El fin de las repúblicas

Paul Krugman


Muchas personas están reaccionando al surgimiento del trumpismo y los movimientos nativistas en Europa con una repasada a los libros de historia, en específico la historia de la década de 1930. Están en lo correcto. Se requiere ceguera voluntaria para no ver los paralelos entre el ascenso del fascismo y nuestra actual pesadilla política.

Sin embargo, los treinta no son la única época con lecciones para nosotros. Últimamente he estado leyendo mucho sobre el mundo antiguo. Al principio, he de admitirlo, lo hice para entretenerme y refugiarme de las noticias que empeoran día a día. No obstante, no pude dejar de notar las resonancias contemporáneas de una parte de la historia de Roma: en particular, la narrativa de cómo cayó la República.

Esto es lo que aprendí: las instituciones republicanas no protegen contra la tiranía cuando las personas poderosas comienzan a desafiar las reglas políticas. La tiranía puede florecer aunque se mantenga una fachada republicana.

Sobre el primer punto: en la política romana había una competencia feroz entre hombres ambiciosos. Sin embargo, esa competencia quedaba limitada durante siglos por unas reglas al parecer irrompibles. En su libro En el nombre de Roma, Adrian Goldsworthy apunta: “Sin importar lo relevante que fuera para una persona hacerse de fama y alimentar su reputación, y la de su familia, esto siempre debía subordinarse al bien de la República… ningún romano desilusionado buscó la ayuda de un poder extranjero”.


Así era Estados Unidos, con senadores prominentes que declaraban que “la política partidista debía detenerse antes de que se desbordara”. Ahora, en cambio, hay un presidente electo que abiertamente pidió ayuda a Rusia para calumniar a su oponente, y todo indica que el grueso de su partido estuvo y está de acuerdo con eso (una nueva encuesta muestra que la aprobación republicana a Vladimir Putin se ha elevado aunque —o, más bien, justo porque— ha quedado claro que la intervención rusa desempeñó un papel importante en las elecciones de Estados Unidos). Ganar las batallas políticas internas es todo lo que importa y que el bien de la república se pudra.

¿Qué pasa entonces con la república? Es bien sabido que, oficialmente, la transformación de Roma de república a imperio jamás ocurrió. La Roma imperial seguía regida por un senado que simplemente cedía a la voluntad del emperador, cuyo título originalmente solo significaba “comandante”, en todo lo importante. Puede que Estados Unidos no siga exactamente el mismo camino, pero ¿se puede estar seguro incluso de ello? De cualquier manera, el proceso de destrucción del fundamento democrático mientras se conservan las formas ya está en marcha.

Pensemos en lo que acaba de suceder en Carolina del Norte. Los votantes tomaron una decisión contundente, al elegir a un gobernador democrático. La legislatura republicana no anuló abiertamente el resultado (no esta vez), pero de hecho privó al gobernador de su ejercicio del poder, asegurándose de que la voluntad de los votantes no importara en realidad.

Si se combina este tipo de episodios con los esfuerzos continuados por privar a las minorías del derecho al voto, o al menos desalentarlo, se obtiene como resultado la posible creación de un Estado de un solo partido de facto: un Estado que mantiene la ficción de la democracia, pero que ha manipulado de tal manera el juego que el bando contrario nunca pueda ganar.

¿Por qué está sucediendo esto? No estoy preguntando por qué los votantes blancos de la clase trabajadora apoyan a políticos cuyas plataformas políticas los afectarán: regresaré a este tema en próximas columnas. En cambio, mi pregunta es por qué a los políticos y funcionarios de un partido ya no parece importarles lo que se suponía eran valores estadounidenses fundamentales. Seamos claros: son los republicanos los responsables de este comportamiento; no “es asunto de dos”.

¿Qué los impulsa? No creo que sea algo verdaderamente ideológico. Los supuestos políticos del libre mercado ya están descubriendo que el capitalismo de compinches está bien siempre y cuando se incluya a los compinches adecuados. Tiene que ver con la guerra de clases: la redistribución es un tema constante en todas las políticas de las repúblicas modernas. Sin embargo, sostengo que lo que genera directamente el ataque a la democracia es simplemente un interés egoísta en la propia carrera por parte de personas que son parte de un sistema ajeno a presiones externas a través de distritos manipulados, una lealtad partidista inalterable y muchísimo apoyo financiero plutócrata.

Para tales personas, acatar las reglas del partido y defender su poder es todo lo que importa. Si en ocasiones parecen consumidos por la ira ante cualquiera que cuestione sus acciones, bueno, así es como responden los chapuceros cuando les descubren su chapucería.

Todo esto deja claro que la enfermedad de la política estadounidense no comenzó con Donald Trump, como tampoco comenzó con César la enfermedad de la República romana. La erosión de las bases democráticas ha estado ocurriendo durante décadas, y no hay garantía de que algún día puedan recuperarse.

Si hay alguna esperanza de redención, tendrá que comenzar con el reconocimiento de lo mal que están las cosas. La democracia de Estados Unidos está realmente al límite.