México. La unidad se tendrá que construir (por un servicio civil universal obligatorio)

Claudio Lomnitz
La Jornada [x]

La brutalidad de los hechos de Iguala y Ayotzinapa se ha ido transformando, día con día, en una especie de prisma que refleja nítidamente el espectro entero de la sociedad y el Estado. Y la visión que abre ese reflejo es tan difícil de asimilar, tan dura, que ha terminado por movilizarnos a todos. Por eso todos pedimos cambios, pedimos que se tomen medidas, pedimos que se haga algo, casi cualquier cosa, para que esto no siga así.


Esas peticiones –esas medidas imaginadas– reflejan las fantasías y deseos de cada uno de nosotros. Unos piden que renuncie el presidente Peña Nieto, imaginando que el problema mana del Ejecutivo; otros que se reforme el sistema de procuración de justicia y los procesos de selección de candidatos de los partidios políticos; otros que se legalicen las drogas, y se haga frente al fin al problema económico que ha subvertido al Estado. Hay, además, todavía otra veta de peticiones que se centran en el estado actual de la sociedad mexicana, y que reconocen en la brutalidad de la violencia un mal ya colectivo de la sociedad, que sólo se podrá enfrentar con educación y con trabajos de sanación colectivos.

Queda claro que estamos ante un suceso que ha conseguido sacudir la conciencia de la sociedad hasta sus cimientos. Los hechos de Iguala son ya un punto de inflexión en la crítica colectiva del Estado, de la clase política y de la sociedad aunque, típicamente, las críticas y fantasías de cambio se carguen siempre más al orden del Estado o al de la clase política que al de la sociedad.

Y sin embargo, una de las cosas que se ha puesto de manifiesto en esta historia de brutalidad y de incompetencia ha sido precisamente los límites y las limitaciones del Estado y de la clase política ante los hechos. La partida del presidente Peña Nieto a China en los momentos en que se incendiaban las puertas del Palacio Nacional sirve quizá como representación dramática de justamente esos límites.

Lo cierto es que en México la fantasía del Estado omnipotente le ha servido durante demasiado tiempo a demasiada gente. El Estado mexicano siempre ha tenido serios límites de poder, pero esos límites han sido siempre cuidadosamente ocultados y negados. Unos aprovechan la fantasía del Estado omnipotente para hacer a un lado sus propias pequeñas responsabilidades y poner en vez los reflectores en el Estado como precondición de todo cambio. Otros aprovechan la fantasía del Estado omnipotente para hacer campaña en pro de sí mismos, como diciendo: El Estado es omnipotente, por eso todos tus problemas manan del Estado; si me eliges a mí, en cambio, todo cambiará. Por su parte, los presidentes, los gobernadores, los diputados y senadores, han sido los primeros en servirse de esas fantasías para darse importancia a sí mismos, para construir todo un teatro de poder y, desde luego, para cobrar, y mientras más, mejor. De hecho los lujos de los políticos se han ido convirtiendo también en símbolos de la omnipotencia supuesta del Estado. Un político pobre es un pobre político, porque un político pobre (léase, modesto) no podría resistir estar a la cabeza de un Estado omnipotente.

Pero tanta inversión colectiva en la imagen del Estado todopoderoso ha llevado a que hoy sea difícil reconocer límites del Estado; difícil aceptar, por ejemplo, que la procuraduría pueda tardar semanas y semanas en esclarecer el paradero de 43 desaparecidos; difícil aceptar que las órdenes presidenciales no pueden hacer aparecer a un desaparecido; ni que la construcción verosímil de los hechos no esté ya del todo en manos del Estado. Por eso se da al mismo tiempo la imagen de un Presidente que recula, y la imagen de grupos sociales que le piden al Estado aquello que el Estado ya no puede dar: la restitución de los desaparecidos.

Al mismo tiempo –cuidado– la violencia tiende a irrumpir en el espacio entre la imagen del Estado todopoderoso y la realidad del Estado con sus serias limitaciones, así como puede también irrumpir ante cualquier manifestación pública y abierta de la clase política en favor de los intereses colectivos de la sociedad, como se vio en aquella imagen terrible, publicada hace semanas en este periódico, de nuestro tan apreciado colega Adolfo Gilly, descalabrado por un proyectil lanzado encontra del ingeniero Cárdenas, que había salido a marchar pacíficamente en una manifestación, y como se palpa también en la dificultad misma del Presidente de la República de hacerse presente publicamente en medio de todo el drama actual.

Por todo eso, una de las tareas de hoy –una tarea muy difícil– es buscar una doble transformación: terminar de una buena vez con el mito del Estado omnipotente, buscando la responsabilidad colectiva siempre, y exigiéndole también a los políticos que se bajen de una vez de aquel pedestal mágico que han ocupado por siglos, para mejor asumir el lugar modesto que tienen los verdaderos políticos demócratas. (Pienso, por ejemplo, en la forma de vivir y de ser del presidente de Uruguay, como un verdadero ciudadano de a pie. Pienso, en otras palabras, en la formación de una verdadera tradición republicana para todos los políticos.)

Por otra parte, está la tarea de reconstruir la sociedad, ni más ni menos. La violencia hace palpable el miedo en la sociedad, un miedo que atomiza. Es el miedo que tienen los pobres de ser discriminados o de ser criminalizados por ser pobres; el miedo del rico de ser agredidos. Etcétera. Una transformación así, ya no la podrá vivir del todo la generación de políticos que conocemos. Todos son demasiado viejos; todos están demasiado identificados ya. Todos han abusado de la fantasía del Estado omnipotente.

La situación pide la construcción de puentes al interior de la sociedad para las generaciones más jóvenes. Sería momento para revivir ideas como la de un servicio civil universal y obligatorio para todos los jóvenes de 18 años, por ejemplo. Fomentar por todos los medios que los jóvenes de diversos grupos sociales se conozcan, y que trabajen juntos para metas comunes. Hay, hoy en día, un trabajo de reparación social que tendrá que ir mucho más a fondo que las reformas que necesita el Estado, por necesarias y útiles que resulten.