El 18 de noviembre de 1985 fallece Osvaldo Lamborghini
Maldito Mito
Por Alan Pauls*
Por Alan Pauls*
para Pagina 12
publicado el 4 de mayo de 2003
Como pasó con Rosas o con Evita, aunque de manera menos pública y accidentada, los restos de Osvaldo Lamborghini** acaban de ser repatriados. Éste es uno de los significados de Novelas y cuentos I (Sudamericana), la primera antología de Osvaldo Lamborghini que se publica en el país desde 1980, cuando Fogwill decidió incluir el magnífico Poemas en el catálogo de su editorial Tierra Baldía. A fines de los años ‘80, cuando un primer Novelas y cuentos salió en España, bajo el sello Serbal, la lamborghinofilia porteña no supo bien qué pensar. Por un lado había euforia: la edición incluía un puñado de inéditos largamente esperados (Las hijas de Hegel, El Pibe Barulo, El Cloaca Iván) y reunía por primera vez en un solo volumen –¡y con tapa satinada!– lo que la comunidad lamborghinófila ya se había acostumbrado a leer, más bien a gastar, en las ediciones casi clandestinas de Chinatown (El fiord) y de Noé (Sebregondi retrocede), en revistas exquisitas pero extinguidas (Innombrable publicó “La causa justa”) o en fotocopias mugrientas (“Matinales”, “Neibis”). Por otro, un cierto malestar: ¿estaba bien sacar al maldito de su aguantadero y emparedarlo entre dos cartones suntuosos, oficializando con la dignidad burguesa del Libro las injurias, la violencia, los fantasmas deformes que sus feligreses habían aprendido a gozar en subediciones estilo fanzine? Y ¿estaba bien que la responsable de ese inesperado ascenso social del monstruo fuera una editorial española?
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Osvaldo Lamborghini con Arturo Carrera en su casa de Pringles |
Ya está. Entre la muerte de Lamborghini en 1985, en Barcelona, y esta rentrée póstuma, pasó casi todo lo que tenía que pasar. Hubo dos recopilaciones españolas (Novelas y cuentos y Tadeys) y un librito-objet d’art co-firmado por O.L. y Arturo Carrera (Palacio de los aplausos, publicado por Viterbo); hubo artículos, papers, tesis; hubo cierto “derrame” de lamborghinismo en regiones no literarias de la cultura argentina (el teatro de Ricardo Bartis, la lírica de Patricio Rey, el imaginario de Fito Páez); hubo un albacea genial (César Aira, que prologó los dos libros de Serbal, epiloga éste de Sudamericana y cada día perfecciona un poco más su papel de “doble limpio” del muerto) y un vigía con buena memoria (Germán García, que epilogó la edición original de El Fiord, y en 1986 publicó “La intriga de Osvaldo Lamborghini”, una severa semblanza del “populista oligárquico” con el que había roto relaciones en 1975), y ahora hasta hay en curso una biografía que parece dispuesta a contarlo todo (ver recuadro). “Ya está” quiere decir: Lamborghini el Maldito ya es un Maldito Mito. Una vida errática y una muerte triste y lejana habían logrado hacer de él un misterio, eso, exactamente eso que un albacea fiel y un puñado de detractores “resuelven” tiroteándose con sus versiones contradictorias: los “modales aristocráticos” y la “severa cortesía” (Aira), la “mala fe” (Masotta) y el “cinismo” (García). Y merecer la contradicción de los otros –merecerla post mortem– es la manera más clásica de ser un mito.
¿A quién creerle? ¿A Aira, que ve en Lamborghini a un caballero gentil, un fundador, un artista de la perfección? ¿A García, que lo describe como un manipulador, un pequeñoburgués asustado, una víctima mimética de El Antiedipo? Lamborghini está muerto, muerto y editado acá, en la Argentina, donde todavía florecen muchas de las voces socio-psicóticas que aúllan en sus textos. ¿No es una buena razón para pasar del creer al leer? Yo, por mi parte, confieso que ambas versiones oficiales me inspiran lecturas levemente desviadas: la de Aira, que hace hincapié en la obra de Lamborghini, la leo en realidad como una variante peculiar del autorretrato (el autorretrato de Aira); la de García, que hace hincapié en su “vida” –o su “novela familiar”–, como una lectura particularmente perspicaz del dispositivo retórico de su “obra” (la obra de Lamborghini). Yo vi personalmente a Lamborghini una vez, una mañana, en una pequeña librería de la avenida Santa Fe, y lo que más recuerdo de ese encuentro essu mano blanda y húmeda. Es lo único que quedó de este lado de lo que Lamborghini era, es y acaso siga siendo: una literatura.
En Novelas y cuentos I reaparecen textos clásicos como El fiord, Sebregondi retrocede, Las hijas de Hegel, y los relatos “Matinales”, “Neibis”, “La mañana” y “Sonia (o el final)”. Es en los inéditos donde la edición de Aira se aparta de la de Serbal: en este caso han salido “La causa justa” y los dos relatos porno (El Pibe Barulo, El Cloaca Iván), probablemente relegados a un tomo ulterior, y ha entrado una serie de materiales fechados en los alrededores de 1982, cuando Lamborghini iba y venía entre Buenos Aires, Mar del Plata y Barcelona: dos textos breves de disparatada temática sindical (“El convenio colectivo” y “¡Escribir como cualquier cosa!”), la narración de un ardiente ménage-à-trois protagonizado por el personaje-enigma de Lamborghini, Juana Blanco (“M’hija”), una impresionante descripción de la vida en Barcelona o, para decirlo con sus propias palabras, del proceso de “evaporación del contexto” (“Naufragio”), y una prosa final (“Todo en la vida”) en la que Lamborghini se entrega de lleno a uno de sus máximos deleites: declinar las aventuras de una frase.
Un botín jugoso. Una vez más, gracias a la topología alucinatoria que hizo célebre a Lamborghini –la misma que fue capaz de implantar un fiordo en medio de una célula revolucionaria argentina en pleno trabajo de parto-, nos toca asistir a algunos pasos de comedia imborrables: en uno, el mismísimo general Perón, con su proverbial campechanía, le reprocha a Lamborghini padre –”asesor del general Savio”– la falta de “un soberano montón de mangos” en cierto contrato para fabricar tanques; en otro, Lorenzo Miguel matea a las cinco de la mañana en el jardincito de su casa mientras Isabel Perón brinda junto al ataúd de Raymond Roussel; en un tercero, Andrés Framini, “el tan tan injustamente olvidado por las glosas y los aires”, corre peligro de ser devorado por un enjambre de tadeys, esos angurrientos logotipos animales de la literatura de Lamborghini; y más adelante, Rosa y Rubén, dos metalúrgicos de ley, piensan cómo escabullirse de una manifestación de la UOM, cómo juntar las monedas necesarias para pagarse un turno de hotel alojamiento. Sí, es la Argentina la que vuelve en Novelas y cuentos I: pero no el país que se “enfiestaba” alegóricamente en El fiord sino más bien un amasijo de restos, ruinas, despojos de nacionalidad que quedan ahí, flotando en un agua de naufragio (llamémoslo exilio, llamémoslo dictadura militar o demencia), y se niegan a desaparecer, a olvidarse o a cambiar de forma. Son fijaciones, fetiches que funden algo de la historia nacional con la historia familiar y que reaparecen periódicamente en Lamborghini como piedras anacrónicas, irradiando al mismo tiempo una vitalidad cómica y una languidez rancia, como de ropa apolillada.
Pero a lo que asistimos, en rigor, es al despliegue de una experiencia que cada vez nos acostumbramos más a conjugar en pasado: la experiencia de una soberanía literaria brutal, que hace de la lengua –¿alguien se acuerda, hoy, en la prosa, de eso que se llamaba lengua?– algo tan opaco, táctil y biodegradable como un cuerpo, y del escribir un proceso casi químico en el que “narración”, “poesía”, “ensayo”, “fabulación”, “personajes”, “intriga”, son el efecto de acumulaciones, precipitaciones, coagulados, y tienen lugar siempre delante de nuestros ojos, en vivo. Es el salto, gran mecanismo y a la vez gran objeto de la literatura de Lamborghini: el salto de lo informe al relato, por ejemplo, pero también de la cantidad a la calidad, de la poesía a la prosa, del afuera al adentro, y también ese alarde de velocidad que consiste en abolir todo lo que hay entre dos puntos, no saltar sino saltearse: “filmar directamente sobre la pantalla”, “hacer de la necesidad virtud y de la prosa verso”, “publicar lo que nunca escribiré”... Leemos Novelas y cuentos I y tenemos la sensación –en el goce, en la gracia, en el rechazo, aun en el tedioque trabajan nuestra lectura– de que la literatura, por un momento, vuelve a ser el Todo, que es el nombre más a mano que tenemos para nombrar el paraíso y el infierno.
Notas:
*Alan Pauls es un escritor, crítico literario y guionista argentino, ganador del Premio Herralde 2003. Wikipedia
**Osvaldo Lamborghini (Buenos Aires,1 12 de abril de 1940 - Barcelona (España), 18 de noviembre de 1985) fue un escritor y poeta argentino. Wikipedia
Fuente: pagina12.com.ar
por Osvaldo Lamborghini
TADEYST
Al abrir esta página encontramos, inevitablemente, la aventura de Ahab, capitán sin retorno porque partió –de partir, en son de viaje– con una finalidad única: la blancura de la ballena entonces se volvió más blanca aun que el capítulo sobre el horror a lo blanco, como si dijéramos: la fecha de la paradoja se mantuvo inmóvil, en efecto, pero en espera (irónica) del aumento de la presunción –y luego se desplomó, mortal, de punta, sobre el corazón del temerario; esas políticas de un solo acorde... (mundo eterno y frágil). Un cigarrillo antes de proseguir con el mascarón, martillazo al doble, doblón, de la máscara de proa; de cara al capitán Ahab. Un sueño, dormir, el sueño. El sueño nos toma siempre en lo mejor de la escritura. El sueño (hasta mañana, con el pol oriente) hace y deshace, es the ocasion, el truco más mentado de Occidente, mientras que la escritura, como los reiterativos calzones de Diderot, cumple su papel (la colilla en el cenicero sola se apagó): su papel: la escritura desdeña. Y cuanto. Y tanto. Prefiere bostezar antes que remitir a. Pero no prefiere no hacerlo: –Hasta mañana, compañeros. Si se confesaran, las 62 tal vez dirían: hum, esto no marcha. Pero no se confiesan (hasta ahí no han llegado). Por otra parte, y negro sobre blanco, también las masas antes de dormir marcan el paso de la página. Hasta mañana y perdón: perdón si algún baldío de carnero traicionó para colmo el aire poco. El aire: escaso. El blanco: escaso.
Si la colilla anoche no se hubiera apagado sola, podría (como poder) haber escrito “pucho”, como quien clava un marfil en el acting out de un tigre cebado. Claro. La blancura de la ballena sulfura al más pintado; y contra toda apariencia, y por más que el lector sufra, el perverso jamás rima. Sí, las palabras pueden terminar lo mismo, pero cínicamente se trata de otro cantar: la última sílaba pertenece a las naturaleza de los acontecimientos acumulados (sumados) para hacer estallar los márgenes. Esta novela es de tema y de corte sindical.
Más que verdaderas, las anécdotas son la verdad. Lorenzo Miguel se levanta a las cinco de la mañana (creo que no le interesa demasiado la literatura), se sienta bajo un árbol en el jardincito de su humilde casa, y allí matea y conversa con su asesor, el fiable y el más íntimo. Que es un anciano, y además un viejo militante metalúrgico. Allí se habla sólo en términos de micropoder. Esto ocurre desde hace muchos años: empezó lejos (llegará más lejos aún); empezó un lustro antes de que se desencadenara el rata, o racket, proceso de reorganización nacional. Prosiguió en nuestros zorrinos días.
Y dice el viejo:
–Las cosas se abren despacio, como manualcito nuevo. Fijate, si no, los chicos; cuando les regalás un libro lo crujen lentamente, como si partieran una avellana.
–Y pensar que la gente dice que son unos ansiosos de mierda; y pior: la gente psicoanalista. –Miguel respondió. Y el viejo:
–Cualquier definición psicoanalítica es buena, superlativa.
Temblando porque hace frío cuando se amanece tan temprano (“Tiemblan las carnes al verlo”), la señora de Miguel, con robe encima del camisón, le tendió un papel de telegrama a su marido. Miguel lo embolsó en su faltriquera sin leerlo. La señora se alejó por el sendero de arena, con los mofletes arrebatados de indignación. Miguel cruzó las manos en forma de soliloquio:
–Me gusta eso, lo del ave llana. –Como si yo aludiera a su perdiz y a su silbido –dijo el viejo.
Por un momento caen los párpados. El cigarrillo está a punto de perforar la colcha. Había una manifestación en la calle. El silencio era patético como un Don Juan. El silencio. Se tensaba como una ola en suspenso, erigida en tirante cuerda de violín. De pronto, los manifestantes estallaron en carcajadas: un interventor militar había pretendido mover un dedo.
Isabel Perón abre el ataúd de Raymond Roussel –todos tendremos que morir, algún día–, allí se acoge y desde ahí brinda. Sonríe, no musita que está mustia: no, para nada. Levanta su dedalito de plata, sonríe, y brinda –sonriente. Tiene joyas caras y lindos vestidos. Cuenta. Con la amistad incondicional de Pilar Franco. Está contenta. A ella hay que definirla como una hermosa cosita, inmune al talento, que siempre es despreciable.
Ahora sí me duermo, en paz con mi sostenido éxtasis de benevolencia. Esta es, arabesca, la primera persona.
–¿Por qué no leíste el telegrama que te trajo tu mujer?
–¡No me gusta y no me gusta! Es como llenarse la cabeza de socotrocos opas, igual a cuando te devorás los diarios como un ansioso de mierda.
–¿Quién mató a Rosendo?
–Rodolfo Walsh.
Framini, el tan tan injustamente olvidado por las glosas y los aires, el recluido Framini en cuarteles de invierno. Nieva tupido sobre la plaza de armas. ¡No dejarse escribir, no dejarse escribir: qué macana, che! Uno del detail pasa y Framini, enloquecido, le grita:
–Fíjese el detalle, pero fíjese el detalle.
El otro, con la jeta roja de ira (es argentino y basta: militar) se vuelve, agarra a Framini por el cuello y lo arrastra abyectamente por un paisaje interior de cerebro trillado. Allí hay lobos pequeños, pero más atroces y humillantes que coyotes. El destino es un gil de mierda. Es por lo demás hiena, pero a no equivocarse: precisamente de este costal.
Framini quedó enlutado, trajeado como Carriego, sobre el páramo blanco. Su figura apenas –apenas por decir “¡fíjese el detalle!”–, apenas se movía, expuesta al peligro de ser devorada por los torpes pero voraces tadeos: estos animales que son como pareados de la muerte interminable. Quien cae entre sus fauces se autodevora, como si se llamara Gancedo.
un tadeo
olisqueó al fra-mi-ni, a esa figura de trágico (poeta barrial), al clásico fra-mi-ni de la a. o. t., y mientras se relamía las mandíbulas pápiles, el tadeo, pensó gozoso para sí mismo: ¡paritaria! El líder Lao te, por su parte, si bien aún –aún y todavía– no agonizaba (“Tengo antes que encontrar la manera de comunicarme con mamá”) se des-ovaba en la clavícula quebrada y espasmódica de la famosa aporía: vamos todavía, vivir su propia muerte, encima.
¿Qué hacer? ¡Yo no soy el amo del Kremlin!
Osvaldo Lamborghini publicó El fiord (Chinatown) en 1969, Sebregondi retrocede (Noé) en 1973 y Poemas (Tierra Baldía) en 1980. Póstumamente, César Aira recopiló su obra en Novelas y cuentos (Del Serbal, 1988) y Tadeys (Del Serbal, 1994). Arturo Carrera hizo pública una grabación admirable, Stegman 533’ bla (Mate) en 1997 y Palacio de los aplausos (Beatriz Viterbo), que habían escrito en conjunto, a fines de 2002.
Objeto de adhesiones incondicionales y rechazos igualmente violentos, la obra de Osvaldo Lamborghini es todavía un work in progress. Ahora César Aira ha preparado para Sudamericana una nueva versión de Novelas y cuentos, esta vez en dos volúmenes, con nuevos textos. Los criterios de las exclusiones y el reordenamiento son aclarados en un epílogo que sólo la tiranía periodística nos impide reproducir en su totalidad: “La primera edición de este libro (Serbal, 1988) reunió todas las narraciones que Osvaldo Lamborghini había publicado en vida, y las que había dejado preparadas para publicar, más algunos textos que las complementaban. Ese criterio, que se impuso entonces por la proximidad de su muerte, y la dispersión de su obra, fue perdiendo pertinencia con los años. Ahora, bajo el mismo título, que conservamos para indicar que lo esencial de su contenido sigue siendo el mismo, reunimos en orden cronológico todo lo que en sus papeles entra en la categoría ‘prosa narrativa’, publicado o no, esbozado, interrumpido, olvidado, descartado. Si bien puede parecer desleal hacia un escritor muerto publicar borradores dejados de lado, creemos tener algunas justificaciones; la primera y más patente es que Lamborghini nunca escribió mal; la segunda, que sería imprudente juzgarlo, cuando todavía estamos tan lejos de comprenderlo; y, más importante, que el panorama completo, al mostrar su evolución y sus experimentos, realza la calidad de los puntos altos”.
Pero no puede haber “obra” sin “autor” y en este punto se impone ya como una necesidad ineludible una biografía comprensiva. En eso trabajan Ricardo Straface y Alejandra Valente, quienes están a punto de terminar Lamborghini, Osvaldo, un monumental estudio biográfico basado en “casi doscientas cartas, unas ochenta fotos, más de cien entrevistas, varios centenares de manuscritos, los subrayados de dos bibliotecas, archivos públicos y privados, diarios y revistas de la época y, desde luego, nuestras conjeturas”. Ellos han propuesto los siguientes hitos biográficos insoslayables:
“Osvaldo Lamborghini nació en Buenos Aires el 12 de abril de 1940 y murió en Barcelona el 18 de noviembre de 1985. Pasó su infancia en Villa del Parque, su adolescencia en Necochea y su juventud en Ciudadela, Castelar, Don Torcuato. Entre 1968 y 1975 vivió en Buenos Aires, con frecuentísimos cambios de domicilio. Entre 1975 y 1978 se radicó en Mar del Plata. Desde entonces y hasta 1981 alternó Mar del Plata con Buenos Aires. Alrededor de febrero de 1981 se trasladó a Pringles donde, salvo una temporada en Mar del Plata, estuvo hasta agosto de ese año. Volvió a Buenos Aires, de allí a Mar del Plata y en noviembre de 1981 viajó a Barcelona. Volvió a los seis meses, enfermo. Se trasladó a Mar del Plata nuevamente y a fines de 1982 viajó ya definitivamente a Barcelona, donde entre tantas otras cosas escribió guiones para comics.”
Si bien el estudio de Straface y Valente no tiene su eje en la leyenda escandalosa, “el libro se hace cargo de todas las anécdotas que circulan y de otras menos conocidas” pero en el marco de una imprescindible contextualización. ¿Qué importancia tendrá una biografía de Lamborghini? “Puede decirse –señalan los autores–, que la restitución de un contexto biográfico posibilita otras maneras de leer la obra. También la satisfacción de una curiosidad: saber si el hombre se parecía a la voz.”
Mientras esperamos con indisimulable ansiedad la publicación de Lamborghini, Osvaldo, Novelas y cuentos I nos permitirá nuevas lecturas ynuevas discusiones alrededor de una obra cuya renovada presentación es un acto de justicia y de generosidad para con las nuevas generaciones de lectores, aquellos que no han podido acceder a los textos de Lamborghini sino fragmentariamente.
***
La lectura de una hoja en blancopor Osvaldo Lamborghini
TADEYST
Al abrir esta página encontramos, inevitablemente, la aventura de Ahab, capitán sin retorno porque partió –de partir, en son de viaje– con una finalidad única: la blancura de la ballena entonces se volvió más blanca aun que el capítulo sobre el horror a lo blanco, como si dijéramos: la fecha de la paradoja se mantuvo inmóvil, en efecto, pero en espera (irónica) del aumento de la presunción –y luego se desplomó, mortal, de punta, sobre el corazón del temerario; esas políticas de un solo acorde... (mundo eterno y frágil). Un cigarrillo antes de proseguir con el mascarón, martillazo al doble, doblón, de la máscara de proa; de cara al capitán Ahab. Un sueño, dormir, el sueño. El sueño nos toma siempre en lo mejor de la escritura. El sueño (hasta mañana, con el pol oriente) hace y deshace, es the ocasion, el truco más mentado de Occidente, mientras que la escritura, como los reiterativos calzones de Diderot, cumple su papel (la colilla en el cenicero sola se apagó): su papel: la escritura desdeña. Y cuanto. Y tanto. Prefiere bostezar antes que remitir a. Pero no prefiere no hacerlo: –Hasta mañana, compañeros. Si se confesaran, las 62 tal vez dirían: hum, esto no marcha. Pero no se confiesan (hasta ahí no han llegado). Por otra parte, y negro sobre blanco, también las masas antes de dormir marcan el paso de la página. Hasta mañana y perdón: perdón si algún baldío de carnero traicionó para colmo el aire poco. El aire: escaso. El blanco: escaso.
Si la colilla anoche no se hubiera apagado sola, podría (como poder) haber escrito “pucho”, como quien clava un marfil en el acting out de un tigre cebado. Claro. La blancura de la ballena sulfura al más pintado; y contra toda apariencia, y por más que el lector sufra, el perverso jamás rima. Sí, las palabras pueden terminar lo mismo, pero cínicamente se trata de otro cantar: la última sílaba pertenece a las naturaleza de los acontecimientos acumulados (sumados) para hacer estallar los márgenes. Esta novela es de tema y de corte sindical.
Más que verdaderas, las anécdotas son la verdad. Lorenzo Miguel se levanta a las cinco de la mañana (creo que no le interesa demasiado la literatura), se sienta bajo un árbol en el jardincito de su humilde casa, y allí matea y conversa con su asesor, el fiable y el más íntimo. Que es un anciano, y además un viejo militante metalúrgico. Allí se habla sólo en términos de micropoder. Esto ocurre desde hace muchos años: empezó lejos (llegará más lejos aún); empezó un lustro antes de que se desencadenara el rata, o racket, proceso de reorganización nacional. Prosiguió en nuestros zorrinos días.
Y dice el viejo:
–Las cosas se abren despacio, como manualcito nuevo. Fijate, si no, los chicos; cuando les regalás un libro lo crujen lentamente, como si partieran una avellana.
–Y pensar que la gente dice que son unos ansiosos de mierda; y pior: la gente psicoanalista. –Miguel respondió. Y el viejo:
–Cualquier definición psicoanalítica es buena, superlativa.
Temblando porque hace frío cuando se amanece tan temprano (“Tiemblan las carnes al verlo”), la señora de Miguel, con robe encima del camisón, le tendió un papel de telegrama a su marido. Miguel lo embolsó en su faltriquera sin leerlo. La señora se alejó por el sendero de arena, con los mofletes arrebatados de indignación. Miguel cruzó las manos en forma de soliloquio:
–Me gusta eso, lo del ave llana. –Como si yo aludiera a su perdiz y a su silbido –dijo el viejo.
Por un momento caen los párpados. El cigarrillo está a punto de perforar la colcha. Había una manifestación en la calle. El silencio era patético como un Don Juan. El silencio. Se tensaba como una ola en suspenso, erigida en tirante cuerda de violín. De pronto, los manifestantes estallaron en carcajadas: un interventor militar había pretendido mover un dedo.
Isabel Perón abre el ataúd de Raymond Roussel –todos tendremos que morir, algún día–, allí se acoge y desde ahí brinda. Sonríe, no musita que está mustia: no, para nada. Levanta su dedalito de plata, sonríe, y brinda –sonriente. Tiene joyas caras y lindos vestidos. Cuenta. Con la amistad incondicional de Pilar Franco. Está contenta. A ella hay que definirla como una hermosa cosita, inmune al talento, que siempre es despreciable.
Ahora sí me duermo, en paz con mi sostenido éxtasis de benevolencia. Esta es, arabesca, la primera persona.
–¿Por qué no leíste el telegrama que te trajo tu mujer?
–¡No me gusta y no me gusta! Es como llenarse la cabeza de socotrocos opas, igual a cuando te devorás los diarios como un ansioso de mierda.
–¿Quién mató a Rosendo?
–Rodolfo Walsh.
Framini, el tan tan injustamente olvidado por las glosas y los aires, el recluido Framini en cuarteles de invierno. Nieva tupido sobre la plaza de armas. ¡No dejarse escribir, no dejarse escribir: qué macana, che! Uno del detail pasa y Framini, enloquecido, le grita:
–Fíjese el detalle, pero fíjese el detalle.
El otro, con la jeta roja de ira (es argentino y basta: militar) se vuelve, agarra a Framini por el cuello y lo arrastra abyectamente por un paisaje interior de cerebro trillado. Allí hay lobos pequeños, pero más atroces y humillantes que coyotes. El destino es un gil de mierda. Es por lo demás hiena, pero a no equivocarse: precisamente de este costal.
Framini quedó enlutado, trajeado como Carriego, sobre el páramo blanco. Su figura apenas –apenas por decir “¡fíjese el detalle!”–, apenas se movía, expuesta al peligro de ser devorada por los torpes pero voraces tadeos: estos animales que son como pareados de la muerte interminable. Quien cae entre sus fauces se autodevora, como si se llamara Gancedo.
un tadeo
olisqueó al fra-mi-ni, a esa figura de trágico (poeta barrial), al clásico fra-mi-ni de la a. o. t., y mientras se relamía las mandíbulas pápiles, el tadeo, pensó gozoso para sí mismo: ¡paritaria! El líder Lao te, por su parte, si bien aún –aún y todavía– no agonizaba (“Tengo antes que encontrar la manera de comunicarme con mamá”) se des-ovaba en la clavícula quebrada y espasmódica de la famosa aporía: vamos todavía, vivir su propia muerte, encima.
¿Qué hacer? ¡Yo no soy el amo del Kremlin!
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Vida y obraOsvaldo Lamborghini publicó El fiord (Chinatown) en 1969, Sebregondi retrocede (Noé) en 1973 y Poemas (Tierra Baldía) en 1980. Póstumamente, César Aira recopiló su obra en Novelas y cuentos (Del Serbal, 1988) y Tadeys (Del Serbal, 1994). Arturo Carrera hizo pública una grabación admirable, Stegman 533’ bla (Mate) en 1997 y Palacio de los aplausos (Beatriz Viterbo), que habían escrito en conjunto, a fines de 2002.
Objeto de adhesiones incondicionales y rechazos igualmente violentos, la obra de Osvaldo Lamborghini es todavía un work in progress. Ahora César Aira ha preparado para Sudamericana una nueva versión de Novelas y cuentos, esta vez en dos volúmenes, con nuevos textos. Los criterios de las exclusiones y el reordenamiento son aclarados en un epílogo que sólo la tiranía periodística nos impide reproducir en su totalidad: “La primera edición de este libro (Serbal, 1988) reunió todas las narraciones que Osvaldo Lamborghini había publicado en vida, y las que había dejado preparadas para publicar, más algunos textos que las complementaban. Ese criterio, que se impuso entonces por la proximidad de su muerte, y la dispersión de su obra, fue perdiendo pertinencia con los años. Ahora, bajo el mismo título, que conservamos para indicar que lo esencial de su contenido sigue siendo el mismo, reunimos en orden cronológico todo lo que en sus papeles entra en la categoría ‘prosa narrativa’, publicado o no, esbozado, interrumpido, olvidado, descartado. Si bien puede parecer desleal hacia un escritor muerto publicar borradores dejados de lado, creemos tener algunas justificaciones; la primera y más patente es que Lamborghini nunca escribió mal; la segunda, que sería imprudente juzgarlo, cuando todavía estamos tan lejos de comprenderlo; y, más importante, que el panorama completo, al mostrar su evolución y sus experimentos, realza la calidad de los puntos altos”.
Pero no puede haber “obra” sin “autor” y en este punto se impone ya como una necesidad ineludible una biografía comprensiva. En eso trabajan Ricardo Straface y Alejandra Valente, quienes están a punto de terminar Lamborghini, Osvaldo, un monumental estudio biográfico basado en “casi doscientas cartas, unas ochenta fotos, más de cien entrevistas, varios centenares de manuscritos, los subrayados de dos bibliotecas, archivos públicos y privados, diarios y revistas de la época y, desde luego, nuestras conjeturas”. Ellos han propuesto los siguientes hitos biográficos insoslayables:
“Osvaldo Lamborghini nació en Buenos Aires el 12 de abril de 1940 y murió en Barcelona el 18 de noviembre de 1985. Pasó su infancia en Villa del Parque, su adolescencia en Necochea y su juventud en Ciudadela, Castelar, Don Torcuato. Entre 1968 y 1975 vivió en Buenos Aires, con frecuentísimos cambios de domicilio. Entre 1975 y 1978 se radicó en Mar del Plata. Desde entonces y hasta 1981 alternó Mar del Plata con Buenos Aires. Alrededor de febrero de 1981 se trasladó a Pringles donde, salvo una temporada en Mar del Plata, estuvo hasta agosto de ese año. Volvió a Buenos Aires, de allí a Mar del Plata y en noviembre de 1981 viajó a Barcelona. Volvió a los seis meses, enfermo. Se trasladó a Mar del Plata nuevamente y a fines de 1982 viajó ya definitivamente a Barcelona, donde entre tantas otras cosas escribió guiones para comics.”
Si bien el estudio de Straface y Valente no tiene su eje en la leyenda escandalosa, “el libro se hace cargo de todas las anécdotas que circulan y de otras menos conocidas” pero en el marco de una imprescindible contextualización. ¿Qué importancia tendrá una biografía de Lamborghini? “Puede decirse –señalan los autores–, que la restitución de un contexto biográfico posibilita otras maneras de leer la obra. También la satisfacción de una curiosidad: saber si el hombre se parecía a la voz.”
Mientras esperamos con indisimulable ansiedad la publicación de Lamborghini, Osvaldo, Novelas y cuentos I nos permitirá nuevas lecturas ynuevas discusiones alrededor de una obra cuya renovada presentación es un acto de justicia y de generosidad para con las nuevas generaciones de lectores, aquellos que no han podido acceder a los textos de Lamborghini sino fragmentariamente.
Por Osvaldo Lamborghini*
Desde que empieza a dar sus primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las consecuencias de pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza que se cae a pedazos, generalmente con una inmensa herencia alcohólica en la sangre. Mientras la autora de sus días lo echa al mundo, asistida por una curandera vieja y reviciosa, el padre, el autor, entre vómitos que apagan los gemidos lícitos de la parturienta, se emborracha con un vino más denso que la mugre de su miseria.Me congratulo por eso de no ser obrero, de no haber nacido en un hogar proletario.
Cuento
[De "Sebregondi retrocede", publicado en 1973 © herederos de Osvaldo Lamborghini]

El padre borracho y siempre al borde de la desocupación, le pega a su niño con una cadena de pegar, y cuando le habla es sólo para inculcarle ideas asesinas. Desde niño el niño proletario trabaja, saltando de tranvía en tranvía para vender sus periódicos. En la escuela, que nunca termina, es diariamente humillado por sus compañeros ricos. En su hogar, ese antro repulsivo, asiste a la prostitución de su madre, que se deja trincar por los comerciantes del barrio para conservar el fiado.
En mi escuela teníamos a uno, a un niño proletario.
Stroppani era su nombre, pero la maestra de inferior se lo había cambiado por el de ¡Estropeado! A rodillazos llevaba a la Dirección a ¡Estropeado! cada vez que, filtrado por el hambre, ¡Estropeado! no acertaba a entender sus explicaciones. Nosotros nos divertíamos en grande.
Evidentemente, la sociedad burguesa, se complace en torturar al niño proletario, esa baba, esa larva criada en medio de la idiotez y del terror.
Con el correr de los años el niño proletario se convierte en hombre proletario y vale menos que una cosa.
Contrae sífilis y, enseguida que la contrae, siente el irresistible impulso de casarse para perpetuar la enfermedad a través de las generaciones. Como la única herencia que puede dejar es la de sus chancros jamás se abstiene de dejarla. Hace cuantas veces puede la bestia de dos espaldas con su esposa ilícita, y así, gracias a una alquimia que aún no puedo llegar a entender (o que tal vez nunca llegaré a entender), su semen se convierte en venéreos niños proletarios. De esa manera se cierra el círculo, exasperadamente se completa.
¡Estropeado!, con su pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo y los periódicos bajo el brazo, venía sin vernos caminando hacia nosotros, tres niños burgueses: Esteban, Gustavo, yo.
La execración de los obreros también nosotros la llevamos en la sangre.
Gustavo adelantó la rueda de su bicicleta azul y así ocupó toda la vereda. ¡Estropeado! hubo de parar y nos miró con ojos azorados, inquiriendo con la mirada a qué nueva humillación debía someterse. Nosotros tampoco lo sabíamos aún pero empezamos por incendiarle los periódicos y arrancarle las monedas ganadas del fondo destrozado de sus bolsillos. ¡Estropeado! nos miraba inquiriendo con la cara blanca de terror o por ese color blanco de terror en las caras odiadas, en las fachas obreras más odiadas, por verlo aparecer sin desaparición nosotros hubiéramos donado nuestros palacios multicolores, la atmósfera que nos envolvía de dorado color.
A empujones y patadas zambullimos a ¡Estropeado! en el fondo de una zanja de agua escasa. Chapoteaba de bruces ahí, con la cara manchada de barro, y. Nuestro delirio iba en aumento. La cara de Gustavo aparecía contraída por un espasmo de agónico placer. Esteban alcanzó un pedazo cortante de vidrio triangular. Los tres nos zambullimos en la zanja. Gustavo, con el brazo que le terminaba en un vidrio triangular en alto, se aproximó a ¡Estropeado!, y lo miró. Yo me aferraba a mis testículos por miedo a mi propio placer, temeroso de mi propio ululante, agónico placer. Gustavo le tajeó la cara al niño proletario de arriba hacia abajo y después ahondó lateralmente los labios de la herida. Esteban y yo ululábamos. Gustavo se sostenía el brazo del vidrio con la otra mano para aumentar la fuerza de la incisión.
No desfallecer, Gustavo, no desfallecer.
Nosotros quisiéramos morir así, cuando el goce y la venganza se penetran y llegan a su culminación.
Porque el goce llama al goce, llama a la venganza, llama a la culminación.
Porque Gustavo parecía, al sol, exhibir una espada espejeante con destellos que también a nosotros venían a herirnos en los ojos y en los órganos del goce.
Porque el goce ya estaba decretado ahí, por decreto, en ese pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo gris, mugriento y desflecado.
Esteban se lo arrancó y quedaron al aire las nalgas sin calzoncillos, amargamente desnutridas del niño proletario. El goce estaba ahí, ya decretado, y Esteban, Esteban de un solo manotazo, arrancó el sucio tirador. Pero fue Gustavo quien se le echó encima primero, el primero que arremetió contra el cuerpiño de ¡Estropeado!, Gustavo, quien nos lideraría luego en la edad madura, todos estos años de fracasada, estropeada pasión: él primero, clavó primero el vidrio triangular donde empezaba la raya del trasero de ¡Estropeado! y prolongó el tajo natural. Salió la sangre esparcida hacia arriba y hacia abajo, iluminada por el sol, y el agujero del ano quedó húmedo sin esfuerzo como para facilitar el acto que preparábamos. Y fue Gustavo, Gustavo el que lo traspasó primero con su falo, enorme para su edad, demasiado filoso para el amor.
Esteban y yo nos conteníamos ásperamente, con las gargantas bloqueadas por un silencio de ansiedad, desesperación. Esteban y yo. Con los falos enardecidos en las manos esperábamos y esperábamos, mientras Gustavo daba brincos que taladraban a ¡Estropeado! y ¡Estropeado! no podía gritar, ni siquiera gritar, porque su boca era firmernente hundida en el barro por la mano fuerte militari de Gustavo.
A Esteban se le contrajo el estómago a raíz de la ansiedad y luego de la arcada desalojó algo del estómago, algo que cayó a mis pies. Era un espléndido conjunto de objetos brillantes, ricamente ornamentados, espejeantes al sol. Me agaché, lo incorporé a mi estómago, y Esteban entendió mi hermanación. Se arrojó a mis brazos y yo me bajé los pantalones. Por el ano desocupé. Desalojé una masa luminosa que enceguecía con el sol. Esteban la comió y a sus brazos hermanados me arrojé.
Mientras tanto ¡Estropeado! se ahogaba en el barro, con su ano opaco rasgado por el falo de Gustavo, quien por fin tuvo su goce con un alarido. La inocencia del justiciero placer.
Esteban y yo nos precipitamos sobre el inmundo cuerpo abandonado. Esteban le enterró el falo, recóndito, fecal, y yo le horadé un pie con un punzón a través de la suela de soga de alpargata. Pero no me contentaba tristemente con eso. Le corté uno a uno los dedos mugrientos de los pies, malolientes de los pies, que ya de nada irían a servirle. Nunca más correteos, correteos y saltos de tranvía en tranvía, tranvías amarillos.
Promediaba mi turno pero yo no quería penetrarlo por el ano.
-Yo quiero succión -crují.
Esteban se afanaba en los últimos jadeos. Yo esperaba que Esteban terminara, que la cara de ¡Estropeado! se desuniera del barro para que ¡Estropeado! me lamiera el falo, pero debía entretener la espera, armarme en la tardanza. Entonces todas las cosas que le hice, en la tarde de sol menguante, azul, con el punzón. Le abrí un canal de doble labio en la pierna izquierda hasta que el hueso despreciable y atorrante quedó al desnudo. Era un hueso blanco como todos los demás, pero sus huesos no eran huesos semejantes. Le rebané la mano y vi otro hueso, crispados los nódulosfalanges aferrados, clavados en el barro, mientras Esteban agonizaba a punto de gozar. Con mi corbata roja hice un ensayo en el cuello del niño proletario. Cuatro tirones rápidos, dolorosos, sin todavía el prístino argénteo fin de muerte. Todavía escabullirse literalmente en la tardanza.
Gustavo pedía a gritos por su parte un fino pañuelo de batista. Quería limpiarse la arremolinada materia fecal conque ¡Estropeado! le ensuciara la punta rósea hiriente de su falo. Parece que ¡Estropeado! se cagó. Era enorme y agresivo entre paréntesis el falo de Gustavo. Con entera independencia y solo se movía, así, y así, cabezadas y embestidas. Tensaba para colmo los labios delgados de su boca como si ya mismo y sin tardanza fuera a aullar. Y el sol se ponía, el sol que se ponía, ponía. Nos iluminaban los últimos rayos en la rompiente tarde azul. Cada cosa que se rompe y adentro que se rompe y afuera que se rompe, adentro y afuera, adentro y afuera, entra y sale que se rompe, lívido Gustavo miraba el sol que se moría y reclamaba aquel pañuelo de batista, bordado y maternal. Yo le di para calmarlo mi pañuelo de batista donde el rostro de mi madre augusta estaba bordado, rodeado por una esplendente aureola como de fingidos rayos, en tanto que tantas veces sequé mis lágrimas en ese mismo pañuelo, y sobre él volqué, años después, mi primera y trémula eyaculación.
Porque la venganza llama al goce y el goce a la venganza pero no en cualquier vagina y es preferible que en ninguna. Con mi pañuelo de batista en la mano Gustavo se limpió su punta agresiva y así me lo devolvió rojo sangre y marrón. Mi lengua lo limpió en un segundo, hasta devolverle al paño la cara augusta, el retrato con un collar de perlas en el cuello, eh. Con un collar en el cuello. Justo ahí.
Descansaba Esteban mirando el aire después de gozar y era mi turno. Yo me acerqué a la forma de ¡Estropeado! medio sepultada en el barro y la di vuelta con el pie. En la cara brillaba el tajo obra del vidrio triangular. El ombligo de raquítico lucía lívido azulado. Tenía los brazos y las piernas encogidos, como si ahora y todavía, después de la derrota, intentara protegerse del asalto. Reflejo que no pudo tener en su momento condenado por la clase. Con el punzón le alargué el ombligo de otro tajo. Manó la sangre entre los dedos de sus manos. En el estilo más feroz el punzón le vació los ojos con dos y sólo dos golpes exactos. Me felicitó Gustavo y Esteban abandonó el gesto de contemplar el vidrio esférico del sol para felicitar. Me agaché. Conecté el falo a la boca respirante de ¡Estropeado! Con los cinco dedos de la mano imité la forma de la fusta. A fustazos le arranqué tiras de la piel de la cara a ¡Estropeado! y le impartí la parca orden:
-Habrás de lamerlo. Succión-
¡Estropeado! se puso a lamerlo. Con escasas fuerzas, como si temiera hacerme daño, aumentándome el placer.
A otra cosa. La verdad nunca una muerte logró afectarme. Los que dije querer y que murieron, y si es que alguna vez lo dije, incluso camaradas, al irse me regalaron un claro sentimiento de liberación. Era un espacio en blanco aquel que se extendía para mi crujir.
Era un espacio en blanco.
Era un espacio en blanco.
Era un espacio en blanco.
Pero también vendrá por mí. Mi muerte será otro parto solitario del que ni sé siquiera si conservo memoria.
Desde la torre fría y de vidrio. Desde donde he contemplado después el trabajo de los jornaleros tendiendo las vías del nuevo ferrocarril. Desde la torre erigida como si yo alguna vez pudiera estar erecto. Los cuerpos se aplanaban con paciencia sobre las labores de encargo. La muerte plana, aplanada, que me dejaba vacío y crispado. Yo soy aquel que ayer nomás decía y eso es lo que digo. La exasperación no me abandonó nunca y mi estilo lo confirma letra por letra.
Desde este ángulo de agonía la muerte de un niño proletario es un hecho perfectamente lógico y natural. Es un hecho perfecto.
Los despojos de ¡Estropeado! ya no daban para más. Mi mano los palpaba mientras él me lamía el falo. Con los ojos entrecerrados y a punto de gozar yo comprobaba, con una sola recorrida de mi mano, que todo estaba herido ya con exhaustiva precisión. Se ocultaba el sol, le negaba sus rayos a todo un hemisferio y la tarde moría. Descargué mi puño martillo sobre la cabeza achatada de animal de ¡Estropeado!: él me lamía el falo.
Impacientes Gustavo y Esteban querían que aquello culminara para de una buena vez por todas: Ejecutar el acto. Empuñé mechones del pelo de ¡Estropeado! y le sacudí la cabeza para acelerar el goce. No podía salir de ahí para entrar al otro acto. Le metí en la boca el punzón para sentir el frío del metal junto a la punta del falo.
Hasta que de puro estremecimiento pude gozar. Entonces dejé que se posara sobre el barro la cabeza achatada de animal.
-Ahora hay que ahorcarlo rápido -dijo Gustavo.
-Con un alambre -dijo Esteban en la calle de tierra donde empieza el barrio precario de los desocupados.
-Y adiós Stroppani ¡vamos! -dije yo.
Remontamos el cuerpo flojo del niño proletario hasta el lugar indicado. Nos proveímos de un alambre. Gustavo lo ahorcó bajo la luna, joyesca, tirando de los extremos del alambre. La lengua quedó colgante de la boca como en todo caso de estrangulación.
*Osvaldo Lamborghini (Buenos Aires,1 12 de abril de 1940 - Barcelona (España), 18 de noviembre de 1985) fue un escritor y poeta argentino. Wikipedia