Populismo

>por Ernesto Laclau

Cualquier definición presupone un marco teórico que dé sentido a lo que es
definido. Este sentido solamente puede ser establecido sobre la base de la diferenciación entre el término definido y algo que la definición excluye. Esto presupone un terreno dentro del que dichas diferencias son pensables. Éste es el terreno que no es
inmediatamente obvio cuando llamamos populista a un movimiento, a una ideología o a
una práctica política. En los dos primeros casos — movimientos o ideologías —
denominarlos populistas envolvería diferenciar ese atributo de otras caracterizaciones en el mismo nivel de definición, tales como “fascista”, “liberal”, “comunista”, etc. Esto nos involucra inmediatamente en una tarea complicada y últimamente contraproducente:
encontrar aquel reducto último donde encontraríamos populismo “puro”, irreductible a
aquellas otras caracterizaciones alternativas. Si intentamos hacer esto entramos a un
juego en el que cualquier atribución al populismo de un contenido social o ideológico es
inmediatamente confrontada con una avalancha de excepciones. En consecuencia, nos
vemos forzados a concluir que cuando hacemos uso del término, algún significado real
es presupuesto por nuestras prácticas lingüísticas, pero tal significado no es, sin
embargo, traducible en ningún sentido definible. Además, a través de este significado,
ni siquiera podemos señalar un referente identificable (que agotaría ese significado).
¿Qué ocurriría si pasamos de los movimientos o ideologías como unidades de
análisis a las prácticas políticas? Todo depende de cómo concibamos ese paso. Si es
gobernado por la unidad de un sujeto constituido en el nivel de la ideología o en el del
movimiento político, obviamente no hemos avanzado un solo paso en la determinación
de lo que es específicamente populista. Las dificultades para determinar el carácter
populista de los sujetos de ciertas prácticas no pueden sino reproducirse a sí mismas en el análisis de tales prácticas, en la medida en que esto simplemente expresa la naturaleza interna de los sujetos. Hay, sin embargo una segunda posibilidad — a saber, que las prácticas políticas no expresen la naturaleza de los agentes sociales sino, por el
contrario, las constituyen. En tal caso, las prácticas políticas tendrían algún tipo de
prioridad ontológica sobre los agentes — quienes serían meramente la condensación
histórica de ellas. Para ponerlo en términos sutilmente diferentes: las unidades primarias
de análisis serían las prácticas más que el grupo — esto es, el grupo sería solamente el
resultado de una articulación de las prácticas sociales. Si este acercamiento es correcto,
podríamos decir que un movimiento es populista no porque en sus políticas o ideología presente contenidos verdaderamente identificables como populistas, sino porque muestra una lógica particular de articulación de esos contenidos — cualquiera que sean estos.
Deberíamos agregar, para evitar malentendidos, que la ausencia de coincidencia
entre la comunidad como una totalidad y la voluntad real y parcial de los actores no nos
lleva a adoptar ningún tipo de aproximación metodológicamente individualista. Esta
presupone que los individuos son significantes, totalidades auto-
Una última acotación es necesaria antes de que entremos en el núcleo de nuestro
argumento. La categoría de “articulación” ha tenido una trayectoria en el lenguaje
teórico en los últimos treinta o cuarenta años — especialmente dentro de la escuela
Althuseriana y su área de influencia. Deberíamos decir, sin embargo, que la noción de
articulación que el Althuserianismo desarrolló estuvo limitada principalmente a los
contenidos ónticos, desplazando al proceso de articulación (el económico, el político, el ideológico). Hubo alguna teorización ontológica en relación con la articulación (las
nociones de “determinación en última instancia” y “autonomía relativa”), pero como
estas formas lógicas aparecían como derivadas necesariamente del contenido óntico de
algunas categorías (por ejemplo: la determinación en última instancia correspondería
solamente a la economía), la posibilidad de proponer una ontología de lo social estuvo
estrictamente limitada desde el principio. Dadas estas limitaciones, la lógica política del
populismo era impensable.
En lo que sigue, formularé tres propuestas teóricas: 1) que pensar la especificidad
del populismo requiere empezar el análisis de unidades más pequeñas que el grupo (sea
al nivel político o ideológico); 2) que el populismo es una categoría ontológica y no
óntica — es decir, su significado no será encontrado en algún contenido político o
ideológico que se adentre en la descripción de las prácticas de cualquier grupo
particular, sino más bien en un modo particular de articulación de contenidos sociales,
políticas o ideológicas; 3) que esta forma de articulación, independientemente de sus
contenidos, produce efectos estructurantes que primariamente se manifiestan al nivel de
los modos de representación.

Demandas sociales y Totalidad Social

Como ya hemos afirmado, nuestro punto de partida debería ser el aislamiento de
unidades más pequeñas que el grupo y la consideración de la lógica social de su
articulación. El populismo es una de aquellas lógicas. Para empezar, digamos que
nuestro análisis postula una asimetría entre la comunidad como un todo (“sociedad”) y
cualquier actor social que opere dentro de ella. Esto es, no hay agente social cuya
voluntad coincida con el funcionamiento real de la sociedad concebida como una
totalidad. Rousseau era perfectamente consciente de que la constitución de una voluntad
general — que según su opinión era la condición de la democracia — era
crecientemente difícil bajo las condiciones de las sociedades modernas, donde las
dimensiones y la heterogeneidad de lo social hacen que sea necesario recurrir a
mecanismos de representación; Hegel intentó formular el problema a través de la
postulación de una división entre sociedad civil y sociedad política, donde la primera
representaba el particularismo y la heterogeneidad (el sistema de las necesidades), y la
segunda, el momento de totalización y universalidad; y Marx redefinió la utopía de una
coincidencia exacta entre espacio comunitario y voluntad colectiva a través del rol de
una clase universal en una sociedad reconciliada. El punto de partida de nuestra
discusión es que ningún intento de salvar el abismo entre voluntad política y espacio
comunitario puede ser exitoso, pero que el intento de construir un puente entre ambos
define la articulación política de identidades sociales.
definidas; sólo hay un paso de ahí a concluir que la interacción social debería ser concebida en términos de las negociaciones entre agentes cuyas identidades son constituidas en torno a intereses claramente delimitados. Nuestra aproximación es, por el contrario, enteramente holística, con la única salvedad que la promesa de completitud, contenida en la noción de un todo social completamente autodeterminado es inalcanzable. En consecuencia, el intento de edificar espacios comunitarios al margen de una pluralidad de voluntades colectivas, no puede adoptar nunca la forma de un contrato — lo que presupondría la noción de intereses y voluntades autónomas que ponemos en cuestión. La totalidad comunitaria que el todo social no puede proveer, no puede ser transferida a los individuos. Éstos no son totalidades coherentes sino meramente identidades referenciales que se separan en una serie de posiciones de sujeto localizadas. Y la articulación entre estas posiciones no es un asunto que pueda enfocarse desde la perspectiva de los individuos sino desde lo social (la noción de “individuo” no tiene sentido en nuestra aproximación teórica).
Entonces, ¿cuáles son esas unidades menores desde las que nuestro análisis debe
partir? Nuestro hilo conductor será la categoría de demanda como la forma elemental en
la construcción del vínculo social. La palabra “demanda” es ambigua en el idioma
inglés: por un lado, tiene el significado de petición (a request) y, por el otro, el
significado más activo de imponer un reclamo (a claim) a alguien más (tal como se usa
en la expresión “demandar una explicación”). En otros idiomas, como el español, hay
diferentes palabras para los dos significados: la palabra que corresponde a nuestro
segundo significado sería reivindicación. Aunque cuando en nuestro análisis usemos el
término “demanda”, pondremos claramente el énfasis en el segundo significado, la
ambigüedad entre ambos sentidos no carece de ventajas, porque la noción teórica de
demanda que emplearemos implicará una indecidibilidad entre los dos significados —
en los hechos, como veremos, corresponde a dos diferentes formas de articulación
política. Queremos agregar que hay un presupuesto común escondido que subyace a
ambos significados: a saber, que la demanda no es auto-satisfecha, sino que tiene que
ser remitida a una instancia diferente de aquella en el marco de la cual fue originalmente
formulada.
Daremos un ejemplo de una demanda simple: un grupo de personas que vive en
un vecindario quiere una línea de trasporte que los lleve desde sus lugares de residencia
al área en la que la mayoría de ellos trabaja. Supongamos que se acercan a la
municipalidad con ese reclamo y que el reclamo es satisfecho por las autoridades.
Tenemos aquí el siguiente conjunto de características estructurales: 1) una necesidad
social adopta la forma de una petición — es decir, no es satisfecha a través del propio
obrar, sino a través de la apelación a otra instancia que tiene poder de decisión; 2) el
mero hecho de que un reclamo ocurra muestra que el poder de decisión de una instancia
superior no es cuestionado — por lo que estamos completamente dentro del primer
significado del término demanda; 3) la demanda es una demanda puntual, cerrada en sí
misma — no es la punta de un iceberg o un símbolo o una larga variedad de demandas
sociales no formuladas. Si agrupamos estas tres características podemos formular la
siguiente conclusión importante: reclamos de este tipo, en que las demandas son
puntuales o individualmente satisfechas, no construyen ninguna brecha o frontera dentro
de lo social. Por el contrario, los actores sociales están aceptando, como un supuesto no
verbalizado del proceso completo, la legitimidad de cada instancia: nadie pone en
cuestión ni el derecho a presentar el reclamo ni el derecho de la instancia decisoria de
tomar la decisión. Cada instancia es una parte (o un punto diferente) de una inmanencia
social altamente institucionalizada. La lógica social opera de acuerdo a este modelo
institucional, diferencial, al que llamamos lógica de la diferencia. Los actores sociales
presuponen que no hay división social y que toda demanda legítima puede ser satisfecha
mediante una vía administrativa, es decir no antagónica. Los ejemplos de las utopías
sociales que abogan por la operación universal de la lógica diferencial vienen
rápidamente a la mente: la noción de Disraeli de “una nación”, el Estado de Bienestar, o
el lema Saintsimoniano: “desde el gobierno de los hombres a la administración de las
cosas”.
Volvamos ahora a nuestro ejemplo. Supongamos que el reclamo es rechazado. De
esa decisión derivará indudablemente una situación de frustración social. Pero si se trata
sólo de una demanda que no es satisfecha, eso no alterará la situación sustancialmente.
En cambio, si por algún motivo, la variedad de demandas que no encuentra satisfacción
es muy grande, esa frustración múltiple desencadenará una lógica social de un tipo
completamente diferente. Por ejemplo, si el grupo de personas en aquella zona que vio
frustrados sus reclamos de mejor transporte descubre que sus vecinos están igualmente
insatisfechos en sus reclamos en cuanto a seguridad, servicio de agua potable, vivienda,
escuelas, etc., algún tipo de solidaridad emergerá entre ellos: todos compartirán el hecho
de que sus demandas permanecen insatisfechas. Esto es, las demandas comparten una
dimensión negativa más allá de su naturaleza diferencial positiva.
Una situación social en la que las demandas tienden a reagruparse sobre una base
negativa en la cual todas permanecen insatisfechas es la primera precondición —
aunque no la única — del modo de articulación político al que llamamos populismo.
Enumeremos las características estructurales que podemos detectar en esta etapa de
nuestro argumento: 1) mientras que el arreglo institucional previamente discutido estaba
cimentado en la lógica de la diferencia, tenemos aquí una situación inversa, que puede
ser descripta como lógica de la equivalencia — i.e., una situación en la que todas las
demandas tienden a reagruparse, a pesar de su carácter diferencial, formando lo que
llamamos una cadena equivalencial. Esto significa que cada demanda individual está
constitutivamente dividida: por un lado, está su propia identidad particular; por el otro,
apunta, a través de vínculos equivalenciales, a la totalidad de las otras demandas.
Regresando a nuestra imagen: cada demanda es, en verdad, la punta de un iceberg
porque aunque sólo se muestra en su propia particularidad, presenta su propio reclamo
manifiesto sólo como uno entre un conjunto más grande de reclamos sociales. 2) El
sujeto de la demanda es diferente en nuestros dos casos. En el primero, el sujeto de la
demanda era tan puntual como la demanda misma. A éste sujeto de la demanda
concebido como particularidad diferenciada lo denominamos sujeto democrático. En el
otro caso, el sujeto será más amplio, porque su subjetividad resultará del agrupamiento
equivalencial de una pluralidad de demandas democráticas. A un sujeto constituido
sobre la base de esta lógica lo denominamos sujeto popular. Esto muestra claramente las
condiciones tanto para la emergencia como para la desaparición de una subjetividad
popular: mientras más tiendan las demandas sociales a ser absorbidas como diferencias
en un sistema institucional exitoso, más débiles serán los vínculos equivalenciales, y
más improbable será la constitución de una subjetividad popular; por el contrario, una
situación en la que una pluralidad de demandas insatisfechas y una creciente
incapacidad del sistema institucional para absorber estas demandas como diferencias
coexistan, creará las condiciones para que llevarán a una ruptura populista. 3) Como
corolario del análisis precedente, no hay emergencia de una subjetividad popular sin la
creación de una frontera interna. Las equivalencias son tales solamente en términos de
una ausencia que las impregna y que requiere la identificación de una fuente de
negatividad social. De esta forma, los discursos populares equivalenciales dividen lo
social en dos campos: el poder y los desamparados. Esto transforma la naturaleza de las
demandas: estas dejan de ser simplemente peticiones y se convierten en demandas
combativas (reivindicaciones [en el original, en español]) — i.e., nos movemos al
segundo significado del término demanda.
Equivalencias, subjetividad popular, construcción dicotómica de lo social en torno
a una frontera interna. Tenemos aparentemente todas las características estructurales
para definir el populismo. Sin embargo, todavía no alcanza. Falta aún una dimensión
crucial que ahora vamos a considerar

Significantes vacíos y significantes flotantes

Hasta ahora nuestra discusión nos ha llevado a reconocer dos condiciones — que
se requieren mutuamente — para la emergencia de una ruptura populista: la
dicotomización del espacio social a través de la creación de una frontera interna y la
construcción de una cadena equivalencial entre demandas no satisfechas. Hablando
estrictamente, estas no son dos condiciones sino más bien dos aspectos de la misma
condición, ya que la frontera interna puede sólo resultar de una operación de cadenas
equivalenciales. En todo caso, lo importante es comprender que la cadena equivalencial
no tiene un carácter anti-institucional: ella subvierte el carácter particularista y
diferencial de las demandas. No hay un cortocircuito en la relación entre demandas
presentadas al “sistema” y la habilidad de éste para enfrentarlas. Lo que tenemos que
discutir ahora son los efectos de ese cortocircuito tanto en la naturaleza de las demandas
como en el sistema concebido como una totalidad.
Las demandas equivalenciales nos enfrentan con el problema de la representación
del momento específicamente equivalencial. Obviamente, dado que las demandas son
siempre particulares, mientras que la dimensión más universal está vinculada a la
equivalencia, ésta no posee un modo directo y evidente de representación. Desde
nuestro punto de vista, la primera precondición para la representación de un momento
equivalencial es la totalización (a través de la significación) del poder que se opone al
conjunto de las demandas que constituyen la voluntad popular. Esto debería ser
evidente: para que la cadena equivalencial cree una frontera dentro de lo social, es
necesario que de alguna manera represente el otro lado de la frontera. No hay populismo
sin construcción discursiva de un enemigo: el Antiguo Régimen, la oligarquía, el
Establishment, etc. Volveremos luego a este aspecto. En lo que nos concentraremos
ahora es en la transición desde posiciones democráticas de sujeto hacia posiciones
populares sobre la base de los efectos derivados de las equivalencias.
Entonces, ¿cómo se presentan a sí mismas las equivalencias? Como ya dijimos, el
momento equivalencial no puede encontrarse en una característica positiva que subyace
a todas las demandas, porque — desde el punto de vista de sus características — son
completamente diferentes una de otra. La equivalencia proviene enteramente de la
oposición al poder localizado más allá de la frontera, que no satisface ninguna de las
demandas equivalentes. En este caso, sin embargo, ¿cómo puede una cadena
equivalencial de este tipo ser representada? Como sostuve en otro texto (Why do empty
signifiers matter to politics?# ), la representación es posible solamente si una demanda
particular, sin abandonar completamente su propia particularidad, comienza a funcionar
también como un significante que representa la cadena como una totalidad (de la misma
manera que el oro, sin dejar de ser una mercancía particular, transforma su propia
materialidad en la representación universal del valor). Este proceso por el cual una
demanda particular llega a representar una cadena equivalencial inconmensurable con
ella misma, es a lo que hemos llamado hegemonía. Las demandas de Solidarnosc*, por
ejemplo, comenzaron en Gdansk siendo las demandas de un particular grupo de la clase
obrera, pero como eran formuladas en una sociedad oprimida, donde muchas demandas
sociales estaban frustradas, se convirtieron en los significantes del campo popular en un
nuevo discurso dicotómico.
Ahora, hay una característica de este proceso de construcción de una significación
universal popular que es particularmente importante para entender el populismo. Es la
siguiente: mientras más extendida esté la cadena de equivalencias, más débil será su
conexión con las demandas particulares que asumen la función de representación
universal. Esto nos lleva a una conclusión que es crucial para nuestro análisis: la
construcción de una subjetividad popular sólo es posible sobre la base de la producción
discursiva de significantes tendencialmente vacíos. La denominada “pobreza” de los
símbolos populistas es la condición de su eficacia política — debido a que su función es convertir una realidad altamente heterogénea en una homogeneidad equivalencial, sólo pueden conseguir este objetivo reduciendo al mínimo su contenido particular. En el límite, este proceso alcanza un punto donde la función homogeneizante es desempeñada tan sólo por un nombre: el nombre del líder.
Hay otros dos aspectos importantes que a esta altura deberíamos considerar. El
primero se relaciona con el tipo particular de distorsión que la lógica equivalencial
introduce en la construcción del “pueblo” y del “poder” como polos antagónicos. Como
# N. de T.: Existe traducción al castellano: ¿Por qué los significantes vacíos son importantes para la
política? en LACLAU, E., Emancipación y diferencia. Ariel, Buenos Aires, 1996
* N. de T.: Solidaridad es una federación sindical polaca, autónoma y de raíces cristianas, que encabezó el
proceso de democratización de Polonia en la década de 1980. Su líder, Lech Walesa, fue el primer
presidente de la Polonia post-comunista.
ya vimos, en el caso del “pueblo” la lógica equivalencial está basada en un
“vaciamiento” cuyas consecuencias son, al mismo tiempo, enriquecedoras y
empobrecedoras. Enriquecedoras: los significantes unifican una cadena equivalencial,
debido a que estos significantes deben cubrir todos los vínculos que integran dicha
cadena, tienen una referencia más amplia que un contenido puramente diferencial que
enlazaría un significante a sólo un significado. Empobrecedor: precisamente en razón de
esta más amplia (potencialmente universal) referencia, sus conexiones con contenidos
particulares tienden a ser drásticamente reducidas. Usando una distinción lógica,
podríamos decir que lo que se gana en extensión se pierde en intensión. Y lo mismo
pasa en la construcción de un polo de poder: ese polo no funciona simplemente a través
de la materialidad de su contenido diferencial, porque ese contenido es el portador de
una negación del polo popular (a través de la frustración de las demandas populares).
Como resultado, hay una esencial inestabilidad que permea los varios momentos que
han sido aislados en nuestro estudio. En lo que respecta a las demandas particulares,
nada anticipa en sus contenidos previos a su inserción en una cadena equivalencial, el
modo en que serán articulados, diferencial o equivalencialmente — lo que dependerá
del contexto histórico; y nada anticipa (en el caso de las equivalencias) cuál será la
extensión ni la composición de las cadenas en que participarán. En cuanto a los dos
polos de la dicotomía pueblo/poder, su identidad y estructura real estará igualmente
abierta a impugnación y redefinición. Francia ha experimentado revueltas de hambre
desde la Edad Media pero estos disturbios, como regla, no identificaban a la monarquía
como su enemigo. Todas las complejas transformaciones del siglo XVIII fueron
necesarias para alcanzar una etapa en que las demandas de comida se volvieron parte de
una cadena equivalencial revolucionaria, abarcando la totalidad del sistema político. Y
el populismo americano de los granjeros, a fines del siglo XIX, falló porque el intento
de crear cadenas de equivalencia popular unificando las demandas de los grupos
desposeídos, encontró un obstáculo decisivo en un grupo de limites diferenciales
estructurales que probaron ser más fuertes que la interpelación populista: a saber, las
dificultades de juntar granjeros blancos y negros, la desconfianza mutua entre granjeros
y trabajadores urbanos, la lealtad profundamente afianzada hacia el Partido Demócrata
de los granjeros del sur, etc.
Esto nos conduce a una segunda consideración. A través del estudio previo,
hemos operado bajo el supuesto simplificador de la existencia de facto de una frontera
que separa dos cadenas equivalenciales antagonistas. Este es el supuesto que ahora
hemos puesto en cuestión. En verdad, nuestro aproximación nos lleva a cuestionar,
porque si no hay una razón a priori por qué una demanda debería acomplarse a una
cadena equivalencial en particular y a una articulación diferencial más que en otra,
deberíamos esperar que las estrategias políticas agonísticas estaría basada en diferentes
manera de crear fronteras políticas, y que éstas estarían expuestas a desastibilizaciones y transformaciones.
Si esto es así, nuestros supuestos deben ser, de alguna manera, modificados. Cada
elemento discursivo debería ser remitido a la presión estructural de intentos de
articulación contradictorios. En nuestra teorización sobre el rol de los significantes
vacíos, su posibilidad depende de la presencia de una cadena de equivalencias que
involucra, como ya vimos, una frontera interna. La clásica forma del populismo — la
mayoría de los populismos latinoamericanos de la década de 1940 y 1950, por ejemplo
— corresponden a esta descripción. La dinámica política del populismo depende de esta
frontera interna que es constantemente reproducida. Usando una símil de la lingüística
podríamos decir que mientras el discurso político institucionalista tiende a privilegiar el
polo sintagmático del lenguaje — la multiplicidad de ubicaciones diferenciales
articuladas por las relaciones de combinación — el discurso populista tiende a dar
privilegio al polo paradigmático — es decir, las relaciones de sustitución entre
elementos (demandas, en nuestro caso) agrupadas sólo en torno a dos posiciones
sintagmáticas.
La frontera interna en que el discurso populista está cimentada puede sin embargo
ser subvertida. Esto puede ocurrir de dos maneras diferentes. Una es quebrando los
vínculos equivalenciales entre las diversas demandas particulares a través la satisfacción
individual de las mismas. Este es el camino a la declinación del populismo como forma
de la política, a la difuminación de las fronteras internas y a la transición a un nivel más
elevado de integración del sistema institucional — una operación transformista, tal
como Gramsci la denominó. Esto corresponde, en líneas generales, al proyecto de “una
nación” de Disraeli o a los intentos contemporáneos de los teóricos de la Tercera Vía y
el “centro radical” de sustituir la política por la administración.
La segunda manera de subvertir las fronteras internas es de una naturaleza
completamente diferente. No consiste en eliminar las fronteras sino en cambiar su signo político.
 Como ya vimos, como los significantes centrales de un discurso popular se
vuelve parcialmente vacío, se debilitan sus vínculos originales con algunos contenidos
particulares — los que se vuelven perfectamente abiertos a una variedad de
rearticulaciones equivalenciales. Ahora, basta con que el significantes vacío popular
conserve su radicalismo — esto es, su habilidad para dividir la sociedad en dos campos — mientras, en tanto, la cadena de equivalencias que unifican se convierte en una cadena diferente, para que el significado político de la operación populista adquiera un signo político contrario. El siglo XX aporta incontables ejemplos de estas reversiones.
En América, los significantes del radicalismo político, que en los tiempos del New Deal
tenían una connotación principalmente de izquierda, fueron más tarde reapropiados por
la Derecha radical, desde George Wallace a la “mayoría moral” [moral majority]. En
Francia, la “función tribunalicia” del Partido Comunista ha sido, hasta cierto punto,
absorbidas por el Frente Nacional. Y la completa expansión del Fascismo durante el
período de entreguerras sería ininteligible sin hacer referencia a la rearticulación de la
derecha sobre temas y demandas pertenecientes a la tradición revolucionaria.
Lo que es importante comprender es el patrón de este proceso de rearticulación:
éste depende de mantener parcialmente en operación los significantes centrales del
radicalismo populista mientras se inscriben muchas de las demandas democráticas en
una cadena de equivalencias diferente. Esta rearticulación hegemónica es posible
porque ninguna demanda social ha suscripto a dicha cadena como si fuera su destino
manifiesto o hubiese alguna forma a priori de inscripción, sino que todo depende de la
lucha hegemónica. Una vez que una demanda es sometida a los intentos articulatorios
de una pluralidad de proyectos antagónicos, ella vive en tierra de nadie en relación con
dichos proyectos— adquiere así una autonomía parcial y transitoria. Para referirnos a la
ambigüedad de los significantes populares y de las demandas que ellos articulan
deberíamos hablar de significantes flotantes. El tipo de relación estructural que los
constituye es diferente de la que encontramos operando en los significantes vacíos:
mientras éstos dependen de una frontera interna estrictamente delimitada — resultado
de la constitución de una cadena equivalencial —, los significantes flotantes son la
expresión de una ambigüedad inherente a todas las fronteras y de la imposibilidad de
que éstas adquieran una estabilidad última. La distinción es, sin embargo,
principalmente analítica, porque en la práctica los significantes vacíos y los flotantes en
gran medida se solapan: no hay situación histórica donde la sociedad esté tan
consolidada que su frontera interna no esté sometida a alguna subversión o
desplazamiento, y no hay crisis orgánica tan profunda que algunas formas de estabilidad no pongan límites a la operatividad de las tendencias subversivas.

Populismo, Política y Representación

Juntemos los varios hilos de nuestro argumento para formular un concepto
coherente de populismo. Una coherencia como ésta pude solamente ser obtenida si las
diferentes dimensiones que se conjugan en la elaboración del concepto no son sólo
características diferenciadas agrupadas a través de la simple enumeración, sino parte de
una completa articulación teórica. Para empezar, sólo tenemos populismo si hay una
serie de prácticas político-discursivas que construyen un sujeto popular, y la
precondición de la emergencia de tal sujeto es, como ya vimos, la construcción de una
frontera lógica interna que divide lo social en dos campos. Pero la lógica de esta
división es dictada, como sabemos, por la creación de una cadena equivalencial entre
una serie de demandas en las que el momento equivalencial prevalece sobre la
naturaleza diferencial de las demandas. Por último, la cadena no puede ser el resultado
de una coincidencia fortuita pura, más bien debe ser consolidada a través de la
emergencia de un elemento que dé coherencia a la cadena significándola como una
totalidad. Este elemento es al que llamamos “significante vacío”.
Estas son las características estructurales definitorias de lo que, desde mi
perspectiva, entra en la categoría de populismo. Como puede verse, el concepto de
populismo que estoy proponiendo es estrictamente formal, ya que todas sus
características definitorias están vinculadas exclusivamente a un modo específico de
articulación — la primacía de la lógica equivalencial por sobre la lógica diferencial —
con independencia de los contenidos reales que son articulados. Ésta es la razón por la
que, al comienzo de este ensayo, afirmé que “populismo” es una categoría ontológica y
no óntica. La mayoría de los intentos de definir el populismo han buscado localizar su
especificidad en un contenido óntico particular y, como resultado, han terminado en un
ejercicio contraproducente cuyos dos resultados alternativos predecibles han sido: o
bien elegir un contenido empírico que es inmediatamente desbordado por una avalancha
de excepciones, o bien apelar a una “intuición” que no puede ser traducida a ningún
contenido conceptual.
Este desplazamiento de la conceptualización, del contenido a la forma, tiene
varias ventajas (aparte de las obvias de evitar el sociologismo ingenuo que reduce las
formas políticas a la unidad preconstituida del grupo). En primer lugar, tenemos una
manera de tratar el problema recurrente de lidiar con la ubicuidad del populismo — el
hecho de que puede emerger de diferentes puntos de la estructura socio-económica. Si
sus características definitorias se encuentran en la primacía de la lógica de la
equivalencia, la producción de significantes vacíos y la construcción de las fronteras
políticas a través de la interpelación de los desamparados, entendemos inmediatamente
que los discursos cimentados en esta lógica articulatoria pueden empezar en cualquier
lugar en la estructura socio-institucional: las organizaciones políticas clientelísticas, los
partidos políticos establecidos, los sindicatos, el ejército, los movimientos
revolucionarios, etc. El “populismo” no define la verdadera política de estas
organizaciones sino que es una manera de articular sus temas — cualesquiera estos
sean.
En segundo lugar, de esta manera podemos entender mejor algo que es esencial
para la comprensión de la escena política contemporánea: la circulación de los
significantes de protesta radical entre movimientos de signo político completamente
opuesto. Hemos hecho referencia a este punto. Para dar sólo un ejemplo: la circulación
de los significantes del Mazzinismo y el Garibaldismo en Italia durante la guerra de
liberación (1943-1945). Estos fueron los significantes de la protesta radical en Italia,
volver al Risorgimento. Fascistas y comunistas trataron de articularlos en sus discursos
y, como resultado, los significantes se volvieron parcialmente autónomos en relación
con esas diversas formas de articulación política. Los significantes conservaron la
dimensión del radicalismo aún cuando no estaba todavía decidido en los primeros
tiempos si ese radicalismo se movería hacia la izquierda o hacia la derecha — se trataba
de significantes flotantes, en el sentido que ya discutimos. Es obviamente un ejercicio
vano preguntarse lo que el grupo social expresa a través de los símbolos populistas: las
cadenas de equivalencias que formaron atraviesan muchos sectores sociales y el
radicalismo al que ellos dan significación podría ser articulado por movimientos de
signo político completamente opuesto. Esta migración de los significantes puede ser
descripta si el populismo es concebido como un principio de articulación formal; pero
no si el principio permanece oculto detrás de los contenidos particulares que lo encarnan en las diferentes coyunturas políticas.
Finalmente, la aproximación a la cuestión del populismo hace formalmente
posible encausar otro tema, de otra manera imposible de abordar. Preguntarse a uno
mismo si un movimiento es o no es populista es, en verdad, empezar con la pregunta
equivocada. En cambio, la pregunta que deberíamos hacernos es la siguiente: ¿hasta qué punto un movimiento es populista? Como sabemos, esta pregunta es idéntica a otra:
¿hasta qué punto la lógica de la equivalencia domina su discurso? Hemos presentado las prácticas políticas como operando en diversos puntos de un continuum cuyos dos
extremos de reductio ad absurdum serían un discurso institucionalista dominado por
una lógica de la diferencia pura y uno populista, en el que la lógica de la equivalencia
operaría sin ser desafiada nunca. En verdad, ambos extremos son inalcanzables : la
diferencia pura significaría una sociedad tan dominada por la administración y por la
individualización de las demandas sociales que ninguna lucha en torno a las fronteras
internas — es decir, ninguna política — sería posible; y la pura equivalencia envolvería
una disolución tal de los vínculos sociales que la mera noción de “demanda social”
perdería todo significado — tal la imagen de la multitud como fue descripta por los
teóricos de la psicología de masas del siglo XIX (Taine, Le Bon, Sighele, etc.).
Es importante percibir que la imposibilidad de los ambos extremos, de diferencia
pura o equivalencia pura, no es empírica sino lógica. La subversión de la diferencia por
una lógica equivalencial no toma la forma de una eliminación total de la primera por la
segunda. Una relación de equivalencia no es una en que todas las diferencias
desaparecen en la identidad resultante, sino una en que las diferencias son todavía muy
activas. La equivalencia elimina la separación entre las demandas, pero no las demandas
en sí. Si una serie de demandas — transporte, vivienda, empleo, etc., para volver a
nuestro ejemplo inicial — están insatisfechas, la equivalencia existente entre ellas — y
la identidad popular resultante de dicha equivalencia — necesita de la persistencia de
las demandas. De allí que sin duda la equivalencia es aún una forma particular de
articular las diferencias. En consecuencia, entre la equivalencia y la diferencia hay una
compleja dialéctica, un compromiso inestable. Tendremos una variedad de situaciones
históricas que presuponen la presencia de las dos, pero al mismo tiempo, la tensión entre ambas. Mencionemos algunas de ellas:
1) un sistema institucional se vuelve cada vez menos capaz de absorber
diferencialmente las demandas sociales y esto conduce a una brecha interna
dentro de la sociedad y a la construcción de dos cadenas antagónicas de
equivalencias. Esta es la clásica experiencia de una ruptura populista o
revolucionaria, que deriva generalmente de un tipo de crisis de representación a
la que Gramsci denominó “crisis orgánica”:
2) el régimen resultante de una ruptura populista se vuelve progresivamente
instucionalizado, de ahí que la lógica diferencial empieza una vez más a primar
y la identidad equivalencial popular se torna crecientemente una langue de bois*
inoperante que regula cada vez menos el funcionamiento real de la política. El
peronismo, en Argentina, intentó moverse desde una política inicial de
confrontación — cuyo sujeto popular era el “descamisado” (el equivalente a los
sans-culotte) a un discurso crecientemente institucionalizado cimentado en la
“comunidad organizada”. Encontramos otra variante de este creciente asimetría
entre demandas reales y discurso equivalencial en aquellos casos en que el
discurso se vuelve la langue de bois del Estado. Así, la creciente distancia entre
demandas sociales verdaderas y discurso dominante equivalencial conduce
frecuentemente a la represión de las demandas y a la violenta imposición de ese
discurso. Muchos regímenes africanos, tras el proceso de descolonización,
siguieron este modelo;
3) los intento de algunos grupos dominantes para recrear constantemente las
fronteras internas a través de un discurso crecientemente anti-institucional. Estos
intentos generalmente fracasan. Pensemos el proceso que en Francia llevó desde
el Jacobinismo al Directorio y, en China, las varias etapas en el ciclo de la
“revolución cultural”.
Un movimiento o una ideología — o, para poner ambos bajo un mismo género, un
discurso — será más o menos populista dependiendo del grado en que sus contenidos
son articulados por la lógica equivalencial. Esto significa que ningún movimiento
* N de T: En retórica, langue de bois hace referencia a un desvío de la atención a la realidad usando
ciertas palabras, banalidades demasiado abstractas o pomposas, que buscan interpelar los sentimientos del oyente más que referirse a los hechos.
político estará absolutamente exento de populismo, porque ninguno estará incapacitado
para convocar al pueblo contra el enemigo en alguna medida, a través de la construcción
de una frontera social. Esto se debe a que sus credenciales populistas serán presentadas
de una manera particularmente clara en momentos de transición política, cuando el
futuro de la comunidad está pendiendo de un hilo. El grado de “populismo”, en este
sentido, dependerá de la profundidad de la brecha que separa alternativas políticas. Sin
embargo, esto plantea un problema. Si el populismo consiste en postular una alternativa
radical dentro del espacio comunitario, una alternativa en el cruce en que el futuro de
una sociedad dada hace bisagra, ¿no se convierte el populismo en sinónimo de la
política? La respuesta puede ser sólo afirmativa. El populismo hace referencia al
cuestionamiento del orden institucional, a través de la construcción del desamparado
como agente social — es decir, como un agente que es un otro con respecto a la forma
en que las cosas están establecidas. Pero esto es lo mismo que la política. Solamente
tenemos política a través del gesto que toma el estado de cosas existentes como un
sistema y presenta una alternativa a él (o, por el contrario, cuando defendemos ese
sistema contra alternativas potenciales existentes). Ésta es la razón por la cual el fin del
populismo coincide con el fin de la política. Tenemos un fin de la política cuando la
comunidad concebida como una totalidad y la voluntad que representa esa totalidad se
vuelven indistinguibles la una de la otra. En ese caso, como ya hemos expuesto a lo
largo de este ensayo, la política es reemplazada por la administración y los rastros de la
división social desaparecen. El Leviatán de Hobbes como la voluntad indivisible de un
gobernante absoluto, o el sujeto universal de una sociedad sin clases de Marx
representan vías paralelas — aunque, por supuesto, de signo opuesto — del fin de la
política. El Estado total e incuestionable o la retirada fulminante del Estado son dos
modos de cancelar los rastros de la división social. Pero, en este sentido, es fácil ver que
las condiciones de posibilidad de la política y las condiciones de posibilidad del
populismo son las mismas: ambas presuponen la división social; en ambas encontramos
un demos ambiguo que es, por un lado, una sección dentro de la comunidad (un
desamparado) y, por el otro, un agente presentándose así mismo, de una manera
antagónica, como la comunidad toda.
La conclusión conduce a una última consideración. En tanto tengamos política (y,
si nuestro argumento es correcto, el populismo como su derivado) tendremos división
social. Un corolario de esta división es que una sección dentro de la comunidad se
presentará como la expresión y representación de la comunidad como un todo. Esta
brecha es inerradicable siempre que tengamos una sociedad política. Esto significa que
el “pueblo” sólo puede estar constituido en el terreno de las relaciones de
representación. Ya explicamos la matriz representativa fuera de la cual el “pueblo”
emerge: una cierta particularidad que asume una función de representación universal; la
distorsión de la identidad de esta particularidad a través de la constitución de cadenas
equivalenciales; el campo popular resultante de estas sustituciones que se presentan
representando a la sociedad como un todo. Estas consideraciones tienen algunas
importantes consecuencias. La primera es que el “pueblo”, como opera en el discurso
populista, nunca es un dato primario sino una construcción — el discurso populista no
expresa simplemente alguna clase de identidad popular original; lo que en verdad hace
es constituir esa identidad. La segunda es que, como resultado, las relaciones de
representación no son un nivel secundario que refleja una realidad social constituida en
otro lugar; por el contrario, son el terreno en que lo social se constituye. Cualquier tipo
de voluntad de transformación política, en consecuencia, acontece como un
desplazamiento interno de elementos que entran en el proceso de representación. La
tercera consecuencia es que la representación no es nuestra segunda opción, como
Rousseau lo hubiera considerado, que resulta de la creciente brecha entre el espacio
comunitario universal y el particularismo de las voluntades colectivas realmente
existentes. Por el contrario, la asimetría entre la comunidad como un todo y las
voluntades colectivas es la fuente de ese excitante juego al que llamamos política, del
que sacamos nuestros límites pero también nuestras posibilidades. Muchas cosas
importantes resultan de la imposibilidad de una universalidad última — entre otros, la
emergencia del “pueblo”.

El presente texto es traducción de “Populism: What is in a name?”, publicado en F. Panizza (Ed.),
Populism and the Mirror of Democracy, Verso, Londres, 2005.
Traducción de Gonzalo Mazzeo para uso exclusivo de la Cátedra Filosofía Política I, Facultad de
Filosofía y Humanidades. Universidad Nacional de Córdoba.