Israel no es un Estado judío, ni Jerusalén su capital eterna

Por José Steinsleger
para La Jornada (México)
Publicado el 13 de diciembre de 2017

Inquietantes noticias para la precaria y volátil paz global: el mundo estaba mordiéndose las uñas luego que el emperador de la melena dorada amenazó con borrar del mapa a Corea del Norte cuando anunció, sin dar respiro, el traslado de la embajada de su país de Tel Aviv a Jerusalén.

Donald Trump reconoció a la Ciudad Santa como lo que nunca fue: capital eterna e indivisible de Israel. Sin embargo, ¿cuál es la novedad? Hace cien años, en carta a uno de los jefes de la banca Rotschild, el canciller de la corona británica, sir Arhur James Balfour, manifestó que su gobierno apoyaría formalmente la creación de un Hogar Nacional Judío en Palestina (2 de noviembre de 1917).

Tres decenios después, la naciente Organización de las Naciones Unidas (ONU, 1947) partió Palestina en un Estado judío y otro árabe, pero aclarando: con una tutela especial sobre Jerusalén. No obstante, un año después los sionistas (ultranacionalistas judíos) proclamaron unilateralmente la independencia (15/5/48), ocupando por vía armada Jerusalén Oeste para instalar allí la capital de ¿Palestina? No. De Israel.

Frente a la protesta mundial, la Asamblea General decidió que Jerusalén sería un “ corpus separatum” bajo un régimen especial administrado por la ONU, obligando a los sionistas a instalar su gobierno en Tel Aviv (diciembre de 1949, resolución 303). El polaco David Ben Gurión (1886-1973), máximo patriarca del sionismo, dijo entonces que el nuevo Estado protegería los lugares santos de todas las religiones, y aplicaría sucesivamente los principios de la Carta de la ONU.

Luego, en junio de 1967, tras la Guerra de los Seis Días, el sector oriental de Jerusalén (bajo jurisdicción de Jordania) cayó en manos de las Fuerzas de Defensa (sic) de Tel Aviv. Anexión que hasta hoy prosigue ininterrumpidamente, con la apropiación de tierras palestinas. Por 99 votos en favor, ninguno en contra y 20 abstenciones, la Asamblea General manifestó que los medios utilizados por Israel para cambiar el estatus de Jerusalén eran nulos y no avenidos.

En la segunda cumbre de los Países Islámicos (Pakistán, 1974), se acordó una resolución sobre Al-Quds (Jerusalén, en árabe), que dice: La retirada de Israel de Jerusalén es la condición inicial más importante e insustituible para restablecer la paz en el Cercano Oriente.

En el decenio de 1970 había 16 embajadas en Jerusalén: 12 de América Latina (Bolivia, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Haití, Panamá, República Dominicana, Uruguay y Venezuela), tres de África (Kenia, Costa de Marfil y Zaire –actual República Democrática del Congo) y una de Europa, la de Holanda, país que en aquellos años operaba como el principal aliado de Tel Aviv en el viejo continente.

En julio de 1980, el Knesset (Parlamento israelí) aprobó una ley mediante la cual declaraba: Jerusalén completa y unida es la capital de Israel. La legislación generó una fuerte respuesta mundial, siendo motivo de disputa con Estados Unidos. El Consejo de Seguridad acordó no reconocer la controvertida ley y otras acciones que busquen alterar el carácter y estatus de Jerusalén (resolución 478).

Holanda y los países referidos mudaron sus misiones a Tel Aviv. Ocasión en la que el presidente de Costa Rica, Óscar Arias, alegó que tener su sede en Jerusalén había sido un error histórico que impedía a su país tener casi cualquier tipo de relación con los países árabes. De su lado, el primer ministro israelí, Menájem Beguín (1913-92), reclamó a Washington por no haber vetado una decisión que calificó de odiosa y vergonzosa.

Con espíritu retorcido, Beguín se preguntó: “¿dónde hay un país en el mundo que no escoge su capital de forma unilateral? En lugar de Washington DC (Washington, distrito de Columbia), yo prefiero decir Jerusalén DC (la capital de David, David’s capital), en referencia al rey David”.

En claro desprecio a todas las resoluciones de la ONU, Tel Aviv trasladó la sede del gobierno a Jerusalén oeste, proclamando su anhelo de convertir a toda la ciudad en capital eterna e indivisible. Objetivo que en la sede del Knesset quedó grabado en placa especial, con letras de oro: del Eufrates al Nilo. O sea, la restauración del Gran Israel bíblico del rey David, que abarcaba Palestina, Mesopotamia, Líbano y el desierto del Sinaí.

México asumió un papel digno. Porfirio Muñoz Ledo, su representante en la ONU, declaró: El problema no es optar por una Jerusalén unificada o dividida. Hoy, la ciudad está unificada de hecho, pero como resultado de una conquista que no genera derecho alguno.

En junio de 2005, el ex primer ministro Ariel Sharón (1928-2014) había anticipado: Jerusalén pertenecerá a Israel, y nunca más a los extranjeros (sic). Profecía cumplida: los sionistas terminaron convirtiendo a Palestina en una piel de leopardo (grandes asentamientos ocupados por colonos judíos armados de extrema derecha), donde la paz es imposible. Restaría averiguar quién domina a quién: ¿Donald Trump a Benjamín Netanyahu, o Wall Street y la banca de los Rotschild a los dos?

Fuente: jornada.unam.mx