El referéndum, Islas Malvinas e Historia


Federico Lorenz*

Desde la Isla Soledad, días antes de celebrarse un referéndum que no fue reconocido por Argentina ni por las Naciones Unidas, Federico Lorenz reflexiona sobre la larga historia de las Islas Malvinas, la guerra, los intereses geoestratégicos, los flujos demográficos y los posibles puntos de encuentro entre los isleños y los argentinos.

quí, en el Cabo Pembroke, en el este de la Isla Soledad, en Malvinas, las síntesis son más sencillas pero a la vez más perturbadoras. Frente al mar infinito se alza un faro, construido en 1855 y reconstruido en 1906 por los británicos. Está plantado sobre unas tierras que definitivamente se parecen a la Isla Grande de Tierra del Fuego. A metros de la construcción, hay un monumento que mira al mar: la hélice de un barco recuerda a los muertos del “Atlantic Conveyor”, que se incendió y posteriormente hundió alcanzado por los misiles disparados por aviones argentinos durante la guerra de 1982. Entre las palas, agrandado por el zoom de mi cámara, veo que navega un moderno buque de guerra británico. Todos los ingredientes de la historia de las Islas Malvinas están aquí en esta punta rocosa batida por el viento, dispuestos para quien quiera mirarlos como partes de una larga historia y no como fragmentos o restos que nada tienen que ver entre sí. Son, si se quiere, piezas de un rompecabezas de cinco siglos del que somos algunas piezas, y los isleños otras.

Escribiré “Puerto Stanley”, porque así se llama la localidad, como escribiré “Islas Malvinas”, pues ese es el nombre del archipiélago. En la cantidad de implícitos en estas dos decisiones anidan muchos de los problemas relativos a la disputa por el archipiélago austral, y preguntas acerca de la historia de la región. 


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Cuando llegué a las islas por primera vez, en 2007, me sorprendió que los malvinenses hablaran de “la ocupación” para referirse a lo que para mí era (y es) “la guerra”. Sin embargo, los isleños la vivieron así, y por eso también hablan de “ocupación” y han dedicado un monumento a los caídos que “los liberaron”. En 1982, durante los primeros días de abril, los argentinos distribuyeron unos volantes entre los isleños: una bandera celeste y blanca y bajo ella la frase “Usted tiene derecho a vivir en libertad”. Pero, para su perplejidad, los isleños rechazaron esa liberación, y actuaron pasiva o activamente contra ella. Durante los 74 días que duró el conflicto, los malvinenses vivieron las peripecias de la guerra. Fueron requisados y en algunos casos confinados por los argentinos en algunos de los establecimientos desperdigados por las islas, por considerarlos potencialmente peligrosos. Salvo las excepciones de algunos oficiales que hacían de enlace entre ellos y las autoridades militares, que ellos mismos se ocupan de resaltar, los malvinenses temían a los argentinos, en especial a los cuadros, entre otras cosas porque veían el trato que algunos dispensaban a sus propios hombres.

“Fue la única vez en la que hubo mendigos en Port Stanley”, me dice un antiguo profesor de Historia para referirse a la presencia argentina en las islas. Hoy es el dueño de un negocio llamado Falklands Collectibles, donde vende estampillas y otras antigüedades relativas a las Malvinas. “Venían a pedir comida. Estaban famélicos y se morían de frío en los cerros. Vimos cómo los trataban sus propios oficiales”, prosigue. Nada que no conozcamos los argentinos, se podrá decir, pero es humillante escucharlo de boca de ellos.

“Aún no puedo entender –me dice otro isleño con tristeza– una imagen de los primeros días. Una señora mayor, que hizo muchísimo para proteger a los ancianos del pueblo durante la guerra, saludaba al paso de las tropas argentinas que marchaban a los cerros y decía con una sonrisa ‘Bye bye, you are all gonna die’ [Adiós, adiós, los matarán a todos], mientras ellos le devolvían el saludo.” La casa del que me narró esta historia fue alcanzada por el cañoneo inglés durante los últimos días de la guerra; tres mujeres que vivían allí murieron.

Algunos de los malvinenses que vivieron como adultos la guerra tampoco recuerdan con especial cariño a los británicos, aunque les están agradecidos. “Si los argentinos hubieran resistido en Stanley casa por casa –me dice una sobreviviente del hogar bombardeado– a los ingleses no les habría importado arrasar con nosotros para vencerlos.” La guerra, a largo plazo, tuvo consecuencias negativas para los malvinenses: “El síndrome de ‘Las fuerzas armadas británicas son maravillosas’ es negativo para nosotros. Durante treinta años les hemos tenido que dar las gracias por el 82. Me pregunto hasta cuándo será así, si antes de la invasión argentina no les importábamos. ¿Qué huellas deja eso en los más jóvenes?”, dice el dueño del negocio de estampillas.

¿Cómo fue la vida en los primeros meses después de la rendición?, pregunto a una isleña. “Yo no estuve durante la guerra, volví en octubre de 1982. La gente parecía en estado de shock. Las calles eran una mugre: barro, ropa, hierros, papeles. Nos faltaba de todo: verduras, leche. A los británicos no, ellos eran las fuerzas armadas y tenían abastecimientos suficientes para sus soldados. La primera vez que volvimos a comer una cebolla fue una vez que se cayó de un camión militar”.

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¿Pero cómo es que esta señora distingue entre “los isleños” y “los británicos”, si para nosotros son todos lo mismo? Los malvinenses son británicos. Cuando viajan de vacaciones al Reino Unido, dicen “I am going home for holidays” [Me voy a casa de vacaciones]. Pero antes que eso, son isleños [falklanders] y reivindican su experiencia de varias generaciones en el archipiélago. Se dividen de muchas formas. A los de Gran Malvina les dicen los westers (por West Falkland). Tampoco son lo mismo los que se dedican a la pesca y al turismo que los que viven en el campo. Un día lluvioso, mientras caminaba hacia las casas nuevas que están al este de Port Stanley, me levantó un chofer que me vio medio perdido. “Yo vivo acá pero soy del camp. Tengo mi granja, no muy grande. Ya no hay terratenientes absentistas. Hicimos la reforma agraria sin sangre”. Se ríe, casi sin dientes.

El camp es todo el espacio rural que no sea Port Stanley. Que le digan “camp” y no “field” da idea de la tradición hispánica y criolla del lugar, de la que no reniegan, pero reinterpretan. “Ya no hay más miedo al encargado de estancia –me dice un isleño–. Aunque antes había que hacer lo que ellos decían. Yo tenía treinta años y tenía que decirle Míster al hijo del encargado, que todavía no se limpiaba los mocos solo. Ahora cada familia tiene su granja.”

Una visión idílica pero que no se condice con la realidad por completo. Los cambios han sido importantes. En 1991, la omnipresente Falklands Islands Company vendió el 47% de las tierras de las islas al gobierno isleño, que a la vez procedió a su reventa en pequeñas parcelas. Para ese año, el producto agrícola representaba solamente el 20% del total del producto bruto de las islas. La economía de las islas comenzó a diversificarse como una consecuencia directa de la guerra. En 1986, comenzaron a extender licencias (unilateralmente) y comenzó la era de la pesca. Durante la década del noventa cobraron alrededor de veinte millones de libras por año en concepto de licencias, y la producción lanar dejó de ser la base de la economía. Aunque sigue siendo importante, parecería ser que el principal atractivo de la actividad agrícola hoy es el turismo rural.

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La posición oficial argentina no reconoce a los isleños como parte de la discusión, que de acuerdo a las resoluciones de las Naciones Unidas es una disputa por la soberanía entre dos Estados soberanos, Argentina y Gran Bretaña. Más ampliamente, como consecuencia de esta postura, pensamos en los isleños, en los “kelpers”, como “habitantes” de Malvinas, una manera formal de resaltar el hecho de que ocupan un territorio que no les pertenece. La realidad histórica, una vez más, es bastante más compleja. ¿Qué es para una nación como la nuestra invocar la Historia anterior a nuestra independencia, por ejemplo? ¿Qué tenemos que decir de los pueblos originarios en la Patagonia, de los blancos que se instalaron allí desplazándolos? En gran medida, nuestra propia historia nacional se parece a la de los isleños. Deberemos encontrar la forma de lidiar con eso.

En Malvinas, lentamente, la población va cambiando. Hubo un descenso demográfico. Pero además de británicos que se radican en ellas para tareas puntuales, hay chilenos, filipinos, peruanos, y un puñado casi testimonial de otras nacionalidades, como rusos y holandeses (son dos). Viven también 28 argentinas y argentinos, vinculados por matrimonio a “locales” (como se los llama) o trabajando por un tiempo. Patricia, una joven que trabaja en la casa donde me alojo, es chilena, de Puerto Natales. Me pregunta sobre el costo de vida en Buenos Aires, sobre los estudios, sobre los transportes. Tiene planeado trabajar dos años en Malvinas, porque se gana muy bien, y luego instalarse en Argentina porque “la universidad es gratuita”.

Me pregunto qué resultará de esos flujos de personas en el largo plazo, que no es el que solemos utilizar cuando pensamos Malvinas. Vanesa, que trabaja en el Correo y me vende una serie de estampillas donde las autoridades isleñas reivindican la historia de los exploradores británicos en la Antártida, es de Punta Arenas. Hay chilenos residentes de varias generaciones, así como hay otros que están hace más de diez años, y tienen hijos que por distintos motivos no pueden obtener la ciudadanía. No sólo los trámites se han endurecido, sino que son muy costosos (según comentan, 800 libras).

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En Lafone House, donde paro estos días, se alojan muchos documentalistas. Han llegado a Malvinas por cuestiones muy distintas al referéndum, que los ha sorprendido en las islas. Uno de los equipos viene de la Antártida y las Islas Georgias. Allí llevaron a dos mujeres de Namibia como parte de un proyecto que explora las relaciones entre las personas y los animales. El otro, es un grupo de australianos que está filmando un documental sobre los últimos enclaves británicos que quedan: vienen también del Polo Sur, recalaron en Malvinas, seguirán a Pitcairn, allí donde recalaron los amotinados del Bounty. ¿Cuánto nos falta de esa mirada en redes y espacial para pensar el problema de Malvinas? ¿Hasta qué punto trabajamos contra nosotros mismos confinando la cuestión de Malvinas al archipiélago? Ah, es verdad, pensar “estratégicamente” es algo propio de los militares, mejor no hacerlo.

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A lo largo de la historia, las Malvinas fueron muchas cosas además de objeto de disputa. Están estratégicamente ubicadas en el camino a la Antártida, y son un punto obligado en una y otra dirección con respecto al Cabo de Hornos. Además de los conflictos que tuvieron por actores a franceses, españoles, ingleses y argentinos, desde su ingreso a los mapas las Malvinas fueron un punto conocido por marineros de diferentes nacionalidades, que también dejaron su impronta en las islas. Los isleños se refieren a la Patagonia continental como “la costa”: durante todo el siglo XIX, marinos británicos pero también argentinos (como Luis Piedrabuena) recorrieron las rutas formales e informales del comercio, el raqueo (la compra de naufragios para cobrar su prima y vender los restos). En las conversaciones con los malvinenses, algo es evidente casi de inmediato: si primero son fríos y buscan diferenciarse todo lo posible de Argentina, si hay un paso obligado consistente en escuchar el alegato sobre “lo difíciles que les hacemos las cosas hoy” basta escuchar un poco para que aparezcan los vínculos por todas partes, aun a pesar de ellos: parientes en Santa Cruz, estudios en Córdoba o en algún colegio del Conurbano Sur, operaciones de emergencia trasladados por aviones argentinos, familias separadas por la guerra, huellas del trabajo de las maestras argentinas que en la década del setenta les enseñaron castellano a los isleños (hoy, en la amplia escuela de Stanley, el segundo idioma que se enseña es castellano). No se cómo sería escribir una historia que enfatizara los puntos en común, antes que las diferencias.

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Antes de subir al avión de regreso, previo al embarque, hablo con dos marineros gallegos de manos y rostro curtidos que se parecen a los hermanos Dalton de Lucky Luke. Me cuentan que están “en la mar” desde los quince años (y tienen casi cincuenta). Hace diez que vienen a pescar a Malvinas. No les caen bien los isleños, los aburre su comida, por supuesto que el Atlántico Sur no se compara con el Cantábrico. Han venido a pescar desde Vigo como parte de la tripulación de un barco que busca calamar. Protestan contra las trabas que ponen los argentinos a la pesca: “Vosotros no os acordasteis de este lugar hasta que no visteis que os podía dar dinero –me dicen–. Ahora ya es tarde. Mira todo el dinero que os estáis perdiendo”.

A la era de la pesca, seguirá la del petróleo. Por todos lados aparecen los “oil people”: llegan a reparar barcos, a trabajar en prospecciones, mano de obra hiperespecializada que permite palpar, ante la ausencia de cifras, el esfuerzo constante y las esperanzas que ponen en los futuros yacimientos. En Malvinas existe el rumor de que en 2017 comenzarán a obtener una cantidad de barriles económicamente sustentable. Esto traerá consecuencias sobre Port Stanley. Necesitarán un nuevo puerto, alojamiento para los marinos y trabajadores vinculados a la industria. En todo caso, esta pequeña población de apariencia idílica irá perdiendo ese aspecto. Los isleños más antiguos lo saben. Hay algo de resistencia al cambio, y no sólo de afirmación de la identidad (acaso porque son dos caras de la misma moneda), en el referéndum y en la gran cantidad de iniciativas de preservación y divulgación del patrimonio que encaran.

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El 10 y 11 de marzo, los isleños realizaron un referéndum que no fue reconocido por Argentina ni por las Naciones Unidas. Había que votar por sí o por no la siguiente pregunta: ¿están de acuerdo en que las Islas Malvinas continúen con su actual status de territorios británicos de ultramar? Participó el 92% de los 1.672 malvinenses habilitados para hacerlo: el 99,8% votó por el “Sí”. Muchos de aquellos con los que hablé criticaron el referéndum por diferentes motivos, pero el más recurrente es el de que en realidad deberían ir por la independencia de las islas, por crear una nueva nación.

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Pienso en Port Stanley, llamado Puerto Argentino, capital de las Malvinas, llamadas Falklands, cuánto de cambio de época tiene lo que sucede aquí también. Me pregunto qué sucede con los territorios y las naciones en el largo plazo, cuando las urgencias de la política presente son secundarias frente al peso de las generaciones, o del espacio que nos confronta con nosotros mismos y con nuestra historia, como en Cabo Pembroke.

* Historiador (CONICET-IDES). Autor, entre otros libros, de Unas islas demasiado famosas. Malvinas, historia y política, Capital Intelectual, Buenos Aires, 2013.


© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur