Santos patronos de la prensa “independiente”

Por Roberto Bardini

Aunque la historia nunca se repite como calco o fotocopia, quizás sea cierto que a veces reitera como farsa lo que en el pasado fue tragedia. Hay hechos y personajes que parecen retornar al presente, como déjà vu o taquicardia, fantasmas reciclados o clones con defectos de fábrica. Son réplica de viejos tiempos que conviene no olvidar.

Dos periodistas

[Primera parte]

En 1843, por encargo del porteño Florencio Varela, el cordobés José Rivera Indarte comienza a redactar el libelo Tablas de Sangre. Los dos son periodistas y unitarios. Están exiliados en Uruguay y se proponen divulgar en Europa los “crímenes” cometidos por Juan Manuel de Rosas.

Varela viajará a Gran Bretaña y Francia para solicitar la intervención militar de las dos potencias en el Río de la Plata y el derrocamiento del “tirano” federal. Antes, ha sido colaborador de Bernardino González, más conocido como Rivadavia¬ y famoso por contraer el empréstito de la firma británica Baring Brothers que endeudó al país durante 80 años. Ahora, en Montevideo, el desterrado se entiende bien con brasileños, británicos y franceses. Tan bien se entiende con ellos que propone separar a Corrientes y Entre Ríos de la Confederación Argentina para crear una nueva república en la mesopotamia.

Rivera Indarte, que ha sido federal, tiene veleidades de poeta: su primera obra, en 1834, es un exaltado Himno a los Restauradores. “Oh, Gran Rosas, tu pueblo quisiera / mil laureles poner a tus pies”, escribe. Pero también posee otras inclinaciones, menos literarias: en 1839 huye a Londres acusado de estafa y falsificación de documentos. Ese mismo año cambia rápidamente de bando y redacta Al tirano Juan Manuel de Rosas, donde lo define como “conjunto horrible de malvado y loco”.

El historiador y novelista Vicente Fidel López, que fue su compañero de escuela, lo describe en su Autobiografía, publicada en 1896, como precoz autor de libelos. También lo recuerda como “canalla, cobarde, ratero, bajo, husmeante y humilde en apariencia como un ratón”. Y el historiador Manuel Gálvez relata en su libro Vida de Juan Manuel de Rosas, editado en 1940, que Rivera Indarte fue expulsado de la Universidad por sustraer libros de la biblioteca y que “posee tanto talento periodístico como falta de escrúpulos para calumniar”.

Un muerto, un penique

En 1845 las Tablas de Sangre se publican por entregas en el Times, de Londres, y Le Constitutionelle, de París. Número a número, detallan la lista de víctimas de Rosas por degüello, fusilamiento, decapitación o envenenamiento. Son 480 personas… pero para llegar a esa cantidad, Rivera Indarte incluye a fallecidos de muerte natural, a muertos anteriores a la llegada del Restaurador al poder, a cadáveres sin identificar y a nombres inventados.

Rivera Indarte cobra un penique por muerto. Cada penique equivale, en valores actuales, a 17.50 dólares. Aquellos 480 asesinados –la mayoría ficticios– representan 8.400 mil dólares de hoy. Según el historiador José María Rosa, los paga la Casa Lafone, concesionaria de la Aduana de Montevideo. Su dueño es Samuel Lafone, un inglés descendiente de franceses que apoya a los unitarios, posee tierras en las Islas Malvinas y es dueño del vapor Lafonia, que viaja de la Banda Oriental a Port Stanley.

Con la esperanza de cobrar algunas libras más, el escriba agrega otras 22.560 muertes… que en realidad son los caídos de ambos bandos durante las guerras civiles de 1829 en adelante. Y de paso, lo acusa de malversar fondos públicos, considerar adúltera a su “respetable madre”, insultar a su padre moribundo, abandonar a su esposa enferma y violar reiteradamente a su hija Manuelita.

Viéndolo en perspectiva, el plumífero unitario podría ser el santo patrono de ciertos informadores actuales, que se autodenominan “profesionales” o “independientes” para diferenciarse de la nueva especie de mazorqueros de la comunicación que son los periodistas “militantes”.

Las Tablas de Sangre de Elisa Carrió

La pregunta es: Varela y Rivera Indarte, representantes del bando que vence a la “primera tiranía” en la batalla de Caseros en 1852, cuyos herederos derrocan en septiembre de 1955 a la “segunda tiranía” de Juan Perón y en marzo de 1976 destituyen a su esposa, ¿son profesionales o militantes?   

Las Tablas de sangre redactadas por José Rivera Indarte en Uruguay y divulgadas por Florencio Varela en 1843 en Gran Bretaña y Francia tienen por objetivo la intervención militar de estas dos potencias en el Río de la Plata y el derrocamiento de Juan Manuel de Rosas. Estos dos malos argentinos inauguran un estilo que, con variantes, se repetirá a lo largo de los años y se resume en la dicotomía formulada por Domingo Faustino Sarmiento desde Chile en 1845: civilización y barbarie.

Independientemente de los desvelos unitarios, dos años después el Reino Unido y Francia deciden enviar sus flotas a la América del Sur. El pretexto es la “intervención humanitaria” para proteger las vidas de los súbditos británicos y franceses residentes en Montevideo. El verdadero motivo es imponer por la fuerza la navegación en el Río Paraná para colocar sus productos manufacturados. Se trata, en síntesis, de desestabilizar a la “tiranía” instaurada en Buenos Aires.

Pero la “barbarie” criolla no arruga ante los cañones que envía la “civilización” europea a pedido de los unitarios. Por orden de Rosas, el general Lucio N. Mansilla se instala en la Vuelta de Obligado y el 20 de noviembre de 1845 presenta combate. Allí, a pesar de la inferioridad de condiciones de los patriotas federales, se escribe un glorioso capítulo silenciado durante décadas por los académicos oficiales. La resistencia se prolonga durante meses con el hostigamiento a la flota invasora desde las costas de Tonelero, Angostura del Quebracho y San Lorenzo, continúa con el retiro de la escuadra naval anglofrancesa y culmina tiempo después con el desagravio al pabellón nacional con una salva de 21 cañonazos.

A 166 años de la “misión” de Florencio Varela en Gran Bretaña y Francia, la historia parece repetirse como una tos convulsa mal curada. A principios de noviembre de 2009, la señora Elisa María Avelina Carrió, diputada de la Coalición Cívica, redacta sus propias Tablas de sangre para denunciar la actual “barbarie” nativa. Lo hace a través de una carta dirigida a las embajadas de Canadá, España, Estados Unidos, Francia, Italia y de algunos países iberoamericanos.

A diferencia de aquellos unitarios de mediados del siglo XIX, la señora Carrió no vive exiliada en Uruguay pero dispone de un refugio para meditar en el democrático balneario de Punta del Este. Su carta, bastante menos voluminosa que el libelo difamador de 75 páginas de Rivera Indarte, describe en sólo 1.510 palabras un cuadro de situación tan espantoso como inventado por el escriba unitario en 1843.

La señora Carrió afirma que Argentina “sufre una inusitada escalada de violencia que tuvo un inicio verbal pero que recientemente ha acentuado aspectos alarmantes de violencia física”. Destaca “el permanente ataque al periodismo y la legislación que pretende avasallar la libertad de expresión y la pluralidad”. Se alarma por “la inexistencia de libertad sindical, la inseguridad jurídica, la convalidación de violaciones al derecho internacional por parte del Ejecutivo, el intento de acabar con la libertad de expresión y la corrupción generalizada en los negocios públicos”. Denuncia “reiterados casos de espionaje interno sobre opositores, periodistas, ciudadanos y la difusión de informaciones calumniosas contra opositores”. Insiste acerca de “la estrategia intimidatoria, violenta e ilegal adoptada por el oficialismo” y finalmente alerta sobre “formación incontrolada de grupos armados en distintos puntos del país”.

En anteriores ocasiones la señora Carrió dijo el gobierno actual se inspira en el líder soviético José Stalin, fallecido en 1953, y el dictador rumano Nicolae Ceaucescu, ejecutado en 1989. En cierta forma, ella coincide con el abogado liberal Mariano Carlos Grondona Poggi, quien tras la muerte de Néstor Kirchner el 27 de octubre de este año, comparó a los seguidores juveniles del ex mandatario con las Juventudes Hitlerianas. Curiosamente, tanto la lideresa de la Coalición Cívica como el pensador televisivo buscan improbables referencias europeas del siglo pasado.

Por fortuna, a los destinatarios de las nuevas Tablas de sangre de la señora Carrió no se les ocurrió organizar una “intervención humanitaria” como la de la flota anglofrancesa en el Río Paraná en 1845. O, para dar un ejemplo más actual, como la coalición militar multinacional que “liberó” Afganistán en 2001 e Irak en 2003.

Adolfo Saldías y “el lodazal sangriento de la prensa argentina”

Ya se dijo que aunque la historia nunca se repite, quizás sea cierto que a veces reitera como farsa lo que antes fue tragedia. Por eso, en algunos momentos conviene recordar un pasado que cotidianamente se reestrena, cuando el enfrentamiento entre unitarios y federales de ayer parece prolongarse entre liberales y nacionales de hoy.

El caso del abogado, político e historiador Adolfo Saldías, fallecido en Bolivia el 17 de octubre de 1914, a los 65 años, y considerado como iniciador del revisionismo histórico argentino, es elocuente. Fue liberal, admirador de Bartolomé Mitre –a quien consideraba un maestro– y uno de los fundadores de la Unión Cívica Radical en 1891. Sin embargo, hoy es –siempre fue– ignorado por la Academia Nacional de Historia, la prensa de efemérides, las generaciones jóvenes e, incluso, la gran mayoría de radicales contemporáneos.

En Argentina siempre hubo motivos para justificar silenciamientos, rendiciones, omisiones, ejecuciones y desapariciones. En el caso de Saldías, su falta grave fue escribir tres tomos de Historia de Rosas y su época, publicados de 1881 a 1887, que se transformaron en cinco volúmenes titulados Historia de la Confederación Argentina en 1892. Con abundante documentación de la época, ofrece una imagen del Restaurador y sus adversarios muy distinta a las versiones unitarias que circulaban hasta entonces y que aún persisten.

La minuciosa y honesta obra de este escritor liberal fue el equivalente a un crimen de lesa patria. José María Rosa lo resume en el ensayo “Adolfo Saldías y la génesis de la Historia de la Confederación Argentina”, publicado en 1960:

“Después llegaría el silencio. Los diarios cobraron una repentina afonía, los críticos enmudecieron, los escritores callaron […]. Nadie hablaba, nadie escribía, nadie comentaba el libro que él creyera iba a conmover a la Argentina. No había ataques ni elogios. […] Nadie comentaba en público el Rosas, pero desaparecía de los anaqueles. Al año de ponerse a la venta el tercer tomo, ya no quedaba un solo ejemplar. ¿Éxito genuino o maniobra de algunos para hacerlo desaparecer? Por consejo de Irigoyen lo volvió a editar, cambiándole el nombre: ahora se llamaría Historia de la Confederación Argentina. La palabra ‘Rosas’ era todavía demasiado fuerte para un libro argentino de historia”.

Para los cenáculos liberales –que más de un siglo después aún mantienen bajo secuestro a la historia, la educación, la cultura y los medios de comunicación– Saldías continúa siendo un “maldito”, uno más entre tantos otros condenados por el index unitariensis.

Hoy, cuando ha estallado la controversia entre periodismo “militante” versus periodismo “independiente”, Saldías adquiere una vigorosa actualidad. Su descripción de la época de Rosas puede aplicarse al cotidiano campo de batalla en el que se miden sin tregua una militancia oficialista acrítica, que abarca los errores, y una enceguecida oposición a todo, que incluye los aciertos.

El historiador menciona “el lodazal sangriento en que se revolcaba en 1843 la prensa argentina de Buenos Aires y Montevideo” y lo describe con estas palabras: “Nunca como entonces se dio mayor publicidad a hechos más bochornosos para un país. Nunca se llevó más allá la diatriba y el insulto en la polémica. Nunca se exageró más las manifestaciones del odio político, en fuerza de la inaudita vanagloria de convencer a los extraños, cuya alianza se buscaba, de que había en la República Argentina una raza de caníbales”. Parecen líneas redactadas hoy.

Cuando se refiere al periodista José Rivera Indarte (1814-1845), autor de las Tablas de sangre y santo patrono de la prensa “independiente”, lo define como un “incansable propagandista de los odios que desgarraron su patria”, que vivía un “estado de combatividad sangrienta” y un “apostolado de difamación”.

Y hay una conclusión de Saldías sobre este calumniador profesional que se puede aplicar, con o sin copyright, a varios comunicadores actuales de la prensa escrita, la radio y la televisión: “De todos sus trabajos no se extrae una sola idea para el porvenir de su patria”.