Estado, democracia y globalización; algunas reflexiones generales

>Por Guillermo O´Donell

El eje central de la argumentación del autor  es el juego complejo y a veces contradictorio entre, por un lado, el inmenso dinamismo de la globalización y, por el otro, la necesidad de un estado fuerte y amplio, asentado sobre una ciudadanía conciente y una sociedad civil vigorosa, capaz de ser foco de lealtades de la población, de sostener un sistema legal justo y efectivo, de promover y a la vez domesticar las principales consecuencias socialmente dañinas de los mercados, y de sustentar un régimen democrático. Parte importante del problema es que la globalización ya está y seguirá estando, pero tenemos muy poco del tipo de estado antes delineado.
Otra parte del problema, no menos preocupante, es que elavance de la globalización sin un estado que la domestique disminuye la probabilidad de lograr ese estado. Frente a tal carencia, estos países nuestros, que nunca fueron ejemplo de igualdad ni de homogeneidad, se hacen más desiguales, más heterogéneos y más desarticulados. A partir de esto, una reacción es la de no hacer nada: ¿para qué nadar contra tan fuertes corrientes?
Además, si uno ignora cómo funcionan los mercados reales y cree ciegamente en los libros de texto, tal vez sea posible convencerse de que a la larga -vaya a saber cuándo- los beneficios de la globalización y sus mercados habrán de alcanzar a los muchos que primero nuestra historia y más tarde esta globalización han ido dejando de lado. Claro que en un mundo así ya no queda lugar para la política
ni para la democracia.

 En la primera parte de este documento discutiré algunos aspectos de la globalización y sus implicaciones sobre la problemática del estado en los tiempos actuales, sobre todo en lo que se refiere a América latina y el Caribe. Luego analizaré algunas características más permanentes del estado, en cuanto éste se pretende el principal agente del bien común de la población que acota en su territorio. Finalmente, discutiré algunos criterios que me parecen importantes para la vigorosa supervivencia de nuestros estados nacionales en medio de las presentes y futuras tendencias de la globalización, con especial atención sobre otro fenómeno mundial, la democratización.

l Comienzo por un hecho obvio pero que conviene recordar: vivimos una época inusitada de la historia de la humanidad, en términos de la magnitud y velocidad de los
cambios de todo orden que están ocurriendo. Cincuenta, veinte y hasta diez años atrás nadie pudo predecir , o siquiera imaginar, esos cambios y mucho menos su impacto
combinado. A ellos solemos ponerle un nombre, globalización, que abarca muchas cosas diferentes pero que sin embargo tienen algunos aspectos en común. Uno de ellos es que en buena parte operan por medio de mercados –de bienes, de servicios y de ideas– casi siempre imperfectos pero mercados al fin. Otros aspectos comunes implican un movimiento contrapuesto.
Por un lado observamos, objetivamente, el rápido achicamiento del mundo, evidenciado por la enorme velocidad y amplitud de los bienes materiales e inmateriales que se mueven, cada vez con menos obstáculos , en el planeta. Por otro lado, ese achicamiento se contrapone, y en realidad se complementa por un aspecto subjetivo: el
del ensanchamiento geográfico y temporal con que la conciencia moderna se piensa a sí misma y a su circunstancia.

Cada vez más, mucho de lo que nos ocurre está originado, o determinado, en ámbitos
más amplios y más transnacionales que los de hace pocos años. El movimiento combinado del achicamiento objetivo del mundo y del ensanchamiento de nuestras conciencias produce, sin duda, muchas cosas buenas, algunas de las cuales registraré abajo. Pero, junto con otros factores que no es del caso analizar aquí, proque no pertenecen directamente a la problemática de la globalización, ella también produce fenómenos que se traducen en la manifiesta angustia y desorientación contemporáneas. Simplificando puede decirse que esos fenómenos son dos y están cercanamente relacionados: la sensación de que el destino individual, el de muchos de nuestros emprendimientos y hasta el de países enteros, está más influido que nunca por fuerzas
y actores que operan más allá de nuestra capacidad de controlarlas.
El otro fenómeno es la erosión de todo tipo de fronteras, tanto de la vida individual (que antes podría concebirse circunscripta a la comunidad o país donde uno vivía) como, y esto es lo que me importa enfatizar aquí, de los estados nacionales.
Hoy capitales, transacciones, ideas y personas se mueven por el mundo con lo que hasta hace poco hubiera parecido una inusitada y, en varios sentidos, inconveniente libertad. Estos procesos coexisten paradójicamente con otros, también en escala mundial, los de democratización. Digo que paradójicamente porque, salvo utopías de una ciudadanía mundial que está muy lejana y de todas maneras no me parece recomendable, la democracia presupone un estado fuerte y bien delimitado.
No hay democracia sin ciudadanía, y no hay ciudadanía sin la base territorial que provee el estado –salvo casos excepcionales, todos somos ciudadanos en tanto somos miembros de un cierto estado–. Esta ciudadanía no incluye sólo el -por cierto muy importante- derecho del libre voto. También incluye en la vida cotidiana de la sociedad, derechos y obligaciones que el estado establece y garantiza mediante su sistema legal. Además, cuando la ciudadanía se expresa como pueblo o nación, constituye un sistema de solidaridades, un sentido de pertenencia a un “nosotros” que tiene como referencia
central al estado, a la población y al territorio que aquél delimita.
La erosión de todo tipo de fronteras a la que tiende la globalizaciónse contrapone con lo que parece ser la tendencia humana a generar y mantener sistemas de solidaridad territorialmante acotados, incluso la clara delimitación territorial presupuesta por la democracia y la ciudadanía.
Esto plantea por lo menos tres preguntas. La primera, cómo no luchar autodestructivamente contra los vientos de la globalización sino más bien, si se me permite la imagen, digerir sus principales consecuencias negativas. La segunda pregunta es cómo lograr que el estado sea un techo acogedor para su población, sobre todo para
aquellos que sufren muchos de los perjuicios pero gozan de pocas ventajas de la globalización. Y, tercera, cómo ir construyendo y expandiendo regímenes democráticos basados sobre una ciudadanía que nutre una sociedad civil activa, creativa y autoconciente de sus derechos y obligaciones. Estos son desafíos colosales, mucho mayores que los que en su momento debieron enfrentar las viejas democracias
del norte -aunque ellas también deban hoy preguntarse cómo encarar estos mismos problemas-. Volveré sobre estos temas, pero antes me permitiré una digresión.
l Dije que vivimos en una época signada por cambios de enorme magnitud y rapidez. Estos son cambios en nivel mundial, que impactan cadad rincón del planeta. Aunque
retrospectivamente los cambios ocurridos parecen menores, hubo otras épocas, aproximadamente entre 1850 y la primera guerra mundial, cuando también se sintió que una época moría y otra nacía confusa y amenazadoramente. Se trató entonces de la veloz expansión de la industria, de la urbanización y de la participación política de los sectores populares en los países centrales y, junto con ella, de la expansión del capitalismo y del colonialismo en escala propiamente
mundial. La consecuente sensación de vértigo llevó a algunas grandes cabezas a formular sus grandes, clásicas síntesis: Weber, Durkheim, Marx, Darwin, Freud y otros intentaron encontrar sentido y dirección a la historia que vivían.
Aún nos alimentamos de las ideas de estos genios. Pero estamos condenados a sentirnos lejanos de ellos, no sólo por todo lo que ha pasado y cambiado desde entonces sino también, y sobre todo, porque hoy ya no podemos tener la gran ilusión que los movía: tener conocimiento suficiente, empírico y teórico, para desentrañar el sentido dela historia e indicar las líneas generales, pesimistas u optimistas, en las cuales la historia se seguiría  desplegando en el futuro.
Hoy sabemos que no podemos saber tanto. La inmensa complejidad de las sociedades nacionales y de la sociedad mundial en su conjunto y la magnitud de los cambios que experimentan, prohiben (o hacen fútiles, si no grotescos) intentar repetir los intentos totalizadores de nuestros geniales predecesores.
Sólo conocemos partes, pedazos, de una sociedad cada vez más globalizada, y porque globalizada, más compleja y multidimensional. Sabemos, asimismo, que las características de esas partes y, sobre todo, sus posibles direcciones de cambio dependen no sólo de ellas mismas sino tambien de un complejo y cambiante conjunto de factores transnacionales e internacionales. Sobre este conjunto, como acabo de decir, no tenemos, ni creo que lleguemos a tener, la teoría general que nuestros más osados predecesores creyeron poder formular.
La consecuencia es que los líderes políticos y sociales, intelectuales y, lo sepan o no, todos los habitantes de este mundo de hoy navegamos este huracán de cambios de la globalización casi sin brújula, con limitados, y demasiadas veces, desactualizados mapas. Tantos cambios y tan pocos mapas son una de las fuerzas principales del malestar,
de la incertidumbre y desasosiego que tanto se manifiesta en el mundo actual. Esto es especialmente cierto desde que, no hace mucho, caducó la última gran ilusión de nuestra época y , con ella, los argumentos, reconozcamos que un poco grotescos, de que finalmente la historia había encontrado su felizculminación. Me refiero a lo que hace
poco, pero parece que hace tanto, el comunismo permitiría que los países convergieran en un mundo de sólidas democracias y prósperas economías.
La resultante angustia ante tormentas que no sabemos cómo domesticar ni a dónde nos conducen tiende a provocar reacciones entendibles pero lamentables. Una de ellas refuerza una tendencia que, por razones que no voy a examinar aquí, viene de antes: parcelar el conocimiento, hacerse experto en algo –que muchas veces es importante e interesante– sin querer ni saber preguntarse cómo ese “algo” se relaciona con otros temas y problemas.
Dicho de otro modo, el conocimiento estrechamente técnico es indispensable para la reproducción cotidiana de la sociedad, pero es tan incapaz de orientar su dirección de cambio como de examinar críticamente (es decir, en el largo plazo, constructivamente) esos cambios. La segunda reacción converge con la primera. Ella consiste en negarse a reconocer la magnitud de los cambios ocurridos y, sobre esa base, cometer gruesas
simplificaciones que no son sino la renuncia a hacerse cargo de la complejidad del mundo en que vivimos.
Tanto el conocimiento estrechamente tecnificado como las heroicas simplificaciones alimentan serios errores, comenzando por la manera en que plantean sus propias preguntas.
l Un ejemplo de lo que acabo de decir y sobre el cual me voy a detener en este documento, es la forma en que, frente a la evidencia de una multiforme y poderosa globalización, frecuentemente se plantea la cuestion de qué es eso que es hoy el estado, especialmente el estado en los países más o menos periféricos.
Hay dos respuestas básicas, igualmente simplistas. Una ignora la globalización y otros fenómenos conexos; sigue pensando el estado como una entidad que circunscribe efectivamente toda la vida política, económica y cultural de una nación.
Esto, que nunca fue rigurosamente cierto, menos aún en nuestros países, es menos cierto que nunca. La otra respuesta se desplaza ue el estado ya no es más que una ficción que en su lenta agonía entorpece el libre –y últimamente benéfico– juego de los bienes, servicios e ideas que la magia del mercado global desata. Desde hace mucho tiempo nuestros países han estado sujetos a los vientos de la economía, la cultura y la geopolítica mundial, y esto es hoy más cierto que nunca. Pero esto no autoriza el non sequitur de decretar la muerte del estado nacional. Me permito creer que la presente discusión, que tal vez pueda parecer muy abstracta, es relevante para los temas del proyecto del Banco en el que se inscribe. Las reformas institucionales y sus normativas no pueden ignorar los contextos, nacionales y transnacionales, en los que se llevan a cabo y dentro de los cuales se determina su efectividad.
Hablar, por ejemplo, de democracia (y de su necesario corolario, ciudadanía) de los diversos poderes del sistema constitucional (incluso los partidos políticos), de esquemas de integración, de los diversos aspectos implicados por la reforma del
poder judicial, de desarrollo local y regional, de la opinión pública y de la vigencia de la ley, todo esto presupone hablar del estado. Y “hablar del estado” presupone hacerlo desde cierta concepción del mismo, desde cierta visión del lugar que ocupa en la sociedad nacional y en sus relaciones con otros estados así como hoy también, en este
mundo aguda y velozmente globalizado.
Aquí sólo puedo ofrecer, en mi intento
de superar las simplificaciones
ya criticadas, algunas reflexiones
bastante genéricas, con particular
referencia a América latina y
el Caribe. Comienzo con una metáfora
en la que insistía mi fallecido
colega Jorge F. Sábato: el estado
es una bisagra. Es decir, es un punto
de separación y también de intermediación
entre un “adentro” y
“afuera”, entre lo que en casi toda
América latina (aunque, para desgracia
de ellas, no en otras partes
del mundo) ha sido una sociedad
nacional, por un lado, y el mundo
exterior a esa sociedad nacional,
por el otro. El estado aspira a constituir,
delimitar y representar esa sociedad
nacional, no sólo por medio
de mapas, fronteras y embajadas,
sino también de símbolos, rituales y
edificantes historias incansablemente
contadas a generaciones y
generaciones. Además, ya señalé
que cuando el estado convive con
un régimen democrático le otorga
un componente indispensable: la
ciudadanía. Ciudadanos y ciudadanas
son sujetos de derechos emanados
de un estado que conviven
dentro de los límites territoriales demarcados
por dicho estado, y que
por eso mismo gozan del derecho a
elegir y ser elegidos como autoridades
temporales de la población de
ese estado. No hay ciudadanía sin
estado, ni democracia sin ciudadanía,
ni estado y ciudadanía sin un
territorio y una población claramente delimitados. Esto tal vez parezca
contradictorio, pero no lo es, con
otro aspecto de la globalización
que me uno a otros en celebrar: los
atisbos de emergencia de una sociedad
civil transnacional. Por esto
quiero decir el crecimiento de redes
de diversos tipos de asociaciones
que luchan por la vigencia universal
de derechos básicos inherentes a
las personas y a la naturaleza. La
importancia intrínseca de estas
asociaciones no puede ser exagerada.
Pero es importante notar que
los progresos efectivos y, sobre todo
duraderos, de estos esfuerzos,
presuponen no sólo estímulos
transnacionales sino también, en
cada lugar, ciudadanías activas y
concientes de la validez de los derechos
y obligaciones que promueve
la sociedad civil transnacional.
Un tema más amplio que el que
acabo de tocar, también más complejo
y ambiguo, es que todo estado
proclama ser una autoridad para
la nación (o para el pueblo, ampliamente
definido). Aunque sería
largo fundamentarlo, me parece
claro que, desde siempre y como
siempre, la existencia de un estado
(es decir, de un tipo de autoridad
territorialmente delimitada que pretende
supremacía en el control de
la violencia en ese ámbito) conlleva
la idea de un bien que es público, o
común, para todos los habitantes
de ese territorio. Por supuesto, esta
pretensión ha dado lugar a numerosos
horrores e hipocresías. Además,
cuál sería el contenido de ese
bien común es la la materia prima
del conflicto político. Pero, por otro
lado, esa misma pretensión a veces
se proyecta convincentemente
como encarnación, parcial y discutible,
pero encarnación al fin, de
una real vocación de servicio por
ese bien común. Además, la pretensión de que el estado sea una
entidad orientada hacia el bien común
de la población de su territorio
es una demanda de los sujetos a
esa autoridad, especialmente
cuando, en la democracia, ellos
son mediante su voto los libres coconstituidores
de la autoridad de
los gobiernos, es decir, de aquellos
que ocupan temporalmente las
cumbres del aparato estatal.
Me gustaría repetir de manera algo
diferente lo que acabo de decir:
el estado basa su pretensión de ser
aceptado como un sistema de dominación
y de coordinación social,
es decir basa su legitimidad en convencer,
habitual y generalizadamente,
que sus acciones se orientan
al logro del bien común de la
población que alberga en su territorio.
Prueba de esto es que todo discurso
político, desde las cumbres
del estado o desde la oposición, y
desde el más sincero al más cínico,
proclama ser la mejor manera posible
de alcanzar ese bien común.
De una manera o de otra, esos sistemas
de poder que llamamos estados
contemporáneos circunscribieron
un territorio y una población
y llamaron a ésta su nación o su
pueblo, implantaron el sistema legal
y ayudaron a escribir y rememorar
continuamente su propia historia.
Algunos países tuvieron mayor
o menor éxito en esta tarea, y en
cada país han habido importantes
fluctuaciones a lo largo del tiempo.
Pero en todos los casos más o menos
exitosos de este doble proceso
de constitución de estados-naciones
y de su legitimación en tanto tales,
hubo una imagen que sustentó
dicho proceso. Esta imagen –que
por supuesto no siempre fue cierta,
pero que muchas veces fue efectiva
y eficaz– es que el estado era
verosímil, en el sentido de que contaba con poder y voluntad suficientes
para procurar el logro de alguna
versión del bien común del conjunto
de su población. La idea consecuente
fue que si no se avanzaba
hacia ese logro, era cuestión, tanto
bajo democracia como bajo autoritarismo
–aunque por supuesto de
diferentes maneras– de cambiar el
régimen político existente o los grupos
o partidos que lo dominaban.
Pero sólo en casos tan extremos
como desgraciados –de los que la
antigua Yugoslavia y Ruan-da/Burundi
dan testimonio contemporáneo–
se ha llegado a poner en
cuestión la capacidad del estado, y
por lo tanto de su propia existencia,
como agente capaz de lograr el
bien común del conjunto de la población
existente en su territorio.
l Aunque en nuestra región estamos
lejos de situaciones catastróficas
como las recién señaladas, me
parece importante darnos cuenta
de que una una amenazadora posibilidad
está insinuada por la globalización:
la pérdida de verosimilitud,
no ya de tal o cual grupo o régimen
político, sino del propio estado nacional
como concentración suficiente
de poder y voluntad para la gestión
efectiva del bien común de su
población. Me apresuro a aclarar
que esa verosimilitud siempre fue
un poco mítica, sobre todo en países
como los nuestros, situados en
la periferia de los grandes poderes
mundiales. Aunque no esté de moda
hablar de esto -lo cual es una
lástima, porque nos hace perder
parte importante aunque seguramente
no la preferida de nuestra
historia– diversas formas de dependencia
siempre aquejaron a
nuestros países.Pero lo de hoy,
quepa o no seguir hablando de dependencia,  es mucho más universal,
más difuso, más multidimensional
y menos controlable aun por
parte de los grandes poderes
mundiales.
El achicamiento del mundo por las
comunicaciones y el transporte, la
porosidad de las fronteras nacionales
a numerosos procesos económicos
y culturales, la instantaneidad
de los grandes eventos políticos
y de los movimientos de capital,
la expansión de los mercados a
actividades antes impensables o
que los estados excluían celosamente,
la velocidad de circulación
de las ideas, y la emergencia de
identidades que se definen por encima
y más allá del estado nacional
–éstos son algunos ejemplos de
una ola de cambios que nos dejan
atónitos y, sin embargo, con más
necesidad que nunca de entender
y de actuar-.
Si el estado moderno (moderno
¿pero contemporáneo?) es aquello
que nació y funcionó históricamente
poniendo límites alrededor de territorios
y poblaciones, ¿qué papel
le queda, le debe quedar, a ese estado
ante esa inmensa ola que es
global, precisamente porque niega
y tiende a arrasar todos los límites?
Como algunos han observado, la
globalización no sólo erosiona esos
límites “por arriba”, en su tendencia
a aplanar el mundo. También los
erosiona “por abajo”, cuando conecta
a capitales y trabajadores
(así como a diversas actividades
técnicas) de algunas regiones directamente
con los mercados mundiales,
con escasa mediación del
respectivo estado nacional. Lo mismo
ocurre cuando éstos y otros
procesos ligados a la tecnología, la
cultura y las comunicaciones, desarticulan
las clases y otras categorías
sociales, dificultando no sólo su acción colectiva sino también su
representación en el proceso político,
sobre todo para aquellas a las
que la globalización impacta más
negativamente. Todo ocurre como
si, desde “arriba” y desde “abajo”,
se esfumaran las posibilidades de
constituir y representar el bien común
de una población cada vez
más fragmentada.
l La pregunta acerca del presente
y futuro lugar del estado frente a
la globalización es también la pregunta
acerca de cuál es y deberá
ser el lugar de la política en estas
mismas circunstancias. Sin más
pretensión que, como respecto de
las cuestiones anteriores, dar una
visión preliminar de este tema, no
quiero omitir aquí algunas observaciones
generales.
En sus mejores versiones la política
es una práctica y un argumento
acerca de una cierta visión del bien
común de un conjunto de seres humanos.
Incluso la política “exterior”
es vista como un instrumento para
coadyuvar al logro del bien común
“interior”, el de la población delimitada
por cada estado. Tal vez el
significado más profundo de la globalización
sea cuestionar el propio
sentido de lo exterior y lo interior
sobre el cual se han basado históricamente
el estado, la nación y la
propia ciudadanía –que determina
quiénes votan en qué países y no
en otros, aunque lo que se decida
en estos últimos sea inmensamente
gravitante para lo que pasa en el
propio país-.
Todo esto muestra el grave error
de quedar atado a concepciones
que niegan la inmensa importancia
de la globalización. Pero, por otro
lado, no autoriza el simplismo dedecretar la muerte del estado y con
él, necesariamente aunque pocas
veces se sea conciente de ello, de
la nación y de la ciudadanía.
Para salir de los cuernos de este
dilema voy a hacer una afirmación
polémica: el estado está, seguirá
estando y deberá seguir estando
en relación intrínsecamente contradictoria
con el mercado, más precisamente,
con los diversos mercados
que desde sus albores hasta la
actual globalización el capitalismo
ha venido generando. Por un lado,
está claro que los gobiernos ayudan
al bien común tratando de apoyar
y promover mercados lo más
ágiles y eficientes posible, así como
cuando se ocupan de mantener
ciertos equilibrios macroeconómicos
básicos. Además, el estado
moderno, sobre todo cuando es democrático,
debe ser también un estado
de derecho. Esto es, debe resguardar
un vasto conjunto de reglas
y de prácticas que hacen efectivos
y previsibles los derechos de
todos sus habitantes, incluso –pero
no sólo cuando ellos practican actividades
económicas. Hoy está
claro que una efectiva legalidad estatal
y políticas gubernamentales
propiciadoras de la vitalidad de los
mercados son componentes necesarios
del funcionamiento de los
propios mercados.
Empezamos a ver aquí una paradoja:
al mismo tiempo que la globalización
tiende a erosionar la autoridad
del estado sobre su territorio,
en tanto la globalización funciona
básicamente mediante la expansión
de diversos mercados,
requeriría de estados dotados de la
gran autoridad necesaria para
mantener la efectividad de su legalidad,
incluyendo por cierto un poder
judicial ágil, eficiente y honesto.
La preservación y permanente actualización de su legalidad es una
primaria responsabilidad del estado,
hacia sus ciudadanos (as) y
hacia los diversos mercados, nacionales
y transnacionales, que
atraviesan su territorio. Para esto
hace falta un estado que sea fuerte
y que también sea, aunque no
necesariamente grande, lo que llamaría
un estado “amplio”. Con esto
quiero decir un estado que abarque
eficazmente un amplio espectro
de actividades, incluyendo los
complejos marcos regulatorios sin
los cuales, pese a algunas ortodoxias
contemporáneas, el funcionamiento
de los mercados tiende a
distorsionarse y producir severas
externalidades.
En todos estos aspectos, la efectividad
de la ley está lejos de ser garantizada
por la sola aplicación de
su lado punitivo. Esa efectividad
depende mucho más de patrones
de educación y sociabilidad que valoran
intrínsecamente dicha legalidad,
de una ciudadanía que sea
efectiva no sólo en el acto de votar
sino también en el conjunto de la vida
social y, también, de que cada
uno sea tratado respetuosamente
como real portador de los derechos
que esa legalidad invoca. Estos aspectos
sólo pueden ser aproximados
bajo un régimen democrático
–por eso, una vez que reconocen la
necesidad de una efectiva legalidad,
los amigos de los mercados
deberían saberse también firmes
amigos de la democracia-.
El logro de estos aspectos subyacentes
a la efectividad del sistema
legal y de la ciudadanía nos devuelve
al tema de la legitimidad del estado
como agente verosímil de alguna
versión aceptable del bien común:
la observación voluntaria y regular
de la legalidad se conecta estrechamente
con esa verosimilitud. En este sentido es sumamente
market friendly defender un estado
fuerte. Esto es, un estado que se
ocupa mediante una amplia gama
de actividades en sostener su propia
legalidad aunque, como ya vimos,
esa fortaleza del estado y la base
que la sustenta –su verosimilitud como
autoridad suficiente y auténticamente
dedicada al bien público está
erosionada por la globalización y
la enorme expansión de los mercados
con que ella se expresa.
l Hasta ahora me he referido a
aspectos en los que, aunque no
siempre se lo reconozca, el estado
es complementario con el mercado.
Llego ahora al punto en que ambas
entidades, estado y mercado, son
contradictorios. Además de las
responsabilidades que ya he señalado,
también incumbe al estado, al
menos en la medida en que pueda
proyectar una imagen verosímil de
dedicación principal al bien público,
controlar e incluso cancelar algunos
efectos del mercado en relación
con los sectores más débiles o
vulnerables de su población. En los
libros de texto todos los mercados
son iguales. En los mercados reales
hay cruciales diferencias de recursos
económicos, de organización,
de información y de acceso a
la economía internacional y al propio
estado. El secreto de la eficiencia
del mercado es, precisamente,
premiar a los fuertes y eficientes y
tender a eliminar a los que por cualquier
razón son más débiles. Pero,
por otro lado, salvo el caso extremo
de quienes creen que es culpa de
los socialmente débiles ser débiles,
es necesario recordar que parte
fundamental de la legitimidad del
estado, así como de la legitimidad
del régimen político (especialmente
si es democrático, ya que la dignidad humana predicada por la ciudadanía
presupone una mínima
base material) es contrarrestar los
efectos del mercado en favor de los
que no pueden soportarlos. Ambas
lógicas, la del mercado y la del estado,
tienen sentido, ambas son necesarias
y ambas coexisten, aunque
en el plano que acabo de indicar
lo hacen de una manera que es
ineluctablemente contradictoria.
Negar esta inherente tensión –es
decir, atribuir primacía absoluta al
mercado o al estado conduce a
simplificaciones ideológicas que,
aunque aparentemente opuestas,
coinciden en ser socialmente despiadadas.
Si a veces en nuestro pasado la
lógica del estado tendió a sofocar la
lógica del mercado, me parece que
actualmente, bajo los ritmos de la
globalización, hemos pendulado
hacia el opuesto y no menos dañino
extremo. Recordemos que, más
allá de dogmas y de modas, ningún
estado de países razonablemente
dinámicos y exitosos ha dejado, a
veces mejor y a veces peor, de
contrarrestar el mercado en favor
de los sectores débiles de su población.
Recordemos además que es
en esos países donde la democracia
ha logrado raíces más duraderas
y profundas.
Estos logros, a su vez, han tenido
dos pilares que no son producto automático
de los mercados. Uno de
esos pilares es un servicio civil que
en las tres ramas del estado es razonablemente
eficaz, entrenado,
motivado y remunerado. Sin este tipo
de agente público las acciones
estatales, por necesarias y en principio
acertadas que fueren, tienden
a distorsionarse gravemente, si no
a producir resultados opuestos a
los buscados. El otro pilar es un
haz consistente y persistente de políticas agrarias, dirigido a eliminar
desigualdades extremas y a
promover la emergencia de una población
rural que tiene suficiente
seguridad jurídica, conocimientos y
capacidad organizacional para participar
activamente en la vida económica,
social y política de su país.
Excuso señalar que estos pilares
nunca han sido muy sólidos en
nuestros países y que, con pocas
excepciones, se han debilitado aún
más al compás de las crisis económicas
que hemos sufrido y, también,
en las ideas cerradamente
antiestatistas que han inspirado algunas
de las políticas orientadas a
resolver dichas crisis.
De una manera o de otra, desde
esos dos grandes fenómenos modernos,
el estado y la economía capitalista
se originaron conjuntamente,
y sobre todo desde que esta
economía y sus mercados son el
eje motor de la globalización, los
estados se han tenido que enfrentar
con la tarea, sumamente difícil
pero necesaria de, por un lado fomentar
el mercado y por el otro
controlarlo. Bajo la globalización,
esta tarea es más necesaria, difícil
y cambiante que nunca, esto marca
la enorme importancia y dificultad
actual de la política y, dentro de
ella, de las tareas de gobierno: buscar
tesoneramente los siempre
cambiantes puntos de equilibrio entre
fomentar y controlar no “el” mercado
sino múltiples mercados, cada
uno de ellos con sus propias características
y exigencias; reconocer
que mercados muy importantes
escapan al poder del estado nacional
y sin embargo intentan dirigir algunas
de sus consecuencias; y
convencer que estas búsquedas se
siguen orientando, aunque a veces
confusa y polémicamente, hacia el
bien común del país.
La abundancia de dogmas y la
carencia de teorías adecuadas, la
generalizada sensación de estar
sujetos a procesos que nadie puede
controlar, la dificultad de relacionar
claramente las decisiones
políticas y políticas públicas con el
bien público, así como la evidencia
que a veces no es la motivación de
dichas políticas, agregadas a las
tendencias desarticuladoras que
genera la globalización, todo esto
subyace a un fenómeno no menos
mundial que la globalización; el
pesimismo, si no cinismo, que se
observa en casi todo el mundo
acerca de lo que el estado, la política
y los políticos pueden hacer.
Esto, a su vez refuerza las ideologías
que demonizan el estado y la
política, lo cual por su parte erosiona
aún más lo que antes llamé la
verosimilitud del estado y por extensión
de la política, como agentes
del bien común,
l Frente a esto nuestra perplejidad
no ayuda. Nuestro sensato reconocimiento
de que -excepto como
profesión individual de fe religiosa-
ya no podemos aspirar a
descifrar el sentido de la historia,
empalidecen nuestros argumentos
frente a las grandes y vociferantes
seguridades de los que aseguran
que en realidad nada ha cambiado,
así como de los que ven en el imperio
sin trabas de los mercados
globalizados el futuro tan ineluctable
como preferible de la humanidad.
Max Weber tenía razón cuando
dijo que la política es un arduo y
tesonero pulir de duras maderas.
Por esto me parecen importantes
los esfuerzos que desde diversos
ángulos se realizan actualmente
para discutir y eventualmente implementar
reformas que, reconociendo
las múltiples deficiencias de nuestros actuales estados, no le
niegan su papel indispensable en la
promoción del desarrollo, la profundización
de la democracia y el logro
de sociedades más humanas. Se
trata de apuntar hacia una cierta
calidad del estado sin la cual difícilmente
podemos navegar, entre
otras cosas, las tormentas de la
globalización; me refiero a que ese
estado no sea cualquier estado sino
que sea uno que incluya un régimen
democrático.
¿Por qué democracia en un contexto
como el que acabo de describir?
La respuesta no es obvia,
ya que ese contexto puede parecer
justificar, como lo hace en
otras latitudes, alguna forma de
autoritarismo supuestamente ilustrado.
En estos tiempos de la globalización
un régimen democrático
es más necesario que nunca
por al menos dos razones. Una es
que la democracia es la positiva
aceptación de la diferencia de una
multiplicidad de voces que aprenden
a coexistir pacíficamente. Esto,
con un poco de suerte, bastante
de buenos liderazgos y mucho
de diálogo es más útil que la voz
monocorde del autoritarismo para
ir descubriendo los desfiladeros
que nos pueden sacar de los dilemas
que he descripto. La otra razón
es que, para que esto sea posible,
el estado debe cumplir, con
razonable eficacia y legitimidad,
no sólo sus tareas promotoras de
la sociedad en su conjunto, incluyendo
el desarrollo de los mercados,
sino también las protectoras
de los efectos de esos mismos
mercados. Esto a su vez presupone
que los beneficiarios de esas
tareas sean voces activas, no simplemente
recipiendarios pasivos,
en el proceso político sólo la democracia
hace posible, aunque no garantiza, esto.
l Permítaseme recapitular. El eje
central de mi argumento ha sido el
juego complejo y a veces contradictorio
entre, por un lado, el inmenso
dinamismo de la globalización y,
por el otro, la necesidad de un estado
fuerte y amplio, asentado sobre
una ciudadanía conciente y una sociedad
civil vigorosa, capaz de ser
foco de lealtades de la población,
de sostener un sistema legal justo y
efectivo, de promover y a la vez domesticar
las principales consecuencias
socialmente dañinas de los
mercados y de sustentar un régimen
democrático. Parte importante
del problema es que la globalización
ya está y seguirá estando, pero
tenemos muy poco del tipo de
estado que acabo de delinear. Otra
parte del problema, no menos preocupante,
es que el avance de la
globalización sin un estado que la
domestique disminuye la probabilidad
de lograr tal estado. Ante esta
carencia, estos países nuestros,
que nunca fueron ejemplo de igualdad
ni de homogeneidad, se hacen
más desiguales, más heterogéneos
y más desarticulados.
Frente a esto, una reacción que
debe ser tomada en serio es la de
no hacer nada: ¿para qué nadar
contra tan fuertes corrientes? Además,
si uno ignora cómo funcionan
los mercados reales y cree ciegamente
en los libros de texto, tal vez
sea posible convencerse de que a
la larga -vaya a saber cuándo- los
beneficios de la globalización y sus
mercados habrán de alcanzar a los
muchos que primero nuestra historia
y más tarde esta globalización
han ido dejando de lado. Claro que
en un mundo así ya no queda lugar
para la política ni para la democracia.
En ese mundo sería sólo cuestión
de ajustar algunos detalles, fundamentalmente técnicos, para
seguir pasivamente un rumbo que
los azorados navegantes no pueden
determinar. Más precisamente,
ya no quedaría lugar para la política
en su mejor sentido, el de búsqueda,
en diálogos y conflictos, de
maneras de aproximar el logro de
versiones aceptables y respetables
del bien común. La imagen de navegar
con buena técnica pero sin
rumbo es, por supuesto, una caricatura.
Pero en algunos de nuestros
países no faltan situaciones
que parecen aproximarse peligrosamente
a ella.
Por su propia naturaleza, la globalización
no excluye ninguna parte
del planeta. Hoy vemos también a
los más poderosos países luchando
por encontrar respuesta a los dilemas
y desafíos que he anotado.
También vemos a esos países vacilando,
cambiando rumbo y no pocas
veces fracasando en esos intentos.
Allí también reina amplio escepticismo
y cinismo acerca de lo
que el estado, la política y los políticos
pueden realmente hacer. Allí
también queda claro -me temo que
más claro que en parte de América
latina- que sería un terrible error
adaptarse pasivamente a las tendencias
desarticuladas y desigualizantes
de algunas de las corrientes
de la globalización. También en
esos países está vigente, como entre
nosotros, la pregunta que formulé
antes acerca de cuál debería
ser hoy el lugar del estado y de la
política, y del arco de solidaridades
que ambos tienden a tejer sobre un
territorio determinado.
Pero la similitud genérica de los
problemas puede esconder la especificidad
con que ellos se plantean
en cada caso y, por lo tanto, la
especificidad de las respuestas que
hay que explorar. Sobre todo, no deberíamos ignorar que si lo dicho
acerca de los países centrales
muestra el enorme impacto universal
de la globalización, ese impacto
es más fuerte, al menos en sus lados
negativos, cuanto más débiles
son nuestros estados y nuestras
economías, y cuanto más desarticuladas
ya eran y siguen siendo
nuestras sociedades. No me cabe
duda de que el futuro de nuestros
países depende, en muy buena
medida, de la combinación de vigor
y flexibilidad, alimentada de auténtica
preocupación por el bien común,
con que importantes segmentos
de la población, incluidos muy
especialmente sus segmentos dirigentes,
acepten y a la vez domestiquen
la globalización mediante fortalecidos
estados nacionales.*
l Este documento, dada su naturaleza el nivel de análisis en que se ha
colocado y las propias limitaciones
de su autor, termina sin proponer políticas
o decisiones concretas. Pero
espero que sirva como enunciación
de algunos factores contextuales, o
parámetros aceptables, dentro de
los cuales, nos guste o no, los diversos
aspectos de la reforma del estado
deben desarrollarse. En éste y
otros planos sólo podríamos ignorar
a alto costo las complejas relaciones
-en parte complementarias y en parte
contradictorias- que he esbozado
entre el estado y los mercados crecientemente
globalizados, así como
el papel indispensable de la democracia
para encontrar, sustentar y legitimar
las soluciones que habrá que
ir explorando dentro de los laberintos
que nos impone este mundo actual.