Sobre las miras del Congreso que acaba de convocarse, y Constitución del Estado

Por Mariano Moreno
Publicado el "La Gazeta de Buenos Ayres el 1 de noviembre de 1810


Los progresos de nuestra expedición auxiliadora apresuran el feliz momento de la reunión de los diputados que deben reglar el estado político de estas provincias. Esta asamblea respetable, formada por votos de todos los pueblos, concentra desde ahora todas sus esperanzas, y los ilustres ciudadanos que han de formarla, son responsables a un empeño sagrado, que debe producir la felicidad o la ruina de estas inmensas regiones. Las naciones cultas de Europa esperan con ansia el resultado de tan memorable congreso; y una censura rígida, imparcial e inteligente analizará sus medidas y providencias. Elogios brillantes de filósofos ilustres, que pesan más en una alma noble que la corona real en la cabeza de un ambicioso, anunciarán al mundo la firmeza, la integridad, el amor a la patria, y demás virtudes que hayan inspirado los principios de una constitución feliz y duradera. El desprecio de los sabios, y el odio de los pueblos precipitarán en la ignominia y en un oprobio eterno a los que malogrando momentos, que no se repiten en muchos siglos, burlasen las esperanzas de sus conciudadanos, y diesen principio a la cadena de males que nos afligirían perpetuamente, si una constitución bien calculada no asegurase la felicidad de nuestro futuro destino. Tan delicado ministerio debe inspirar un terror religioso a los que se han encargado de su desempeño; muchos siglos de males y desgracias son el terrible resultado de una constitución errada; y raras veces quedan impunes la inercia o ambición de los que forjaron el infortunio de los pueblos.

No por esto deben acobardarse los ínclitos varones encargados de tan sublime empresa. La acreditada sabiduría de unos, la experiencia de otros, las puras intenciones de todos, fundan una justa esperanza de que la prosperidad nacional será el fruto precioso de sus fatigas y tareas. Pocas veces ha presentado el mundo un teatro igual al nuestro, para formar una constitución que haga felices a los pueblos. Si nos remontamos al origen de las sociedades, descubriremos que muy pocas han reconocido el orden progresivo de su formación, reducido hoy día a principios teóricos, que casi nunca se ven ejecutados. La usurpación de un caudillo, la adquisición de un conquistador, la accesión o herencia de una provincia, han formado esos grandes imperios, en quienes nunca obró el pacto social, y en que la fuerza y la dominación han subrogado esas convenciones, de que deben los pueblos derivar su nacimiento y constitución. Nuestras provincias se hallan en un caso muy distinto. Sin los riesgos de aquel momento peligroso en que la necesidad obligó a los hombres errantes a reunirse en sociedades, formamos poblaciones regulares y civilizadas; la suavidad de nuestras costumbres anuncia la docilidad con que recibiremos la constitución que publiquen nuestros representantes; libres de enemigos exteriores, sofocada por la energía de la Junta la semilla de las disensiones interiores, nada hay que pueda perturbar la libertad y sosiego de los electores; regenerado el orden público hasta donde alcanzan las facultades de un gobierno provisorio, ha desaparecido de entre nosotros el estímulo principal con que agitadas las pasiones producen mil desastres al tiempo de constituirse los pueblos; la América presenta un terreno limpio y bien preparado, donde producirá frutos prodigiosos la sana doctrina que siembren diestramente sus legisladores; y no ofreció Esparta una disposición tan favorable, mientras ausente Licurgo buscaba en las austeras leyes de Creta y en las sabias instituciones del Egipto, los principios de la legislación sublime, que debía formar la felicidad de su patria. Animo, pues, respetables individuos de nuestro Congreso; dedicad vuestras meditaciones al conocimiento de nuestras necesidades; medid por ellas la importancia de nuestras relaciones; comparad los vicios de nuestras instituciones con la sabiduría de aquellos reglamentos que formaron la gloria y esplendor de los antiguos pueblos de la Grecia; que ninguna dificultad sea capaz de contener la marcha majestuosa del honroso empeño que se os ha encomendado; recordad la máxima memorable de Foción, que enseñaba a los atenienses pidiesen milagros a los dioses, con lo que se pondrían en estado de obrarlos ellos mismos; animaos del mismo entusiasmo que guiaba los pasos de Licurgo, cuando la sacerdotisa de Delfos le predijo que su república sería la mejor del universo; y trabajad con el consuelo de que las bendiciones sinceras de mil generaciones honrarán vuestra memoria, mientras mil pueblos esclavos maldicen en secreto la existencia de los tiranos ante quienes doblan la rodilla.

Es justo que los pueblos esperen todo bueno de sus dignos representantes; pero también es conveniente que aprendan por sí mismos lo que es debido a sus intereses y derechos. Felizmente, se observa en nuestras gentes, que sacudido el antiguo adormecimiento, manifiestan un espíritu noble, dispuesto para grandes cosas y capaz de cualesquier sacrificios que conduzcan a la consolidación del bien general. Todos discurren ya sobre la felicidad pública, todos experimentan cierto presentimiento de que van a alcanzarla prontamente; todos juran allanar con su sangre los embarazos que se opongan a su consecución; pero quizá no todos conocen en qué consiste esa felicidad general a que consagran sus votos y sacrificios; y desviados por preocupaciones funestas de los verdaderos principios a que está vinculada la prosperidad de los estados, corren el riesgo de muchos pueblos a quienes una cadena de la más pesada esclavitud sorprendió en medio del placer con que celebraban el triunfo de su naciente libertad.

Algunos, transportados de alegría por ver la administración pública en manos de patriotas, que en el antiguo sistema (así lo asegura el virrey de Lima en su proclama) habrían vegetado en la obscuridad y abatimiento, cifran la felicidad general a la circunstancia de que los hijos del país obtengan los empleos, de que eran antes excluidos generalmente; y todos sus deseos quedan satisfechos cuando consideran que sus hijos optarán algún día las plazas de primer rango. El principio de estas ideas es laudable; pero ellas son muy mezquinas, y el estrecho círculo que las contiene podría alguna vez ser tan peligroso al bien público como el mismo sistema de opresión a que se oponen. El país no sería menos infeliz, por ser hijos suyos los que lo gobernasen mal; y aunque debe ser máxima fundamental de toda nación no fiar el mando sino a los que por razón de su origen unen el interés a la obligación de un buen desempeño, es necesario recordar que Siracusa bendijo las virtudes y beneficencias del extranjero Gelón, al paso que vertía imprecaciones contra las crueldades y tiranía del patricio Dionisio.

Otros agradecidos a las tareas y buenas intenciones del presente gobierno, lo fijan por último término de sus esperanzas y deseos. En nombrándoseles la Junta, cierran los ojos de su razón, y no admiten más impresiones que las del respeto con que la antigua Grecia miraba en sus principios al Areópago. Nada es más lisonjero a los individuos que gobiernan, nada puede estimularles tanto a todo género de sacrificios y fatigas, como el verse premiados con la confianza y estimación de sus conciudadanos; y si es lícito al hombre afianzarse a sí mismo, protestamos ante el mundo entero que ni los peligros, ni la prosperidad, ni las innumerables vicisitudes a que vivimos expuestos, serán capaces de desviarnos de los principios de equidad y justicia que hemos adoptado por regla de nuestra conducta: el bien general será siempre el único objeto de nuestros desvelos, y la opinión pública el órgano por donde conozcamos el mérito de nuestros procedimientos. Sin embargo, el pueblo no debe contentarse con que sus jefes obren bien; él debe aspirar a que nunca puedan obrar mal, que sus pasiones tengan un dique más firme que el de su propia virtud; y que delineado el camino de sus operaciones por reglas que no esté en sus manos trastornar, se derive la bondad del gobierno, no de las personas que lo ejercen, sino de una constitución firme, que obligue a los sucesores a ser igualmente buenos que los primeros, sin que en ningún caso deje a éstos la libertad de hacerse malos impunemente. Sila, Mario, Octavio, Antonio, tuvieron grandes talentos y muchas virtudes; sin embargo, sus pretensiones y querellas despedazaron la patria, que habría recibido de ellos importantes servicios si no se hubiesen relajado en su tiempo las leyes y costumbres que formaron a Camilo y a Régulo.

Hay muchos que fijando sus miras en la justa emancipación de la América, a que conduce la inevitable pérdida de España, no aspiran a otro bien que a ver rotos los vínculos de una dependencia colonial, y creen completa nuestra felicidad, desde que elevados estos países a la dignidad de estados, salgan de la degradante condición de un fundo usufructuario, a quien se pretende sacar toda la substancia sin interés alguno en su beneficio y fomento. Es muy glorioso a los habitantes de la América verse inscriptos en el rango de las naciones, y que no se describan sus posesiones como factorías de los españoles europeos; pero quizá no se presenta situación más crítica para los pueblos, que el momento de su emancipación; todas las pasiones conspiran enfurecidas a sofocar en su cuna una obra a que sólo las virtudes pueden dar consistencia; y en una carrera enteramente, nueva cada paso es un precipicio para hombres que en trescientos años no han disfrutado otro bien que la quieta molicie de una esclavitud, que aunque pesada, había extinguido hasta el deseo de romper sus cadenas.

Resueltos a la magnánima empresa, que hemos empezado, nada debe retraernos de su continuación: nuestra divisa debe ser la de un acérrimo republicano que decía: malo periculosam libertatem quam servitium quietum; pero no reposemos sobre la seguridad de unos principios que son muy débiles si no se fomentan con energía; consideremos que los pueblos, así como los hombres, desde que pierden la sombra de un curador poderoso que los manejaba, recuperan ciertamente una alta dignidad, pero rodeada de peligros que aumentan la propia inexperiencia: temblemos con la memoria de aquellos pueblos que por el mal uso de su naciente libertad, no merecieron conservarla muchos instantes; y sin equivocar las ocasiones de la nuestra con los medios legítimos de sostenerla, no busquemos la felicidad general sino por aquellos caminos que la naturaleza misma ha prefijado y cuyo desvío ha causado siempre los males y ruina de las naciones que los desconocieron.

¿Por qué medios conseguirá el Congreso la felicidad que nos hemos propuesto en su convocación? La sublime ciencia que trata del bien de las naciones, nos pinta feliz un estado que por su constitución y poder es respetable a sus vecinos; donde rigen leyes calculadas sobre los principios físicos y morales que deben influir en establecimiento, y en que la pureza de la administración interior asegura la observancia de las leyes, no sólo por el respeto que se les debe, sino también por el equilibrio de los poderes encargados de su ejecución. Esta es la suma de cuantas reglas consagra la política a la felicidad de los estados; pero ella más bien presenta el resultado de las útiles tareas a que nuestro congreso se prepara, que un camino claro y sencillo por donde pueda conducirse. Seremos respetables a las naciones extranjeras, no por riquezas, que excitarían su codicia; no por la opulencia del territorio, que provocaría su ambición; no por el número de tropas, que en muchos años no podrán igualar las de la Europa; lo seremos solamente cuando renazcan entre nosotros las virtudes de un pueblo sobrio y laborioso; cuando el amor a la patria sea una virtud común, y eleve nuestras almas a ese grado de energía que atropella las dificultades y desprecia los peligros. La prosperidad de Esparta enseña al mundo que un pequeño estado puede ser formidable por sus virtudes; y ese pueblo reducido a un estrecho recinto del Peloponeso fue el terror de la Grecia, y formará la admiración de todos los siglos. ¿Pero cuáles son las virtudes que deberán preferir nuestros legisladores? ¿Por qué medios dispondrán los pueblos a mirar con el más grande interés, lo que siempre han mirado con indiferencia? ¿Quién nos inspirará ese espíritu público, que no conocieron nuestros padres? ¿Cómo se hará amar el trabajo y la fatiga, a los que nos hemos criado en la molicie? ¿Quién dará a nuestras almas la energía y firmeza necesarias para que el amor de la patria, que felizmente ha empezado a rayar entre nosotros, no sea una exhalación pasajera, incapaz de dejar huellas duraderas y profundas, o como esas plantas que, por la poca preparación del terreno, mueren a los pocos instantes de haber nacido?

Nuestros representantes van a tratar sobre la suerte de unos pueblos que desean ser felices, pero que no podrán serlo, hasta que un código de leyes sabias establezca la honestidad de las costumbres, la seguridad de las personas, la conservación de sus derechos, los deberes del magistrado, las obligaciones del súbdito, y los límites de la obediencia.

¿Podrá llamarse nuestro código el de esas leyes de Indias dictadas para neófitos, y en que se vende por favor de la piedad lo que sin ofensa de la naturaleza no puede negarse a ningún hombre? Un sistema de comercio fundado sobre la ruinosa base del monopolio, y en que la franqueza del giro y la comunicación de las naciones se reputa un crimen que debe pagarse con la vida: títulos enteros sobre precedencias, ceremonias, y autorización de los jueces; pero en que ni se encuentra el orden de los juicios reducido a las reglas invariables que deben fijar su forma, ni se explican aquellos primeros principios de razón, que son la base eterna de todo el derecho, y de que deben fluir las leyes por sí mismas, sin otras variaciones que las que las circunstancias físicas y morales de cada país han hecho necesarias: un espíritu afectado de protección y piedad hacia los indios, explicado por reglamentos, que sólo sirven para descubrir las crueles vejaciones que padecían, no menos que la hipocresía e impotencia de los remedios que han dejado continuar los mismos males, a cuya reforma se dirigían; que los indios no sean compelidos a servicios personales, que no sean castigados al capricho de sus encomenderos, que no sean cargados sobre las espaldas; a este tenor son las solemnes declaratorias, que de cédulas particulares pasaron a código de leyes, porque se reunieron en cuatro volúmenes; y he aquí los decantados privilegios de los indios, que con declararlos hombres, habrían gozado más extensamente, y cuyo despojo no pudo ser reparado sino por actos que necesitaron vestir los soberanos respetos de la ley, para atacar de palabra la esclavitud, que dejaban subsistente en la realidad. Guárdese esta colección de preceptos para monumento de nuestra degradación, pero guardémonos de llamarlo en adelante nuestro código; y no caigamos en el error de creer que esos cuatro tomos contienen una constitución; sus reglas han sido tan buenas para conducir a los agentes de la Metrópoli en la economía lucrativa de las factorías de América, como inútiles para regir un estado que, como parte integrante de la monarquía, tiene respecto de sí mismo iguales derechos que los primeros pueblos de España.

No tenemos una constitución, y sin ella es quimérica la felicidad que se nos prometa. ¿Pero tocará al Congreso su formación? ¿La América podrá establecer una constitución firme, digna de ser reconocida, por las demás naciones, mientras viva el señor Don Fernando VII, a quien reconoce por monarca? Si sostenemos este derecho, ¿podrá una parte de la América por medio de sus legítimos representantes, establecer el sistema legal de que carece y que necesita con tanta urgencia; o deberá esperar una nueva asamblea, en que toda la América se dé leyes a sí misma, o convenga en aquella división de territorios, que la naturaleza misma ha preparado? Si nuestra asamblea se considera autorizada para reglar la constitución de las provincias que representa, ¿será tiempo oportuno de realizarla, apenas se congregue? ¿Comprometerá esta obra los deberes de nuestro vasallaje? ¿O la circunstancia de hallarse el Rey cautivo armará a los pueblos de un poder legítimo para suplir una constitución, que él mismo no podría negarles? No nos haría felices la sabiduría de nuestras leyes, si una administración corrompida las expusiese a ser violadas impunemente. Las leyes de Roma, que observadas fielmente hicieron temblar al mundo entero, fueron después holladas por hombres ambiciosos, que corrompiendo la administración interior, debilitaron el estado, y al fin dieron en tierra con el opulento imperio, que las virtudes de sus mayores habían formado. No es tan difícil establecer una ley buena, como asegurar su observancia: las manos de los hombres todo lo corrompen; y el mismo crédito de un buen gobierno ha puesto muchas veces el primer escalón a la tiranía, que lo ha destruido. Pereció Esparta, dice Juan Jacobo Rousseau, ¿qué estado podrá lisonjearse de que su constitución sea duradera? Nada es más difícil que fijar los principios de una administración interior, libre de corromperse; y ésta es cabalmente la primera obra a que debe convertir sus tareas nuestro congreso; sin embargo, la suerte de los estados tiene principios ciertos, y la historia de los pueblos antiguos presenta lecciones seguras a los que desean el acierto. Las mismas leyes, las mismas costumbres, las mismas virtudes, los mismos vicios, han producido siempre los mismos efectos; consultemos, pues, por qué instituciones adquirieron algunos pueblos un grado de prosperidad que el transcurso de muchos siglos no ha podido borrar de la memoria de los hombres; examinemos aquellos abusos con que la corrupción de las costumbres desmoronó imperios poderosos que parecían indestructibles; y el fruto de nuestras observaciones será conocer los escollos, y encontrar delineado el camino, que conduce a la felicidad de estas provincias.

Que el ciudadano obedezca respetuosamente a los magistrados; que el magistrado obedezca ciegamente a las leyes; éste es el último punto de perfección de una legislación sabia; ésta es la suma de todos los reglamentos consagrados a mantener la pureza de la administración; ésta es la gran verdad que descubrió Minos en sus meditaciones, y que encontró como único remedio, para reformar los licenciosos desórdenes que agobiaban a Creta.

¿Pero cuál será el resorte poderoso que contenga las pasiones del magistrado, y reprima la inclinación natural del mando hacia la usurpación? ¿De qué modo se establecerá la obediencia del pueblo sin los riesgos de caer en el abatimiento, o se promoverá su libertad sin los peligrosos escollos de una desenfrenada licencia?

Licurgo fue el primero que, trabajando sobre las meditaciones de Minos, encontró en la división de los poderes el único freno para contener al magistrado en sus deberes. El choque de autoridades independientes debía producir un equilibrio en sus esfuerzos, y pugnando las pasiones de un usurpador, con el amor propio de otro, que veía desaparecer su rango con la usurpación, la ley era el único árbitro de sus querellas, y sus mismos vicios eran un garante tan firme de su observancia como lo habrían sido sus virtudes. Desde entonces ha convencido la experiencia, que las formas absolutas incluyen defectos gravísimos, que no pueden repararse sino por la mezcla y combinación de todas ellas; y la Inglaterra, esa gran nación, modelo único que presentan los tiempos modernos a los pueblos que desean ser libres, habría visto desaparecer la libertad, que le costó tantos arroyos de sangre, si el equilibrio de los poderes no hubiese contenido a los reyes, sin dejar lugar a la licencia de los pueblos.

Equilíbrense los poderes, y se mantendrá la pureza de la administración: ¿pero cuál será el eje de este equilibrio? ¿Cuáles las barreras de la horrorosa anarquía a que conduce el contraste violento de dos autoridades que se empeñan en su recíproco exterminio? ¿Quién de nosotros ha sondeado bastantemente el corazón humano para manejar con destreza las pasiones, ponerlas en guerra unas con otras, paralizar su acción, y dejar el campo abierto para que las virtudes operen libremente?

He aquí un cúmulo de cuestiones espinosas, que es necesario resolver; y en que el acierto producirá tantos bienes, cuantos desastres serán consiguientes a los errores de la resolución. Para analizarlas prolijamente, sería preciso escribir un cuerpo de política que abrazase todos los ramos de esta inmensa y delicada ciencia. Semejante obra requiere otros tiempos y otros talentos; y estoy muy distante de incurrir en la ridícula manía de dirigir consejos a mis conciudadanos. Mi buena intención debe escudarme contra los que acusen mi osadía; y mis discursos no llevan otro fin que excitar los de aquellos que poseen grandes conocimientos y a quienes su propia moderación reduce a un silencio que en las presentes circunstancias pudiera sernos pernicioso. Yo hablaré sobre todos los puntos que he propuesto, no guardaré orden alguno en la colocación, para evitar la presunción que alguno fundaría en el método, de que pretendía una obra sistemática; preferiré en cada Gaceta la cuestión que primeramente se presente a mi memoria, y creeré completo el fruto de mi trabajo, cuando con ocasión de mis indicaciones hayan discurrido los patriotas sobre todas ellas, y en los conflictos de una convulsión imprevista, se recuerden con serenidad los remedios que meditaron tranquilamente en el sosiego del gabinete o en la pacífica discusión de una tertulia.

La disolución de la Junta central (que si no fue legítima en su origen, revistió al fin el carácter de soberana, por el posterior consentimiento que prestó la América, aunque sin libertad ni examen) restituyó a los pueblos la plenitud de los poderes, que nadie sino ellos mismos pedían ejercer, desde el cautiverio del Rey dejó acéfalo el Reino, y sueltos los vínculos que lo constituían centro y cabeza del cuerpo social. En esta dispersión no sólo cada pueblo reasumió la autoridad que de consuno habían conferido al monarca, sino que cada hombre debió considerarse en el estado anterior al pacto social de que derivan las obligaciones que ligan al rey con sus vasallos. No pretendo con esto reducir los individuos de la Monarquía a la vida errante que precedió la formación de las sociedades. Los vínculos que unen el pueblo al rey, son distintos de los que unen a los hombres entre sí mismos: un pueblo es pueblo, antes de darse a un rey; y de aquí es que aunque las relaciones sociales entre los pueblos y el Rey quedasen disueltas o suspensas por el cautiverio de nuestro monarca, los vínculos que unen a un hombre con otro en sociedad quedaron subsistentes, porque no dependen de los primeros; y los pueblos no debieron tratar de formarse pueblos, pues ya lo eran, sino de elegir una cabeza que los rigiese, o regirse a sí mismos, según las diversas formas con que puede constituirse íntegramente el cuerpo moral. Mi proposición se reduce a que cada individuo debió tener en la constitución del nuevo poder supremo igual parte a la que el derecho presume en la constitución primitiva del que había desaparecido.

El despotismo de muchos siglos tenía sofocados estos principios, y no se hallaban los pueblos de España en estado de conocerlos; así se vio que en el nacimiento de la revolución no obraron otros agentes que la inminencia del peligro y el odio a una dominación extranjera. Sin embargo, apenas pasó la confusión de los primeros momentos, los hombres sabios salieron de la obscuridad en que los tiranos los tenían sepultados, enseñaron a sus conciudadanos los derechos que habían empezado a defender por instinto; y las juntas provinciales se afirmaron por la ratihabición de todos los pueblos de su respectiva dependencia. Cada provincia se concentró en sí misma, y no aspirando a dar a su soberanía mayores términos de los que el tiempo y la naturaleza habían dejado a las relaciones interiores de los comprovincianos, resultaron tantas representaciones supremas e independientes, cuantas juntas provinciales se habían erigido. Ninguna de ellas solicitó dominar a las otras; ninguna creyó menguada su representación por no haber concurrido el consentimiento de las demás; y todas pudieron haber continuado legítimamente, sin unirse entre sí mismas. Es verdad que al poco tiempo resultó la Junta Central como representativa de todas, pero prescindiendo de las graves dudas que ofrece la legitimidad de su instalación, ella fue obra del unánime consentimiento de las demás juntas; alguna de ellas continuó sin tacha de crimen en su primitiva independencia; y las que se asociaron, cedieron a la necesidad de concentrar sus fuerzas, para resistir un enemigo poderoso que instaba con urgencia; sin embargo, la necesidad no es una obligación, y sin los peligros de la vecindad del enemigo, pudieron las juntas sustituir por sí mismas, en sus respectivas provincias, la representación soberana, que con la ausencia del Rey había desaparecido del Reino.

Asustado el despotismo con la liberalidad y justicia de los primeros movimientos de España, empezó a sembrar espesas sombras por medio de sus agentes; y la oculta oposición a los imprescriptibles derechos que los pueblos empezaban a ejercer, empeñó a los hombres patriotas a trabajar en su demostración y defensa. Un abogado dio a luz en Cádiz una juiciosa manifestación de los derechos del hombre, y los habitantes de España quedaron absortos, al ver en letra de molde la doctrina nueva para ellos, de que los hombres tenían derechos. Un sabio de Valencia describió con energía los principios de justicia que afirmaban la instalación de las juntas; la de Sevilla publicó repetidos manifiestos de su legitimidad; y si exceptuamos a Galicia, que solamente habló para amenazar a la América con 15.000 hombres, por todos los pueblos de España pulularon escritos llenos de ideas liberales, y en que se sostenían los derechos primitivos de los pueblos, que por siglos enteros habían sido olvidados y desconocidos. Fue una ventaja para la América, que la necesidad hubiese hecho adoptar en España aquellos principios; pues al paso que empezaron a familiarizarse entre nosotros, presentaron un contraste, capaz por sí solo de sacar a los americanos del letargo en que yacían tantos años. Mientras se trataba de las provincias de España, los pueblos podían todo, los hombres tenían derechos, y los jefes eran impunemente despedazados, si afectaban desconocerlos. Un tributo forzado a la decencia hizo decir que los pueblos de América eran iguales a los de España; sin embargo, apenas aquéllos quisieron pruebas reales de la igualdad que se les ofrecía, apenas quisieron ejecutar los principios por donde los pueblos de España se conducían, el cadalso y todo género de persecuciones se empeñaron en sofocar la injusta pretensión de los rebeldes, y los mismos magistrados que habían aplaudido los derechos de los pueblos, cuando necesitaban de la aprobación de alguna junta de España para la continuación de sus empleos, proscriben y persiguen a los que reclaman después en América esos mismos principios. ¿Qué magistrado hay en América que no haya tocado las palmas en celebridad de las juntas de Cataluña o Sevilla? ¿Y quién de ellos no vierte imprecaciones contra la de Buenos Aires, sin otro motivo que ser americanos los que la forman? Conducta es ésta más humillante para nosotros, que la misma esclavitud en que hemos vivido; valiera más dejarnos vegetar en nuestra antigua obscuridad y abatimiento, que despertarnos con el insoportable insulto de ofrecernos un don que nos es debido, y cuya reclamación ha de ser después castigada con los últimos suplicios. Americanos: si restan aún en vuestras almas semillas de honor y de virtud, temblad en vista de la dura condición que os espera; y jurad a los cielos morir como varones esforzados, antes que vivir una vida infeliz y deshonrada, para perderla al fin, con afrenta, después de haber servido de juguete y burla a la soberbia de nuestros enemigos.

La naturaleza se resiente con tamaña injusticia, y exaltada mi imaginación con el recuerdo de una injuria que tanto nos degrada, me desvío del camino que llevaba en mi discurso. He creído que el primer paso para entrar a las cuestiones, que anteriormente he propuesto, debe ser analizar el objeto de la convocación del Congreso; pues discurriendo entonces por los medios oportunos de conseguirlo, se descubren por sí mismas las facultades con que se le debe considerar, y las tareas a que principalmente debe dedicarse. Como las necesidades de los pueblos y los derechos que han reasumido por el estado político del Reino, son la verdadera medida de lo que deben y pueden sus representantes, creí oportuno recordar la conducta de los pueblos de España en igual situación a la nuestra. Sus pasos no serán la única guía de los nuestros, pues en lo que no fueron rectos, recurriremos a aquellos principios eternos de razón y justicia, origen puro y primitivo de todo derecho; sin embargo, en todo lo que obraron con acierto, creo una ventaja preferir su ejemplo a la sencilla proposición de un publicista, porque a la fuerza del convencimiento se agregará la confusión de nuestros contrarios, cuando se consideren empeñados en nuestro exterminio, sin otro delito que pretender lo mismo que los pueblos de España obraron legítimamente.

Por un concepto vulgar, pero generalmente recibido, la convocación del Congreso no tuvo otro fin que reunir los votos de los pueblos, para elegir un gobierno superior de estas provincias que subrogase el del virrey y demás autoridades que habían caducado. Buenos Aires no debió erigir por sí sola una autoridad extensiva a pueblos que no habían concurrido con su sufragio a su instalación. El inminente peligro de la demora, y la urgencia con que la naturaleza excita a los hombres a ejecutar, cada uno por su parte, lo que debe ser obra simultánea de todos, legitimaron la formación de un gobierno que ejerciese los derechos que improvisamente habían devuelto al pueblo, y que era preciso depositar prontamente, para precaver los horrores de la confusión y la anarquía; pero este pueblo, siempre grande, siempre generoso, siempre justo en sus resoluciones, no quiso usurpar a la más pequeña aldea la parte que debía tener en la erección del nuevo gobierno; no se prevalió del ascendiente que las relaciones de la capital proporcionan sobre las provincias; y estableciendo la Junta, le impuso la calidad de provisoria, limitando su duración hasta la celebración del congreso, y encomendando a éste la instalación de un gobierno firme, para que fuese obra de todos, lo que tocaba a todos igualmente.

Ha sido éste un acto de justicia, de que las capitales de España no nos dieron ejemplo, y que los pueblos de aquellas provincias mirarán con envidia. En ningún punto de la Península concurrieron los provincianos a la erección de las juntas que después obedecieron. Sevilla erigió la suya, y la primera noticia que las Audalucías tuvieron de su celebración fue el reconocimiento que se les exigió sin examen, y que todos prestaron ciegamente. Unos muchachos gritaron junta en la Coruña, la grita creció por momentos, y el gobernador, intimidado por la efervescencia de la plebe, que progresivamente se aumentaba, adhirió a lo que se pedía, y he aquí una junta suprema que ejerció su imperio sobre un millón de habitantes, que no conocían los vocales, que no habían prestado su sufragio para la elección, y que al fin conocieron a su costa el engaño con que depositaron en ellos su confianza. Un tumulto produjo la junta de Valencia, y ella continúa gobernando hasta ahora todo el reino, sin que jamás tributase dependencia a la central, y sin que haya buscado otros títulos para la soberanía que ejerce, que el nombramiento de la capital de cien pueblos, que no tuvieron parte en su formación. Estaba reservado a la gran capital de Buenos Aires dar una lección de justicia, que no alcanzó la Península en los momentos de sus mayores glorias, y este ejemplo de moderación, al paso que confunde a nuestros enemigos, debe inspirar a los pueblos hermanos la más profunda confianza en esta ciudad, que miró siempre con horror la conducta de esas capitales hipócritas, que declararon guerra a los tiranos, para ocupar la tiranía que debía quedar vacante con su exterminio.

Pero si el congreso se redujese al único empeño de elegir personas que subrogasen el gobierno antiguo, habría puesto un término muy estrecho a las esperanzas que justamente se han formado de su convocación. La ratihabición de la Junta Provisional pudo conseguirse por el consentimiento tácito de las provincias, que le sucediese, y también por actos positivos con que cada pueblo pudo manifestar su voluntad, sin las dificultades consiguientes al nombramiento y remisión de sus diputados. La reunión de éstos concentra una representación legítima de todos los pueblos, constituye un órgano seguro de su voluntad, sus decisiones, en cuanto no desmientan la intención de sus representados, llevan el sello sagrado de la verdadera soberanía de estas regiones. Así, pues, revestida esta respetable asamblea de un poder a todas luces soberano, dejaría defectuosa su obra si se redujese a elegir gobernantes, sin fijarles la constitución y forma de su gobierno. La absoluta ignorancia del derecho público en que hemos vivido, ha hecho nacer ideas equívocas acerca de los sublimes principios del gobierno, y graduando las cosas por su brillo, se ha creído generalmente el soberano de una nación, al que la gobernaba a su arbitrio. Yo me lisonjeo que dentro de poco tiempo serán familiares a todos los paisanos ciertos conocimientos que la tiranía había desterrado; entretanto debo reglar por ellos mis exposiciones, y decir francamente que la verdadera soberanía de un pueblo nunca ha consistido sino en la voluntad general del mismo; que siendo la soberanía indivisible, e inalienable, nunca ha podido ser propiedad de un hombre solo; y que mientras los gobernados no revistan el carácter de un grupo de esclavos, o de una majada de carneros, los gobernantes no pueden revestir otro que el de ejecutores y ministros de las leyes, que la voluntad general ha establecido.

De aquí es que, siempre que los pueblos han logrado manifestar su voluntad general, han quedado en suspenso todos los poderes que antes los regían, y siendo todos los hombres de una sociedad, partes de esa voluntad, han quedado envueltos en ella misma y empeñados a la observancia de lo que ella dispuso, por la confianza que inspira haber concurrido cada uno a la disposición, y por el deber que impone a cada uno lo que resolvieron todos unánimemente. Cuando Luis XVI reunió en Versalles la asamblea nacional, no fue con el objeto de establecer la sólida felicidad del reino, sino para que la nación buscase por sí misma los remedios que los ministros no podían encontrar para llenar el crecido déficit de aquel erario; sin embargo, apenas se vieron juntos los representantes, aunque perseguidos por los déspotas, que siempre escuchan con susto la voz de los pueblos, dieron principio a sus augustas funciones con el juramento sagrado de no separarse jamás, mientras la constitución del reino y la regeneración del orden público, no quedasen completamente establecidas y afirmadas. El día 20 de junio de 1789 fue el más glorioso para la Francia, y habría sido el principio de la felicidad de toda la Europa, si un hombre ambicioso, agitado de tan vehementes pasiones, como dotado de talentos extraordinarios, no hubiese hecho servir al engrandecimiento de sus hermanos la sangre de un millón de hombres derramada por el bien de su patria. Aun los que confunden la soberanía con la persona del monarca deben convencerse que la reunión de los pueblos no puede tener el pequeño objeto de nombrar gobernantes, sin el establecimiento de una constitución, por donde se rijan. Recordemos que la ausencia del Rey y la desaparición del poder supremo, que ejercía sus veces, fueron la ocasión próxima de la convocación de nuestro congreso; que el estado no puede subsistir sin una representación igual a la que perdimos en la Junta Central; que no pudiendo establecerse esta representación sino por la transmisión de poderes que hagan los electores, queda confirmado el concepto de suprema potestad que atribuyo a nuestra asamblea, porque sin tenerla no podría conferirla a otro alguno; y que debiendo considerarse el poder supremo que resulte de la elección no un representante del Rey, que no lo nombró, sino un representante de los pueblos, que por falta de su monarca lo han colocado en el lugar que aquél ocupaba por derivación de los mismos pueblos, debe recibir de los representantes que lo eligen la norma de su conducta, y respetar en la nueva constitución que se le prefije, el verdadero pacto social, en que únicamente puede estribar la duración de los poderes que se le confían. Separado Fernando VII de su reino e imposibilitado de ejercer el supremo imperio que es inherente a la corona; disuelta la Junta Central, a quien el reino había constituido para llenar la falta de su monarca; suspenso el reconocimiento del Consejo de Regencia por no haber manifestado títulos legítimos de su inauguración, ¿quién es el supremo jefe de estas provincias, el que vela sobre los demás, el que concentra las relaciones fundamentales del pacto social, y el que ejecuta los altos derechos de la soberanía del pueblo? El Congreso debe nombrarlo. Si la elección recayese en el Consejo de Regencia, entraría éste al pleno goce de las facultades que la Junta Central ha ejercido; si recae en alguna persona de la real familia, sería un verdadero regente del Reino; si se prefiere el ejemplo que la España misma nos ha dado, no queriendo regentes, sino una asociación de hombres patriotas con la denominación de Junta Central, ella será el supremo jefe de estas provincias y ejercerá sobre ellas, durante la ausencia del Rey, los derechos de sus personas con las extensiones o limitaciones que los pueblos le prefijen en su institución. La autoridad del monarca retrovertió a los pueblos por el cautiverio del Rey; pueden, pues, aquéllos modificarla o sujetarla a la forma que más les agrade, en el acto de encomendarla a un nuevo representante: éste no tiene derecho alguno porque hasta ahora no se ha celebrado con él ningún pacto social; el acto de establecerlo, es el de fijarle las condiciones que convengan al instituyente, y esta obra es la que se llama constitución del estado.

Más adelante explicaré cómo puede realizarse esta constitución, sin comprometer nuestro vasallaje al señor don Fernando; por ahora recomiendo el consejo de un español sabio y patriota, que los americanos no debieran perder de vista un solo momento. El doctor don Gaspar de Jovellanos es quien habla y es ésta la segunda vez que publicó tan importante advertencia. " La Nación, dice hablando de España, después de la muerte de Carlos II, no conociendo entonces sus derechos imprescriptibles, ni aun sus deberes, se dividió en bandos y facciones; y nuestros abuelos, olvidados de su libertad, o de lo que se debían a sí mismos, más celosos todavía de tener un rey, que a su antojo y anchura, los mandara que no un gobierno o monarquía temperada, bajo la cual pudiesen ser libres, ricos y poderosos, y cuando sólo debieran pelear para asegurar sus derechos y hacerse así más respetables, se degollaron los unos a los otros sobre si la casa de Borbón de Francia, o la de Austria en Alemania, habían de ocupar el trono español".

Yo desearía que todos los días repitiésemos esa lección sublime, para que con el escarmiento de nuestros padres, no nos alucinemos con el brillo de nombrar un gobierno supremo, dejando en su arbitrio hacernos tan infelices como lo éramos antes. Si el Congreso reconoce la Regencia de Cádiz, si nombra un regente de la familia real, si erige (como lo hizo España) una junta de varones buenos y patriotas, cualquiera de estas formas que adopte, concentrará en el electo todo el poder supremo que conviene al que ejerce las veces del Rey ausente; pero no derivándose sus poderes sino del pueblo mismo, no puede extenderlos a mayores términos que los que el pueblo le ha prefijado. De suerte que el nuevo depositario del poder supremo se ve precisado a la necesaria alternativa de desconfiar de la legitimidad de sus títulos, o sujetarse a la puntual observancia de las condiciones con que se le expidieron.

Al derecho que tienen los pueblos para fijar constitución, en el feliz momento de explicar su voluntad general, se agrega la necesidad más apurada. El depositario del poder supremo de estas provincias, ¿dónde buscará la regla de sus operaciones? Las leyes de Indias no se hicieron para un estado, y nosotros ya lo formamos: el poder supremo que se erija, debe tratar con las potencias, y los pueblos de Indias cometían un crimen, si antes lo ejecutaban; en una palabra, el que subrogue por elección del Congreso la persona del Rey, que está impedido de regirnos, no tiene reglas por donde conducirse, y es preciso prefijárselas; debe obrar nuestra felicidad, y es necesario designarle los caminos; no debe ser un déspota, y solamente una constitución bien reglada evitará que lo sea. Sentemos, pues, como base de las posteriores proposiciones, que el congreso ha sido convocado para erigir una autoridad suprema, que supla la falta del señor don Fernando VII y para arreglar una constitución, que saque a los pueblos de la infelicidad en que gimen. No tienen los pueblos mayor enemigo de su libertad, que las preocupaciones adquiridas en la esclavitud. Arrastrados de la casi irresistible fuerza de la costumbre, tiemblan de lo que no se asemeja a sus antiguos usos; y en lo que vieron hacer a sus padres, buscan la única regla de lo que deben obrar ellos mismos. Si algún genio felizmente atrevido ataca sus errores, y le dibuja el lisonjero cuadro de los derechos, que no conocen, aprecian sus discursos por la agradable impresión que causan naturalmente, pero recelan en ellos un funesto presente, rodeado de inminentes peligros en cada paso que desvía de la antigua rutina. Jamás hubo una sola preocupación popular, que no costase muchos mártires para desvanecerla, y el fruto más frecuente de los que se proponen desengañar a los pueblos, es la gratitud y ternura de los hijos de aquellos que los sacrificaron. Los ciudadanos de Atenas decretaron estatuas a Phoción, después de haberle asesinado; hoy se nombra con veneración a Galileo en los lugares que lo vieron encadenar tranquilamente; y nosotros mismos habríamos hecho guardia a los presos del Perú, cuyos injustos padecimientos llorarían nuestros hijos, si una feliz revolución no hubiese disuelto los eslabones de la gran cadena que el déspota concentraba en su persona.

Entre cuantas precauciones han afligido y deshonrado la humanidad, son sin duda alguna las más terribles, las que la adulación y vil lisonja han hecho nacer en orden a las personas de los reyes. Convertidos en eslabones de dependencia los empleos y bienes, cuya distribución pende de sus manos; comprados con los tesoros del estado los elogios de infames panegiristas, llega a erigirse su voluntad en única regla de las acciones; y trastornadas todas las ideas, se vincula la del honor a la exacta conformidad del vasallo con los más injustos caprichos de su monarca. El interés individual armó tantos defensores de sus violencias, cuantos son los partícipes de su dominación; y la costumbre de ver siempre castigado al que incurre en su enojo, y superior a los demás, al que consigue agradarlo, produce insensiblemente la funesta preocupación de temblar a la voz del rey en los mismos casos en que él debiera estremecerse a la presencia de los pueblos.

Cuanto puede impresionar al espíritu humano ha servido para connaturalizar a los hombres en tan humillantes errores. La religión misma ha sido profanada muchas veces por ministros ambiciosos y venales, y la cátedra del Espíritu Santo ha sido prostituida con lecciones que confirmaban la ceguedad de los pueblos, y la impunidad de los tiranos. ¡Cuántas veces hemos visto pervertir el sentido de aquel sagrado texto: ¡dad al César lo que es del César! El precepto es terminante, de no dar al César sino lo que es del César; sin embargo, los falsos doctores, empeñados en hacer a Dios autor y cómplice del despotismo, han querido hacer dar al César la libertad que no es suya, sino de la naturaleza; le han tributado el derecho de opresión, negando a los pueblos el de su propia defensa; e imputando a su autoridad un origen divino, para que nadie se atreviese a escudriñar los principios de su constitución, han querido que los caminos de los reyes no sean investigables a los que deben transitarlos.

Los efectos de esta horrenda conspiración han sido bien palpables en el último reinado. Los vicios más bajos, la corrupción más degradante, todo género de delitos eran la suerte de los que rodeaban al monarca, y lo gobernaban a su arbitrio. Un ministro corrompido, capaz de manchar él solo toda la tierra, llevaba las riendas del gobierno; enemigo de las virtudes y talentos cuya presencia debía serle insoportable, no miraba en las distinciones y empleos sino el premio de sus delitos, o la satisfacción de sus cómplices; la duración de su valimiento apuró la paciencia de todos los vasallos, no hubo uno solo que ignorase la depravación de la corte, o dejase de presentir la próxima ruina del Reino; pero como el Rey presidía a todos los crímenes, era necesario respetarlo; y aunque Godoy principió sus delitos por el deshonor de la misma familia real que lo abrigaba, la estatua ambulante de Carlos IV los hacía superiores al discernimiento de los pueblos; y un cadalso ignominioso habría sido el destino del atrevido que hubiese hablado de Carlos y sus ministros con menos respeto que de aquellos príncipes raros que formaron la felicidad de su pueblo y las delicias del género humano. Se presentaba en América un cochero, a quien tocó un empleo de primer rango; porque llegó a tiempo con el billete de una cortesana; mil ciudadanos habían fletado su calesa en los caminos, pero era necesario venerarlo, porque el Rey le había dado aquel empleo; y el día de San Carlos concurría al templo con los demás fieles, para justificar las preces dirigidas al Eterno por la salud y larga vida de tan benéfico monarca.

Ha sido preciso indicar los funestos efectos de estas preocupaciones, para que oponiéndoles el juicio sereno de la razón, obre ésta libremente, y sin los prestigios que tantas veces la han alucinado.

La cuestión que voy a tratar es, si el Congreso compromete los deberes de nuestro vasallaje entrando al arreglo de una constitución correspondiente a la dignidad y estado político de estas provincias. Lejos de nosotros los que en el nombre del Rey encontraban un fantasma terrible, ante quien los pueblos no formaban sino un grupo de tímidos esclavos. Nos gloriamos de tener un Rey cuyo cautiverio lloramos, por no estar a nuestros alcances remediarlo; pero nos gloriamos mucho más de formar una nación, sin la cual el Rey dejaría de serlo; y no creemos ofender a la persona de éste cuando tratamos de sostener los derechos legítimos de aquélla.

Si el amor a nuestro Rey cautivo no produjese en los pueblos una visible propensión a inclinar la balanza en favor suyo, no faltarían principios sublimes en la política que autorizase al Congreso para una absoluta prescindencia de nuestro adorado Fernando. Las Américas no se ven unidas a los monarcas españoles por el pacto social, que únicamente puede sostener la legitimidad y decoro de una dominación. Los pueblos de España consérvense enhorabuena dependientes del Rey cautivo, esperando su libertad y regreso; ellos establecieron la Monarquía, y envuelto el príncipe actual en la línea, que por expreso pacto de la nación española debía reinar sobre ella, tiene derecho a reclamar la observancia del contrato social en el momento de quedar expedito para cumplir por sí mismo la parte que le compete. La América en ningún caso puede considerarse sujeta a aquella obligación; ella no ha concurrido a la celebración del pacto social de que derivan los monarcas españoles, los únicos títulos de la legitimidad de su imperio: la fuerza y la violencia son la única base de la conquista, que agregó estas regiones al trono español, conquista que en trescientos años no ha podido borrar de la memoria de los hombres las atrocidades y horrores con que fue ejecutada, y que no habiéndose ratificado jamás por el consentimiento libre y unánime de estos pueblos, no ha añadido en su abono título alguno al primitivo de la fuerza y violencia que la produjeron. Ahora, pues, la fuerza no induce derecho, ni puede nacer de ella una legítima obligación que nos impida resistirla, apenas podamos hacerlo impunemente; pues, como dice Juan Jacobo Rousseau, una vez que recupera el pueblo su libertad, por el mismo derecho que hubo para despojarle de ella, o tiene razón para recobrarla, o no la había para quitársela.

Si se me opone la jura del Rey, diré que ésta es una de las preocupaciones vergonzosas que debemos combatir. ¿Podrá ningún hombre sensato persuadirse que la coronación de un príncipe en los términos que se ha publicado en América produzca en los pueblos una obligación social? Un bando del gobierno reunía en las plazas públicas a todos los empleados y principales vecinos; los primeros, como agentes del nuevo señor que debía continuarlos en sus empleos, los segundos por el incentivo de la curiosidad o por el temor de la multa con que sería castigada su falta; la muchedumbre concurría agitada del mismo espíritu que la conduce a todo bullicio; el Alférez Real subía a un tablado, juraba allí al nuevo monarca, y los muchachos gritaban: ¡viva el Rey! poniendo toda su intención en el de la moneda, que se les arrojaba con abundancia, para avivar la grita. Yo presencié la jura de Fernando VII, y en el atrio de Santo Domingo fue necesario que los bastones de los ayudantes provocasen en los muchachos la algazara, que las mismas monedas no excitaban. ¿Será éste un acto capaz de ligar a los pueblos con vínculos eternos? A más de esto, ¿quién autorizó al Alférez Real para otorgar un juramento que ligue a dos millones de habitantes? Para que la comunidad quede obligada a los actos de su representante, es necesario que éste haya sido elegido por todos, y con expresos poderes para lo que ejecuta; aun la pluralidad de los sufragios no puede arrastrar a la parte menor, mientras un pacto establecido por la unanimidad no legitime aquella condición. Supongamos que cien mil habitantes forman nuestra población, que todos convienen en una resolución, de que disiente uno solo; este individuo no puede ser obligado a lo que los demás establecieron, mientras no haya consentido en una convención anterior, de sujetarse a las disposiciones de la pluralidad. Así, pues, los agentes de la jura carecieron de poderes y representación legítima para sujetarnos a una convención en que nunca hemos consentido libremente, y en que ni aun se ha explorado nuestra voluntad.

He indicado estos principios, porque ningún derecho debe ocultarse; sin embargo el extraordinario amor que todos profesamos a nuestro desgraciado monarca, suple cualquier defecto legal en los títulos de su inauguración. Supongamos en Fernando VII un príncipe en el pleno goce de sus derechos, y en nuestros pueblos una nación con derecho a todas sus prerrogativas imprescriptibles; demos a cada uno de estos dos extremos toda la representación, toda la dignidad que les corresponden, y mirando a un lado dos millones de hombres congregados en sociedad, y al otro un monarca elevado al trono por aquéllos, obligado a trabajar en su felicidad, e impedido de ejecutarlo, por haberlo reducido a cadenas un usurpador, preguntemos: ¿si la felicidad de la nación queda comprometida, porque trate de establecer una constitución, que no tiene, y que su Rey no puede darle?

Esta pregunta debería dirigirse al mismo Fernando, y su respuesta desmentiría seguramente a esos falsos ministros, que toman la voz del Rey para robar a los pueblos unos derechos que no pueden enajenar. ¿Podrá Fernando dar constitución a sus pueblos desde el cautiverio en que gime? La España nos ha enseñado que no; y ha resistido la renuncia del Reino por la falta de libertad con que fue otorgada. ¿Pretendería el Rey que continuásemos en nuestra antigua constitución? Le responderíamos, justamente, que no conocemos ninguna, y que las leyes arbitrarias, dictadas por la codicia, para esclavos y colonos, no pueden reglar la suerte de unos hombres que desean ser libres, y a los cuales ninguna potestad de la tierra puede privar de aquel derecho. ¿Aspiraría el Rey a que viviésemos en la misma miseria que antes, y que continuásemos formando un grupo de hombres a quien un virrey puede decir impunemente que han sido destinados por la naturaleza para vegetar en la obscuridad y abatimiento? El cuerpo de dos millones de hombres debería responderle: ¡Hombre imprudente! ¿Qué descubres en tu persona que te haga superior a las nuestras? ¿Cuál sería tu imperio, si no te lo hubiésemos dado nosotros? ¿Acaso hemos depositado en ti nuestros poderes, para que los emplees en nuestra desgracia? Tenías obligación de formar tú mismo nuestra felicidad, éste es el precio a que únicamente pusimos la corona en tu cabeza; te la dejaste arrebatar por un acto de inexperiencia, capaz de hacer dudar si estabas excluido del número de aquellos hombres a quienes parece haber criado la naturaleza para dirigir a los otros; reducido a prisiones, e imposibilitado de desempeñar tus deberes, hemos tomado el ímprobo trabajo de ejecutar por nosotros mismos lo que debieran haber hecho los que se llamaron nuestros reyes; si te opones a nuestro bien, no mereces reinar sobre nosotros; y si quieres manifestarte acreedor a la elevada dignidad que te hemos conferido, debes congratularte de verte colocado a la cabeza de una nación libre, que en la firmeza de su arreglada constitución presenta una barrera a la corrupción de tus hijos, para que no se precipiten a los desórdenes, que con ruina tuya y del reino deshonraron el gobierno de tus padres.

He aquí las justas reconvenciones que sufriría nuestro actual monarca, si resistiese la constitución que el congreso nacional debe establecer; ellas son derivadas de las obligaciones esenciales de la sociedad, nacidas inmediatamente del pacto social; y en justo honor de un príncipe, que en los pocos instantes que permaneció en el trono no descubrió otros deseos que los de la felicidad de su pueblo, debemos reconocer que lejos de agraviarse por la sabia y prudente constitución de nuestro congreso, recibirá el mayor placer por una obra que debe sacar a los pueblos del letargo en que yacían enervados, y darles un vigor y energía que quite a los extranjeros toda esperanza de repetir en América el degradante insulto que han sufrido en Europa nuestros hermanos, de verse arrebatar vilmente su independencia.

Aunque estas reflexiones son muy sencillas, no faltarán muchos que se asusten con su lectura. La ignorancia en algunos, y el destructor espíritu de partido en los más, acusarán infidencia, traición, y como el más grave de todos los crímenes, que nuestros pueblos examinen los derechos del Rey, y que se propongan reducir su autoridad a límites que jamás pueda traspasar en nuestro daño; pero yo pregunto a estos fanáticos, ¿a qué fin se hallan convocadas en España unas Cortes que el Rey no puede presidir? ¿No se ha propuesto por único objeto de su convocación el arreglo del Reino, y la pronta formación de una constitución nueva, que tanto necesita? Y si la irresistible fuerza del conquistador hubiese dejado provincias que fuesen representadas en aquel congreso, ¿podría el Rey oponerse a sus resoluciones? Semejante duda sería un delito. El Rey a su regreso no podría resistir una constitución a que, aun estando al frente de las Cortes, debió siempre conformarse; los pueblos, origen único de los poderes de los reyes, pueden modificarlos, por la misma autoridad con que los establecieron al principio; esto es lo que inspira la naturaleza, lo que prescriben todos los derechos, lo que enseña la práctica de todas las naciones, lo que ha ejecutado antes la España misma, lo que se preparaba a realizar en los momentos de la agonía política que entorpeció sus medidas, y lo que deberemos hacer los pueblos de América, por el principio que tantas veces he repetido, de que nuestros derechos no son inferiores a los de ningún otro pueblo del mundo.

Nuestras provincias carecen de constitución, y nuestro vasallaje no recibe ofensa alguna porque el Congreso trate de elevar los pueblos que representa, a aquel estado político que el Rey no podría negarles, si estuviese presente. Pero, ¿podrá una parte de la América, por medio de sus legítimos representantes, establecer el sistema legal, de que carece, y que necesita con tanta urgencia; o deberá esperar una nueva asamblea, en que toda la América se dé leyes a sí misma, o convenga en aquella división de territorio que la naturaleza misma ha preparado? Si consultamos los principios de la forma monárquica que nos rige, parece preferible una asamblea general, que, reuniendo la representación de todos los pueblos libres de la Monarquía, conserven el carácter de unidad, que por el cautiverio del Monarca se presenta disuelto. El gobierno supremo que estableciese aquel congreso, subrogaría la persona del príncipe en todos los estados que había regido antes de su cautiverio, y si algún día lograba la libertad por que suspiramos, una sencilla transmisión le restituiría el trono de sus mayores, con las variaciones y reformas que los pueblos hubiesen establecido para precaver los funestos resultados de un poder arbitrario. Este sería el arbitrio que habrían elegido gustosos todos los mandones, buscando en él no tanto la consolidación de un sistema, cual conviene a la América en estas circunstancias, cuanto un pretexto para continuar en las usurpaciones del mando al abrigo de las dificultades que debían oponerse a aquella medida. El doctor Cañete incitaba a los virreyes a esta conspiración, que debía perpetuarlos en el mando; y vimos que Cisneros, en su última proclama, adhiriendo a las ideas de su consultor, ofrece no tomar resolución alguna acerca del estado político de estas provincias, sin ponerse primeramente de acuerdo con los demás virreyes y autoridades constituidas de la América.

No es del caso presente manifestar la ilegalidad y atentado de semejante sistema. Los virreyes y demás magistrados no pudieron cometer mayor crimen, que conspirar de común acuerdo a decidir por sí solos la suerte de estas vastas regiones; y aunque está bien manifiesto que no les animaba otro espíritu que el deseo de partirse la herencia de su señor, como los generales de Alejandro, la afectada conciliación de los virreinatos de América les habría proporcionado todo el tiempo necesario para adormecer los pueblos y ligarlos con cadenas, que no pudiesen romper en el momento de imponerles el nuevo yugo. ¿Quién aseguraría la buena fe de todos los virreyes, para concurrir sinceramente, al establecimiento de una representación soberana que supliese la falta del Rey en estas regiones? ¿Ni cómo podría presumirse en ellos semejante disposición, cuando la desmiente su conducta en orden a la instalación de nuestro gobierno? Es digno de observarse que entre los innumerables jefes que de común acuerdo han levantado el estandarte de la guerra civil para dar en tierra con la justa causa de la América, no hay uno solo que limite su oposición al modo, o a los vicios, que pudiera descubrir en nuestro sistema; todos lo atacan en la substancia, no quieren reconocer derechos algunos en la América, y su empeño a nada menos se dirige, que a reducirnos al mismo estado de esclavitud en que gemíamos bajo la poderosa influencia del ángel tutelar de la América.

Semejante perfidia habría opuesto embarazos irresistibles a la formación de una asamblea general, que, representando la América entera, hubiese decidido su suerte. Los cabildos nunca podrían haber excitado la convocación, porque el destierro, y todo género de castigos, habría sido el fruto de sus reclamaciones; los pueblos, sin proporción para combinar un movimiento unánime, situados a una distancia que imposibilita su comunicación, sin relaciones algunas que liguen sus intereses y derechos, abatidos, ignorantes, y acostumbrados a ser vil juguete de los que los han gobernado, ¿cómo habrían podido compeler a la convocación de cortes a unos jefes que tenían interés individual en que no se celebrasen? ¿Quién conciliaría nuestros movimientos con los de México, cuando con aquel pueblo no tenemos más relaciones que con la Rusia o la Tartaria? Nuestros mismos tiranos nos han desviado del camino sencillo que afectaban querer ellos mismos; empeñados en separar a los pueblos de toda intervención sobre su suerte, los han precisado a buscar en sí mismos lo que tal vez habrían recibido de las manos que antes los habían encadenado; pero no por ser parciales los movimientos de los pueblos han sido menos legítimos que lo habría sido una conspiración general de común acuerdo de todos ellos. Cuando entro yo en una asociación, no comunico otros derechos que los que llevo por mí mismo; y Buenos Aires unida a Lima, en la instalación de su nuevo sistema, no habría adquirido diferentes títulos de los que han legitimado su obra por sí sola. La autoridad de los pueblos en la presente causa se deriva de la reasunción del pueblo supremo, que por el cautiverio del Rey ha retrovertido al origen de que el monarca lo derivaba, y el ejercicio de éste es susceptible de las nueva formas, que libremente quieran dársele.

Ya en otra Gaceta, discurriendo sobre la instalación de las juntas de España, manifesté que, disueltos los vínculos que ligaban los pueblos con el monarca, cada provincia era dueña de sí misma, por cuanto el pacto social no establecía relación entre ellas directamente, sino entre el Rey y los pueblos. Si consideramos el diverso origen de la asociación de los estados que formaban la monarquía española, no descubriremos un solo título por donde deban continuar unidos, faltando el Rey, que era el centro de su anterior unidad. Las leyes de Indias declararon que la América era una parte o accesión de la corona de Castilla, de la que jamás pudiera dividirse; yo no alcanzo los principios legítimos de esta decisión; pero la rendición de Castilla al yugo de un usurpador, dividió nuestras provincias de aquel reino; nuestros pueblos entraron felizmente al goce de unos derechos que desde la conquista habían estado sofocados; estos derechos se derivan esencialmente de la calidad de pueblos, y cada uno tiene los suyos, enteramente iguales y diferentes de los demás. No hay, pues, inconveniente en que reunidas aquellas provincias, a quienes la antigüedad de íntimas relaciones ha hecho inseparables, traten por sí solas de su constitución. Nada tendría de irregular, que todos los pueblos de América concurriesen a ejecutar de común acuerdo la grande obra que nuestras provincias meditan para sí mismas; pero esta concurrencia sería efecto de una convención, no un derecho a que precisamente deban sujetarse, y yo creo impolítico y pernicioso, propender a que semejante convención se realizase. ¿Quién podría concordar las voluntades de hombres que habitan un continente, donde se cuentan por miles de leguas las distancias? ¿Dónde se fijaría el gran congreso, y cómo proveería a las necesidades urgentes de pueblos de quienes no podría tener noticia, sino después de tres meses? Es una quimera pretender que todas las Américas españolas formen un solo estado. ¿Cómo podríamos entendernos con las Filipinas, de quienes apenas tenemos otras noticias que las que nos comunica una carta geográfica? ¿Cómo conciliaríamos nuestros intereses con los del Reino de México? Con nada menos se contentaría éste, que con tener estas provincias en clase de colonias; pero, ¿qué americano podrá hoy día reducirse a tan dura clase? ¿Ni quién querrá la dominación de unos hombres que compran con sus tesoros la condición de dominados de un soberano en esqueleto, desconocido de los pueblos, hasta que él mismo se les ha anunciado, y que no presenta otros títulos ni apoyo de su legitimidad que la fe ciega de los que le reconocen? Pueden, pues, las provincias obrar por sí solas su constitución y arreglo; deben hacerlo, porque la naturaleza misma les ha prefijado esta conducta, en las producciones y límites de sus respectivos territorios; y todo empeño que les desvíe de este camino es un lazo con que se pretende paralizar el entusiasmo de los pueblos, hasta lograr ocasión de darles un nuevo señor.

Oigo hablar generalmente de un gobierno federativo, como el más conveniente a las circunstancias y estado de nuestras provincias, pero temo que se ignore el verdadero carácter de este gobierno, y que se pida sin discernimiento una cosa que se reputará inverificable después de conocida. No recurramos a los antiguos amphictiones de la Grecia, para buscar un verdadero modelo del gobierno federativo; aunque entre los mismos literatos ha reinado mucho tiempo la preocupación de encontrar en los amphictiones la dieta o estado general de los doce pueblos que concurrían a celebrarlos con su sufragio, las investigaciones literarias de un sabio francés, publicadas en París el año 1804, han demostrado que el objeto de los amphictiones era puramente religioso, y que sus resoluciones no dirigían tanto el estado político de los pueblos que lo formaban, cuanto el arreglo y culto sagrado del templo de Delfos. Los pueblos modernos son los únicos que nos han dado una exacta idea del gobierno federativo, y aun entre los salvajes de América se ha encontrado practicado en términos que nunca conocieron los griegos. Oigamos a Mr. Jefferson, que en las observaciones sobre la Virginia, nos describe todas las partes de semejante asociación: "Todos los pueblos del Norte de la América, dice este juicioso escritor, son cazadores, y su subsistencia no se saca sino de la caza, la pesca, las producciones que la tierra da por sí misma, el maíz que siembran y recogen las mujeres, y la cultura de algunas especies de patatas; pero ellos no tienen ni agricultura regular, ni ganados, ni animales domésticos de ninguna clase. Ellos, pues, no pueden tener sino aquel grado de sociabilidad y de organización de gobiernos compatibles con su sociedad; pero realmente lo tienen. Su gobierno es una suerte de confederación patriarcal. Cada villa o familia tiene un jefe distinguido con un título particular, y que comúnmente se llama sanchem. Las diversas villas o familias que componen una tribu, tienen cada una su jefe, y las diversas tribus forman una nación, que tiene también su jefe. Estos jefes son, generalmente, hombres avanzados en edad, y distinguidos por su prudencia y talento en los consejos. Los negocios que no conciernen sino a la villa o a la familia se deciden por el jefe y los principales de la villa y la familia; los que interesan a una familia entera, como la distribución de empleos militares, y las querellas entre las diferentes villas y familias, se deciden por asambleas o consejos formados de diferentes villas o aldeas; en fin, los que conciernen a toda la nación, como la guerra, la paz, las alianzas con las naciones vecinas, se determinan por un consejo nacional, compuesto de los jefes de las tribus, acompañados de los principales guerreros, y de un cierto número de jefes de villas, que van en clase de sus consejeros. Hay en cada villa una casa de consejo, donde se juntan el jefe y los principales, cuando lo pide la ocasión. Cada tribu tiene también un lugar en que los jefes de villas se reúnen para tratar sobre los negocios de la tribu; y en fin, en cada nación hay un punto de reunión, o consejo general, donde se juntan los jefes de diferentes naciones con los principales guerreros, para tratar los negocios generales de toda la nación. Cuando se propone una materia en el Consejo Nacional, el jefe de cada tribu consulta aparte con los consejeros que él ha traído, después de lo cual anuncia en el Consejo la opinión de su tribu, y como toda la influencia que las tribus tienen entre sí se reduce a la persuasión, procuran todas, por mutuas concesiones, obtener la unanimidad."

He aquí un estado admirable, que reúne al gobierno patriarcal la forma de una rigurosa federación. Esta consiste esencialmente en la reunión de muchos pueblos o provincias independientes unas de otras; pero sujetas al mismo tiempo a una dieta o consejo general de todas ellas, que decide soberanamente sobre las materias de estado, que tocan al cuerpo de nación. Los cantones suizos fueron regidos felizmente bajo esta forma de gobierno, y era tanta la independencia de que gozaban entre sí, que unos se gobernaban aristocráticamente, otros democráticamente, pero todos sujetos a las alianzas, guerras, y demás convenciones, que la dieta general celebraba en representación del cuerpo helvético.

El gran principio de esta clase de gobierno se halla en que los estados individuales, reteniendo la parte de soberanía que necesitan para sus negocios internos, ceden a una autoridad suprema y nacional la parte de soberanía que llamaremos eminente, para los negocios generales, en otros términos, para todos aquellos puntos en que deben obrar como nación. De que resulta, que si en actos particulares, y dentro de su territorio, un miembro de la federación obra independientemente como legislador de sí mismo, en los asuntos generales obedece en clase de súbdito a las leyes y decretos de la autoridad nacional que todos han formado. En esta forma de gobierno, por más que se haya dicho en contrario, debe reconocerse la gran ventaja del influjo de la opinión del contento general: se parece a las armonías de la naturaleza, que están compuestas de fuerzas y acciones diferentes, que todas concurren a un fin, para equilibrio y contrapeso, no para oposición; y desde que se practica felizmente aun por sociedades incultas no puede ser calificada de difícil. Sin embargo, ella parece suponer un pueblo vivamente celoso de su libertad, y en que el patriotismo inspire a las autoridades el respetarse mutuamente, para que por suma de todo se mantenga el orden interno, y sea efectivo el poder y dignidad de la nación. Puede, pues, haber confederación de naciones, como la de Alemania, y puede haber federación de sola una nación, compuesta de varios estados soberanos, como la de los Estados Unidos.

Este sistema es el mejor quizá, que se ha discurrido entre los hombres, pero difícilmente podrá aplicarse a toda la América. ¿Dónde se formará esa gran dieta, ni cómo se recibirán instrucciones de pueblos tan distantes para las urgencias imprevistas del estado? Yo deseara que las provincias, reduciéndose a los límites que hasta ahora han tenido, formasen separadamente la constitución conveniente a la felicidad de cada una; que llevasen siempre presente la justa máxima de auxiliarse y socorrerse mutuamente; y que reservando para otro tiempo todo sistema federativo, que en las presentes circunstancias es inverificable, y podría ser perjudicial, tratasen solamente de una alianza estrecha, que sostuviese la fraternidad que debe reinar siempre, y que únicamente puede salvarnos de las pasiones interiores, que son enemigo más terrible para un estado que intenta constituirse, que los ejércitos de las potencias extranjeras que se le opongan.