El fin de la Guerra Fría. Su significado para Europa y el Tercer Mundo

Autor: Dr. Wolfgang Benz
Rev Cien Cult  n.17 La Paz ago. 2005

La Guerra Fría significó para los europeos un orden que se asumió como natural y al que al final se habían acostumbrado. Mi generación, por ejemplo, no se pudo imaginar durante mucho tiempo que se produjera ningún cambio en el sistema, y en todo caso, la gente en general prefería una guerra fría a una guerra con armas. En realidad esta situación provocaba una especie de seguridad, pues daba la sensación de que las potencias, aunque estaban en una competencia de armamento, no estaban realmente interesadas en una guerra. Así, la Guerra Fría se convirtió en una suerte de ceremonia con sus propios y específicos rituales, pero que en todo caso proporcionaba la seguridad de que ninguno de los dos lados se animaría a desatar una guerra. El hecho de que las fronteras de este conflicto pasaran por Alemania, por el muro que traspasó Berlín desde 1961, era además un problema especial para Alemania. En mi país la confrontación era algo cotidiano, y parecía que no se la podría superar. Se vivía permanentemente dentro de un campo de tensiones entre los Estados Unidos, que daban protección a Alemania Occidental, y la Unión Soviética, que lo hacía con la República Democrática Alemana.


Sin embargo, desde 1989 el sistema soviético colapsó. Y el hecho de que nadie esperara esto puede ser referido con una anécdota personal. En una conferencia internacional realizada en París a comienzos de 1989, todos los colegas historiadores que participaban habían concluido en que un cambio de la situación no sería deseable ni posible. Para entender esta percepción es necesario repasar la forma que adquirió este sistema estabilizado inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial.

La alianza que habían establecido las dos potencias aliadas para luchar contra Hitler no perduró después de 1945, pues ambas representaban sistemas diametralmente opuestos: en Occidente, los Estados Unidos, con sus ideales de una democracia parlamentaria, como garantes de una libertad individual que tenía fundamento en un orden de mercado capitalista, por un lado, y la Unión Soviética, por el otro, que prometía bienestar y felicidad en un futuro socialista y democrático-popular, como antítesis de la democracia individualista del capitalismo. Mientras que el éxito material y el estándar de vida lujoso que mostraba el ciudadano norteamericano promedio era inmanente al modelo del orden de occidente, la felicidad que prometía el socialismo estaba en el futuro.

Así, Europa y el mundo se dividieron en dos bloques de potencias y durante medio siglo ambos sistemas estarían confrontados diametralmente. La desconfianza de Stalin activó el temor de Washington de una revolución mundial patrocinada por la Unión Soviética, por lo que inundó Europa con ayuda material para inmunizarla del comunismo. El Plan Marshall, que entró en vigencia en 1948, fue verdaderamente una vigorosa y efectiva ayuda económica al occidente europeo, y sus efectos psicológicos y materiales fueron de una dimensión difícil de valorar. La ayuda norteamericana fue especialmente apreciable para la parte occidental alemana. Muchos pensaban incluso que ayudar al enemigo después de tres años de finalizada la guerra era incomprensible y que en realidad Alemania debía ser castigada.

Pero esta ayuda generosa tuvo también como consecuencia la división del continente y después del mundo, abriendo la fase de la Guerra Fría. El Plan Marshall se ofreció también a la parte de Alemania ocupada por la Unión Soviética y a otros países de Europa occidental, además de Checoslovaquia y Polonia, países ya dominados por los soviéticos. Esto provocó que Moscú y los países dependientes de la Unión Soviética rechazaran esta ayuda, por considerarla dirigida a hace retornar a estos países al sistema capitalista.

El dramatismo de la situación se puso en evidencia en la crisis de Berlín, en 1948. Para evitar la difusión de la política norteamericana, la Unión Soviética bloqueó la entonces capital alemana de la parte occidental del país. Los Estados Unidos vieron este acto de fuerza de los soviéticos como el principio de una expansión violenta y demostraron con un puente aéreo su superioridad técnica y económica. Una ciudad de millones de habitantes fue suministrada por el aire durante un año. Todavía se trata de un mérito increíble y constituyó de hecho uno de los rituales de la Guerra Fría a los que me he referido. Del mismo modo, años después, los norteamericanos usaron la bomba atómica como una forma de demostrar la superioridad tecnológica norteamericana, y la Unión Soviética trató de hacer lo mismo con su incursión al espacio exterior en 1958.

En la Guerra Fría que vivió Europa y el mundo siempre se estaba en peligro de escalar a una tercera guerra mundial. Así, en 1950, en Corea, un país dividido como Alemania, entró armamento comunista del Norte al Sur, lo que resultó en una guerra entre Washington y Moscú que terminó sin dar ningún resultado y consolidó un statu quo que mantiene la división del país hasta ahora.

La Guerra Fría entró a una fase de estabilización cuando pasó a expresarse en dos alianzas y sistemas de defensa. Moscú incluyó a los Estados bajo su influencia, el Este y Europa central, en un sistema económico y militar conocido como el Pacto de Varsovia, mientras que bajo la dirección de los Estados Unidos se fundó la OTAN, a la que en 1955 se incorporó Alemania Occidental. Otro tanto ocurrió con la República Democrática Alemana respecto del Pacto de Varsovia. Y nada caracterizaría más claramente la división de la nación alemana que la inclusión de ambas partes en sistemas militares y económicos enfrentados.

De la influencia de Moscú solamente quedó libre Yugoslavia, que había decidido buscar el camino del socialismo por su propia cuenta, mientras que los Estados neutrales de Europa se pusieron ideológica y económicamente del lado occidental; de eso no hubo duda desde el principio. Solamente Finlandia se vio obligada a hacer depender su gestión política de la Unión Soviética, aunque formalmente no era parte del bloque del este.

El sistema mundial que había hecho surgir la Guerra Fría parecía destinado a una subsistencia duradera como organismo, porque garantizaba una paz armada. Nadie dudó de esto durante décadas. El mundo estaba dividido en dos bloques de poder, y al lado existía un Tercer mundo que estaba representado en la ONU y que a su vez era objeto de competencia entre las potencias en el plano de la ayuda para su desarrollo. Una parte de estos países se unieron a la alianza occidental por medio de varios convenios de seguridad que habían firmado los Estados Unidos y 43 naciones en 1955. El bloque soviético por su parte, siguió un camino parecido aliándose con la República Popular China, Corea y Vietnam del Norte, en Asia.

La crisis de Cuba, ocurrida en 1960, pareció llevar una vez más al mundo al temido conflicto militar. En cuanto a la guerra del Vietnam, si bien en 1964 era para los Estados Unidos un escenario lateral de la Guerra Fría, sí tuvo efectos significativos para la autoestima norteamericana cuando en 1975, bajo la presión de la opinión pública, la potencia del Norte se vio obligada a retirarse de la guerra y reconocer defacto la victoria comunista.

La estabilidad que habían conseguido ambas partes con el sistema de la Guerra Fría dejó surgir la idea de que finalmente no habría una confrontación. Europa occidental se organizó en entidades de integración como la Unión Económica Europea y el Consejo Europeo, de las cuales surgió la Unión Europea. Así, tanto en el Este como en el Oeste se buscó la formula de la coexistencia. No un acercamiento ni la disolución de las fronteras, porque ambas partes no eran entidades geográficas sino formas ideológicas diametralmente opuestas, y además con mucho armamento acumulado, pero sí una forma de convivencia que evitara el peligro de la guerra. Porque Europa era un verdadero arsenal que se modernizaba y actualizaba permanentemente en ambas partes.

Una de las razones por las que se escogía este statu quo era que ninguna de las partes parecía dispuesta a flexibilizar su posición. No había razones, por ejemplo, para dudar de la estabilidad del sistema soviético, mucho más después de que los levantamientos populares como el de la República Democrática Alemana en 1953 o el movimiento revolucionario de Hungría en 1956 fueran sometidos y quebrantados brutalmente y de modo expeditivo. La "Primavera de Praga" de 1968 tuvo otras características, y por eso resultó más peligrosa para el sistema socialista. El socialismo con rostro humano que en 1968 fue propagado en Checoslovaquia era atractivo en Europa del Este y por eso fue una fuerza explosiva. Por eso Moscú organizó el fin del intento checo de emancipación como una intervención conjunta de los Estados del Pacto de Varsovia en un país amigo para volverlo al camino correcto.

Esta intervención del intento de reforma de Praga se explicó ideológicamente con la llamada doctrina Brezhnev, una especie de constitución del sistema soviético que sostenía que no se podía dar jamás un paso atrás en la historia, y que la Unión Soviética tenía la misión de propagar la independencia, la paz y la seguridad en Europa del Este, conjuntamente con los otros miembros del Pacto, para poner una barrera insuperable contra las agresivas fuerzas imperialistas. Pero detrás de la fraseología soviética estaba la intención muy clara de conservar y eternizar el statu quo alcanzado en Europa y el mundo.

De manera que nadie pensó en este contexto que el sistema soviético se caería a pedazos. Sin embargo, un síntoma de crisis ya más severo fue lo que ocurrió en Polonia, donde el movimiento del sindicato "Solidaridad" dio fuerza a la idea de una sociedad nueva de modo tan peligroso que el General Jaruselzki impuso una dictadura militar para tener el país bajo control. El movimiento polaco podía haberse interpretado específicamente como producto del carácter y la posición especial de la sociedad polaca en el bloque soviético, debido al catolicismo de su pueblo, a sus tradiciones nacionales o a otros motivos. Pero también países vecinos como Checoslovaquia y Hungría se remontaban a sus tradiciones europeas para llevar adelante sus movimientos. En todo caso, fue en la RDA, como parte más occidental del bloque soviético, donde esos cambios fueron considerados más factibles.

Mientras, Mijail Gorbachov, desde 1985 el nuevo secretario general del Partido Comunista y hombre más poderoso en Moscú, había llegado como reformista a su cargo con propósitos de democratización y modernización del país. Glasnost y Perestroika se convirtieron en las palabras clave de la época, y acontecimientos como la tragedia del reactor de Chernobyl, en Ucrania, y la guerra de Afganistán fueron el trasfondo y el ambiente para la implementación de las reformas en la sociedad soviética. A pesar de la censura, tanto la catástrofe medioambiental como el fracaso de la incursión militar en Afganistán no se pudieron guardar en secreto, y el descontento de los ciudadanos soviéticos salió a la luz. Polonia y Hungría se convirtieron entonces en la vanguardia de la revolución pacífica que en un corto lapso (otoño de 1989) se dio en Europa del este.

No quiero seguir hablando de esto desde esta perspectiva individual, país por país, pero sí quiero hacerlo de forma breve en relación a las consecuencias del colapso del sistema soviético. En un barco ruso, en diciembre de 1989, se produjo finalmente el fin de la Guerra Fría, en una reunión entre el Presidente norteamericano y Gorbachov. Éste declaró que los métodos de la Guerra Fría y la confrontación de las potencias había fracasado, que el orden bipolar debería ser reemplazado por un sistema multipolar y que Europa debía tener cada vez más presencia en los dolorosos procesos por los cuales debían pasar los países del Este en su retorno hacia Europa y en la transición al modelo occidental de Estado y sociedad, que se caracteriza por tres elementos: la democracia parlamentaria, el Estado de derecho y la economía de mercado, es decir, el capitalismo.

Sin embargo, eso significó para muchos ciudadanos una pérdida dramática de estatus económico. De ahí que la euforia de ese año transitorio de 1990 se convirtió en un descontento. En Alemania el problema era especialmente agudo, porque la unificación de las dos Alemanias, pese al entusiasmo que provocó inicialmente, no solucionó los problemas económicos del Este; por el contrario, creo inmensos problemas económicos.

La nueva Alemania unida, que se oficializó a partir de 1990, unión que para algunos había sido motivo de temor y para otros esperanza, cobijaba en realidad a dos sociedades. Dos sociedades que compartían la misma historia, pero con una fase generacional en la que se habían desarrollado mentalidades muy diferentes, lo cual tenía necesariamente consecuencias. Dos sociedades que no podían convivir muy bien juntas, porque su socialización, sus valores y sus ideas se diferenciaban de manera muy marcada; además, durante la Guerra Fría se había desarrollado la idea de que al otro lado estaba el enemigo. Y disolver esas imágenes de enemistad toma mucho tiempo.

El proceso de transformación supuso un cúmulo de problemas económicos en relación con la pérdida de puestos de trabajo. Por eso en Alemania oriental muchos tuvieron la sensación de que el orden antiguo era mejor y más cómodo, e incluso surgió la idea de que el país había sido ocupado por la otra parte de Alemania. Estos problemas eran más fuertes en Alemania que en otras partes, como por ejemplo en Polonia.

El final de la Guerra Fría creó una situación absolutamente nueva en Europa. El Pacto de Varsovia y la alianza militar del Este se disuelven sin ser reemplazados, y los países miembros del Pacto ingresan a la alianza occidental de la OTAN. Este proceso, además de único en la historia, fue extremamente rápido, de manera que sus consecuencias están todavía marcando nuestra vida diaria y la política interior de todos los países involucrados, que se volcaron a una economía capitalista.

Con el colapso del sistema soviético también llegó el final de las ideologías. La visión de la humanidad del socialismo había fracasado, pero no sólo el socialismo sino también los partidos socialdemócratas, que en todas partes tenían ahora muchas más dificultades para imponer sus programas redistributivos. Los ciudadanos ya no estaban tan interesados en programas o ideologías y surgieron nuevos problemas que no tenían nada que ver con los de la Guerra Fría. Los nuevos problemas están relacionados con la nueva situación de bienestar que han alcanzado la mayoría de los países europeos, mientras que los temas antiguos se circunscriben ahora al Tercer Mundo.

Otra consecuencia importante que se produce en Europa es la pérdida de confianza en la política. Existe una tendencia fuerte que se inclina a la construcción de un nuevo centro político, caracterizado por programas políticos y partidarios sin ideologías, que ven al futuro signado por la economía de mercado.

En lo que respecta al Tercer Mundo, el fin de la Guerra Fría no ha cambiado el hecho de que los problemas de la pobreza, el desempleo, etc., aún sean los principales, e incluso en algún sentido tal vez se hayan vuelto más graves. Pues los países que tienen mano de obra barata, por ejemplo, están en el peligro de convertirse en neocolonias.

Una forma de ayudar a los países en desarrollo sería brindar apoyo efectivo en forma de fondos de solidaridad. Porque la solidaridad internacional funciona, eso se ha podido ver hace muy poco cuando ocurrieron las catástrofes en el sudeste de Asia, pero no se la está planteando en una perspectiva a largo plazo, sino como un producto emocional de las tragedias actuales. Y aunque sea una idea que a un economista le parecería poco aconsejable, se debería seguir la sugerencia de un historiador en sentido de que los países ricos deberían dar una parte de sus ganancias al Tercer Mundo. Un instrumento tal sería realmente efectivo y supondría un cambio de estructura tan revolucionario que solamente podría lograrse con la unión de todos los Estados.

Fuente: .scielo.org.bo