Cría cuervos, ... Una historia poco conocida de las vidas de Mitre y Rosas

 Por Cesar Grass

Del libro “Rosas y Urquiza – Sus relaciones después de Caseros. Bs.As. 1948

Sin embargo, el general Mitre, debía su vida al general Rosas. El episodio fué referido por el propio Mitre al doctor Juan Angel Fariní, médico de su hijo Emilio. Fariní lo narró al doctor Juan Ortiz de Rosas, de cuyos  venerables labios escuché, poco antes de su muerte, la versión siguiente:

En cierta ocasión en que Fariní había concurrido a la casa de la calle San Martín para visitar como médico al ingeniero Emilio Mitre que se encontraba delicado, encontró al general, como era frecuente, al lado, del lecho del hijo enfermo. Terminada la visita, el general le acompañó a descender la escalera, invitándole luego, a charlar en su escritorio (la pieza que cuadra el patio de la planta baja).

Allí continuaron la plática, paseándose a lo largo de la habitación, que se encuentra amueblada tal como entonces.

En cierto momento, el huésped advirtió una preciosa miniatura con el retrato de Rosas, colocado sobre un mueble en sitio preferente y muy cerca de la mesa de trabajo del general (la miniatura se encuentra actualmente en el mismo sitio).

—¿Y esta miniatura? —exclamó Fariní, sorprendido, acercándose a ella. ¡Don Juan Manuel! —explicó Mitre que se había detenido y agregó sonriendo, halagado por la curiosidad del visitante—: ¿Le extraña?

—No es para menos. ¡Un retrato de Rosas en su casa! —replicó Fariní, sin salir de su estupor.

—¿No sabe V. que yo debo la vida a don Juan Manuel? —añadió entonces Mitre, con amable ironía.

¿Cómo así? —preguntó Fariní, cada vez más perplejo. - —Le explicare —agrego el dueño de casa—. Cuando yo era niño y vivía en la estancia de Gervasio Rozas, a cuyo lado me crié, éste me envió, cierta vez, por alguna diligencia a una estancia vecina ubicada en la margen opuesta del Salado. Había llovido bastante y el río estaba algo crecido. Yo no era baqueano en los pasos y buscaba el más aparente para vadearlo y ya iba a intentarlo por donde mejor me pareció, cuando surgió de improviso un jinete muy apuesto y muy bien aperado que me gritó:

—Chiquilín, ¿qué vas a hacer?

—Voy a pasar el río, señor...

—Por ahí no, criatura; te vas a ahogar —y agregó imperativo, dando espuelas a su caballo—: ¡Sígueme!

—Yo le obedecí y anduvimos silenciosamente varias cuadras, costeando el río hasta que, deteniéndose en determinado paraje, me dijo:

—Este es el vado más seguro. Agárrate bien de las crines de tu caballo y anda tranquilo, pero fíjate bien para no errarle en el regreso.

—Gracias, señor —le respondí.

—¿Y cómo te llamas? —me preguntó entonces el providencial personaje.

—Bartolomé Mitre, señor —repliqué.

—¿De dónde eres?

—De lo de don Gervasio Rozas, señor.

—Ah, ja. Decile a Gervasio que dice su hermano Juan Manuel que no sea bárbaro, que no se envía a una criatura como vos a cruzar el Salado crecido sin mandarlo a la muerte. ¡Y dale recuerdos míos!

—Con este antecedente, imagínese, mi querido Fariní —terminó Mitre—, que tengo razón para tener la efigie de Rosas en mi escritorio, debiendo advertirle que esa ha sido la única vez que he visto personalmente al terrible don Juan Manuel, contra quien debí escribir tanto después.