Argentina invade California

Por Carlos Balmaceda
publicado el 9 de febrero de 2019

Le arranca el banderín y de paso le saca el último aliento de un sablazo. Con el rabillo del ojo, alcanza a ver cómo Díaz Vélez rueda desde un barranco y es lanceado por los maturrangos. Pero entre el humo, el ruido y el odio es poco lo que se distingue en un combate, y más él, que ahora corre con el rojo pabellón ganado al enemigo como si fuera un barrabrava de Racing, ponele, que le acaba de sacar los trapos a la hinchada rival. 

Tan embalado va, que cuando pasa al lado de Cabral, no escucha que haya dicho “muero contento, hemos batido al enemigo”, no solo porque los cañonazos todavía retumban, sino porque seguramente un correntino poco instruido no se habrá expresado así. Y él de todas maneras no sabe el idioma. Llegó hace cuatro años y enseguida se puso a las órdenes de un tal Azopardo, porque es marino el tipo, de chiquito, de cuando viajó a Egipto y aprendió todas las artes de este oficio, que lo depositó en el Río de la Plata, y después en San Nicolás, hasta que un día se dijo ¿y por qué no puedo pelear en tierra? Y ahí fue que se alistó en los Granaderos, y así es como ahora el general San Martín dice que aquella bandera española “la arrancó con la vida”, sí, con la vida del gallego que la portaba, claro, porque así son los próceres como Bouchard, un poco padres, un poco animales, un poco lanzados hacia la muerte. 

De ahí sale argentino, la Asamblea le da la ciudadanía y un barco para él, y se pone a las órdenes de Brown, otro extranjero, un irlandés que terminará criollo, y los dos serán, para que lo entiendan los futboleros, como esas duplas de mediocampo: Brown, un diez displicente y exquisito, y Bouchard, un cinco metedor y guerrero. Tan es así que al tipo, después de bombardear los puertos de El Callao y Guayaquil, le dan la patente de corso. ¿Pero cómo, tuvimos corsarios en la patria? Sí, y aquí empieza lo interesante de nuestra historia, que este tipo, Hipólito Bouchard, se puede codear con Salgari y con Johnny Deep. Lo tenemos ahí, salvaje, heroico, medio loco y un poco tramposo, y, como nos robaron la historia con libros y todo, no fuimos capaces de verlo, y hacer que los pibes jueguen a los piratas al grito de “¡Bouchard al ataque, viva la patria!”.

Ahora imagínense estas aventuras: catorce días de tormenta en el Cabo de Hornos, y cuatro barcos desafiándola, uno, la “Constitución”, hundida, primera de una larga lista de héroes que se perderán en el mar; una isla con patriotas presos y el loco Bouchard que llega sable en mano a liberarlos; Brown, que en un intento de ataque es tomado prisionero, y entonces, con un arte más florentina, lo canjean por barcos capturados. 

Pero en esta historia falta lo mejor, el viaje que hizo de Bouchard una leyenda, cuando le dieron un barco, al que bautizó “La Argentina”, nada menos, y dio la vuelta al mundo. Pero para esto falta. Antes de partir, hubo un motín a bordo que terminó con varios muertos: puteríos entre el armero y un marino, que un oficial resolvió de un pistoletazo. 

Así empezaba la travesía, con sangre derramada en un barco que no había zarpado. 

Cuando lo hizo, puso proa al Atlántico, a la caza de buques negreros, porque la Asamblea del año XIII abolió la esclavitud, y entonces, las compañías de esclavos eran enemigos de la patria. Así llegó hasta Madagascar, donde se enfrentó con ingleses y yanquis, con los que se hizo de un botín y hasta sumó un par de marineros. 

¿Pueden imaginar ustedes eso? ¿Tipos que nunca habían pisado un barco, en medio del África, liberando negros en cadenas? Pero a “La Argentina”, igual que la otra que se estaba gestando a miles de kilómetros, le pasará de todo: un incendio a bordo, escorbuto, y hasta el traspié de buscar barcos de la compañía de Filipinas, que hacía años ya no andaban por ahí.
Así que enfila para Malasia, donde hay piratas, piratas de verdad, feroces, de esos con parche en el ojo y lorito al hombro, y los enfrenta. Les gana, claro, porque Bouchard es invencible, y después los sube a todos a su barco y lo hace explotar. Los mata, claro, porque Bouchard es impiadoso.

En Hawaiii, donde llega después de dar la vuelta al mundo, se encuentra con un barco que se amotinó en Buenos Aires y se rajó hasta allá. A los rebeldes les pone grilletes en los pies y barras de hierro en los brazos. Los tipos hablan: cuentan dónde están los líderes, y Bouchard, que es rencoroso, no olvida el dato. 

Al rey de por allí le pide la nave. Como el tipo la pagó, negocian, consigue un buen trato que incluye que ese hombre con un collar de flores y una corona, sea el primer jefe de estado que reconozca a la Argentina como parte del mundo. ¿Que no es cierto? ¿Que lo leíste una vez en el Billiken? Si tenés dudas, remitite al título de esta columna. 

En unos días llegan a la isla de Kauai, donde están los cabecillas de aquellos amotinados que se llevaron un barco entero. Los fusila. Con el resto es benévolo: doce azotes. Bouchard se aproxima a su siguiente hazaña, en la que conquistará su botín más preciado: los Estados Unidos de Norteamérica. 

Sí, como lo oís. Enfiló a Monterrey, ahí donde andaba El Zorro, y cercó a la ciudad, que hizo salir a niños, mujeres y ancianos. El fuerte fue más bien débil, se rindió enseguida y lo quemaron, junto al cuartel de artilleros, la casa del gobernador y las de los españoles. ¿Se acuerdan qué gritaba el sargento García cada vez que aparecía el Zorro, bah, cada vez que aparece todos los mediodías? ¡El Zorro! Bueno, aquella vez, el gordo seguro que gritó “¡Bouchard!” porque yo nunca vi en la serie que Don Diego hiciera semejante desastre. 

Para despuntar el vicio, hacen lo mismo con San José de Capistrano, y en Santa Bárbara dejan clavada la celeste y blanca para siempre. Sí, al lado de la bandera mexicana, la rusa y la francesa, si hoy viajás ahí vas a ver la argentina, los pabellones que alguna vez pusieron pie en esa ciudad, en ese tiempo en el que California fue nuestra. 

Qué difícil entender esto cuando las Malvinas son patrulladas por ingleses, asistidos por un escudo antimisiles israelí, qué difícil cuando 5.000 marines están a punto de invadir Venezuela, cuando Bouchard estuvo peleando allí, por la independencia de la Patria Grande. 

Pero todavía le faltan puertos a esta historia, los de América Central, que el francés atravesará ondeando la bandera, para que aquellos países tomen el celeste y blanco como modelo en franjas y colores. ¿Que no es así? Bueno, lo decimos desde las historias reales que nunca ocurrieron… así que fijate. 

Al llegar a Chile, después de semejantes hazañas, al tipo lo meten preso porque se le venció la patente de corso. Endeudado, arregla con su armador naviero, un tal Echeverría, volver al mar a saquear en otra nave. “La Argentina”, unida con ese nombre al destino del país, termina después de toda la gloria convertida en madera para leña. Bouchard, mientras tanto, promete, negocia, pero no puede con su genio, apenas el otro se descuida, se va a luchar a Perú. 

Es un héroe pero también es un poligriyo. O mejor dicho, porque es un héroe, despojado de todo, es un poligriyo. San Martín le tira una mano, lo pone al comando de la marina peruana, y de ahí como dijimos, se va a pelear, como tal vez lo tengamos que hacer ahora, a Venezuela. 

Al final se queda en Perú, donde se instala con un ingenio azucarero. Perdió contacto con la familia, se recupera un poco del bolsillo pero alejado del mar, de los combates y el castigo a los díscolos, no se halla muy a gusto en tierra. Para peor, el gran libertador de esclavos, el gran perseguidor de barcos negreros, tiene esclavos a su cargo. 

Sí, porque un héroe, antes que nada, es de carne y hueso, es contradictorio, es cruel, es excesivo, es épico, es generoso, es osado, pero es un hombre con todas sus paradojas. 

En medio del maltrato que le dispensa su amo, un negro le da la muerte más digna que podría esperarse: lo asesina. Viene a poner así un broche cósmico a la vida de Bouchard, a decirnos que la dignidad y la rebeldía son banderas más altas que una compuesta por un mástil y una tela, y que en realidad, ese género se tiñe de cada una de aquellas decisiones personales y colectivas. 

Tengo para mí que en su último suspiro, habrá pensado que tanto sembrar la libertad por el mundo no había sido en vano, que de alguna manera, dios o lo que fuera, lo recompensaba y le daba un guiño celestial a eso que fue su vida, disponiendo en el puñal del negro un cierre irónico y justiciero. 

¿Fue un cabrón Bouchard? ¿Fue un tipo cruel con pocas pulgas que solo quería lanzarse a la aventura? Quién sabe. Lo único que podemos afirmar es que gente como él, Brown, Espora, Azopardo, fundaron desde el agua esta patria en la que hoy nos debatimos, una tan contradictoria como él mismo, que nos dio marinos crueles y asesinos, y nos dios héroes que combatieron en la Vuelta de Obligado, que pusieron su pie en Malvinas, que dispararon a su gente sobre Plaza de Mayo, que patrullando nuestras costas debajo del mar, fueron hundidos por el enemigo, y hoy aguardan que la verdad histórica los devuelva a su lugar. 

Esta columna se la dedicamos entonces al franchute Bouchard, y a todos nosotros, grumetes a bordo de “La Argentina”, nave capitana que naufraga por el mundo, y también se la dedicamos a todos aquellos que se subieron alguna vez a un barco sin saber muy bien para qué, a los que nos dieron un destino que no terminamos de asimilar y entender, para que algún día navegando en aguas un poco más tranquilas y dueños del timón, podamos llevar a buen puerto a esta, nuestra Argentina.