La posición de Estados Unidos en Medio Oriente

Immanuel Wallerstein
La Jornada [x]

El 27 de noviembre, el New York Times cabeceó un artículo con el título Políticas contradictorias respecto de Siria y el Estado Islámico erosionan la posición de Estados Unidos en Medio Oriente. Pero esto no es nuevo. La posición de Estados Unidos en Medio oriente (y en cualquier otra parte) se ha estado erosionando por casi 50 años. La realidad es mucho más vasta que la inmediata disputa entre las fuerzas antiAssad en Siria y sus simpatizantes en otras partes, por un lado, y el régimen de Obama en Estados Unidos, por el otro.


El hecho es que Estados Unidos se ha vuelto (en la expresión derivada de la práctica náutica de alguna época) un cañón suelto, es decir, una potencia cuyas acciones son impredecibles, incontrolables y peligrosas para sí misma y para otros. El resultado es que casi nadie confía en ella, aun cuando muchos países y grupos políticos puedan hacerle llamados de asistencia de modos específicos y a corto plazo.

¿Cómo es que una potencia cuya hegemonía fue alguna vez incuestionable en el sistema-mundo, y que hoy sigue siendo la potencia militar más fuerte, ha llegado a este lamentable estado? Porque lo injurian o por lo menos le reprochan con severidad, no sólo la izquierda mundial sino la derecha –incluso las fuerzas que se mantienen centristas en un mundo crecientemente polarizado. La decadencia de Estados Unidos no obedece a errores en su política, sino que es estructural –es decir, no está en realidad sujeta a ser revertida.

Tal vez es útil trazar los sucesivos momentos de esta erosión de su poder efectivo. Estados Unidos estuvo en la cúspide de su poderío en el periodo 1945-1970, cuando hizo su voluntad en la escena mundial 95 por ciento del tiempo en 95 por ciento de los asuntos, lo cual constituye mi definición de una verdadera hegemonía. Esta posición hegemónica fue sostenida por la colusión de la Unión Soviética, que mantenía una arreglo tácito con Estados Unidos en cuanto a la división de zonas de influencia, donde no había amenaza de alguna confrontación militar entre ambos países. A esto se le llamó guerra fría, con un énfasis en el término fría y por su posesión de armamento nuclear como garantía de una destrucción mutuamente asegurada.

El punto de la guerra fría no era el sojuzgamiento del supuesto enemigo ideológico, sino mantener a raya a los propios satélites. Este cómodo arreglo lo amenazó por vez primera la falta de voluntad de los movimientos (en lo que entonces se conocía como el Tercer Mundo), que no aceptaban sufrir las negativas de este statu quo. El Partido Comunista Chino desafió la directiva de Stalin de llegar a un arreglo con el Kuomintang y en vez de esto marchó sobre Shangai y proclamó la República Popular. El Viet Minh desafió los acuerdos de Ginebra e insistió en marchar sobre Saigón y unificar el país bajo su mandato. El Frente de Liberación Nacional argelino desafió la directiva del Partido Comunista Francés de darle prioridad a la lucha de clases en Francia y lanzó su lucha por la independencia. Y las guerrillas cubanas que derrocaron la dictadura de Batista forzaron a la Unión Soviética a ayudarles a defenderse contra la invasión estadunidense al arrebatarle la etiqueta de Partido Comunista al grupo que se había coludido con Batista.

La derrota de Estados Unidos en Vietnam fue el resultado del enorme drenado del tesoro estadunidense debido a la guerra y la creciente oposición interna a la guerra por parte de los jóvenes conscriptos de las clases medias y sus familias, que legaron una restricción permanente a toda futura acción militar estadunidense, lo que se llegó a conocer como el síndrome de Vietnam.

La revolución-mundo de 1968 fue una rebelión mundial no sólo contra la hegemonía estadunidense, sino también contra la colusión soviética con Estados Unidos. Fue también el rechazo hacia los partidos de la vieja izquierda (los partidos comunistas, socialdemócratas, movimientos de liberación nacional) sobre la base de que, pese a haber llegado al poder, no habían cambiado el mundo como prometieron y se volvieron parte del problema y no de la solución.

Bajo las presidencias de Richard Nixon a Bill Clinton (incluido Ronald Reagan), Estados Unidos buscó disminuir el paso de su decadencia mediante una política triple. Invitó a sus aliados más cercanos a cambiar su estatus de satélite por uno de socio, con la condición de que no se apartaran demasiado de sus políticas. Cambió el foco en la economía-mundo, del desarollismo a la demanda de una producción orientada a las exportaciones en el sur global con las directivas neoliberales del Consenso de Washington. Buscó frenar la creación de más potencias nucleares, más allá de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad, imponiendo a todos los otros países una terminación de sus proyectos de armamento nuclear, un tratado que no fue firmado y que fue ignorado por Israel, India, Pakistán y Sudáfrica.

Los esfuerzos estadunidenses fueron exitosos en parte. Bajaron el ritmo de la decadencia estadunidense, pero no la revirtieron. Cuando a finales de la década de 1980 comenzó a colapsarse la Unión Soviética, Estados Unidos, de hecho, se alarmó. No se trataba de ganar la guerra fría, sino de proseguirla indefinidamente. La consecuencia más inmediata del colapso de la Unión Soviética fue la invasión de Kuwait por el Irak de Saddam Hussein. La Unión Soviética ya no estaba ahí para restringir a Irak en interés de los arreglos entre Estados Unidos y la URSS.

Y aunque Estados Unidos ganó la guerra del Golfo, mostró una debilidad ulterior por el hecho de no haber podido financiar su propio papel, sino que fue dependiente, en un 90 por ciento de sus costos, de cuatro países: Kuwait, Arabia Saudita, Alemania y Japón. La decisión del presidente George H. W. Bush de no marchar sobre Bagdad, sino contentarse con la restauración de la soberanía kuwaití, fue sin duda sabia, pero que Saddam Hussein se mantuviera en el poder fue visto, por muchos, como una humillación para Estados Unidos.

El siguiente punto de inflexión fue la llegada al poder de George W. Bush junto con la pandilla de intervencionistas neoconservadores que lo rodeaban. Este grupo se montó en el ataque de Al Qaeda el 11 de septiembre para justificar la invasión de Irak en 2003, con tal de derrocar a Saddam Hussein. Esto lo vieron los intervencionistas como un modo para restaurar la menguante hegemonía estadunidense en el sistema-mundo. Pero el tiro les salió por la culata en dos formas. Por primera vez Estados Unidos perdió una votación en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y la resistencia iraquí a la presencia estadunidense fue mucho más vasta y persistente de lo que se había anticipado. En suma, la invasión transformó la lenta decadencia en una caída precipitada, lo cual nos trae hasta los esfuerzos del régimen de Obama por lidiar con esta decadencia.

La razón por la que ni el presidente Obama ni ningún futuro presidente estadunidense serán capaces de revertirla es porque Estados Unidos ha sido renuente en aceptar la nueva realidad y ajustarse a ella. Estados Unidos sigue batallando por restaurar su papel hegemónico. Proseguir con esta imposible tarea lo pone a emprender las llamadas políticas contradictorias en Medio Oriente y en otras partes. Como cañón suelto, constantemente se mueve de posición en su intento por estabilizar el barco del mundo geopolítico. La opinión pública estadunidense se desgarra entre las glorias de ser el líder y los costos de intentar serlo. La opinión pública zigzaguea constantemente.

Conforme otros países y movimientos contemplan este espectáculo, no le dan confianza a las políticas de Estados Unidos y como tal prosiguen cada uno sus propias prioridades. El problema para el mundo es que los cañones sueltos provocan destrucción, para los perpetradores y para el resto del mundo. Y esto incrementa el papel que juega el miedo en las acciones de todo el resto, lo que aumenta los peligros para la supervivencia del mundo.

Traducción: Ramón Vera Herrera

© Immanuel Wallerstein