Prologo y fragmento de "Política Británica en el Río de la Plata"

Por Raúl Scalabrini Ortiz

La economía es un método de auscultación de los pueblos.

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Ella nos da palabras específicas, experiencias anteriores resumidas, normas de orientación y procedimientos para palpar los órganos de esa entidad viva que se llama sociedad humana.

En puridad, la economía se refiere exclusivamente a las cosas materiales de la vida: pesa y mide la producción de alimentos de materia prima, tasa las posibilidades adquisitivas, coteja los niveles de vida y capacidad productiva, enumera y determina los cauces de los intercambios y, en momentos de fatuidad, pretende pronosticar las alternativas futuras de la actividad humana.

Pero la economía bien entendida es algo más.

En sus síntesis numéricas laten, perfectamente presentes, las influencias más sutiles: las confluentes étnicas, las configuraciones geográficas, las variaciones climatéricas, las características psicológicas y hasta esa casi inasible pulsación que los pueblos tienen en su esperanza cuando menos.

El alma de los pueblos brota de entre sus materialidades, así como el espíritu del hombre se enciende entre las inmundicias de sus vísceras.

No hay posibilidad de un espíritu humano incorpóreo.

Tampoco hay posibilidad de un espíritu nacional en una colectividad de hombres cuyos lazos económicos no están trenzados en u destino común.

Todo hombre humano es el punto final de un fragmento de historia que termina en él, pero es al mismo tiempo una molécula inseparable del organismo económico de que forma parte.

Y así enfocada, la economía se confunde con la realidad misma.

Temas para extraviar son todos los de la realidad americana.

Esa realidad nos contiene, su calidad condiciona la nuestra. Somos un instante de su tiempo, un segmento de su espacio histórico.

Ella delimita constantemente la posibilidad del esfuerzo individual.

No podemos ser más inteligentes que nuestro medio sin ser perjudiciales a los que quisiéramos servir y a nosotros mismos. Valemos cuanto vale la realidad que nos circunda.

La realidad se anecdotiza incesantemente en nuestros actos y en nuestros pensamientos sin que la inteligencia americana se preocupe de consignarlos.

Solemos referirnos a los pasados de América que se anotaron con trascendencia histórica, solemos hilvanar imaginerías sobre su porvenir, pero el instante vivo en que la historia se confecciona, sólo ha merecido desdén de la inteligencia americana que podía haberlos descrito.

Y ésa es una de las grandes traiciones que la inteligencia americana cometió con América.

Cuatro siglos hacen ya que la sangre europea fue injertada en tierra americana.

Tres siglos, por lo menos, que hay inteligencias americanas nacidas en América y alimentadas con sentimientos americanos, pero los documentos que narran la intimidad de la vida que esos hombres convivieron no se encontrarán, sino ocasionalmente, por ninguna parte.

Razas enteras fueron exterminadas, las praderas se poblaron. Las selvas vírgenes se explotaron y muchas se talaron criminalmente para siempre.

La llamada civilización entró a sangre y fuego o en lentas tropas de carretas cantoras.

El aborígen fue sustituído por inmigrantes. ëstos eran hechos enormes, objetivos, claros. La inteligencia americana nada vió, nada oyó, nada supo.

Los americanos con facultades escribían tragedias al modo griego o disputaban sobre los exactos términos de las últimas doctrinas europeas.

El hecho americano pasaba ignorado para todos. No tenía relatores, menos aún podía te´er intérpretes y todavía menos conductores instruídos en los problemas que debían encarar.

Sin un contenido vital, las palabras que en Europa determinan una realidad, en América fueron una entelequia, cuando no una traición.

El conocimiento preciso de la realidad fue suplantado por cuerpos de doctrina, parcialmente sabidos, que no habían nacidop en nuestro suelo y dentro e los cuales nuestro medio no calzaba, ni por aptitudes, ni por posibilidades, ni por voluntad.

La deliberación de las conveniencias prácticas fue reemplazada por antagonismos tan sin sentido que más parían antagonismos religiosos que políticos o intelectuales.

En esas luchas personales o absurdamente doctrinarias se disipó la energía más viva y pura que hubiera podido animar a estasnacientes sociedades.

Los revolucionarios de 1810, por ejemplo, con exclusión de Mariano Moreno, adoptaron sin análisis las doctrinas corrientes en Europa y se adscribieron a un libre cambio suicida.

No percibieron siquiera, esta idea tan simple: si España, que era una nación poderosa, recurrió a medidas restrictivas para mantener el dominio comercial del continente ¿cómo se defenderían de los riesgos de la excesiva libretad comercial estas inermes y balbuceantes repúblicas sudamericanas? Pero el manchesterismo estaba en auge y a su adopción ciega se le sacrificó todas las industrias locales.

América no estaba aislada.

Fuerzas terriblemente pujantes, astutas y codiciosas nos rodeaban. Ellas sabían amenazar y tentar, intimidar y sobornar, simultáneamente. El imperialismo económico encontró aquí campo franco.

Bajo su perniciosa influencia estamos en un marasmo que puede ser letal.

Todo lo que nos rodea es falso o irreal.

Es falsa la historia que nos enseñaron.

Falsas las creencias económicas con que nos imbuyeron. Falsas las perspectivas mundiales que nos presentan y las disyuntivas políticas que nos ofrecen. Irreales las libertades que los textos aseguran. Este libro no es más que un ejemplo de alguna de esas falsías.

Volver a la realidad es el imperativo inexcusable. Para ello es preciso exigirse una virginidad mental a toda costa y una resolución inquebrantable de querer saber exactamente cómo somos.

Bajo espejismos tentadores y frases que acarician nuestra vanidad para adormecernos, se oculta la penosa realidad americana.

Ella es a veces dolorosa, pero es el único cimiento incorruptible en que pueden fundarse pensamientos sólidos y esperanzas capaces de resistir a las más enervantes tentaciones.

Desgraciadamente, es difícil aprehender con seguridad a nuestro país.

Hay que darlo por presente en las meras palabras que lo denominan o en los símbolos que lo alegorizan. O ser extremadamente sutil para asir entre lo ajeno y lo corrompido esa materia finísima, impalpable casi e incorruptible que es nuestro espíritu, el espíritu de la muchedumbre argentina: venero único de nuestra probabilidad.

Todo lo material, todo lo venal, transmisible o reproductivo es extranjero o está sometido a la hegemonía financiera extranjera.

Extranjeros son los medios de transportes y de movilidad. Extranjeras las organizaciones de comercialización y de industrialización de los productos del país. Extranjeros los productores de energía, las usinas de luz y gas.

Bajo el dominio extranjero están los medios internos de cambio, la distribución del crédito, el régimen bancario. Extranjero es una gran parte del capital hipotecario y extranjeros son en increíble proporción los accionistas de las sociedades anónimas.

Hay quienes dicen que es patriótico disimular esa lacra fundamental de la patria, que denunciar esa conformidad monstruosa es difundir el desaliento y corroer la ligazón espiritual de los argentinos, que para subsistir requiere el sostén del optimismo.

Rechazamos ese optimismo como una complicidad más, tramada en contra del país. 

El disimulo de los males que nos asuelan es una puerta de escape que se abre a una vía que termina en la prevariación, porque ese optimismo falaz oculta un descreimiento que es criminal en los hombres dirigentes: el descreimiento en las reservas intelectuales, morales y espirituales del pueblo argentino.

No es un impulso moral el que anima estas palabras.

Es un impulso político. Cuando los estados Unidos de Norte América se erigieron en nación independiente, Inglaterra, vencida, parecía hundirse en la categoría oscura de una nación de segundo orden, y fue la energía ejemplar de William Pitt la salvadora de su prestigio y de su temple.

Decía Pitt: "Examinemos lo que aún nos queda con un coraje viril y resoluto. Los quebrantos de los individuos y de los reinos quedan reparados en más de la mitad cuando se los enfrenta abiertamnete y se los estudia con decidida verdad".

Ésa es la norma de este libro.

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La diplomacia inglesa es el instrumento ejecutivo que en sus relaciones con el extranjero, tiene la necesidad de expansión y la voluntad de dominio del Imperio de la Gran Bretaña. Donde hay un pequeño interés presente o futuro, la diplomacia inglesa tiende sus redes invisibles de conocimiento, de sondeo, de preparación o de incautación.  La acción de la diplomacia inglesa está generalmente imantada en un sentido favorable al lucro de las compañías inglesas, pero no soldada a sus minúsculos problemas de codicia o de sordidez ocasional. La diplomacia inglesa no descuida lo pequeño y circunstancial, pero vela ante todo por la grandeza permanente del imperio en que todo lo británico halla amparo.  Más influencia y territorios conquistó Inglaterra con su diplomacia que con sus tropas o sus flotas. Nosotros mismos, argentinos, somos un ejemplo irrefutable y doloroso. Supimos rechazar sus regimientos invasores, pero no supimos resistir a la penetración económica y a su disgregación diplomática.  Las hazañas de la diplomacia inglesa en el mundo son innumerables.


 Su relato constituiría la mejor lección que se puede proporcionar a un pueblo desaprensivo como el nuestro. La historia contemporánea es en gran parte la historia de las acciones originadas por la diplomacia inglesa. Ella está seccionando, instigando rivalidad, suscitando recelos entre iguales, socavando a sus rivales posibles, aunando a los débiles contra los fuertes eventuales, en una palabra, recomponiendo constantemente la estabilidad y la solidez de su supremacía.  La diplomacia inglesa no reconoce amigos ni la cohiben los agradecimientos naturales. Quien se apoye en ella para medrar pagará muy caro el apoyo. Bernardino Rivadavia fue un procer que en nuestra tierra facilitó en mucho la tarea diplomática de Inglaterra. Cuando Rivadavia vio «su final de su presidencia que la compulsión inglesa lo había arrastrado hasta la más terrible impopularidad y se sintió precipitar al vacío irremediablemente, aprovechó las últimas energías para vengarse, e instruir al país en los peligros de la diplomacia inglesa. La diplomacia inglesa no lo perdonó nunca y fue implacable con él. El 15 de julio de 1827 lord Ponsomby escribía a Canning: «Los diarios propagados por el señor Rivadavia difamaban constantemente a la legación de S. M., insinuando contra ella las peores sospechas y describiendo sus actos como dirigidos a acarrear deshonor y agravio a la República.»  En realidad Rivadavia sólo trataba de disculparse a sí mismo mostrando que la paz firmada con el Brasil, que el país consideraba deshonrosa, era impuesta por la diplomacia inglesa. Poco después, el 20 de julio de 1827, Ponsomby escribía a Canning: «Confio en que esta aparente prevención contra Inglaterra cesará cuando la influencia y el ejemplo del señor Rivadavia sean completamente extinguidos.» Cinco días después, Rivadavia renunciaba a la presidencia y se disolvía para siempre en el silencio histórico. No se conocen papeles posteriores a su presidencia. ¿No quiso reivindicarse ante la posteridad? ¿No escribió sus memorias? No lo sabemos. Vivió aislado en el anónimo. Cuando quiso actuar se lo desterró. Estuvo en la Isla de las Ratas frente a Montevideo.  De allí lo exilaron a Santa Catalina, pequeña isla del sur del Brasil.  Más tarde se refugió en Río de Janeiro, después en Cádiz, donde murió olvidado a los 65 años de edad el 2 de septiembre de 1845. ¡Había sido aniquilado! Las normas habituales de caballerosidad no amilanan a la diplomacia inglesa. Ella va a su fin por cualquier atajo. Acaba de publicarse un libro de laudes a lord Strangford, que según el señor Ruiz Guiñazú resultaría otro de nuestros benefactores. Lord Strangford era representante de Inglaterra ante la Corte de Portugal. Una anécdota bastará para filiar la calidad de su moral. La traducimos literalmente de la Historia do Brasil, del escritor brasilero Joáo Ribeiro: «Cuando Napoleón decretó el bloqueo continental contra Inglaterra, Portugal se alió a Inglaterra. En marcha forzada a través de España, las tropas francesas penetraron en Portugal. El Rey, llorando en secreto, aceptó el consejo del ministro inglés lord Strangford y decidió huir al Brasil con su corte... Tradiciones que indirectamente remontan a Tomás Antonio de Vila Nova refieren que la noche del 28 de noviembre, lord Strangford fue a bordo de la nave Medusa y entró a proponer condiciones interesadas e insoportables en base de las cuales, únicamente, el comandante inglés del bloqueo, Sidney Smith, consentiría en la salida de la corte portuguesa para el Brasil. Una de esas condiciones era la apertura de los puertos del Brasil a la concurrencia libre y reservada de Inglatérra marcándole, desde luego, una tarifa de derechos insignificante y, además, que uno de los puertos del Brasil fuese entregado a Inglaterra.» Esta deslealtad al aliado en desgracia, este aprovechamiento de una situación crítica, de la que son beneficiarios y consejeros, para obtener beneficios aún mayores, es de una impiedad tan impudente que ni siquiera se puede comentar. La dejamos para enseñanza en su desnudez esquemática.  El arma más terrible que la diplomacia inglesa blande para dominar los pueblos es el soborno. Así se inició su grandeza y han sido fieles a la tradición. En la documentada biografía de María Estuardo, Stefan Zweig nos cuenta con frases descarnadas los métodos de la gran Isabel de Inglaterra. «Más de 200.000 libras ha sacrificado ya Isabel, tan parsimoniosa en general, para arrancar a Escocia, por medio de sublevaciones y campañas bélicas, del poder de los católicos Estuardos, y aun después de una paz solemnemente concertada, una gran parte de los subditos de María Estuardo está secretamente a sueldo de la reina extranjera...».  «Pero Isabel desea algo más que una pura protesta contra la nueva pareja real. Quiere una rebelión y así lo solicita del descontento Hamilton». «Con el severo encargo de no comprometerla a ella misma, "in the most secret way", según sus palabras, por el conducto más secreto, confia a uno de sus agentes la comisión de apoyar a los lores con tropas y dinero», «como si lo hiciera por su cuenta y nada supiera de ello la reina inglesa». «Ni el secretario íntimo de María Estuardo se mostró capaz de resistir el contagio de la enfermedad epidémica de la corte escocesa: el soborno de Inglaterra y la reina tuvo que despedirlo de su servicio.». Desde aquellas lejanas épocas, los métodos ingleses persisten perfeccionados.  Son idénticos en la India, en Persia, en Egipto y en la República Argentina. Por eso Inglaterra es, ante todo, enemiga de los valores morales que se obstinan en servir al pueblo en que nacieron. Por eso Inglaterra, que indudablemente vio la maniobra preparatoria del 6 de septiembre, colaboró gustosa con su silencio, y quizá con alguna complicidad menos inerte, a la caída del presidente Yrigoyen. Inglaterra no teme a los hombres inteligentes. Teme a los dirigentes probos. Una de las características más temibles de la diplomacia inglesa, porque dificulta enormemente el inducir en qué dirección está trabajando, es la de operar a largo plazo. Asombra conocer los planes ingleses trazados a principio del siglo pasado y comprobar la meticulosidad con que se han llevado a cabo. Lord Liverpool decía en 1824, refiriéndose a la América Hispana: «El mayor y favorito objeto de la política británica durante un plazo quizámayor de cuatro siglos debe ser el de crear y estimular nuestra navegación y el de establecer bases seguras para nuestro poder marítimo.» Esta idea central era glosada y aplicada por Canning: «La disposición, decía, de los nuevos estados americanos es altamente favorable para Inglaterra. Si nosotros sacamos ventaja de esta disposición podremos establecer por medio de nuestra influencia en ellos un eficiente contrapeso contra los poderes combinados de Estados Unidos y de Francia, con quienes tarde o temprano tendremos contienda. No dejemos, pues, perder la dorada oportunidad. Puede ser que no dure mucho tiempo la ocasión de oponer una poderosa barrera a la influencia de Estados Unidos. Pero si vacilamos en actuar, todos los nuevos estados serán conducidos a concluir que nosotros rechazamos sus amistades mutuas por principio, como un peligroso y revolucionario carácter...» C. K. Webster: The Foreing Policy of Castlereagh. Crear bases marítimas, instigar a unos estados contra otros, mantenerlos en mutuos recelos, impedir la unión de las dos fracciones continentales, la América del Norte y la América del Sur, tal es justamente la obra perniciosa desarrollada en silencio por Inglaterra. Su resultado más visible es el collar de bases marítimas que rodea a América. Las Malvinas, que es actualmente una estación naval de primer orden, construida especialmente para la defensa de los intereses británicos en Sud América, según los términos textuales de la Conferencia Naval de Singapur, realizada en 1932. Las Malvinas en el Sud. Las islas de Trinidad, San Vicente, Barbados, Jamaica, Bahamas y Bermudas en el Centro y en Norte de la América, además de las posesiones continentales de Guayanas y de la Hondura Británica. ¡Con cuanta razón escribía Canning a Granville, poco después del reconocimiento de los nuevos estados americanos, en 1825: «Los hechos están ejecutados, la cuña está impelida. Hispano América es libre y si nosotros sentamos rectamente nuestros negocios ella será inglesa, she is English». Harold Temperley: The Foreing Policy ofCanning. Si no tenemos presente la compulsión constante y astuta con que la diplomacia inglesa lleva a estos pueblos a los destinos prefijados en sus planes y los mantiene en ellos, las historias americanas y sus fenómenos sociales són narraciones absurdas en que los acontecimientos más graves explotan sin antecedentes y concluyen sin consecuencia. En ellas actúan arcángeles o demonios, pero no hombres. En su apreciable libro Glanz undEUndSüd America, el observador alemán Kasimir Edschmidt sintetiza de esta manera sus impresiones personales: «Nada es durable en este continente. Cuando tienen dictaduras quieren democracias. Cuando tienen democracia buscan dictaduras. Trabajan para imponer un orden, articularse, organizarse y configurarse, pero en definitiva, vuelven a combatir entre ellos. No pueden soportar a nadie sobre ellos. Si hubieran tenido un Cristo o un Napoleón lo hubieran aniquilado. La observación puede ser exacta, pero la explicación causal es desacertada. No se trata de un continente histérico. Se trata de un continente sistemáticamente desorganizado por las intrigas de la diplomacia que a toda costa quieren doblegarlo y anularlo. Se trata de un continente sostenido por tan altas miras y por una idea tan noble, que no desmaya en la obra de reconstruir los caminos que lo conducen al cumplimiento de su presentida misión. A la tenacidad destructiva de las codicias extranjeras, América opone con terquedad irreductible una confianza en sí misma inquebrantable. Los historiadores oficiales se ven en figurillas para dar una explicación razonable de sucesos que están cronológicamente concatenados, pero que sin la mención de las intrigas extranjeras son deshilvanados e inexplicables. No hablamos de esos textos plagados de fraudulencias con que los señores Levene y Vedia y Mitre envenenan la mentalidad tierna de los adolescentes. Tomemos un libro que debía llenar todos los requisitos de seriedad y fidelidad. Es un libro escrito por un militar para uso de militares. Es La Guerra del Paraguay del Teniente Coronel Juan Beverina. Según el comandante Beverina, la República Oriental del Uruguay es libre nada más que porque nos cansamos de defenderla. Oigamos esta monstruosidad. «La severa lección dada al Imperio de Brasil en Ituzaingo, 20 de febrero de 1827, lo alejaba momentáneamente de la Provincia Cisplatina. Pero el Gobierno argentino que, cansado de tanta lucha, quería la paz y la tranquilidad a todo trance, no trepidaba, un año más tarde, en conceder a la Banda Oriental su independencia.» ¡Un país que se cansa de defender sus fronteras! Este es el tipo de enseñanza que se imparte a nuestros oficiales. La historia oficial argentina es una obra de imaginación en que los hechos han sido consciente y deliberadamente deformados, falseados y concadenados de acuerdo a un plan preconcebido que tiende a disimular la obra de intriga cumplida por la diplomacia inglesa, promotora subterránea de los principales acontecimientos ocurridos en este continente.  La política inglesa que se caracteriza en la historia universal contemporánea por su egoísmo tenaz y por su habilidad implacable, se presenta ante nosotros, en los textos oficiales, animada por sentimientos tan inmaculadamente desinteresados que son más propios de santos que de seres humanos. La historia que nos enseñaron desde pequeños, la historia que nos inculcaron como una verdad que ya no se analiza, presupone que el territorio argentino flotaba beatíficamente en el seno de una materia angélica. No nos rodeaban ni avideces ni codicias extrañas. Todo lo malo que sucedía entre nosotros, entre nosotros mismos se engendraba. Los procesos de absorción que ocurrieron en todas las épocas, del más pequeño por el más fuerte, del menos dotado por el más inteligente, no ocurrieron entre nosotros, de acuerdo a la historia oficial. Las luchas diplomáticas y sus arterías estuvieron ausentes de nuestras contiendas. Sólo tuvimos amigos en el orden internacional extra americano. Los conductores de más garra y de menos pudicia, los constructores de los imperios más grandes de que haya noticia, se amansaban milagrosamente en nuestra contigüidad y se avenían a trabajar sin retribución por nuestro propio bien. Canning fue nuestro amigo desinteresado. Palmerston y Guizot, también. Disraeü y Gladstone, nuestros protectores, casi. Las tentativas de conquista de 1806 y 1807 fueron errores de algunos marinos y guerreros que, al fin, nos fueron útiles al difundir ideas de libertad. Muy del gusto de los ingleses es, por ejemplo, la interpretación que con aire solemne hace de nuestra historia José Ingenieros, quien trata de resumir los conflictos argentinos como el resultado de la lucha de dos intereses domésticos: el latifundista tura! y el porteño aduanero. ¿Es que no hay un tercer factor obrando en la disidencia, por lo menos? ¡Qué fácil es, en cambio, la historia argentina, en la franqueza simplota deAlberdi, cuando éste confiesa que la invasión que Lavalle llevó en 1840 contra don Juan Manuel de Rosas, se hizo con dinero francés! El dinero francés fue lo importante, lo demás, lo secundario. Textualmente dice Alberdi en sus Escritos Postumos (tomo XV, pág. 505, edición de 1900): «Cuando los fondos estuvieron listos y la opinión preparada, el ejército se formó en un día». Para eludir la responsabilidad de los verdaderos instigadores, la historia argentina adopta ese aire de ficción en que los protagonistas se mueven sin relación con las duras realidades de esta vida. Las revoluciones se explican como simples explosiones pasionales y ocurren sin que nadie provea fondos, vituallas, municiones, armas, equipajes. El dinero no está presente en ellas, porque rastreando las huellas del dinero se puede llegar a descubrir a los principales movilizadores revolucionarios. Una historia construida con tales aberraciones es un magnífico retablo para formar el ámbito de ese ídolo insaciable que se denomina capital extranjero. Esa historia es la mayor inhibición que pesa sobre nosotros. La reconstrucción de la historia argentina es, por eso, urgencia ineludible e impostergable. Esta nueva historia nos mostrará que los llamados «capitales invertidos» no son más que el producto de la riqueza y del trabajo argentinos contabilizados a favor de Gran Bretaña. Cuando hablamos de textos oficiales nos referimos a los textos habituales en los colegios nacionales y en las escuelas normales, porque son ellos los que difunden un conocimiento que se asienta, finalmente, como sentimiento en las clases intelectuales dirigentes del país. A modo de ejemplo y para que el lector pueda luego deducir toda la culpable irrealidad de la historia argentina, en que la acción de la diplomacia inglesa ha sido disimulada o borrada por completo, vamos a analizar tres puntos básicos del decenio 1820-1830, que precede a la aparición de Rosas en el escenario público y que tantas semejanzas tiene con el decenio 1930-1940. En el transcurso de esos años, los ingleses crean un banco emisor para manejar discrecionalmente la economía de las Provincias Unidas, muy semejante en facultades y propósitos al actual Banco Central de la República. Nos endosan un empréstito ficticio con el que encadenan las finanzas locales y se aseguran bases comerciales y militares, seccionando a su entera voluntad el territorio del virreinato. La historia del primer empréstito argentino, la historia del Banco Nacional y la historia de la creación de la República Oriental del Uruguay, nos revelarán documentalmente algunas de las acciones nefastas para la salud colectiva acometidas por la diplomacia inglesa en el Río de la Plata.