Mundo. Son el 1%, somos el 99%

Luis Matías López
Público.es
Parte I [x]

Un informe de IntermonOxfam ha puesto fecha hace poco a la aberrante desigualdad: a menos que las cosas cambien mucho, lo que a estas alturas se antoja casi imposible, el 1% de la población acumulará en 2016 más riqueza que el 99% restante. Ya mismo, en la vieja Europa pionera en políticas sociales, España obtiene ya una siniestra medalla de plata, por detrás tan solo de Letoniael 1% de lo más alto de la escala supera la riqueza del 70% de lo más bajo.

Capitan Swing ha editado dos notables ensayos sociales que vienen como anillo al dedo para ilustrar esta vergüenza. Uno es El problema de los supermillonarios,de Linda McQuaig y Neil Brook, aunque bien podría titularse Son el 1%, incluso Son el 0,1%, en alusión a la casta de privilegiados que concentran una parte desproporcionada de la riqueza mundial. El otro es Somos el 99%, de David Graeber, autor del imprescindible En Deuda. Una historia alternativa de la economía, y remite al lema de la protesta Occupy Wall Street (OWS), emparentada estrechamente con movimientos ciudadanos como el español 15-M.
El mismo Graeber reivindica la autoría del término 99%, aunque admite que la idea era anterior y que cuajó porque se lanzó en el lugar adecuado (el neoyorquino Zuccotti Park) en el momento adecuado (septiembre de 2011). Reconoce también que fueron dos indignados españoles, a los que solo identifica como Begoña y Luis, los que añadieron el nosotros de Somos de la consignay que el verbo en sí fue una idea de un tal Chris, activista del movimiento Comida, No Bombas.
Graeber ofrece algunas otras pinceladas de la participación española en OWS, como la de una anónima joven que advirtió a los activistas que intentaban organizar la protesta de que era “un error terriblemente estúpido” formar un círculo para asegurarse de que todos los asistentes podían escuchar sin problemas los acalorados debates, una cuestión práctica de importancia no desdeñable. Eso permitió recurrir al llamado micrófono del pueblo, una herramienta de comunicación que consiste en lo siguiente: “Una persona habla en voz alta, haciendo pausas cada diez o veinte palabras; en las pausas, quienes están dentro de ese campo de audiencia repiten lo que se ha dicho, y así las palabras llevan el doble de lejos que de otra manera”.
No importa demasiado que ese 99% del lema no se ajuste estrictamente a una realidad social que presenta muchos estratos, tan heterogénea como para incluir desde los marginados y expulsados del sistema hasta los estudiantes que se pasarán toda la vida intentando pagar sus deudas de la Universidad, o buena parte de las clases medias que se mueven entre la decadencia y las migajas de la prosperidad. Con toda su eventual imprecisión, la utilización de ese simbólico porcentaje funciona —y eso es lo que importa— como reflejo de una desigualdad lacerante que deja en evidencia la criminal complicidad entre las élites políticas y económicas.
Democracia auténtica
El contenido de ambos libros es demasiado amplio para ser reflejado en esta columna. Hay que leerlos. En el caso del de Graeber, se pone el énfasis en que el movimiento iniciado en Nueva York y que se extendió por 600 ciudades de EEUU pretendía en el fondo defender un ejercicio auténtico de la democracia. Algo que es muy diferente del simple hecho de votar (la mitad de la población norteamericana ni siquiera se molesta en hacerlo), sin una genuina capacidad de elección, para nombrar a unos representantes que lo más probable es que estén compinchados con los intereses del gran capital.
Su idea de democracia, por el contrario, es “una combinación del ideal de libertad individual con la noción —hasta el momento no materializada— de que las personas libres sean capaces de sentarse juntas como adultos razonables y dirigir sus propios asuntos”.
Agenda revolucionaria
Graeber, antropólogo, anarquista y activista, apuesta por la autoorganización del magma de descontentos, por la acción colectiva y solidaria, por promover ocupaciones de lugares de trabajo y de viviendas con hipotecas ejecutadas, por huelgas de impago de alquileres, por asambleas y seminarios de deudores… Toda una agenda revolucionaria con pocas posibilidades de triunfar, y menos en un país como Estados Unidos, pero que parece algo menos utópica tras la inusitada repercusión de movimientos como OWS.
Es una vía de protesta contra los gobiernos y estructuras institucionales que en la práctica “aseguran el flujo de dinero hacia los propietarios de instrumentos financieros”. El resultado de esta connivencia es que “un porcentaje considerable de sus salarios vaya directamente a los bancos”.
Algunos datos de escándalo
En 1937, el 1% más rico acaparaba en el Reino Unido el 16,9% de la renta nacional; en 1955, el 9,3% y, en 1978, el 5,7%… pero el descenso persistente que parecía apuntar a una repartición de recursos más justa se detuvo ahí. En 2010 se había vuelto a las andadas y se acercaba ya al 15%. La práctica totalidad del crecimiento de la renta en ese periodo fue a parar al 10% más rico, sobre todo al 1%, y de manera muy especial al 0,1%.
En Estados Unidos, entre 1980 y 2008, el 90% más pobre vio crecer sus ingresos un 1%, mientras que el 0,1% más rico los aumentó en un 403%. A nivel mundial, se estima que las 211.000 personas más ricas del planeta (en torno al 0,003% de la población) atesoran el 13% de la riqueza del mismo. John Paulson, gestor de fondos de alto riesgo, gana al año, por ejemplo, lo que 80.000 enfermeras.
El 60% del 0,1% de los que más ganan son ejecutivos de las finanzas y de grandes empresas; otro 10% son abogados y promotores inmobiliarios. En 2009, los 25 gestores de fondos de alto riesgo mejor pagados del mundo ingresaron 25.900 millones de dólares. Entre 2008 y 2014, los años de la crisis, se duplicó el número de milmillonarios. Etcétera, etcétera, etcétera…
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Parte II [x]
En Somos el 99% (Capitán Swing), David Graeber recurre a un curioso concepto estadístico que ideó el holandés Jan Pen para ilustrar la tragedia y la vergüenza de la desigualdad  que marca hoy como nunca la realidad social y económica. Se trata de un desfile imaginario en el que, durante una hora, participa la totalidad de la población de un país. Comienzan los más pobres y terminan los más ricos. La estatura que se atribuye a cada uno es proporcional a sus ingresos en el último año (no se tiene en cuenta la riqueza acumulada).
El ejemplo recogido en el libro se refiere a un país del Primer Mundo, el Reino Unido. Por supuesto, las diferencias serían aún más abismales si la marchaincluyera a la totalidad de la población del planeta, donde unos nueve millones de personas mueren de hambre al año y centenares de millones más sobreviven en condiciones dramáticas con ingresos inferiores a un euro al día.

Minutos del 0 al 6: desfilan seres diminutos, de menos de 30 centímetros de altura. Los más pobres entre los pobres. Ganan menos de 4.500 libras al año.
Minuto 15: pasan camareros, dependientes y otros trabajadores que miden menos de 90 centímetros. Les siguen obreros y camioneros que no pasan de 1,30 metros. Son quizás el grupo más numeroso.
Minuto 40: Comienzan a desfilar personas de estatura normal, en torno a 1,70, con una renta media de unas 25.000 libras.
Minuto 50: Entran en escena abogados, médicos, economistas e ingenieros de más de 3 metros de estatura.
Minuto 55: Desfilan cirujanos, abogados de empresa, ejecutivos de publicidad. Todos ellos miden más de 4,5 metros.
Minuto 55 y 30 segundos: Aparecen supermodelos como Kate Moss (5,7 millones de libras anuales), magnates como Rupert Murdoch (18,7), futbolistas como David Beckham (28,7 y 2,3 kilómetros de estatura), estrellas del mundo del espectáculo como Simon Cowell (57 millones y 4,6 kilómetros).
Minuto 55 y 59 segundos: Es la hora de Chris Rokos, fundador de Brevan Howard Asset Management (100 millones y 8,1 kilómetros de alto) y David Harding, de Winton Capital Management (390 millones, 31,6 kilómetros).
Minuto 55, 59 segundos y 9 décimas: Cierra el desfile Alan Howard, el gran gestor de fondos de inversión. Tiene unos ingresos de 400 millones de libras, mide 32,4 kilómetros de estatura. Un avión a la altitud de crucero apenas le llega al muslo; su cabeza está en la estratosfera. 
¿Es justo que Bill Gates sea tan rico?
Por otra parte, en El problema de los supermillonarios (también en Capitán Swing), Linda McQuaig y Neil Brooks dedican un capítulo a demostrar que, cualquiera que sea la vara de medir, incluso en un sistema altamente competitivo y ferozmente capitalista, nunca podrá considerarse justo que el magnate de la informática Bill Gates  haya acumulado una fortuna de 40.000 millones de euros, aunque lo haya conseguido sin violar la ley, haya creado decenas de miles de empleos y dedique miles de millones a causas sociales y humanitarias.
Los autores no ponen el énfasis en las cuestiones morales, aunque es obvio que consideran obscena cualquier acumulación tan desmedida de riqueza. Sin embargo, su argumentación es más sutil y pragmática: consiste en explicar que Gates ha capitalizado en provecho propio, y sin pagar apenas por ello, un acervo colectivo. Eso sí, con mucha suerte, habilidad, utilización de recursos públicos, cierta falta de escrúpulos y un prodigioso sentido del negocio.
McQuaig y Brooks cuestionan incluso que Gates fuese el auténtico inventor del sistema operativo que le ha hecho multimillonario, e insinúan que ese honor debería recaer más bien en Gary Kidall, aunque sostienen que el ordenador personal “fue el resultado de una serie de desarrollos tecnológicos que se remontan a décadas o tal vez siglos atrás”. Recuerdan además que casi toda la investigación inicial se pagó con dinero público.
Está claro, señalan, que el PC se habría inventado con y sin Gates, y quizás sin él “la revolución informática habría discurrido por caminos menos comerciales”. Citan una frase de Isaac Newton que reconoce la deuda que muchos gigantes de la ciencia contrajeron con sus predecesores: “Si yo he visto un poco más allá es porque estoy subido a hombros de gigantes”. Lo mismo hizo Gates, aunque él haya terminado llevándose todo el mérito… y la parte del león de los beneficios.
El hecho, afirman McQuaig y Brooks, es que cualquiera que, como Gates, sea capaz de crear un producto ligeramente novedoso capaz de conquistar el mercado global se hará con una desproporcionada parte del pastel. Lo que lleva a la esencia del problema: ya que el sistema capitalista no tiene la voluntad de frenar esaacumulación disparatada de riqueza, al menos debería establecer mecanismos eficaces para que la sociedad recuperase una parte sustancial de ese dividendo en forma de elevados impuestos a las grandes fortunas.
Sería una forma de hacerles pagar la deuda contraída por el uso en provecho propio y de forma gratuita de unos instrumentos que no le pertenecen (no más que a cualquier otro ciudadano), un volumen de conocimiento acumulado gracias al esfuerzo de muchas mentes brillantes a lo largo de los tiempos. Citando a Hobhouse, los autores señalan: “La tributación no debería verse como una retribución, sino más bien como una justa compensación”.
Por el contrario, la reacción de la mayoría de los multimillonarios (no es exactamente el caso de Gates) suele consistir en levantar la bandera de combate cuando un Gobierno se atreve a amenazarles con elevar los impuestos. “Ataque a la libertad de empresa”, “Estímulo para la huida al extranjero de los creadores de riqueza”,  “Amenaza al mantenimiento y creación de empleo”, “Golpe a la economía de mercado”, “Izquierdismo de la época anterior a la caída del comunismo” o “Receta para la decadencia económica” son algunos de los espantajos que se exhiben en esos casos. Los más ricos entre los más ricos, los que no podrían gastarse su fortuna aunque vivieran 10.000 años, disfrazan de patriotismo lo que no es sino codicia químicamente pura.
McQuaig y Brooks titulan así el capítulo dedicado al magnate de la informática: Por qué Bill Gates no merece su fortunaSin embargo, sus dardos más acerados los lanzan en el siguiente: Por qué otros supermillonarios la merecen aún menosLa explicación es sencilla: al menos Gates ha puesto en el mercado algo que la gente necesitaba y demandaba, que tiene que ver con la economía real, el desarrollo científico y el progreso. No es el ese el caso, por el contrario, de los codiciosos especuladores sin escrúpulos que contribuyeron a sumir a Estados Unidos –y de rebote a casi todo el resto del mundo- en una depresión sin precedentes desde la de 1929. Y que se fueron de rositas.
Son tipos como John Paulson, gestor de fondos de alto riesgo, que apostó por el hundimiento del mercado inmobiliario para sacar un rendimiento de ciento por uno y se embolsó 1.000 millones de dólares de fondos públicos cuando el Gobierno intervino para cubrir los compromisos de la aseguradora AIG y evitar así su quiebra al costo total para el erario público de 170.000 millones, de los que 14.000 millones fueron a las arcas de Goldman Sachs, una de las principales empresas responsables del desastre, que actuó de forma coordinada con Paulson. O como Joseph Cassano, ex director de productos financieros de AIG, con un papel clave en la venta de seguros tóxicos sobre inversiones. O como Sanford I. Weill, ex presidente de Citigroup, que contribuyó a “debilitar la supervisión regulatoria de los mercados financieros, lo que permitió que Wall Street se convirtiera en un enorme casino”.
Todos ellos forman parte de ese 1%, incluso del 0,1% que, con los Gobiernos cruzados de brazos, se hace de oro a costa del restante 99%, al que se diría que solo le queda el recurso del pataleo, ya sea en la puerta del Sol madrileña, en la plaza Sintagma de Atenas o en el parque Zuccotti de Nueva York, cuna del movimiento Occupy Wall Street.
*Luis Matías López-Exredactor jefe y excorresponsal en Moscú de EL PAIS, miembro del Consejo Editorial de PUBLICO hasta la desaparición de su edición en papel, Luis Matías López pretende con esta columna analizar sin sectarismos la actualidad internacional, y en ocasiones la española. Twitter: @LuisMatiasLopez