El odio y la visión canalla del mundo

Por Ricardo Forster
para Revista XXIII
publicado el 10 de octubre de 2013

No resulta sencillo ir contra el prejuicio y el resentimiento, pero más difícil es intentar explicar el odio que, de un modo incisivo, constante, viscoso y sistemático, se difunde por ciertos medios de comunicación, recorre sin pudor las redes sociales deteniéndose, gozoso, en el deseo bajo, oscuro y ruin que va más allá de todas las diferencias políticas para anclarse en una visceral inhumanidad. Lo que se despliega por el éter informativo en estos días argentinos es, cuando de lo que se trata es de horadar y debilitar al gobierno, una estrategia inclemente que no se detiene ante ningún obstáculo ni conoce la frontera del respeto y la compasión por el padecimiento del otro. Peor es cuando esa estrategia encuentra su correspondencia en algunos sectores de la sociedad que, sin ningún disimulo, se regodean en ese deseo viscoso y en esa malignidad que resulta antagónica a toda forma de convivencia democrática. Escudándose en una “moralidad virtuosa”, en la apología de una república añorada desde que la “demagogia populista invadió la nación”, movilizan todos los recursos a su disposición para hacer naufragar un proyecto que, después de décadas de impunidad de los poderes reales, se plantó frente a los “dueños del país” defendiendo los intereses populares.

El odio y la visión canalla del mundo se conjugan en aquellos “periodistas” que buscan golpear a la figura presidencial. Vuelve sobre nosotros un discurso de una violencia que habíamos imaginado sellada en nuestra historia pero que regresa intocada de su viaje por el tiempo. Deseo de muerte, goce con el padecimiento y la enfermedad del otro, en este caso de Cristina como antes de Néstor Kirchner o, más lejos en el tiempo, de Evita. Virulencia. Comparaciones históricas infames: primero con el nazismo, después con el fascismo y, ahora, con el lopezrreguismo. Literalmente se mofan de las víctimas reales de la historia y juegan con los límites para transgredirlos de la forma más viscosa y canalla. En el deseo de ellos está lo peor. El odio es su estrategia y buscan multiplicarlo penetrando una zona oscura de nuestra sociedad que se reencuentra con una parte espantosa de sí misma, aquella que cristalizó en la frase “viva el cáncer” cuando Evita luchaba por su vida. El odio sólo construye destrucción. Por eso, hoy más que nunca, compromiso con la democracia, militancia de las ideas, rebelión contra los canallas y redoblamiento de la participación para continuar transformando el país en beneficio de las mayorías.

Es una época, la nuestra, cargada de intensidad, de urgencia y de peligro. A pocos días de las elecciones nacionales, demasiadas cosas están en juego como para no señalar el dramatismo de la hora, al que se le agrega, como una marca de la fatalidad, la repentina dolencia de Cristina. Por eso se vuelve importante detenerse en la complejidad del momento político por el que estamos atravesando. Intentar reflexionar constituye un ejercicio imprescindible cuando la realidad se vuelve turbia y los lenguajes mediáticos hegemónicos se ofrecen como los únicos constructores de sentido común. Nada más grave para un proyecto transformador que el predominio de esos lenguajes en los que se apaga la capacidad crítica y lo que prevalece es una lógica signada por la espectacularización de la infamia. Saben, siempre lo supieron, que para esmerilar al adversario lo mejor, lo más útil, es multiplicar al infinito el relato de la podredumbre y la inmoralidad. Ahora, cuando la Presidenta se encuentra convaleciente, lo intentarán hacer con la figura de Amado Boudou, de la misma manera que hasta las últimas semanas lo hicieron con Néstor Kirchner y la mitología de las bóvedas y la fabulosa riqueza acumulada en el sótano patagónico. Sin límites, sin pudor, van por todo pero comenzando por las personas, buscando destruirlas. Cada opinión, cada programa, cada artículo, cada editorial, cada foto son parte de esa estrategia de demolición.

Los proyectos democrático populares que vienen a conmover las estructuras del poder, esas mismas que no han dejado de utilizar distintas estrategias para garantizar su perpetuación a lo largo de nuestra historia, saben que deberán enfrentarse a esa ambición ilimitada y a su visión patrimonialista del país. Siempre se han visto a sí mismos como los dueños de la Argentina. Pero, junto a esa disputa central, aparece otra más opaca y, por lo tanto, menos visible: es la que surge de las exigencias y demandas, siempre renovadas cuanto más y mejor le va al país, por una sociedad que ya no quiere seguir comparando la actualidad con el pasado. El viaje de la memoria la deja, en la mayoría de los casos, indiferente. Busca ampliar sus derechos, su bienestar, su acceso al consumo y sus críticas ya no se corresponden con lo que ha quedado a sus espaldas, con el recuerdo de los tiempos de crisis, sino con las carencias del presente. El poder económico-corporativo, especialmente a través de sus instrumentos comunicacionales, utiliza con astucia estas demandas y la continuidad de lo no resuelto como un modo de dañar y debilitar al gobierno que también se enfrenta, además de con sus enemigos de siempre, a sus propias dificultades, debilidades, límites y a la expansión y profundización de una crisis económica de los países centrales que, si bien muestra su verdadero rostro social, sigue buscando sus caminos echando mano a las recetas del neoliberalismo.

No comprender en su justa medida la reproducción y perpetuación de este dispositivo de dominación constituye una incomprensión de este momento del capitalismo global. Analizar críticamente el carácter de la ofensiva del capital neoliberal significa desentrañar el grado de dramatismo que hoy amenaza a los proyectos políticos que buscan, sobre todo en Sudamérica, vías alternativas a las que nos condujeron y quieren seguir haciéndolo hacia la intemperie social y económica. La hora es dramática porque está en juego la continuidad o no de una política que ha podido, con sus dificultades y contradicciones, reinstalar en el centro de la escena la disputa por la distribución de la riqueza material y simbólica. El reforzado frente restaurador, que incluye a las corporaciones económico-mediáticas, a las fuerzas de la derecha, a las expresiones del peronismo conservador que van confluyendo alrededor de Massa y a los neoprogresismos reaccionarios intenta clausurar esta etapa de reparación de la vida social popular tan brutalmente dañada desde marzo del ’76. Buscando realizar su objetivo no escatiman ningún recurso, incluyendo los más oscuros y antidemocráticos. Sus estrategas trabajan día y noche para perforar el sentido común y ponerlo del lado de sus intereses. En el largo camino por ampliar democracia, libertad y, sobre todo, igualdad, el mayor de los escollos, ayer como hoy, seguirá siendo la colonización de las conciencias. Ellos lo saben y multiplican su capacidad de penetración e influencia a través de los lenguajes mediáticos. El daño no ha sido menor, y no sólo por aciertos del adversario. En los errores propios también hay que ir a buscar algunas de las causas de la debilidad electoral.

Los poderosos, los dueños de las riquezas y los que siempre se ufanaron de ser los grandes jugadores, intentan recuperar el terreno perdido horadando, desde todos los ángulos posibles y utilizando todos los recursos a su alcance, la continuidad de un proyecto que, después de décadas de penurias para los sectores mayoritarios, logró reabrir la esperanza en el interior de un pueblo lastimado y saqueado. Las personas comunes, los ciudadanos de a pie, los que viven el día a día con sus logros y sus dificultades, no suelen fatigar los caminos de la memoria a la hora de sentirse seducidos por opciones políticas que cierran a cal y canto cualquier alusión al pasado y a su tragedia social, económica, política y cultural porque, aunque no lo digan, están dispuestas, esas fuerzas hoy opositoras, a implementar aquellas terribles recetas que tanto daño nos hicieron. Exigen, con el derecho que surge de lo reconstruido y de sus propias perspectivas y demandas individuales, seguir mejorando y seguir superando los núcleos duros de la desigualdad, las carencias, las injusticias y las zozobras de la vida cotidiana. Menos tiempo le dedican a valorar lo que se ha conquistado en estos arduos y sorprendentes años en los que el país logró recuperar la brújula de su historia dejando atrás, como no se cansaba de decir Néstor Kirchner, el infierno en el que nos habíamos convertido como sociedad. Cuando pensábamos que nuevas formas de conciencia social nacían de los cambios de la última década, descubrimos, no sin preocupación, la continuidad de ciertas tramas de valores, de cierta lógica del sentido común que provienen de los años ’90 y que anidan en lo más profundo de una parte significativa de la sociedad. Siempre supimos que nada sería sencillo y menos el cambio de los paradigmas culturales que recorren esta época del mundo y que, claro, también siguen bien anclados en nuestro país.

Pensar el presente bajo los tópicos de un pasado idealizado, allí donde los sujetos permanecían solidarios a identidades duras, constituye un error. Lejos de las capturas ideológicas de largo aliento, más lejos aún de identidades fijas y permanentes, la ciudadanía de esta época mediatizada no suele permanecer adherida a solidaridades cristalizadas. Lo que era propio de otra época de nuestra saga nacional hoy se ha modificado hasta resultar desconocida y ajena de acuerdo a aquellos referentes identitarios. La fluidez, lo efímero, la fetichización del cambio y de la última novedad, la lógica de la sociedad de la mercancía y del espectáculo les exige a los lenguajes políticos y a la propia democracia que aprendan a lidiar con esa persistente fragilidad de las identidades contemporáneas. Nadie tiene la vaca atada. Cada día hay que renovar el vínculo y el contrato de origen. La fugacidad de lo vivido pende como una amenaza recurrente en el interior de una vida social que mide su satisfacción a cada instante y de acuerdo, la mayor parte de las veces, con la narrativa que de esa misma vida social se hace desde las grandes usinas comunicacionales que, en la actualidad, constituyen la avanzada de los poderes corporativos y el laboratorio desde el que se despliegan las nuevas formas hegemónicas que articulan el estado de las conciencias.

El peligro, ese que nos acompaña desde un inicio pero que redobla su presencia en estos tiempos de urgencia y dificultad, nace de creer que lo conquistado y lo recuperado, aquello que hizo y hace posible el diseño de una sociedad capaz de reconstruir lo que había sido brutalmente destruido desde los años de la oscuridad dictatorial y de la hegemonía del neoliberalismo vernáculo, no depende, hoy, acá y en estas horas decisivas y dramáticas, de la continuidad o no del kirchnerismo. Para ciertos bienpensantes, de esos que se dicen progresistas, no hay dramaticidad en el presente ni tampoco están en riesgo las grandes conquistas de los últimos años. Para ellos nada está en disputa porque lo iniciado en mayo del 2003 no ha resultado otra cosa que una impostura, una invención del relato demagógico del populismo. Siguiendo esta argumentación se preparan para convertirse en parte de la estrategia de la restauración conservadora pero, eso sí, en nombre de los ideales “progresistas”. No otra cosa es la que constituye el núcleo decisivo de la alianza entre Pino Solanas y Elisa Carrió y que alimenta a UNEN. Lo que Nicolás Casullo llamó “el progresismo reaccionario”.

Los poderosos, los que han ejercido a discreción –y apelando muchas veces a la violencia homicida– el poder en la mayor parte de la travesía histórica del país, saben que no se puede seguir permitiendo que un proyecto nacido de antiguos sueños de justicia e igualdad siga pronunciando ese camino que acabe invirtiendo décadas de dominación y sometimiento. Saben que la llegada del kirchnerismo vino a sacudir un estado de injusticia y de derrota de las tradiciones populares. Que vino a interrumpir la continuidad de la barbarie social y la ampliación de la desigualdad al mismo tiempo que reabrió la posibilidad de reconstruir la tradición de una lengua emancipatoria que hoy recorre una parte sustantiva de Sudamérica. Saben, también, que no pueden permitir la prolongación en el tiempo de un proyecto que le ha devuelto a la multitud invisible la potencia para encarar con energía renovada profundas transformaciones en el interior de una realidad social que sigue siendo un territorio en y de disputa. Saben, a su vez, que la ampliación de derechos multiplica las voces dispuestas a defender lo conquistado y a oponerse a los intentos de restauración del poder neoliberal. Es simple su intención: cortar de cuajo lo que nunca tenía que haber ocurrido, sellar, por inactual e imposible, la invención democrática que renació hace diez años cuando nada ni nadie lo podía prever o imaginar. Van, una vez más, por la reconquista de sus privilegios y por la plena posesión del poder de decisión. Quieren terminar con una aventura política que reinstaló entre nosotros la esperanza de la igualdad. Ellos no confunden ni se confunden, saben cómo y contra quién tienen que descargar toda su artillería destituyente. Con indisimulada intensidad lo vienen haciendo desde marzo del 2008 cuando comprendieron que algo imposible estaba sucediendo en el país. 

Mientras el poder real se ocupa de organizar la estrategia de la oposición, otros, los bienintencionados, los que suelen identificarse con posiciones progresistas, prefieren instalarse en la lógica de la demolición asociándose a la feroz campaña que desde las usinas del poder mediático se viene desarrollando contra el gobierno. Son los eternos buscadores de una “república virtuosa”, esa que supuestamente yace en un oscuro filón de la nación, extraviada después de los tiempos del primer centenario, y sometida una y otra vez –eso piensan y proclaman sin sonrojarse– por los populismos demagógicos, al vaciamiento y la corrupción. Sin encontrar ninguna incompatibilidad, allí donde buscan convertirse en los heraldos de los valores republicanos, suelen confluir con los poderes corporativos y, siempre, terminan por travestirse a imagen y semejanza de esos grupos privilegiados. Pero, eso sí, en nombre de la República y de su salvación. Lo que no dicen, por complicidad, ceguera o ignorancia, es que cada vez que esas fuerzas se alzaron para defender la “virtud amenazada de la república” no hicieron otra cosa que destruir derechos, aniquilar libertades y vaciar de contenido a la propia vida democrática. Ofreciendo un rostro y una retórica supuestamente progresista, arropados en banderas de larga prosapia libertaria, terminan por volverse funcionales a los verdaderos diseñadores de las estrategias destituyentes: el poder económico-mediático que va en busca de la restauración conservadora. Sin disimulos y movilizando sus peores recursos, aprovechan la inesperada enfermedad de Cristina para lanzarse, ávidos y despiadados, hacia su loca carrera de aniquilación de un proyecto que, pese a todas las ofensivas, persiste en seguir desafiando a ese poder atrincherado en sus privilegios y en su imperecedero odio. Tal vez, por qué no, vuelvan a encontrarse con la potencia de quien ha sabido sostener la loca aventura de construir un país más justo.