Una instantánea del Estados Unidos de Trump El arte del "trumpcataclismo"

Tom Engelhardt

De cómo Estados Unidos se invadió, se ocupó y se rehizo a sí mismo

¡Ha sido épico! ¡Un elenco de miles! (¿Cientos? ¿Decenas?) Una producción espectacular que, cinco semanas después de haber aparecido en todas las pantallas –de todos los tipos conocidos– de Estados Unidos (y posiblemente del mundo), no muestra señales de parar alguna vez. ¡Qué éxito ha sido! Ha hecho que la gente vuelva a los periódicos (en la web, si no en papel) y asegurado que nuestros acompañantes de cada día –los shows de noticias en la televisión por cable con cobertura las 24 horas del día durante los siete días de la semana– no les falten la “noticia de último momento” ni las audiencias. Es un impacto en todo el sentido de la palabra, tanto en el de éxito total hollywoodense como en el de accidente de tránsito, un fenómeno de un tipo que nunca habíamos vivido. Imagine el lector a Nerón tonteando mientras arde Roma y las cámaras filmándolo todo. De cualquier modo, se ha comprobado que se trata de una gigantesca filtración. Un grifo abierto, una espita abierta. Un enorme flujo de noticias que no lo son, de la cuarta parte de una noticia, de la mitad de una noticia, de noticias enloquecidas, de noticias engañosas y de noticias reales que han sido exageradas.

Ya sabe usted exactamente de qué –y de quién– estoy hablando, No es necesario explicarlo. Quiero decir, usted me pregunta “¿Qué es lo que no es necesario?”. El actor principal recién llegado a la capital de nuestra nación es lo más parecido a un personaje de acción. Imagine usted la versión Mar-a-Lego de Batman y el Joker fundidos en uno solo, un presidente que, tal como nos dijo en una reciente conferencia de prensa “soy la persona menos antisemita que usted ha visto en su vida”, y además la “persona menos racista”. Como una información tras otra lo indica, él ataca, arremete contra, se burla, tuitea, aporrea, embiste y se queja mientras arroja una lluvia de calumnias a los demás; aun así, continúa elogiando sin cesar sus propios logros. Pensemos en él como si se tratara de un gigantesco infierno de la política del Estados Unidos del siglo XXI o un moderno Godzilla surgiendo eternamente del agua en el puerto de Nueva York.

¿Y en cuanto al elenco de sus seguidores? Islamófobos, iranófobos, nacionalistas blancos; una caterva de milmillonarios y mutimillonarios; un renaciente mercado de valores que se ha vuelto loco; la totalidad de la industria de los combustibles fósiles y unos chalados “escépticos” del cambio climático de la ciudad; un portavoz de prensa inmortalizado en la TV por el programa Saturday Night Live cuyas emisiones ya han dejado atrás al culebrón General Hospital en las mediciones de audiencia; un consejero de la Casa Blanca experto en “hechos alternativos”; un asesor en seguridad nacional que –después de 24 días en el cargo– parece sintetizar el concepto de “inseguridad”; un jefe de equipo de la Casa Blanca y contacto con los republicanos del Congreso a quien ya se está evaluando reemplazar, además de una pareja de recién nombrados que fueron “despedidos” o incluso sacados por la fuerza de sus respectivos despachos y empleos por haber criticado a Donald y no haberlo admitido... francamente, es imposible maquillar todo esto o, mejor dicho, solo el propio Trump podría hacerlo. Y, de pasada, ya lo sabe; a partir de las “noticias” de las últimas semanas, yo podría continuar interminablemente este párrafo incluso sin parar para respirar.

Entre tantos temas que ni siquiera he mencionado, entre ellos Melania y la ex esposa Ivana –¿es acaso posible que ella se convierta en la embajadora de Estados Unidos en la República Checa?–, por supuesto, ahí están los hijos de Trump y sus negocios y las instantáneamente rotas promesas acerca de sus (vaya expresión tan fuera de moda) ‘conflictos de intereses’ y los conflictos vinculados con esos conflictos y los tuits y las amenazas presidenciales y los rubores que les acompañaban, por no hablar de la cuestión de tener que pagar para acceder al nuevo presidente en Mar-a-Lago. Y qué me dice del yerno de Trump, Jared Kushner (otro conflicto de-ya-sabe-qué andante) de quien se dice que ha tenido un papel importante en el nombramiento del nuevo embajador en Israel, un abogado de Nueva York especializado en bancarrotas conocido por haber recaudado millones de dólares para financiar un asentamiento judío en Cisjordania y por haber dicho que los partidarios del grupo judío liberal J Street son “mucho peores que los Kapos” (los judíos que ayudaban a los nazis en sus campos de concentración). Ahora, Kushner ha sido ordenado negociador máximo en Oriente Medio. Y no se olvide de que los hijos Donald y Eric ya están guardando objetos de interés para la futura biblioteca presidencial Trump, una idea que dejaría sin habla a cualquiera (solo imaginemos una biblioteca con esas enormes letras doradas sobre la puerta de entrada en honor de un hombre que se enorgullece de no leer un libro y, como sin duda ocurre con sus órdenes ejecutivas e incluso con los volúmenes que afirma haber “escrito” sobre cosas que apenas se ha molestado en comprobar.

Hablando de Roma (¿recuerdan a Nerón haciendo tonterías?), ¿se ha dado cuenta de que en estos días todos los caminos de las noticias conducen a... bueno, a Donald Trump? Créame, ya nada sucede en nuestro mundo que no esté relacionado con él o con sus acólitos (o sencillamente, por definición, nada sucedía). Desde que en junio de 2015, en su carrera por la presidencia, se convirtió en el escalador de la Torre Trump su principal destreza ha sido, sin duda alguna, la capacidad de hacerle la pelota a los medios en el espacio que fuera, ya fuese ese “espacio” el Despacho Oval, Washington o el mundo entero. En una conferencia de prensa, habló con el primer ministro israelí Benjamin Netanhyahu y, en medio de arranques de ira por las filtraciones en la comunidad de inteligencia y ataques a “los medios deshonestos” por haber disparado contra su asesor en temas de seguridad nacional, de repente fija su intención en la cuestión que enfrenta a Israel y Palestina y dice: “Entonces, observo la cuestión de los dos estados o el estado único y me gusta aquel que prefieran ambas partes. Me hace muy feliz la solución que agrade a ambas partes. Puedo convivir con cualquiera de ellas. Durante cierto tiempo me parecía que la solución de dos estados podía ser la más fácil pero, francamente, si Bibi y los palestinos... si Israel y los palestinos están contentos, yo estoy contento con lo que ellos prefieran”. Y, de pronto, el mundo que habíamos conocido en Oriente Medio, es otro completamente diferente.

Generalizando

A su manera, incluso después de 20 meses de haber empezado, todo continúa siendo muy sorprendente y novedoso; si esto no es como estar en el paso de un tornado, ya me dirá usted a qué se parece. Entonces, nadie debería sorprenderse por lo difícil que es apartarse de la tormenta de este interminable momento para encontrar una –cualquiera que sea– posición ventajosa que brinde a uno la mínima perspectiva del trumpcataclismo que castiga a nuestro mundo.

Aun así, por extraño que podría parecer en estas circunstancias, la presidencia de Trump proviene de alguna parte, se ha desarrollado a partir de algo. Para pensar en este fenómeno (como muchos de quienes se oponen a Trump parecen ahora inclinados a hacerlo) como algo completamente peculiar, la versión presidencial de un alumbramiento virginal va al mismo tiempo contra la historia y contra la realidad.

Donald Trump, aparte de cualquier otra cosa que pueda ser, es muy claramente una criatura de la historia. Él es inimaginable sin ella. Esto, a su vez, significa que la naturaleza radical de su presidencia debería servir como recordatorio de lo radical que en realidad han sido los 15 años posteriores al 11-S en la conformación de la vida, la política y el estilo de gobierno de Estados Unidos. En ese sentido, generalizar (le pido disculpas por el juego de palabras*), la presidencia Trump ya ofrece una sorprendentemente vívida y precisa imagen del Estados Unidos en que hemos estado viviendo desde hace algunos años, incluso aunque prefiriésemos fingir otra cosa.

Después de todo, es claramente un gobierno de, ejercido por y evidentemente para los milmillonarios y los generales, lo que resume bastante bien hacia dónde avanzábamos en la última década y media. Empecemos por los generales. En los 15 años anteriores a la llegada de Donald Trump al Despacho Oval, Washington se había convertido en una capital de la guerra permanente, un rasgo inmanente de nuestro mundo estadounidense, y las fuerzas armadas en la institución más admirada en la vida estadounidense, aquella en la que más confiamos en un conjunto cada día más ajado; en ese conjunto están la presidencia, la Suprema Corte, la escuela pública, los bancos, los telediarios, lo periódicos, los grandes comercios y el Congreso (en este orden descendente).

El apoyo a esas fuerzas armadas –en la forma de pasmosas sumas de dólares del contribuyente (que están a punto de dispararse una vez más)– es una de las pocas cosas en las que los congresistas –demócratas y republicanos– pueden todavía ponerse de acuerdo. El complejo militar-industrial vuela cada vez más alto (a pesar de lo tweets de Trump sobre el precio de los aviones F-35); los cuerpos policiales de todo el país han sido dotados al estilo de muchas fuerzas armadas mientras la tecnología bélica en los remotos campos de batalla estadounidenses –desde la captura de comunicaciones de telefonía móvil y los vehículos a prueba de explosivos hasta la vigilancia con drones– llega de regreso a casa y ahora todos tenemos nuestras propias unidades de fuerzas especiales.

En otras palabras, este país se ha militarizado en muchos aspectos –en los más obvios y también en los menos–, de un modo que los estadounidenses de otros tiempos no imaginarían posible. En esta militarización, iniciar guerras y pelearlas se ha convertido cada vez más –burlando la Constitución– en la única preocupación de la Casa Blanca, sin recurrir prácticamente al Congreso. Mientras tanto, en estos años, gracias al programa de asesinatos selectivos por medio de drones conducido directamente desde el Despacho Oval, el presidente –que es el comandante en jefe de las fuerzas armadas– se ha transformado también en el asesino en jefe.

En estas circunstancias, nadie debería haberse asombrado cuando Donald Trump recurrió a los mismos generales que él había criticado durante la campaña electoral, a aquellos hombres que durante 15 años lucharon en guerras perdidas y se sienten amargados por no haberlas ganado. Ahora, por supuesto, en su gobierno, han asumido funciones –un hito histórico– que en otros tiempos eran mayormente confiadas a civiles –la secretaría de Defensa, la de Seguridad Interior, la asesoría en seguridad nacional y la jefatura del Consejo de Seguridad Nacional–. Es decir, una especie de junta militar, y un pequeño y lógico paso más en el proceso de una creciente militarización de este país.

Es sorprendente, por ejemplo, que cuando el presidente cesó finalmente –después de 24 días en el cargo– a su asesor en seguridad nacional todos los nombres menos uno que se barajaron para ocupar ese puesto, normalmente ocupado por un civil, eran generales retirados (y un almirante); también lo es que la persona nombrada por Donald Trump como segundo asesor en seguridad nacional sea un general que continúa en activo. Esto refleja una nítida realidad del Estados Unidos del siglo XXI, que Donald simplemente ha absorbido como la esponja humana que es. Como resultado de ello, las permanentes guerras estadounidenses, todas ellas más o menos desastres de un tipo u otro, serán supervisadas por unos hombres que, durante los últimos 15 años, estuvieron profundamente implicados en ellas. Esta es la formula indicada para nuevos desastres pero, por supuesto, esto poco importa.

Otros futuros pasos de Trump –como la posible movilización de la Guardia Nacional, más de 50 años después de que los guardias ayudaran a eliminar la segregación racial en la Universidad de Alabama, para llevar a cabo la deportación en masa de inmigrantes ilegales– sin duda seguirán la misma pauta (pese a que el gobierno ha negado que haya empezado a considerar seriamente esa movilización). En resumen, ahora vivimos en un Estados Unidos de los generales, y esto sería así aunque Donald Trump no hubiese sido elegido presidente.

Agreguemos un aspecto más en este nuestro momento: ya tenemos los primeros indicios de que integrantes del alto comando de las fuerzas armadas podrían dejar de sentirse completamente constreñidos por la tradicional prohibición estadounidense de implicarse en política. El general Raymond “Tony” Thomas, jefe del elitista Comando de Operaciones Especiales, hablando recientemente en una conferencia, advirtió al presidente de que estamos “en guerra” y de que el caos en la Casa Blanca no es algo bueno para los guerreros. Nunca en nuestros tiempos las fuerzas armadas habían criticado tan abiertamente a la Casa Blanca.

El ascendiente de los milmillonarios

En cuanto a estos, empecemos así: ahora, un milmillonario es presidente de Estados Unidos, algo que, hasta que este país fuera convertido en una sociedad del 1 por ciento con la política del 1 por ciento, habría sido inconcebible (lo más cerca que estuvimos de esto en los tiempos modernos fue en 1974, cuando Nelson Rockefeller fue nombrado vicepresidente por el presidente Gerald Ford, que no había sido electo en una votación popular). Además, nunca había habido tantos milmillonarios y multimillonarios en un gabinete; esto, a su vez, fue posible solo porque en este país y en estos momentos hay tantos milmillonarios y multimillonarios dispuestos a ser elegidos. En 1987, en Estados Unidos había 41 milmillonarios; en 2015, eran 536. ¿Qué otra cosa es necesario saber acerca de los años transcurridos que dieron lugar a una creciente desigualdad y el peor derrumbe económico desde 1929 que solo contribuyeron a reforzar la nueva versión del sistema estadounidense?

En un rápido repaso de estos años, hemos pasado de unos milmillonarios que financiaban el sistema político (después de que, en 2010, el dictamen Citizen United de la Suprema Corte abriera las compuertas a la riada financiera) a la realidad de unos milmillonarios encabezando y gestionando la actividad gubernamental. Como consecuencia de ello, dado un país que siempre se ha llevado tan bien con quienes ya eran inmensamente ricos –gracias en parte a que se implementara lo que podría llamarse el estilo trumpiano de “rebaja de impuestos”– y así la posibilidad de establecer una nueva “época de riqueza dinástica”. En la caterva de ricos desmanteladores y destructores, Donal Trump reclutó su gabinete en la expectativa de, entre otras cosas, que la privatización del gobierno de Estados Unidos –un proceso hasta ahora centrado sobre todo en la fusión de las corporaciones guerreras con diferentes sectores del estado de la seguridad nacional– avanzará a paso acelerado en el resto de los organismos del Estado.

Para decirlo de otro modo, antes del 8 de noviembre de 2016, ya estábamos viviendo un Estados Unidos diferente. Donald Trump no ha hecho otra cosa que poner esa realidad ante nuestras narices. No olvidemos que si no fuera por el proceso de creación de la sociedad del 1 por ciento en este país y el aumento de la automatización (y la globalización, también), que ha destruido tantos empleos y solo ha favorecido la propagación de la desigualdad, los trabajadores blancos estadounidenses en particular no se habrían sentido tan excluidos en el interior de su propio país o tan dispuestos a llevar a semejante explosivo personaje a la Casa Blanca como una forma visible de una protesta del tipo “que te jodan”.

Por último, pensemos en otro sello distintivo del primer mes de la presidencia Trump: la “contienda” entre el nuevo presidente y el sector de la inteligencia del estado de la seguridad nacional. En estos años posteriores al 11-S el Estado dentro de un Estado –algunas veces mencionado por sus críticos como el “Estado profundo”, a pesar del secretismo que lo envuelve; la expresión “Estado oscuro” sería más apropiada– creció a pasos agigantados. Durante este periodo, por ejemplo, Estados Unidos consiguió un segundo departamento de Defensa, el de Defensa Interior –con su propio complejo industrial de la seguridad–, mientras las agencias de inteligencia –17, en total– se expandieron más allá de lo imaginable. En esos años, lograron una influencia que no tenía precedentes y, al mismo tiempo, la capacidad de escuchar y controlar las comunicaciones de prácticamente todos los habitantes del planeta (entre ellas, las de los estadounidenses). Alimentados copiosamente por los dólares del contribuyente y ayudados por cientos de miles de contratistas privados pertenecientes a las corporaciones guerreras cuyas acciones escapan al control del Congreso y los tribunales, y operando debajo de una especie de manto de secretismo que deja en la oscuridad a la mayoría de los estadounidenses (salvo cuando los denunciantes han revelado sus manejos), el estado de la seguridad nacional ha aumentado su influencia en Washington hasta convertirse de hecho en el cuarto poder gubernamental.

Las personas clave en el interior de sus misteriosos despachos hoy se encuentran con Donald Trump, el presidente que en cierta forma es una consecuencia del mismo proceso que produjo su propio crecimiento; este encuentro no les resulta agradable –menos aun después de que él comparara sus actividades con las que realizaban los nazis–; da la impresión de que estas personas le hubieran declarado la guerra al presidente y su administración mediante un notable flujo de filtraciones de información perjudicial, particularmente en relación con el recién despedido asesor en seguridad nacional Michael Flynn. Tal como escribieran Amansa Taub y Max Fisher en el New York Times, “Para algunos funcionarios gubernamentales concernidos, las filtraciones podrían haberse convertido en uno de los pocos medios que quedan con los que influir no solo en las iniciativas políticas del señor Flynn sino en la amenaza que él parece haber planteado al lugar que ellos tienen en la democracia”.

Esto, por supuesto, representaba una versión de la actividad de los denunciantes que, cuando estaba dirigida a ellos –antes de Trump–, les parecía terrorífica. Como los comentarios del general Thomas, esa lluvia de filtraciones, al mismo tiempo que desconcierta a Donald Trump, es un potencial desafío al sistema político de Estados Unidos tal como era conocido. Cuando los defensores más feroces de ese sistema empiezan a ser vistos como si formaran parte de la comunidad de inteligencia y las fuerzas armadas está claro que se está en un mundo distinto y mucho más peligroso.

Entonces, mucho de lo que está sucediendo ahora puede parecer sorprendentemente novedoso y sobrecogedor. No obstante, la verdad es que ha estado incubándose durante años, aunque los detalles de una presidencia Trump fueran inimaginables no hace tanto tiempo. En marzo de 2015, por ejemplo, dos meses antes de que Donald lanzara al cuadrilátero su cuidado despeinado, yo me preguntaba (en una nota de TomDispatch) si acaso estaba surgiendo “un nuevo sistema político” en Estados Unidos y resumía así la situación:

“Aun así, no pensemos siquiera un segundo que el sistema político de Estados Unidos no está siendo reformulado por algunos sectores interesados del Congreso, el actual grupo de milmillonarios, los intereses corporativos, los grupos de presión, el Pentágono y los funcionarios del estado de la seguridad nacional. Fuera del caos de este larguísimo momento y dentro del cascarón del viejo sistema, una nueva cultura, un nuevo tipo de política, una nueva forma de gobernar está viendo la luz ante nuestros propios ojos. Démosle el nombre que queramos, pero nombrémoslo de alguna manera. Dejemos de fingir que no está pasando nada.”

Ahora estamos viviendo en el Estados Unidos de Donald Trump (que, ciertamente, yo no predije ni imaginé en marzo de 2015); esto es, estamos viviendo en un país aún más caótico y atípico gobernado (en una medida que nunca lo había sido) por unos milmillonarios y generales retirados supervisados por un presidente claramente anómalo que está en guerra con unos sectores anómalos del estado de la seguridad nacional. Esto, en pocas palabras, es el Estados Unidos creado en los años que siguieron al 11-S. Dicho de otro modo, Estados Unidos puede haber fracasado estrepitosamente en sus esfuerzos para invadir, ocupar y rehacer Irak según su propia imagen pero parece haber tenido un notable éxito en la invasión, ocupación y transformación de sí mismo. Y no culpemos de esto a los rusos.

Nadie lo dije mejor que el rey de Francia Luis XV: Après moi, le Trump**.

* El juego de palabras por el que autor pide disculpas tiene que ver con la palabra “generalizar” y la abundancia de generales retirados en el equipo de gobierno de Donald Trump. (N. del T.)

** Luis XV dijo alguna vez, “Después de mí, el diluvio” (Après moi, le dèluge). (N. del T.)

Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project, autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Forma parte del cuerpo docente del Nation Institute y es administrador de TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World

Traducción: Carlos Riba García (Rebelión)