Sobre el amor: André Gorz y Dorine Keir

Juntos
Por Juan Forn
para Pagina 12
publicado el 23 de diciembre de 2018

Miren la parejita de la foto, proyecten esa pareja al futuro y sobreimprímanle estas frases: “Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros, sólo pesas cuarenta y cinco kilos, pero sigues siendo bella, elegante, deseable. Hace cincuenta y nueve años que vivimos juntos y te escribo para comprender lo que he vivido, lo que hemos vivido juntos, porque te amo más que nunca”. 

Ahora imaginen que esas frases son el comienzo de una carta de un hombre a una mujer, una carta de cien páginas que él va ir escribiendo noche a noche, en el curso del año siguiente, mientras ella duerme en el cuarto de arriba de una casita rodeada de árboles, en las afueras de un pueblito del norte francés llamado Vosnon. Doce meses después, la policía local hará el trayecto desde el pueblo hasta allí, alertada por una nota pegada en la puerta de la casa: “Prévenir à la Gendarmerie”. La puerta estará abierta. En la cama matrimonial del cuarto de arriba yacerán en paz André Gorz* y su esposa Dorine. A un costado, unas líneas escritas a mano, dirigidas a la alcaldesa del pueblo: “Querida amiga, siempre supimos que queríamos terminar nuestras vidas juntos. Perdona la ingrata tarea que te hemos dejado”.

Poco antes, Gorz había terminado de escribir aquella larga carta a su esposa Dorine y se la había enviado a su editor de siempre, quien la publicó en forma de libro con el título Carta a D (Historia de un amor). En la última página de esa larga carta dice Gorz: “Por las noches veo la silueta de un hombre que camina detrás de una carroza fúnebre en una carretera vacía, por un paisaje desierto. No quiero asistir a tu incineración, no quiero recibir un frasco con tus cenizas. Espío tu respiración, mi mano te acaricia. En el caso de tener una segunda vida, ojalá la pasemos juntos”.

Dorine era inglesa. Estaba de visita en Suiza con un grupo de teatro vocacional, en el año 1947, cuando le presentaron en una fiesta a André Gorz. Es austríaco, le dijeron, es judío, le dijeron, no tiene un céntimo y escribe, carece por completo de interés. Así se lo describieron formulariamente, cuando ella preguntó quién era. Dorine tenía un pretendiente en Inglaterra, que esperaba su regreso para casarse con ella. Pero después de aquella fiesta, Dorine cambió drásticamente de planes: en lugar de volver obedientemente a su patria se subió en un tren rumbo a París con Gorz. Porque a su lado sintió por primera vez en su vida que pensaba, que sabía pensar, que su cabecita funcionaba a la perfección junto a la de aquel judío austríaco sin trabajo y sin dinero.

No era una ciudad fácil París en 1947: Dorine trabajó de modelo vivo, recogió papel usado para vender por kilo y fue lazarilla de una británica que se estaba quedando ciega, mientras Gorz escribía en una buhardilla. Gorz hacía un relevamiento semanal de toda la prensa europea para una agencia. Dejaba la vida en esos informes, no los veía como trabajo sino como excusa perfecta para desarrollar su misión, es decir entender su época. Por esos informes precisos, potentes, brillantes, atentos a todo, Sartre le ofreció a Gorz la jefatura de redacción de la revista Temps Modernes. Intoxicado de ambición y anfetaminas, Gorz desdobló sus horas en el escritorio: además de hacer la revista se puso a escribir una novela que pretendía ser un magno retrato y reflexión sobre sutiempo. El traidor se llamaba, y llevaba al paroxismo ese mirarse el ombligo sin pausa de los existencialistas franceses (“En tanto individuo particular, él no veía relevancia alguna en que alguien se le uniera como individuo particular. No hay relevancia filosófica alguna en la pregunta Por Qué Se Ama”). 

En todos sus libros posteriores, Gorz es el exacto opuesto de esa voz: nunca impostó, nunca se puso en primer plano, nunca se miró el ombligo al teorizar. Nunca escribió otra novela tampoco. Alguna gente lo considera el padre de la ecología política. Vaya a saberse qué significará eso dentro de unos años más de posverdad. Pero aun si la obra de Gorz termina siendo con el tiempo apenas una nota al pie de su época, será porque fue de los poquísimos intelectuales franceses de su tiempo (el que va de la guerra fría a la caída del Muro de Berlín) que no cayó en ninguna de las trampas de la inteligencia, según su propia definición. Ésa fue su virtud, y con los años descubrió que se la debía a Dorine. 

En aquella carta postrera, Gorz le dice: “Nuestra relación se convirtió en el filtro por el que pasaba mi relación con la realidad. Por momentos necesité más de tu juicio que del mío”. No fue el único en valorarla de esa manera. Sartre, Marcuse e Iván Illich se enamoraron de ella en distintas épocas. Pero ella prefería a Gorz. Lucky bastard, dirían en inglés.

Cuando ambos acababan de cumplir los cuarenta, Dorine descubrió que había contraído una enfermedad incurable por culpa de una sustancia que le habían inyectado para hacerle radiografías. El pronóstico era negro y la medicina se lavó las manos del caso, así que Dorine encaró por las suyas una cadena de correspondencia con otros aquejados del mismo mal. La información recopilada así no sólo le dio décadas de sobrevida a ella sino que inspiró a Gorz los rudimentos esenciales de aquello que llamaría “ecología política”: ese lugar donde se tocan el pensamiento de Sartre con el de Marcuse y el de Iván Illich y el de Foucault. 

Casi veinte años más tarde, Gorz decidió abandonar su puesto al timón en Temps Modernes para dedicarse jornada completa a Dorine. En lugar de ir y venir de París se instaló en aquella casa de las afueras de Vosnon y  se dedicó a hacer la misma vida que su esposa. O, mejor dicho, a hacer para ella las cosas que Dorine ya no podía hacer: “Labro tu huerto. Tú me señalas desde la ventana del cuarto de arriba en qué dirección seguir, dónde hace falta más trabajo”. 

El suicide-à-deux de Gorz y Dorine tiene dos antecedentes sobre los cuales han corrido ríos de tinta: el de Stefan Zweig y el de Arthur Koestler. Zweig bebió y dio de beber a su joven segunda esposa un frasco de barbitúricos diluido en limonada en un hotel de Petrópolis, cuando llegó a la conclusión de que ni siquiera en Brasil estarían a salvo de los nazis. Koestler hizo lo propio junto a su esposa de siempre (y su perro de siempre también), en su casa de Londres, huyendo del Parkinson que lo estaba devorando. En ambos casos hubo nota suicida. En ambos casos el rol de la mujer es tristemente pasivo. En ambos casos hay una atmósfera opresiva y amarga que la última escena de Gorz y Dorine logra evitar casi por completo. 

En aquella carta postrera, Gorz le hacía una tremenda confesión a su esposa: “Durante años, consideré una debilidad el apego que me manifestabas. Como dice Kafka en sus diarios, mi amor por ti no se amaba. Me diste todo para ayudarme a ser yo mismo y así te pagué”. Gorz había visto una vez a Dorine rematar con toda naturalidad una discusión que estaba teniendo con Simone de Beauvoir con la frase: “Amar a un escritor es amar lo que escribe”. Y sintió vergüenza. Aunque él mismo le había prometido a Dorine, al final de aquella fiesta, la noche en que se conocieron, en Suiza: “Seremos lo que haremos juntos”. 

La bravata se hizo cabal realidad la noche en que Gorz terminó de escribir aquella carta y subió por última vez aquellas escaleras y se acostó para siempre en aquella cama, junto a la mujer con la que había compartido, día tras día, sesenta años seguidos. “Afuera es de noche. Estoy tan atento a tu presencia como en nuestros comienzos. Espío tu respiración, mi mano te acaricia. En el caso de tener una segunda vida, ojalá la pasemos juntos”. 

*André Gorz, seudónimo de Gerhart Hirsch, fue un filósofo y periodista. De personalidad extremadamente discreta, es autor de un pensamiento que oscila entre filosofía, teoría política y crítica social. Wikipedia

Fuente: pagina12.com.ar

Apuntes sobre el amor (André Gorz y Dorine Keir)
Por Redacción de El telégrafo (Ecuador)
publicado el 10 de febrero de 2014

Uno No sé cuántas historias de amor he leído a lo largo de mi vida, pero han sido muchas. A diferencia de aquellos que se limitan a leer la obra —sin interesarles la vida de quien la escribió— yo soy una voyeurista. Necesito espiar, darle rostro a la voz de turno. Lo que para muchos parecería un círculo vicioso, para mí es un ejercicio fructífero que me ha llevado a descubrir múltiples autores y anécdotas, pero, sobre todo, a construir mi propio mapa literario; uno ecléctico y caótico, hecho a la medida de mi curiosidad. Parte de esa búsqueda ha sido una forma de sentirme menos sola, pues siempre el amor ha significado para mí un motor de creación, una trinchera. Nunca ha sido fácil, pero jamás me he arrepentido. “El corazón es humano en tanto en cuanto se rebela”, dice Georges Bataille en su libro El Erotismo. Tiene razón. Por eso,  al querer dar forma a estos apuntes, vienen a mi mente varias historias atravesadas por la transgresión de los verdaderos amantes. No obstante, en ello radica el problema: ¿Por cuál de todas comenzar?   

Dos En los últimos años he recopilado decenas de fotografías, artículos y biografías que dan cuenta de un sinnúmero de relaciones amorosas dentro del arte —desde las más convencionales hasta las más bizarras— y, si algo me queda claro, es que todas comparten algo: su naturaleza tragicómica. Mientras escucho las Variaciones Goldberg de J. S. Bach (ejecutadas por el maestro canadiense Glenn Gould) y reviso mis diarios de viaje, veo caer —como por arte de magia— la respuesta a mi pregunta. Del suelo recojo una fotografía donde aparece el filósofo y periodista austriaco, André Gorz, junto a su esposa, Dorine Keir, una pareja que, sin los desenfrenos ni experimentaciones de muchos otros artistas, fue capaz de construir una historia luminosa, consecuente y sólida. Una historia que, como muy pocas, siempre me supo real.              

Tres Era un 23 de octubre de 1947 cuando André Gorz, uno de los mayores exponentes de la ecología política, vio a Dorin Keir jugando poker en un baile en París, en la plaza de Saint-Sulpice, sin saber que aquella viajera se convertiría en el único y gran amor de su vida. Tiempo después, el azar los volvió a reunir. Ella andaba sola con su andar de bailarina. Al verla, Gorz corrió para alcanzarla; lo logró y nunca más se separaron. Hasta aquel día todo era incierto, sobre todo para Gorz, que no tenía mucha fe en el amor. “No podía pasar más de dos horas con una muchacha sin aburrirse y hacérselo sentir”. Dorine, por su parte, era una inglesa que hizo su vida en París. Venía de una familia que se rompió cuando su padre debió enlistarse en la primera guerra mundial. Cuando tenía cuatro años, su madre se enamoró de un aventurero y, en el momento de la ruptura, dos años después, fue él quien se hizo cargo de ella. “Éramos tú y yo, hijos de la precariedad y del conflicto, le escribió Gorz. Estábamos hechos para protegernos el uno al otro. Necesitábamos crear juntos, el uno para el otro, un lugar en el mundo que nos había sido originalmente negado. Pero, para ello, era necesario que nuestro amor fuera también un pacto para toda la vida”.   

Cuatro De personalidad extremadamente discreta, Gorz (Viena, 1923- Francia, 2007) perteneció a la cultura francesa, viviendo principalmente en París, donde fundó —junto a Jean Daniel— el semanario Le Nouvel Observateur y colaboró con el círculo filosófico de Les Temps Modernes, con Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Su vida intelectual siempre fluctuó entre el periodismo y la filosofía. Comenzó haciendo la revista de prensa internacional Paris-Presse y, desde entonces, toda la documentación de sus artículos se la preparó Dorine. A los 60 años, se le detectó una enfermedad degenerativa a ella (que incluía fuertes migrañas e inflamaciones), y Gorz decidió jubilarse y dedicarse a cuidarla. “Me pregunté qué era lo accidental a lo que debía renunciar para concentrarme en lo esencial”. Además, creía que para entender, de verdad, los acontecimientos de aquellos tiempos (estaba muy cerca la caída del muro de Berlín), le era necesario tener más tiempo para la reflexión, algo que, escasamente, le permitía el periodismo. No lo pensaron más y se mudaron al campo.   

Cinco “Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros, sólo pesas cuarenta y cinco kilos, pero sigues siendo bella, elegante y deseable. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te escribo para comprender lo que he vivido, lo que hemos vivido juntos, porque te amo más que nunca”.   Así inicia Carta a D. Historia de un amor (2006), una confesión de casi 90 páginas que un anciano André Gorz le dedica a su compañera de vida, luego de que le diagnosticaran cáncer de endometrio y aranoicditis, esta última causada por una inflamación en una de las tres membranas que rodean el cerebro y la médula espinal. La carta es un recuento sobre esa historia de amor que duró casi seis décadas junto a su cómplice personal e intelectual. No obstante, el libro es una reivindicación del autor consigo mismo, al darse cuenta de que entre lo que piensa y su vida personal hay una distancia que no recorrió con su compañera. Gorz, como muchos escritores, se sentía cómodo en la estrategia del fracaso y la aniquilación, no en la afirmación y el éxito. Pero fue en el ocaso de su vida cuando tuvo que admitir que lo más importante, tras haber escrito tantos libros, ensayos y artículos, era ese ‘vínculo invisible’ que ambos construyeron. “¿Por qué estás tan poco presente en lo que he escrito si nuestra unión ha sido lo más importante de mi vida?”. Todos los escritos de Gorz tratan sobre lo humano. Pero Carta a D. va más allá. “Lo que quería poner en relieve —dijo alguna vez el pensador— es que la única riqueza humana es la sensibilidad. Cuando esta se elimina, entonces sólo hay sinsentido, solamente riqueza material, instrumental, pero no humana. Dorine me enseñó eso”.    

Seis “Seremos lo que hagamos juntos”, le dijo André a Dorine. Y de eso no cabe duda. Siempre desearon morir juntos, en el mismo día y de la misma forma. Y así fue. El 22 de septiembre de 2007, sobre la cama que los acogió durante casi seis décadas, se inyectaron una sustancia letal. Murieron en su casa de Vosnon, una vez más: abrazados.    

Siete El libro termina como empezó y sería injusto —con estos apuntes y con el lector— no reproducir el párrafo entero. “Recién acabas de cumplir 82 años. Y sigues siendo bella, elegante y deseable. Hace 58 que vivimos juntos y te amo más que nunca. Hace poco volví a enamorarme de ti una vez más y llevo de nuevo en mí un vacío devorador que sólo sacia tu cuerpo apretado contra el mío. Por la noche veo la silueta de un hombre que, en una carretera vacía y en un paisaje desierto, camina detrás de un coche fúnebre. Es a ti a quien lleva esa carroza. No quiero asistir a tu incineración; no quiero recibir un frasco con tus cenizas. Oigo la voz de Kathleen Ferrier que canta ‘Die Welt ist leer, Ich will nicht leben mehr’ (El mundo está vacío, no quiero vivir más) y  me despierto. Espío tu respiración, mi mano te acaricia. A ninguno de los dos nos gustaría tener que sobrevivir a la muerte del otro. A menudo nos hemos dicho que, en el caso de tener una segunda vida, nos gustaría pasarla juntos”.   

Ocho Son las dos de la mañana, entro a la habitación y veo a Mijail dormir. Me acerco, no lo despierto. Apoyo mi mano sobre su cabeza; la melódica lo escolta como un ángel musical. De pronto nos siento ancianos; sublime. ¿Llegaremos? Lo abrazo fuerte, cierro los ojos, lo escucho respirar. Seremos lo que hagamos juntos —le digo bajito al oído. Afuera un pájaro silba. No importa que esté oscuro, para nosotros, una vez más, amanece.

Fuente: eltelegrafo.com.ec