Manuel Gálvez. Memorias de un realista olvidado

Por Daniel Varacalli Costas
para  La Nación
Publicado el 23 de noviembre de 2012

Fue un novelista central de la primera mitad del siglo XX, pero a cincuenta años de su muerte gran parte de la obra del autor de Nacha Regules brilla por su ausencia. Sus libros de recuerdos, poblados de autores que no perduraron, sugieren hoy un mundo de ficción.

A cincuenta años de la muerte de Manuel Gálvez, ocurrida en Buenos Aires el 14 de noviembre de 1962, no es fácil encontrar nuevas ediciones de sus obras. Hecho curioso, si se tiene en cuenta que fue el novelista argentino más editado –y leído– de la primera mitad del siglo pasado. Las ediciones de esa época todavía pueblan las librerías de viejo, pero escasean las reediciones, entre las que se destacan la Vida de Hipólito Yrigoyen (El Elefante Blanco) y la reciente de Nacha Regules, en la colección Rescates (Eterna Cadencia).

Claro que lo que menos soñó Gálvez es que alguna vez tuviera que ser "rescatado", y mucho menos del olvido. Él mismo se proyectó primero como el Balzac y, poco después, como el Galdós argentino. Con un plan metódico, que comenzó con La maestra normal en un momento auroral del siglo XX, aspiró desde su propia Comédie Humaine a cubrir los más diversos aspectos de la sociedad.

Tras un rápido paso por el socialismo, que lo llevó a fundar la revista Ideas y una de las primeras cooperativas editoriales que fue modelo de generosidad, Gálvez desembocó en un catolicismo nacionalista que –para algunos críticos– invalidó su plataforma de observación, carente de la imparcialidad de sus referentes. En el prólogo de una edición de Historia de arrabal –una de sus novelas más breves e intensas– Jorge Lafforgue se despacha: "La confrontación entre propuesta realista e ideología católica genera más de una tensión (no resuelta) y es factor desencadenante de muchos de sus desequilibrios formales […]. De allí el escaso, cuando no nulo, espesor crítico del relevamiento social realizado por el escritor argentino…".

Pero en Gálvez el catolicismo era inseparable de su creación: por eso llegó a buscar en un momento de su carrera que sus textos tuvieran el beneplácito de algún sacerdote, una pretensión que lo enfrentaba a criterios dispares y sometía su prosa edificante a una "pureza" poco menos que utópica.

Quizá por esto hacia la década de 1940, Gálvez se instala en otro campo: el de la biografía y la novela histórica, con la que cubre documentadamente períodos polémicos de nuestra historia, en particular la Guerra del Paraguay y la época de Rosas, que él consideraba, sin fanatismos, digna de revisión.

El éxito nunca le fue esquivo: Gálvez fue varias veces candidato al Premio Nobel, además de fundador de la Academia Argentina de Letras (de la que se excluyó por una de sus típicas rabietas) y de la filial argentina del PEN Club, entre infinidad de emprendimientos que apostaron a velar por los derechos del escritor. Sus obras fueron traducidas a la mayoría de las lenguas europeas y elogiadas por escritores como Miguel de Unamuno, Heinrich Mann o Valery Larbaud.

De la enorme obra de Gálvez, hoy se leen sus cuatro volúmenes de memorias (Amigos y maestros de mi juventud, En el mundo de los seres ficticios, Entre la novela y la historia, En el mundo de los seres reales), que abarcan más de medio siglo de vida intelectual argentina. Reeditados por Gregorio Weinberg hace una década (Taurus), están precedidos por un interesante prólogo de Beatriz Sarlo que incita aún más a su lectura. Desfilan por ellos testimonios de primera mano de un escritor que se desvivió por crear una atmósfera de intercambio intelectual entre sus colegas, innumerables fragmentos de cartas, reseñas que recopilaba con candorosa puntillosidad, chispas de las polémicas incandescentes que lo enfrentaban, por ejemplo, con Lugones, y juicios lapidarios, frutos de una vehemencia que no excluía la amabilidad ni la reconciliación. Entre tanto dato interesante, vale la pena consignar que un poeta primerizo hace cien años también tenía que regalar su edición, pero conseguía, a cambio, más de veinte críticas, algo inimaginable en el reinado de Internet.

Dos aspectos resultan imperdibles de estas memorias. El primero, el relato de un país que abandona un proyecto laico y liberal –el de la Generación del 80– para virar hacia un nacionalismo corporativo. Ese punto de inflexión, como se sabe, está en la revolución de septiembre de 1930 (cuyos protagonistas Gálvez retrata –y critica– con maestría en Hombres en soledad), pero se encarna en la propia trayectoria ideológica del novelista. Gálvez es el arquetipo del hombre antiliberal, con un sentido social preponderante (se graduó en Derecho con una tesis sobre la trata de blancas), pero que a la vez rechaza todo avance por izquierda en función de su catolicismo militante. Es por eso que, como otros intelectuales de su época, encuentra en el naciente justicialismo la posibilidad de construir un Estado social, tan alejado del comunismo como del "liberalismo materialista yanqui", de los cuales el escritor abominaba con idéntica energía. Pero el devenir de ese movimiento generó la desaprobación absoluta del escritor, que quedó así, como muchos nacionalistas de su generación, en un callejón sin salida que él mismo, sin embargo, había contribuido a producir.

El segundo aspecto está dado por la visión que el mismo Gálvez tiene del mercado literario. La mayoría de los nombres que él considera relevantes hoy están olvidados, inclusive en los ámbitos académicos. Paralelamente, figuras fundamentales como Roberto Arlt (cuyas novelas fueron publicadas durante el período de esplendor de la obra novelística del autor), Leopoldo Marechal o el mismo Borges (que en la década del 50 ya había dado a la imprenta sus mejores libros de cuentos) aparecen citados de manera tangencial, producto de la escasa importancia que el autor les asignaba (incluso calificaba de esnobs a Sartre, Moravia o Faulkner). Este desenfoque es, en definitiva, el costado más apasionante de estos recuerdos, convertidos en una suerte de fantasmática de la literatura. Por momentos, se tiene la sensación de que el autor ha creado, por obra del anacronismo de su lente, un mundo de ficción en el que escritores imaginarios polemizan, compiten y se juegan su posteridad. Si no fuera, claro está, porque esos hombres y mujeres fueron tan humanamente reales como aquel que se animó a pintarlos.

Fuente: lanacion.com.ar