzobispo de Pensilvania en la ceremonia previa a la inauguración de los JJOO de Londres, en 1908. Fueron, precisamente, estos JJOO los que promocionaron el fútbol a nivel mundial. A principios de siglo el fútbol se expandía y sorteaba fronteras como una saludable enfermedad, pero necesitaba de un detonante que le diera cobertura mediática. Ese detonante fueron los Juegos Olímpicos, única y embrionaria manifestación del deporte por aquel entonces. Daniel Burley Woolfall —segundo presidente de la FIFA tras el francés Robert Guérin— no desaprovechó la ocasión y decidió unir la suerte del renovado sport de la patada con el olimpismo de Coubertin.

Lorin Delan tenía una teoría: creía que las tácticas bélicas napoleónicas podían aplicarse, con matices evidentes, en el terreno de juego. ¿No era, al fin y al cabo, el partido una batalla y los jugadores, los soldados?

Las primeras Olimpiadas modernas nacieron vinculadas a las preocupaciones de los intelectuales. Pero no fue hasta los Juegos de Estocolmo, en 1912, cuando se consolidó la relación entre deporte y arte. Como en las antiguas olimpiadas griegas, donde se daban cita literatos, poetas, filósofos, retóricos, escultores e historiadores, en Estocolmo se celebró,  paralela a las pruebas deportivas, una competición artística bautizada como Pentatlón de las Musas. Arquitectos, pintores, escultores, músicos y escritores participaron por plasmar el espíritu olímpico en sus obras de arte. Para Coubertin, la relación entre deporte y arte estaba clara: «El arte quizás sea un deporte, pero el deporte es un arte». Él también participó. Su Oda al deporte —publicada bajo el seudónimo de George Ohrod— obtuvo la Medalla de Oro al mejor texto, y fue considerada como el nacimiento de una nueva literatura: la deportiva.
Por desgracia, la Primera Guerra Mundial frustró el imparable avance del deporte. Woolfall falleció en octubre de 1918, a treinta días del final del conflicto. Los JJOO de 1920, finalmente disputados en Amberes en vez de Berlín como se había previsto antes de la guerra, fueron saludados como los Juegos de la Paz. En contra de la opinión de Coubertin, las naciones agresoras —Alemania, Hungría, Austria, Bulgaria y Turquía— fueron excluidas del campeonato. Un año después, tras el breve mandato de Carl Hirschmann, tomó posesión del cargo de Presidente de la FIFA Jules Rimet. Finalizados los JJOO de 1924, en París, Rimet decidió que el fútbol merecía su propio espacio fuera del olimpismo. El deporte rey debía de crecer separado de los Juegos si quería reinar. Cuatro años más tarde, en el congreso celebrado en Ámsterdam durante los JJOO, se tomó la decisión definitiva: el fútbol tendría su propio Campeonato del Mundo.
4. ODA AL DEPORTE
El barón Pierre de Coubertin ocupó el puesto de presidente del COI hasta 1925. Contra lo que cabría esperar, no tuvo una vida fácil. En el plano económico, derrochó toda su fortuna persiguiendo su sueño olímpico, hasta el punto de quedarse sin casa propia. En lo personal, tampoco le acompañó el azar: sus dos hijos murieron jóvenes en un sanatorio mental. Se retiró después de que, en 1924, se inauguraran los primeros Juegos de Invierno, como complemento a los de verano. Aunque alejado del cargo, durante más de una década, pudo comprobar cómo su sueño crecía y, en cada edición, se sumaban más países a las competiciones.
Coubertin falleció en Ginebra, en 1937, cuando Hitler despertaba a Europa del sueño olímpico y la conducía hacia la más sangrienta pesadilla de su historia. Ese año la Olimpiadas debían disputarse en Barcelona, pero la guerra civil española obligó a suspenderlas. Tras su muerte, su corazón fue separado del cuerpo y enterrado en Olimpia. En el templo de Atenea, descansó para siempre su sueño. Su espíritu quedó encerrado en los versos de la Oda al deporte:
I
«¡Oh Deporte, placer de los dioses, esencia de la vida! Has aparecido de repente en medio del claro gris donde se agita la labor ingrata de la existencia moderna, como un mensaje radiante de épocas pasadas, de aquellas épocas cuando la humanidad sonreía. Y sobre la cima de los montes destella un resplandor de la aurora, cuyos rayos de luz salpican el suelo de los oquedales sombríos.
II
¡Oh Deporte, tú eres la Belleza! Eres el arquitecto de este edificio que es el cuerpo humano y que puede convertirse en algo abyecto o sublime dependiendo de si es degradado por las viles pasiones o si es cultivado por el esfuerzo. No existe belleza sin equilibrio y proporción, y eres el maestro incomparable de una y otra pues engendras armonía, ritmas los movimientos, aligeras la fuerza y fortaleces lo que es ligero.
III
¡Oh Deporte, tú eres la Justicia! La equidad perfecta, perseguida en vano por lo hombres en sus instituciones sociales, se instala por iniciativa propia en ti. Nadie sería capaz de superar ni un milímetro la altura que puede saltar ni de un segundo el tiempo que puede correr. Sus fuerzas físicas y morales combinadas son las únicas que determinan el límite de su éxito.
IV
¡Oh Deporte, tú eres la Audacia! Todo el sentido del esfuerzo muscular se resume en una palabra: atreverse. ¿De qué sirven los músculos, de qué sirve sentirse ágil y fuerte, de qué sirve cultivar la agilidad y la fuerza si no es para atreverse? Pero la audacia que inspiras no tiene nada de la temeridad del aventurero que lo juega todo al azar. Se trata de una audacia prudente y meditada.
V
¡Oh Deporte, tú eres el Honor! Los títulos que confieres sólo tienen valor si se adquieren con absoluta lealtad y perfecto desinterés. Si alguien consigue engañar a sus compañeros por cualquier método inconfesable, sufrirá las consecuencias en el fondo de su alma y teme el epíteto infamante que se asociará su nombre si se descubre la trampa de la que se ha beneficiado.
VI
¡Oh Deporte, tú eres la Alegría! A tu llamamiento la carne se anima y los ojos chispean; la sangre circula abundante a través de las arterias. El horizonte de los pensamientos se purifica. Puedes incluso aportar una diversión saludable a la pena de quienes se ven sumergidos por la tristeza, mientras que permites a los que son felices que disfruten de la plenitud de la alegría de vivir.
VII
¡Oh Deporte, tú eres la Fecundidad! Por vías directas y nobles, tiendes al perfeccionamiento de la raza, destruyendo los gérmenes mórbidos y enderezando a su pureza primitiva las taras que la amenazan. E inspiras al atleta el deseo de ver crecer junto a él hijos despiertos y robustos que le sucederán en la pista de deportes y ganarán gloriosos laureles.
VIII
¡Oh Deporte, tú eres el Progreso! Para servirte es necesario que el hombre se perfeccione en cuerpo y alma. Le impones la observancia de una higiene superior y le exiges que se guarde de cualquier exceso. Le enseñas las sabias reglas que infundirán a su esfuerzo la máxima intensidad sin comprometer el equilibrio de la salud.
IX
¡Oh Deporte, tú eres la Paz! Estableces relaciones amistosas entre los pueblos, acercándolos en el culto de la fuerza controlada, organizada y dueña de sí misma. A través de ti, la juventud del mundo aprende a respetarse y, de este modo, la diversidad de las virtudes nacionales se convierte en fuente de una emulación generosa y pacífica».

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