Un cuento de navidad

Por Alejandro Casona*
Aquella noche de diciembre, no era una noche como las demás. El viento de hielo hacia temblar los olivos de Jerusalén a Nazaret, si era el mismo; la nieve que tendía sobre el praderío sus manteles agujereados de charcos, sí era la misma; y también los carámbanos que colgaban sus barbas de enano en los tejados de las chozas. Y, sin embargo, bien claro se veía que no era una noche como las demás; porque en su blancura silenciosa había una íntima tensión, un jadeo impaciente de músicas nunca oídas, un remoto latir de raíces anunciadoras de no se sabe que tremendo y dulcísimo milagro.

El viento, en vez de aullar al enredar sus cabellos en las ramas, les susurraba algo urgente y sigiloso como una consigna, y las ramas se abrían asombradas dejándole paso. Las ovejas, acarradas en el redil , se apretujaban inquietas, con un temblor que por vez primera no era de miedo. Y hasta la misma nieve sentía un entrañable escozor que le venía de muy adentro y que trasmanaba de ella como un caliente vaho animal. Era como si la noche entera, conteniendo la respiración, se hubiera puesto a pensar intensamente para que la nueva madrugada tuviera una nueva idea.

Tan distinta de las otras era aquella noche, que el cielo mismo se consideró obligado a condecorarla con una estrella más. Los pastores, buenos sabedores de estrellas, no podían engañarse, era una estrella viajera que venía de Oriente, de las tierras morenas del camello y las especias, donde los reyes, al celebrar sus bodas y nacimientos, se hacen entre sí las ofrendas tradicionales de oro, el incienso y la mirra.

¿Qué mensaje de cataclismo o maravilla traería aquel lucero errante?

De pronto rasgó los aires el clarín angélico y todos los pastores se miraron estremecidos. Cuando los pobres escuchan las trompetas nunca esperan nada bueno. Ellos aguardaban algo tan terrible que quizá no fueran capaces de soportarlo, o tan grande, que quizá no fueran capaces de comprenderlo. Pero las sencillas palabras de la Anunciación los tranquilizaron. ¡ Era solamente que iba a nacer un niño pobre!

Entonces cayeron de rodillas y cantaron un aleluya de aliviado gozo. Porque un misterio tan dulce y tan pequeño cabía dentro de su corazón.

En el establo de barro y de paja, como los nidos de las golondrinas, dormía el recién nacido entre la mula y el buey. María le brezaba con una de aquellas canciones lentas que llenaban sus largos silencios de costurera. José trataba de asegurar la puerta salida de sus goznes. Todavía no habían llegado los reyes ni los pastores.

De repente la puerta se abrió violentamente, y otro hombre y otra mujer entraron en el refugio con otro niño. La barba aborrascada del hombre y el largo cuchillo que llevaba cruzado en el cinturón de su soga atemorizaron a María, recordándole viejas historias de ladrones.

-No temáis- dijo el hombre-; los soldados me persiguen, pero nunca he hecho otro mal que el necesario para defender nuestras vidas. Sólo pido refugio y un poco de fuego para mi mujer y mi hijo.

-Acércate - dijo María a la mujer-. Tus ropas están heladas. Dame a tu hijo, que lo duerma en mi regazo.
Y tendió las manos pero la mujer la rechazó con un grito:
-¡No! ¡Nadie puede tocarlo más que yo! El tuyo es hermoso y sano. Guarda tus manos para él.
María la miró con extrañeza, sin comprender, y la vio llorar en silencio, besando aquella carne de su carne para calentarla, como vaca a su nacido.
Cuando fijo sus ojos en el cuerpo del niño comprendió por fin. Unas pústulas rosadas se abrían en sus rodillas, y redondas escamas de plata le salpicaban el pecho como la tiña del musgo blanco en el tronco del abedul.
José no pudo sofocar una exclamación de espanto:
-¡Lepra!...
-No tengáis miedo- repitió el hombre del cuchillo-; no lo acercaremos al vuestro. Ya estamos acostumbrados a andar siempre al borde los caminos, a no pisar los molinos ni las viñas, a pedir pan desde lejos y a no dirigir la palabra a nadie si no es con la boca contra el viento. Pero la noche está helada, y el pequeño no podría resistirla. Sólo pedimos un poco de fuego en un rincón.
María se sintió conmovida en las entrañas. Tranquilizó a José con una mirada, dejó a su Niño en el pesebre, al aliento manso de la mula y el buey, y tomando resueltamente al enfermo en sus brazos lo tendió en el cuenco todavía caliente de las rodillas donde había dormido a su Hijo. Y apretándolo contra el pecho siguió cantando en voz baja para el pequeño leproso.
Al amanecer, cuando los pastores caminaban hacia el establo entre flautas y rabeles, portando sus aguinaldos y recentales y quesos montaraces, todas las huellas del "mal blanco" habían desaparecido milagrosamente. El niño leproso reía feliz, con todo su cuerpo sano y limpio. Solamente en el hombro derecho le había quedado en recuerdo una marca de plata pequeña y blanca como una flor de lis.
Treinta y tres años más tarde ardía Palestina en rebeliones de doctrina contra Roma pagana y de independencia contra la Roma imperial. Los mártires de una y otra eran llevados al suplicio infame del madero acusados de falsos profetas o de ladrones.
A la cárdena luz de la tarde el dulce Jesús de Galilea agonizaba en su cruz. A su diestra, un fuerte montañés de barba aborrascada se retorcía entre los cordeles de la suya con un lamento largo más semejante a una queja que a una protesta.
- ¿ Por qué me acusan de vivir fuera de la ley si nunca me han dejado vivir dentro? De niño sólo conocí el borde de los caminos; ni el lagar de las uvas ni el umbral de los molinos me permitían pisar, ni pedir mi pan si no era con boca contra el viento. Nací con los míos, marcado por el mal y la miseria. De mi padre sólo heredé un cuchillo y el instinto animal de las montañas. ¿ De qué pueden acusarme ahora los que acosaron siempre como a un perro sarnoso? Solamente una dulce mujer me cantó una noche de nieve sobre sus rodillas, y a ella le debo la vida tanto como a mi propia madre. Si hice algún inútil, yo te pido perdón por su recuerdo...
El Rabí le miró profundamente, y vio que en hombro derecho tenía una marca de plata, pequeña y blanca como una flor de lis.
Entonces le sonrió piadosamente con las palabras del perdón.
-"En verdad te digo que esta misma noche entrarás conmigo en la Casa de mi Padre".


*Alejandro Rodríguez Álvarez, conocido como Alejandro Casona, o también «El Solitario» fue un dramaturgo y maestro español de la Generación del 27.​ Wikipedia