Sobre mitos, crimen y política (Parte I)

Carlos Fazio
La Jornada [x]

      Dice el comisario Jean-François Gayraud que la realidad no se oculta somos nosotros los que la negamos. El auténtico peligro es aquello que no se ha visto o no se ha querido ver, que se ha subestimado o no se ha creído. En plena sociedad del espectáculo, lejos del sensacionalismo de los medios, los grandes grupos de la economía criminal son el lado oscuro de la globalización. Vivimos en la era criminal, en democracias criminales o mafiosas. El mundo de las mafias es el mundo del dinero, el poder y el secreto. Las mafias se han instalado en el corazón de nuestros sistemas políticos y económicos. No obstante, existe una dificultad innata de los medios masivos para percibir lo invisible, esto es, el nexo entre el crimen, la política y la empresa.

Sigmund Freud dio la descripción clásica del primer crimen, que deriva de laprimitiva horda darwiniana. Si damos crédito a Freud podríamos hipotetizar que el acto político original coincide con el crimen original. Y según Hans Enzensberger, entre asesinato y política existe una dependencia antigua, estrecha y oscura que se halla en los cimientos de todo poder: Ejerce el poder quien puede dar muerte a sus súbditos. O como dice Elías Canetti, el gobernante es el superviviente; el gobernante sigue siendo el supremo señor feudal, y el juez, como persona imparcial, sigue estando al servicio del Estado.
Si el Estado como soberano puede decidir sobre la legislación, puede también dar muerte, en su nombre y en el de la ley, a muchos de sus ciudadanos, y hacer que consideren un deber el cumplimiento de ese acto de soberanía.
La historia del siglo XX, con sus dos grandes guerras, exhibe que el Estado beligerante se permite todas las injusticias, todos los atropellos que deshonran al individuo. Verbigracia, Auschwitz e Hiroshima. O el terrorismo de Estado de los años setenta y ochenta en Argentina, Uruguay, Chile, México, Guatemala, El Salvador, Honduras y Colombia.
Según Horst Kurnitzky, cuando desaparecen los poderes y las alianzas que constituyen, cohesionan y mantienen unida a la sociedad, no queda nada que pueda impedir el proceso de disolución social: la sociedad se desintegra en una selva socialdarwinista, en una lucha de todos contra todos que se desploma encima de la sociedad y arrastra los últimos restos de las instituciones en el remolino de la autodestrucción social. Con ello se diluye la organización de los individuos autónomos en un Estado de derecho y se anulan todos los sistemas civiles de protección. En su lugar se instala la lucha de grupos sociales e intereses económicos por territorios y para participar en el escenario bélico de la desenfrenada economía del mercado total, en donde las fronteras entre mercados formales e informales se vuelven tan flexibles como las fronteras entre una lucha económica aparentemente sin violencia y los conflictos que son resueltos con la fuerza de las armas. Entonces la sociedad se convierte en un compuesto amorfo de tribus, mafias y organizaciones criminales de todo tipo.
La globalización de la economía neoliberal ha ido acompañada de la globalización de la violencia criminal. En Política y delito, Enzensberger sostiene que tan pronto como la criminalidad se organiza, se convierte, tendenciosamente, en un Estado dentro del Estado. La estructura de tales comunidades de delincuentes reproduce fielmente aquellas formas de gobierno de las cuales son rivales y competidores.
A modo de ejemplo, la mafia siciliana copió la estructura de un régimen patriarcal hasta en sus menores detalles y lo sustituyó en grandes extensiones del territorio italiano: dispuso de una administración ampliamente extendida, cobró aduanas e impuestos y disponía de jurisdicción propia.
A lo anterior cabe sumar el acervo mitológico que rodea a algunas figuras criminales.
Al final de su carrera, Al Capone dijo: Soy un fantasma forjado por millones de mentes. Sin duda, Capone fue una figura que perteneció a la historia de Chicago, pero también un engendro de la fantasía colectiva, y en ese sentido un fantasma. La mitología en torno a la figura de Capone como prototipo del gángster fue potenciada por la industria de conciencias; por grandes medios de difusión masiva (la prensa escrita, la radio, el cine de Hollywood), que en su época movilizaron sus energías y con sus notas y filmes sensacionalistas contribuyeron a crear el mito. Aunque no sea fácil separar el valor real del personaje (con sus ambiciones, su inteligencia, antipatía y su dimensión humana monstruosa y banal al mismo tiempo) de la mentira que le es inherente.
A la vez que fabrican mitos y víctimas propiciatorias (el criminal es la pieza a cazar), los medios moldean un nuevo tipo de persona, emotiva y dotada de una actitud mental particular según la cual todo lo que no puede mostrarse no existe. Los medios, en particular la televisión, difunden lo visible más inmediato, lo urgente y superficial, y disimulan el mundo real. Las apariencias mediáticas ocultan partes enteras de la realidad, especialmente en la actualidad, cuando existen organizaciones criminales de muy alta intensidad y muy baja visibilidad.
A diferencia del método terrorista, que es una forma de lucha clandestina que utiliza la violencia para afirmar una dimensión política y conquistar el poder, la delincuencia organizada es parasitaria y encubierta; busca su integración en el sistema, pero su naturaleza depredadora la obliga a actuar con discreción, en las sombras.
En ese contexto, el show mediático que siguió a la captura de Joaquín Guzmán Loera, El Chapo –simple eslabón operativo de una cadena criminal que incluye políticos, empresarios, banqueros, militares, policías, jueces y un largo etcétera−, encerró no pocas contradicciones y confrontó las narrativas de Estados Unidos y México sobre el suceso. Y más que ante una acción quirúrgica y limpia de la Marina mexicana con apoyo de tecnología sofisticada estadunidense, se podría estar ante una entrega pactada.