Dossier: Giulio Andreotti ha muerto


¿Todavía estamos con Andreotti? Qué sentido tiene hoy leer la antibiografía del Divo Giulio

Un oportunísimo libro reciente, Andreotti, il papa nero, de Michele Gambino, es objeto de análisis en esta recensión publicada en el Corriere della Sera poco más de un mes antes de la muerte del político italiano el pasado 6 de mayo.


¿Todavía estamos con Andreotti? En la primavera de 2013, esperando un gobierno que no llega, ¿qué sentido tiene leer un libro como Andreotti, il papa nero(l'antibiografia del Divo Giulio) escrito por Michele Gambino (Manni editore, 16 euros)? Quizás no tenga ningún sentido, como no sea el de mero valor histórico. Acaso mucho sentido, al haber tantos, por nuestra parte, que tienden a olvidarlo. Y quien olvida el pasado se arriesga a no comprender bien el presente. O a perderse detalles importantes.

La historia de Andreotti es el espejo de la historia de Italia de los últimos 50 años. Una historia a menudo confusa, todavía hoy llena de misterios y contradicciones. Una historia que hunde sus raíces en el desembarco de los tropas norteamericanas en Sicilia a finales de la Segunda Guerra Mundial (con ayuda de la Mafia) y llega hasta la caída del muro de Berlín; una historia que se desenvuelve de [Michele] Sindona [banquero y miembro de la logia P2 envenenado en la cárcel en 1986] a Moro, del asesinato [en 1979] de Mino Pecorelli [periodista que investigaba los lazos entre política y negocios ilegales] al del general Dalla Chiesa [por la Mafia en 1982], de los militares golpistas a la poderosísima P2 de Licio Gelli, de los especuladores romanos a los mafiosos que hacen negocios en la capital.

Sobre este poderoso y dramático trasfondo, descrito de manera eficaz por Gambino, se desarrolla la historia humana y política de Andreotti, el político italiano más longevo, siete veces presidente del Gobierno. El autor saca a la luz esta historia, buscando pruebas documentadas, estudiando a fondo esos papeles de los que todos han hablado, pero que pocos han leído. Trazando un perfil político, humano y religioso de este personaje del cual se ha escrito y dicho mucho («Me han atribuido de todo, salvo las guerras púnicas» le gusta repetir a Andreotti) y entregándonos al final no sólo la historia del personaje político sino también la historia de aquello en lo que hoy nos hemos convertidos.  

Que Andreotti sea el personaje más longevo y controvertido de la historia italiana es más que sabido, así como es conocido que se han verificado  - al menos hasta 1980 – sus relaciones con la Mafia. Igualmente conocida es su amistad sincera con muchos pontífices y su generosidad con los más débiles que durante años han llamado a su puerta. Conocida es su enemistad histórica con la izquierda, así como su empeño en dar a luz el primer gobierno apoyado por los comunistas.

Menos conocidas son las misteriosas zonas límite(o aun más desconocida la estructura del «Conocido servicio», que al parecer dependía directamente de él) en las que parte de los servicios secretos y de las jerarquías militares han desarrollado cometidos de cobertura y  desorientación inmediatamente después de acabar la guerra y en las que el actual senador vitalicio (en eseos tiempos joven subsecretario) parece haber tenido un papel más que central. «Un dimension que podrá ejercer desde una posición de privilegio: de 1959 a 1974, los años cruciales de las formaciones ilegales, de las desviaciones, de los pactos perversos entre servicios y neofascismo - escribe Gambino –, de los generales infieles promovidos a la cúpula de la jerarquía, de la estrategia de la tensión, Andreotti es ministro de Defensa sus buenas ocho veces, con seis presidentes del Gobierno distintos. De hecho, el vientre blando de las instituciones encargadas de la seguridad se forma bajo gestión política suya».
El perfil de la Italia de Andreotti que surge de las páginas del libro de Gambino es el de un país que ha actuado durante mucho tiempo sobre dos vías, una transparente y otra escondida.

Una exigencia histórica – la de los EE.UU., vencedores de la guerra y salvadores de la patria que deben alejar el peligro del avance del comunismo sovietico en uno de los países europeos con un partido comunista más fuerte – que parece haberse implantado (en el caso de Andreotti) en la imagen de un hombre aparentemente inocuo pero poderosísimo, insondable y distante, capaz «de acumular enormes cantidades de fondos ocultos para mantener el poder».

Un hombre que ha tenido que mantener el poder – sugiere Michele Gambino en la sugerente imagen esbozada en las páginas en las que lo compara con el Gran Inquisidor de Dostoevski en  Los hermanos  Karamazov - en nombre de «una misión más alta»: los hombres no deben buscar la verdad. «Todos piensan que la verdad es una cosa justa – le hace decir Paolo Sorrentino en su película Il Divo al magistral Toni Servillo que interpreta a Andreotti – y, por el contrario, la verdad es el fin del mundo, y nosotros no podemos permitir el fin del mundo en nombre de una cosa justa».

A la luz de ello, el larguísimo periplo del siete veces presidente del Gobierno en la biografía del País no es ya sólo lo que puede parecer sino - escribe Gambino – que he aquí que «las sombras terribles de su historia asumen una dimensión casi filosófica en una visión sin esperanza para el mundo...los descendientes del Gran Inquisidor necesitan hombres que ejerzan el poder por su cuenta, que gobiernen en su nombre esa grey de seres frágiles, débiles, corruptibles, llamados hombres».

«Cierto es que no fue Andreotti quien modeló así el País. Pero el País, así como es, se asemeja de modo impresionante a Andreotti. La corte de los milagros que le ha rodeado durante décadas – mafiosos y fascistas, especuladores de la construcción y masones, banqueros amigos y cardenales poco espirituales,  muñidores y altos cargos – es la crème del País al revés, el emblema de lo peor que deviene clase dirigente a la sombra de un hombre capaz de sostener todos los hilos en la mano, gracias a su conocimiento de zahorí de la debilidad humana, a su capacidad de maniobrar en la sombra, a su hacer de la astucia una virtud de teatrillo. Quizás Italia habría sido lo que es sin Andreotti, razones históricas hay para demostrarlo, pero no podía ser mejor con Andreotti, porque Andreotti ha sido – antes y mucho más largamente que ningún otro – el gran chamán de la mediocridad». He aquí porque tiene sentido (acaso) en la fría primavera del 2013 leer este libro. Porque nos ayuda a comprender un poco mejor porque vivimos estos extraños días.

Iacopo Gori es periodista del diario italiano Il Corriere della Sera.

Il Corriere della Sera, 27 de marzo de 2013

La anomalía italiana


Giulio Andreotti ha representado, durante una larga fase histórica, de la Asamblea Constituyente hasta aquel concluyente junio de 1991 en que se le designó senador vitalicio, la más pronunciada anomalía italiana: la normalidad de la coexistencia de vicios y virtudes públicas en un mismo representante de las instituciones, inconcebible en otro país sujeto al control de una opinión pública decente. En otro país no habría tenido siquiera una historia judicial como aquella en la que se ha visto implicado, porque, sobre todo después del asunto Sindona, las vicisitudes de [Paolo] Baffi y [Mario] Sarcinelli [gobernador y vicedirector del Banco de Italia, respectivamente, fueron calumniosamente acusados a instancias de la logia P-2 para impedir que vigilaran el Banco Ambrosiano de Roberto Calvi], el homicidio de Giorgio Ambrosoli [abogado liquidador de la Banca Privata Italiana de Sindona, que encargó su asesinato a un sicario en 1979] y el fuerte vínculo con la Sicilia de [Salvo] Lima [alcalde de Palermo, parlamentario democristiano relacionado con la Mafia, que lo asesinó en 1992], habría salido de escena y se le habría olvidado, al menos por parte de los medios.
Y en cambio ha salido siempre reforzado, hasta el punto de ser nombrado senador vitalicio y poder decir luego con mucha desenvoltura que Ambrosoli "se lo había buscado", con un relativo, molesto encogerse de hombros general y transversal hacia aquellos pocos que protestaban por tanta soberbia.
No hay duda de que el poder andreottiano en Sicilia ha sido penetrante y que sus lugartenientes locales, Lima en primer lugar, habían descendido enteramente a esa zona gris funcional a los intereses mafiosos. Que fuera mafioso o menos, al menos según el Código Penal, se puede deducir de una sentencia que tiene la autoridad de algo juzgado, que ha "desempaquetado" en dos partes su comprometimiento con la organización criminal: hasta un cierto periodo, sí, no durante el resto de sus días. Que Lima no fuera mafioso en sentido técnico-jurídico era convicción profunda de Giovanni Falcone y hay que presumir que la misma convicción la tuviera, en consecuencia, Andreotti, tanto como para resolver rápidamente el caso de un difamador enviado a la cárcel por calumnias por haberlo señalado como instigador de un homicidio político “excelente”.
Es verdad de un modo u otro que la Mafia tenía gran confianza en Lima y sus conexiones romanas, tanto como para hacérselo pagar cuando la sentencia de casación clausuró inexorablemente el primer maxiproceso con largas condenas y muchas cadenas perpetuas.
Permanece, sin embargo, en todo su alcance político, aunque sea privado de consecuencias judiciales, ese comprometimiento que tantos lutos y tanto sufrimiento ha infligido a la sociedad italiana y a las instituciones.
La justificación formal de esta santa alianza, durante un largo periodo, fue la Guerra Fría, la defensa frente al comunismo, la fidelidad del PCI a la URSS y, por tanto, la necesidad de acoger en el campo propio a una amplia porción de burguesía que englobaba también a grupos criminales. Lástima que pegaran tiros, pero eran efectos colaterales imposibles de eliminar y no se podía andar con sutilezas si se querían salvar los valores del Occidente democrático: en buena ley, aunque protegida por la “lupara” [la escopeta de cañones recortados típica de la Mafia], siempre era, con todo, una democracia que conservar. Una justificación así de artera no podía aguantar después de  la adscripción formal y substancial del PCI al campo occidental, con la aceptación del paraguas atlántico como garantía de estabilidad democrática, y buena parte de la DC sacó las consecuencias, con decididas tomas de posición contra la Mafia. El mecanismo, sin embargo, estaba bastante probado y otras piezas de la política, de las instituciones, del empresariado italiano, de las finanzas continuaron, y continúan, haciéndolo funcionar al precio de abatir a cuantos, como Piersanti Mattarella [presidente democristiano de la región de Sicilia, asesinado por la Mafia en 1980], querían cambiar. Emblemática fue la batalla de Pio La Torre [sindicalista y parlamentario comunista siciliano, asesinado por la Mafia en 1982], que había comprendido a fondo la fuerza destructiva de este mecanismo de poder, la íntima relación de Mafia, negocios, instituciones, control del territorio con la militarización: no podía ni puede haber democracia sin la paz y con la Mafia.
Debilitado hasta la irrelevancia el poder andreottiano, quedó el modelo como oneroso legado sobre una sociedad obligada a echar cuentas. Entendámonos, este es el verdadero peligro y no se puede apuntar con el dedo de manera simplista sólo contra Andreotti, Lima o [Vito] Ciancimino [democristiano, alcalde de Palermo, miembro de Cosa Nostra condenado en 1993 a ocho años de cárcel] individualmente para después, cómodamente, absolver a todos los demás: del resto se ha visto como, desaparecidos estos actores principales, rápidamente han recogido la herencia los nuevos grupos que han llenado rápidamente los huecos. De una breve fase de desasimiento estratégico, debido a la revuelta moral y política producida por las muertes del 92, se ha pasado a un presente hecho de patentes comprometimientos, de aceptación de la intermediación mafiosa en todos los campos de los negocios y las finanzas, de contigüidades reivindicadas como irrelevantes o directamente virtuosas – el mozo de cuadra de Arcore héroe [Vittorio Mangano, mafioso que trabajó como empleado en los establos de la mansión milanesa de Berlusconi, considerado un “héroe” por éste y sus secuaces al negarse a decir nada que hubiera podido reportarle beneficios penitenciarios cuando agonizaba en prisión]– que hacen de la Mafia un poder todavía más fuerte y del comprometimiento con la misma un modelo todavía ganador.
Muerto Andreotti, hace falta ahora liberarse del andreottismo.

Giuseppe di Lello (1940), destacado magistrado anti-Mafia en la Audiencia de Palermo, fue europarlamentario (1999-2004) y senador (2006-2008) en las filas de Rifondazione Comunista.

Il Manifesto, 7 de mayo de 2013  

De Andreotti a Beppe Grillo (1)
Será su venganza. La historia probablemente dedicará más esfuerzo a descifrar la vida de Giulio Andreotti que la de cualquier otro político italiano de su tiempo. Porque en su figura late una paradoja que ni siquiera Maquiavelo llegó a plantear, y es que de Andreotti lo sabemos todo, con pruebas, fotos, grabaciones, testigos. Y sin embargo hay otro todo, del que no tenemos apenas idea.
Esa aleación –decir mezcla podría ser considerado una vulgaridad, tratándose de tal personaje– entre dos todos concretos, nada etéreos, hace de su personalidad una combinación de sencillez sofisticada, otra paradoja. La inteligencia perversa se da en la clase política con cierta reiteración. Menos que la estupidez y la soberbia, ciertamente, pero su caso resulta único, porque está lleno de ángulos insólitos. Un individuo más que listo y de una honradez peculiar, consistente en corromper todo lo que sea menester sin que eso te obligue a participar en el reparto. El poder, como la heroína, no admite medias tintas. Todos esos aprendices de Andreottis, que van a misa y comulgan y señalan la familia como base de toda estabilidad, y mantienen una amante, o dos, y unos hijos voraces como tigres, carecen de autoridad y deberían evitar las boberías que luego escriben sobre Andreotti. Les sobrepasaba en rigor, en perversidad y también en coherencia. Una esposa eterna y cuatro hijos lejos de la política.
Los periodistas e historiadores italianos vivirán muchos años preguntándose por el sentido de sus palabras, sus gestos, sus decisiones (pocas), sus delitos (abundantes), sus vulneraciones de la ley junto al poder mafioso, sus asesinatos (selectivos)… Todo aquello que rodeó a Giulio Andreotti, que él fomentó, instrumentalizó y en algún caso orientó concienzudamente. Pero tuvo siempre claro algo que entre nosotros es impensable: su mujer y sus cuatro hijos quedaron fuera, absolutamente alejados de la actividad política. Incluso su propia casa –corso Vittorio Emanuele II, 326– no será nunca lugar de cita o contubernio. La mayor dificultad que tuvo el director de cine Paolo Sorrentino para hacer su magnífica película dedicada a Andreotti –Il Divo– fue la de inventarse la casa de su protagonista.
Italia y la política italiana del último siglo no fueron demasiado atractivos para los políticos españoles, y la verdad es que fue una pena porque eso hubiera quitado cierto pelo de la dehesa. Catalunya tuvo mayor interés y acercamiento, pero precisemos. Eso ocurrió en el ámbito de la izquierda, porque la derecha pujoliana a lo máximo que llegó fue a Mounier, y siempre miró a Francia con la pasión que observaban aquellos católicos legitimistas que tanto gustaban a Eugenio d’Ors. Montserrat frente a Vaticano. Hablar de la influencia italiana nos lleva a la izquierda catalana, a la política, gracias especialmente a Manolo Sacristán y a su esposa, Giulia Adinolfi, y a la literatura de la mano de Carlos Barral. Luego vinieron Solé-Tura y Rafael Ribó y aquellas tenidas con Ingrao, Rossanda y D’Alema cuando todo empezaba a desmoronarse y parecía que lo único que debatir era el nombre de la cosa. Hablar del PC italiano no es una excentricidad al referirnos a Andreotti. Él logró en 1976 un acuerdo con el PCI, que permitió un peculiar gobierno de gran coalición. Ambos firmaron la sentencia de muerte en beneficio del Estado –¡vaya Estado!– con el asesinato de Moro, ejecutado por las Brigadas Rojas. Andreotti fue el alumno principal de Alcide De Gasperi, que hizo la mejor definición del aspirante: “Es un joven capaz, tanto, que yo le creo capaz de todo”.
Andreotti, como Cossiga, mostraba hacia España y sus políticos un cierto desdén de gente culta y cosmopolita ante aquellos talentos de la transición. (Tengo viva en mi memoria la reunión, en 1977 y en Toledo, entre los ministros de Interior de España e Italia, Francesco Cossiga y Rodolfo Martín Villa, falangista de León.) ¡Quién no iba a decir, ante aquellos paletos prepotentes, que les faltaba finura! A menudo se olvida que los dos políticos italianos favoritos del poder hasta bien entrada la transición fueron Amintore Fanfani, el amigo corrupto de uno de los personajes más curiosos, importantes y golfos de la política española durante el franquismo, Alfredo Sánchez-Bella, embajador en Roma y luego ministro de Información; y, el otro, Pino Rauti, reclutador de la extrema derecha.?Para los españoles, hablar de Italia –cultura y política– nos obliga a la modestia. Ni siquiera vivimos un conflicto de altura intelectual como fue la ruptura entre Giovanni Gentile y Benedetto Croce. Primero, porque nosotros nunca tuvimos un fascista laico; lo nuestro fue nacionalcatolicismo siempre, desde Dionisio Ridruejo hasta los hermanos Vigón –hoy olvidados, pero auténticas lumbreras de la barbarie–. Benedetto Croce –cuya hija sería una más que notable hispanista– podía hacer las veces de nuestro Ortega y Gasset. Pero ¿había más en aquel erial? ¿Qué había que no estuviera en el exilio? ¡Hasta hubo quien quiso hacer de Laín Entralgo un intelectual, donde sobre todo había un arribista cobarde y presuntuoso! No tuvimos suerte con Italia. Siempre escogimos mal. Incluso a aquel agudo escritor y deleznable personaje que fue Rafael Sánchez Mazas, cuando descubrió Italia y tomó señora, rica y cauta, no se le ocurrió otra cosa que apuntarse al fascismo de Luigi Federzoni, la derecha mussoliniana, muy católico pero sin masa encefálica. ¿Y la Escuela Romana del Pirineo? Aquellos poetas que encabezaba Ramón de Basterra, pedantes y reaccionarios.
No me desvío de mi cometido. Introducir la personalidad de un político profesional, apellidado Andreotti, huérfano desde los dos años y sin más padre que el Vaticano –trató a seis papas–, aquí, en España, donde nunca funcionó un partido democristiano –ni siquiera en Catalunya, donde Unió no osaría el reto suicida de presentarse sola–. ¿Por qué fracasó Gil Robles, aquel orador deslumbrante, católico fetén y con patrimonio, jefe de las clases medias de misa, misal y El Debate? Hay diversas hipótesis, pero una certeza: cuando le enterraron, ya en la transición, entre la docena y media que asistió a su entierro, ¡no había ni un cura! Por eso es importante que alguien trate de ofrecer una explicación de cómo un hombre como Andreotti, que parecía recién recuperado de un tanatorio –chepudo, orejas para cocinar, mirada perdida en ninguna parte, cuerpo enclenque (seis meses de vida le dieron los médicos), voz escasamente atractiva–, en fin, un dechado de la naturaleza para colaborar en películas de la Familia Monster, ganaba las elecciones. Alcanzó en siete ocasiones la Jefatura del Gobierno, fue ministro ocho veces de Defensa, cinco de Exteriores, dos de Finanzas, y las mismas en Industria, y también hizo breves estancias en Interior y el Tesoro. ¡Esta joya se mantuvo 66 años en el Parlamento!
Él solía atribuirlo todo a que su circunscripción electoral eran los conventos de monjas, los seminarios de sacerdotes, las iglesias… Es posible, lo que no resta que fuera un asesino en grado de colaboración o complicidad que se libró siempre de la cárcel por triquiñuelas legales. Fue el hombre que dio el beso de respeto al capo di tutti capi mafioso Totò Riina, el que ordenó matar al periodista Mino Pecorelli, y no sigo porque no cabría en este artículo.
De todo lo que iremos describiendo de Andreotti, pasando por Bettino Craxi y Berlusconi, hasta llegar a Beppe Grillo, lo que más me ha impresionado es una frase suya, poco antes de morir. Cuando le preguntaron a este profesional del poder qué iba a hacer con sus secretos. Inmutable, con aquel gesto que no se sabía si era una sonrisa o esa contracción muscular que hace la hiena cuando afronta a la presa, respondió: “Me los llevaré todos al paraíso”.
¡Ni siquiera una temporada de asueto en el purgatorio, ahora que la Iglesia ha cerrado el limbo! (¿Alguien se imagina a Andreotti en el limbo?) Pero de ahí a considerarse abonado al paraíso, hay un trecho. Parece un argumento para ateos.
Gregorio Morán es un columnista habitual en el diario catalán La Vanguardia. Veterano resistente y luchador político en el clandestino Partido Comunista de España bajo el franquismo.

La Vanguardia, 11 de mayo de 2013


Andreotti y el culto del poder


La larga, larguísima incluso, vida de Giulio Andreotti duró probablemente más que su gran época, la época de la I República, la época que va del 45 al final de siglo, una vida larguísima en el plano personal, pero casi increíble desde el punto de vista político- institucional: un hombre que ha sido siete veces presidente del Gobierno, que ha sido ministro, que ha sido parlamentario, de la Asamblea Constituyente hasta al final, que ha atravesado todas las fases de la República y que ha transformado la experiencia política en un culto del poder, el poder por el poder se podría decir, el poder como instrumento de gobierno, teniendo tras de sí ese mundo democristiano que es un mundo de disimulo, que es un mundo de minimalismo, que es un mundo que cultiva el poder practicando de algún modo el cinismo con una realpolitik de gobierno, y también con una técnica de gobierno, verdaderamente propias.

En Andreotti el poder era la verdadera técnica de gobierno, y sobre todo, el poder era al mismo tiempo un medio y un fin, no existía la distinción clásica: el poder servía para permanecer  ahí, donde se le había situado desde su encuentro con De Gasperi, donde ha permanecido hasta el final de su vida activa desde el punto de visto político. Y el poder,  según él, lo justificaba todo, justificaba una corriente muy desenvuelta en el uso de las prácticas de poder, justificaba contactos obscuros como aquellos que le llevaron, primero con sus hombres y después de algún modo directamente a cruzarse con la Mafia. Y aquí no estoy hablando tanto de la vicisitud judicial, no obstante el hecho de que le haya envuelto en una batalla procesual --ha aceptado el proceso, bien que respondiendo como es evidente a las acusaciones, pero sin impugnar el proceso como tal [nítida alusión al proceder de Berlusconi, bien distinto], estuvo presente en todas las vistas a las que pudo acudir--, como de la experiencia humana de Andreotti que, en cualquier caso, se nutría de la leyenda negra que lo rodeaba, que lo situaba en la encrucijada de todos los misterios.

Ciertamente, Andreotti se ha ido sin haber dicho todo lo que sabía, ha tenido de algún modo en jaque a una parte de la República, de su personal político, de su clase dirigente, con la otra leyenda de los diarios que estaba escribiendo y donde estarían todos los secretos de los encuentros privados, de las confesiones que había recibido en todos estos años.

Detrás estaba el mundo vaticano, que corría en paralelo al mundo democristiano, es decir, a la concepción del partido-Estado al que todo se le permite, porque de algún modo representa algo más, que es una parte, partido, pero coincide con el Estado y la República italiana, un mundo que, por suerte, ha terminado.

Y estaba detrás también el mundo de la Alianza Atlántica, el mundo dividido por el muro de Berlín, esto es algo que no debe olvidarse nunca: Andreotti era un conjunto de personaje profundamente romano, incluso directamente, un quirite  en el sentido romano de la frecuentación de las relaciones de poder, y era un hombre además muy atento a las relaciones internacionales, se sentía protegido por la Alianza Atlántica y sabía, sin embargo, jugar yendo incluso hasta un extremo. Cuando su mundo se hizo pedazos, y le alcanzó la acusación de colusión con la Mafia, dijo varias veces  que eran los norteamericanos que le estaban haciendo pagar algunas cuentas; sentía que con el muro de Berlín se había deshecho también su mundo de referencia, que había hecho de Italia algo especialmente relevante y que otorgaba justificación al sistema de poder democristiano permitiendo todas las piruetas.

No olvidemos que Andreotti colaboró con Moro para dar paso a la apertura a los comunistas que trunco el secuestro de Moro, cuando Andreotti dirigía el gobierno de “acuerdos amplios”, y pasó rápidamente a ser uno de los hombres destacados del llamado CAF, ese pacto de poder Craxi-Andreotti- Forlani, que hacía de la exclusión de la relación con el Partido Comunista su razón fundacional, en ese famoso preámbulo democristiano.

Así pues, cinismo como cifra del poder, poder como cifra del gobierno.

Ezio Mauro es director del diario italiano La Repubblica.
RepubblicaTV, 6 de mayo de 2013