Transición política en Egipto

Alain Gresh
Le Monde diplomatique
Noviembre de 2012


El presidente Morsi en la ONU, Nueva York, 25-9-12 (Spencer Platt/GINA/AFP/Dachary
Nadie imaginaba que el flamante presidente de Egipto, Mohamed Morsi, lograría dejar en el banco de suplentes al ejército, una institución que dominó el país durante más de medio siglo. Pero debe hacer frente no sólo a otras oposiciones sino también al rechazo que suscitan los Hermanos Musul-manes en parte de la sociedad egipcia.


El domingo 12 de agosto de 2012 a las 10 de la mañana, los dos principales miembros del Consejo Superior de las Fuerzas Armadas (CSFA), Hussein Tantawi, el ministro de Defensa, y Sami Annan, el jefe del Estado Mayor, fueron convocados al palacio presidencial. Los confinaron en un cuarto ‘de seguridad’, donde no podían ni siquiera utilizar sus celulares. Durante la espera, en una sala contigua, el presidente Mohamed Morsi hizo prestar juramento al nuevo ministro de Defensa, el general Abdel Fattah al-Sisi. Unas horas antes, el Boletín Oficial había publicado un decreto que anulaba la declaración constitucional adicional adoptada entre las dos vueltas de la elección presidencial por el CSFA, que se arrogaba más poderes a fin de ponerse ‘al abrigo’ de una victoria de Morsi. Más tarde, el presidente reunió a los dos generales y les anunció que habían sido destituidos. Los dos hombres se debatían entre el estupor y la impotencia.”

La escena, narrada por un allegado a la Presidencia, marca el fin de la situación de doble poder que reinaba en El Cairo desde la asunción de Morsi, el pasado 30 de junio.Todos estaban convencidos de que un equilibrio tan inestable no podía sino quebrarse. “La prensa nacional publicaba las declaraciones de Tantawi en seis columnas y las del presidente en dos columnas –se indigna Abdul Moneim Abul Fotuh, ex candidato en las elecciones presidenciales–. Antes de aceptar formar el gobierno, Hicham Kandil [el primer ministro] había pedido previamente el aval de los militares...”.

“Finalmente, el CSFA era sólo un tigre de papel.” La vieja fórmula maoísta hoy hace furor en las calles de El Cairo. Sin embargo, unas semanas antes, nadie imaginaba que Morsi lograría dejar en el banco de suplentes a una institución que dominaba a Egipto desde que los “oficiales libres” habían tomado el poder el 23 de julio de 1952 y que regenteaba la vida política desde la renuncia del presidente Hosni Mubarak el 14 de febrero de 2011.

Regreso a los cuarteles


Los pasados 23 y 24 de marzo, en la primera vuelta de la elección presidencial, Hamdin Sabbahi, de tendencia nasserista, junto con Abul Fotuh, disidente de los Hermanos Musulmanes, y algunos otros candidatos de izquierda que participaron activamente en la revolución del 25 de enero de 2011 habían reunido el 40% de los votos. Pero sus divisiones habían dejado solos a la cabeza para la segunda vuelta al general Ahmed Shafiq (23,6%), representante del viejo régimen, y a Morsi (24,8%), de los Hermanos Musulmanes. Aunque Sabbahi no había dicho a quién votaría, Fotuh, por su parte, había apoyado a Morsi, al igual que otras fuerzas diversas, como los Jóvenes del 6 de Abril, o personalidades como el bloguero Waël Ghonim o el escritor Alaa El-Aswani, autor de la inolvidable El edificio Yacobián (1) y crítico de los islamistas, que justifica así su voto: “No estábamos con Morsi, apoyábamos la revolución”. Su principal objetivo era apartar al ejército.

El CSFA había aceptado de mala gana el resultado de la segunda vuelta, pero todavía no había sucedido nada. El nombramiento del nuevo gabinete, dominado por figuras del viejo régimen, no hizo sino acrecentar la impresión de que Morsi reinaría, pero no gobernaría. El 15 de julio de 2012, el general Tantawi, presidente del CSFA, declaró que no permitiría que una “facción” (véase “Complejo paisaje islamista regional”, pág. 18) se apoderara de Egipto. Los días 24 y 25 de agosto se llamó a manifestarse contra el nuevo presidente e incluso el diario Al-Doustour promovía un golpe de Estado (2).

Vanas esperanzas. La legitimidad ahora se hallaba en las urnas y en la calle, como lo demostraron las largas filas de ciudadanos que esperaban bajo un sol de plomo, a fines de junio, para deslizar su boleta en la urna y elegir a su presidente. La noche del anuncio de los resultados, las alegres y variopintas multitudes –jóvenes que llevaban máscaras de Anonymous o pancartas de los Hermanos– festejaban menos la victoria de Morsi que la derrota del viejo régimen y el triunfo del sufragio universal.

El nuevo presidente, a quien se presentaba como un apparátchik apagado y sin carisma, iba a dar muestras de verdadera habilidad. Como, por sus funciones, tiene acceso a los diversos comandos militares, pudo comprender que el ejército estaba atravesado por corrientes subterráneas. Una generación de oficiales quincuagenarios aspiraba a desempeñar un papel mayor, a sacudir la tutela de la “generación de 1973” (en referencia a la guerra de octubre de 1973 contra Israel), a atacar los males que gangrenaban a su institución y al resto del país: falta de profesionalismo, favoritismo, corrupción.

Ya sólo faltaba la ocasión. Llegó antes de lo previsto, con el ataque lanzado el 5 de agosto por un grupo yihadista contra un puesto militar en Rafah, en el Sinaí. Dieciséis soldados fueron fríamente abatidos. El grupo comando logró huir y recorrer impunemente 15 kilómetros en territorio egipcio, antes de que el ejército israelí los redujera cuando intentaba cruzar la frontera. Ese mortífero fiasco de seguridad permitió al nuevo presidente apartar al CSFA.

Así se daba vuelta, sin una gota de sangre, una página de la muy joven revolución egipcia: el ejército volvía a sus cuarteles. Seguramente seguirá pesando en las decisiones sobre seguridad (especialmente en el Sinaí) o regionales (relaciones con Israel y, por supuesto, con Estados Unidos), pero ya no asumirá el conjunto de los poderes.

Sin embargo, la transición política está lejos de terminar: se está redactando una nueva Constitución, que debería ser votada antes de concluir noviembre y luego sometida a referéndum y abrir el camino a nuevas elecciones legislativas, pues la Corte Suprema disolvió el Parlamento en junio de 2012. A escasos cien metros de la plaza Tahrir, en una sala del majlis al-choura (el Senado), la comisión encargada de su redacción sesiona en presencia de numerosos periodistas. Su composición atravesó múltiples peripecias, incluso judiciales. Finalmente cuenta con un centenar de miembros, de los cuales la mitad pertenece a los Hermanos o a los salafistas. Una parte de las fuerzas de oposición la boicotea de manera más o menos intermitente. “A veces tenemos debates dignos de la Edad Media –bromea el ex diputado Wahid Abdel Meguid, portavoz de la comisión, que trabaja también en el diario Al-Ahram–. Pero las cosas avanzan, e incluso deben reconocer que ninguna de nuestras leyes es contraria al islam.”

En el edificio, decorado con frescos del Egipto faraónico con figuras femeninas livianas de ropas, se codean el ex secretario general de la Liga Árabe, Amr Musa, para quien “los problemas religiosos no incumben a la Constitución”, y Nader Bakar, el muy mediático portavoz del partido salafista Al Nur; mujeres de foulard y otras con cabellos al viento; generales y algunos jóvenes revolucionarios (pocos); curas coptos y representantes de la universidad Al-Azhar; un campesino de galabiyya (ropa tradicional) solicitando una ayuda para la agricultura, etc. Uno creería que está en cualquier asamblea parlamentaria y, a pesar de las profundas divergencias, durante los debates, dirigidos por la voz firme de Hossam El-Gheriany, un juez respetado, reina una atmósfera de cordialidad.

En el centro de las discusiones: el lugar de la sharia, en particular en el artículo 2 de la Constitución. En 1971, el presidente Anwar el Sadat había hecho incluir un parágrafo que estipulaba que la sharia sería “una fuente principal de la legislación”. Mediante una enmienda, en 1980, se convertía en “la” fuente principal de la legislación. En la Constituyente, los salafistas solicitaron que se reemplace “la sharia” por “los principios de la sharia”, una formulación más vaga, que habría originado consecuencias inquietantes. Luego, después de renunciar a esto, exigieron que ya no fuera la Corte Suprema constitucional la que juzgara la conformidad de una ley con la sharia (3), sino Al-Azhar, la mayor autoridad del islam sunnita. “Sería como una ‘chiización’ de Egipto –señala irónicamente un participante–. Esta reforma daría a una instancia religiosa la última palabra sobre las leyes del país, como en Irán.” Lo cual constituiría el colmo para los salafistas, profundamente hostiles al chiismo. Por lo demás, Al-Azhar se negó a desempeñar ese papel.

¿Se llegará a un compromiso? Como señala un observador hostil a los islamistas: “A Morsi le interesa que la Constitución sea equilibrada, para no generar problemas a su presidencia. Si todos los no islamistas dejaran la comisión para protestar, sería muy malo para él”.

Estos debates están lejos de apasionar a la opinión pública, aunque comprometan principios importantes, tanto en la religión como en la igualdad entre los ciudadanos, o entre hombres y mujeres. Indirectamente se perfilan otras cuestiones. ¿Confiscarán los Hermanos el poder? ¿Se ha puesto en marcha una “hermanización” del Estado? O, como temen algunos, ¿se transformará Egipto en un nuevo Irán?

La cofradía provoca un fuerte rechazo en amplios sectores de la población. Rechazo que, contrariamente a lo que creen muchos de sus miembros, no es sólo resultado de una campaña de desinformación. Notablemente estructurados y disponiendo de militantes dedicados que en varios casos pasaron por las prisiones, los Hermanos a veces son considerados –incluso por creyentes practicantes– como cínicos, enredados en maquinaciones políticas y más preocupados por los intereses de su organización que por los del país. Incluso los salafistas los critican duramente, acusándolos de querer “oprimir en nombre de la religión a quienes los desprecian” (4). Si bien nadie discute su papel durante la revolución –aunque se hayan subido a un tren que ya estaba en marcha–, sus compromisos con el CSFA a lo largo de 2011 les valieron muchos resentimientos. Su decisión de presentar un candidato a la elección presidencial, violando sus compromisos anteriores, avivó aun más la desconfianza.

Además, su buena imagen palideció: Morsi obtuvo 5,7 millones de votos en la primera vuelta presidencial, mientras su partido, el Partido Libertad y Justicia (PLJ), había sumado aproximadamente más del doble durante las legislativas de fines de 2011 y comienzos de 2012 (5). Y, en la segunda vuelta, el general Shafiq obstuvo 12 millones de votos: un resultado que refleja más el rechazo hacia los Hermanos que la nostalgia por el antiguo régimen.


“El islam es la solución”


En el centro de El Cairo, en ese barrio edificado en el siglo XIX y cuyos edificios recuerdan la arquitectura haussmaniana y la vieja influencia cultural francesa, se encuentra el café Riche. Lugar de encuentro de periodistas e intelectuales, vivió su hora de gloria en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial, cuando se reunían en una de sus salas –disponían de una entrada secreta– los revolucionarios que reclamaban la independencia del país.

Allí está sentado el doctor Mohamed Abul Ghar, ginecólogo reconocido por sus modos refinados, elegante a sus 70 años. Presidente del Partido Socialdemócrata, acaba de regresar de Ciudad del Cabo, donde se realizó el congreso de la Internacional Socialista (donde finalmente se decidió excluir al partido de Mubarak). Recuerda su combate de siempre contra los Hermanos y sus enfrentamientos con ellos en la universidad: “No voté por Shafiq ni por Morsi, pero la victoria de Shafiq habría conducido a la violencia y a una nueva insurrección, esta vez dirigida por los Hermanos. Llegan al gobierno, donde deberán actuar, por el interés de todos. Darán pasos en falso y tomarán medidas impopulares”.

Unos días antes, Morsi confirmaba la firma, de aquí a fin de año, de un acuerdo para un préstamo del Fondo Monetario Internacional (FMI) por la suma de 4.800 millones de dólares, a una tasa del 1,1%. Hermanos y salafistas, que hasta hace unos meses todavía denunciaban el proyecto, justifican este incumplimiento de la prohibición islámica contra las tasas de interés con argumentos que, bajo otros cielos, podrían calificarse como jesuíticos…

“El islam es la solución.” Durante décadas, este eslogan de la cofradía le permitió evitar pronunciarse acerca de la mayoría de las cuestiones vitales (incluso si apoyaba al presidente Mubarak en liquidar la reforma agraria) (6). Hoy en el poder, ya no puede esquivar las duras realidades de una situación económica y social degradada, de la que dan muestras las numerosas huelgas en las fábricas, la educación o los hospitales. Pero los Hermanos no tienen otra solución para proponer que un liberalismo económico tal vez menos corrupto que el de Mubarak, que siempre defendieron.

La gran oportunidad de Morsi sigue siendo la división de la oposición. Con el correr de los días, esta se organiza en las coaliciones más heteróclitas, cuyas figuras pasan sin complejo de una a otra, cuando no se encuentran en varias al mismo tiempo. Incluso a Hamdin Sabbahi, el candidato que había logrado entusiasmar a parte de la opinión progresista durante la elección presidencial, le cuesta presentar un programa coherente. Como señala un observador: “El comité central de su Corriente Popular comprende representantes de partidos liberales, socialistas y nasseristas que no se ponen de acuerdo en nada: ni sobre el papel del sector privado ni sobre el lugar de la justicia social, ni sobre las relaciones con Estados Unidos e Israel”. Un militante nasserista independiente se hace eco: “¿Acaso los liberales y los nasseristas pueden unirse contra los islamistas cuando no están de acuerdo en nada más?” (7). ¿Cómo forjar un sistema democrático –lo cual no es posible sin la integración de los Hermanos en el juego político–, al tiempo que se afirma un programa social y de política externa independiente? La izquierda no siempre ha resuelto ese dilema.

Sin embargo, el camino para los Hermanos está lejos de estar definido. Los desafíos económicos y sociales son gigantescos, el viejo régimen conserva posiciones sólidas en el aparato del Estado y es difícil cambiar de la noche a la mañana las estructuras y las mentalidades (¿cómo enseñarle a un policía que detiene a alguien que su primera tarea no es golpearlo al llegar a la comisaría?). El presidente amnistió a todas las personas detenidas por los militares por razones políticas, pero ¿logrará luchar contra las persistentes violaciones a los derechos humanos?

Los Hermanos abordan estas batallas con una organización donde, por primera vez, la fidelidad incondicional por el murshid (el guía de la cofradía) ya no está garantizada (8). En marzo pasado, se necesitaron tres días de reuniones del majlis al-choura, la instancia más alta de la organización, para ratificar su participación en la elección presidencial y, además, por una corta mayoría. Por primera vez en su historia, los Hermanos sufrieron importantes escisiones, con la creación del movimiento de Abul Fotuh o la del partido Wasat (“el centro”) sin hablar de las jóvenes generaciones que salieron a las calles.

Todos obstáculos para una toma del poder de la organización sobre el Estado similar a la que había impuesto el presidente Mubarak. “Para asegurarse una hegemonía sobre el Estado, los Hermanos necesitarían un proyecto –explica Alaa Al-Din Arafat, director de Investigaciones en el Centro de Estudios y Documentación Económicos, Jurídicos y Sociales (CEDEJ) de El Cairo–. En 1952, los ‘oficiales libres’ pudieron construir su hegemonía y reunir a las elites en torno al objetivo de la independencia nacional y de la construcción de una economía independiente. Cuando Sadat se apropia del poder, utiliza la derrota de 1967 y propone la apertura económica y el multipartidismo. Los Hermanos no tienen un proyecto global –ni siquiera en áreas como las relaciones internacionales– que les permitiría unirse a los diversos niveles del aparato del Estado.”

Notas:

1. Alaa El-Aswani, El edificio Yacobián, Maeva, Madrid, 2008.

2. Citado por Hesham Sallam en “Morsi, the coup and the revolution: reading between the red lines”, Jadaliyya, 15-8-12.
3. “Il y a charia et charia”, Nouvelles d’Orientblog.mondediplo.net/2012-08-20-Il-y-a-charia-et-charia, 20-8-12.
4. Citado por Issandr el Amrani en “In translation: Salafis vs Ikhwan”, The Arabist, 24-9-12.
5. Las elecciones legislativas se extendieron por varios meses, pues tres partes del país votan por vez.
6. Véase Beshir Sakr y Phanjof Tarcir, “La lutte toujours recommencée des paysans égyptiens”, Le Monde diplomatique, París, octubre de 2007.
7. Amira Howeidy, “Egypt’s policial coalitions: Grande titles and vague platforms”, Ahram Online, 1-10-12.
8. Véase Alaa Al-Din Arafat, “Dilemas de los Hermanos Musulmanes”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, mayo de 2012.

* De la redacción de Le Monde diplomatique, París.
Traducción: Gabriela Villalba