Las ideas económicas del primer peronismo
Por Carlos Piñeiro Iñiguez
El 24 de febrero de 1946 el entonces coronel Juan Domingo Perón se consagró presidente de la Nación en una jornada electoral limpia y ejemplar, reconocida hasta por sus opositores.
A 70 años de aquel acontecimiento, este artículo reflexiona sobre los fundamentos teóricos y doctrinarios que dieron sustento al primer gobierno peronista.
Las elecciones del 24 de febrero de 1946 dieron inicio a un nuevo período histórico en la Argentina contemporánea. La consagración por el voto popular del entonces coronel Juan Domingo Perón como Presidente de la Nación, en comicios que sus mismos opositores reconocieron como de una limpieza ejemplar —aunque luego se vieron sorprendidos por el resultado—, abrió paso a la aplicación de un nuevo modelo político y social. Las transformaciones, en más de un sentido verdaderamente revolucionarias, y las realizaciones emprendidas a partir de entonces, trascendieron el tiempo de ese primer peronismo y dejaron su impronta en más de una generación de argentinos. Tal trascendencia invita a que, al cumplirse 70 años de aquel acontecimiento histórico, reflexionemos sobre los fundamentos teóricos y doctrinarios en que se basó el modelo del primer peronismo y sus programas y planes.
Las ideas económicas que influyeron sobre Perón y la recepción que encontraron en él, merecen particular atención. Su estudio permite comprender tanto el punto de partida de su obra de gobierno —la realidad vigente entonces— como las estrategias y los cursos de acción implementados a partir de su asunción a la Presidencia el 4 de junio de 1946, cuya principal expresión fue el primer Plan Quinquenal. Conviene tener presente que la formulación de ese ideario económico contaba con antecedentes significativos en el pensamiento argentino, y que Perón —desde mucho antes de 1946— recibió esas influencias a las que, junto con sus principales colaboradores, dio su particular síntesis doctrinaria y realización práctica.
Las influencias económicas de Perón
Perón, nacido a finales del siglo XIX, en pleno apogeo de la reestructuración capitalista de la Argentina y su inserción en la economía mundial, recibió la influencia de elaboraciones teóricas y de prácticas económicas de diverso origen a lo largo de sus años de formación. A la tradición liberal y a la incidencia de docentes nacionalistas en el Colegio Militar y en la Escuela Superior de Guerra, deben agregarse los impactos de la Primera Guerra Mundial y la década de 1930, que mostraron los límites del llamado “modelo agroexportador”.
En ese contexto, hay una figura estelar en las influencias sobre su ideario económico: Alejandro Bunge, quien venía bregando por la industrialización, desde una perspectiva ligada al catolicismo social, y cuya obra era lectura de cabecera de Perón. Con su pragmatismo característico, Perón combinó esas influencias con la visión estratégica de dirigir el crecimiento experimentado por la economía argentina durante la Segunda Guerra Mundial, dotando al Estado de órganos planificadores como el Consejo Nacional de Posguerra. Para esta tarea, se valió de aportes prácticos, como el del industrial Miguel Miranda, y otros más teóricos, como los del Instituto Alejandro Bunge y el Instituto de Estudios de la Unión Industrial Argentina (UIA). Pero el elemento distintivo es que, para Perón, la economía es parte de su búsqueda del equilibrio social.
Del “granero del mundo" a la Gran Guerra
A finales del siglo XIX, la Argentina estaba en pleno apogeo del modelo agroexportador. Si bien la población de la ciudad de Buenos Aires crecía a un ritmo imponente, la Argentina era una realidad económica rural articulada por los ferrocarriles ingleses en expansión, para unir las regiones de producción internacionalmente transable con la ciudad-puerto. Mientras el país se insertaba de ese modo en la división internacional del trabajo, la realidad social de la mayoría de sus habitantes era paupérrima; más allá de la oligarquía propietaria, apenas subsistía con algún decoro un pequeño sector medio que le prestaba servicios calificados.
Las élites provinciales, asociadas al poder central, mantenían en orden a las empobrecidas provincias del Interior que no eran parte de la dinámica agroexportadora. En Buenos Aires se concentraba la actividad secundaria, que adoptaba aún las formas artesanales de la reparación y el mantenimiento en pequeños talleres. Los ejemplos de las industrias anteriores a la Primera Guerra son significativos. Además de los frigoríficos —ingleses y estadounidenses—, los primeros establecimientos industriales eran talleres de reparación que crecieron en función de demandas inmediatas, como La Cantábrica, que en 1902 comenzó en Quilmes la producción de molinos de viento para uso rural; SIAM, que inició en 1910 la fabricación de amasadoras de pan, o la estadounidense Ford, que en 1913 comenzó con el ensamblado de automotores en la Boca del Riachuelo, entre otros ejemplos.
El escaso desarrollo de una burguesía industrial obedecía, al menos en parte, a que por entonces todavía había un sector de la oligarquía latifundista que cumplía un papel progresivo; los socios fundadores de la Sociedad Rural y las dos siguientes generaciones de dirigentes de la entidad fueron los que habían logrado la inserción agroexportadora gracias a sus esfuerzos e inversiones en tecnología pecuaria, como la mejora genética del ganado y la crianza en estancias modernamente organizadas, la incorporación de maquinaria para la siembra y trilla de los cereales. Esto señala que se estaba ante una producción agropecuaria capitalista comparativamente avanzada, cuyos protagonistas constituían, de hecho, un embrión de burguesía moderna. Incluso una parte de este sector latifundista, por simples razones de acumulación de capital y de comprender las posibilidades de producir en el país determinados insumos —alimentarios y textiles, entre otros— formaron las primeras camadas integrantes de la Unión Industrial Argentina (UIA), conformada en 1889, es decir, antes de que existiera industria en la Argentina.
El panorama cambió bruscamente a partir de 1914, con la Gran Guerra en Europa. Sus consecuencias se hicieron sentir fuertemente y la reacción fue casi inmediata: para 1916 ya estaba en marcha, por cierto que muy concentrada en Buenos Aires, lo que se llamó “industria sustitutiva de importaciones”. Su motor fue un factor exógeno; más que un “aprovechar la oportunidad”, se trató de una respuesta a la necesidad determinada por la imposibilidad de importar, sea por el congelamiento del comercio internacional o por caídas bruscas en los términos de intercambio entre productos primarios y manufacturas. Esta industrialización sustitutiva se desarrolló en nichos, en parcelas alrededor de las cuales faltaban los complementos. Por ejemplo, gracias a que con la guerra el precio del cemento aumentó el 350%, en 1917 se puso en marcha en Córdoba la empresa que en el futuro se llamó Corcemar.
Que un gobierno de raigambre popular como el de Hipólito Yrigoyen no haya reaccionado defendiendo esta precaria industrialización puede comprenderse por la falta de experiencia previa de semejante magnitud: nadie en el mundo intuía lo que podría pasar con la economía al finalizar la contienda. El supuesto era que el orden anterior sería restaurado, y Argentina volvería a cumplir su rol de “granero del mundo”.
La “nación en armas” y la autarquía industrial
Entre los profesores de Perón en el Colegio Militar se destacaban algunos promotores de la tendencia que luego se conoció como revisionista. Perón se enfrentaba con una interpretación diferente del proceso histórico, que lo llevó a reivindicar la política económica proteccionista y las figuras de Juan Manuel de Rosas y de los caudillos federales. Por la correspondencia a su padre (1), se sabe que esas nuevas simpatías ideológicas podían convivir sin mayores contradicciones con el culto a los héroes del panteón liberal como Sarmiento y Mitre. En todo caso, lo que Perón exaltaba especialmente de Rosas en sus cartas, es la defensa del interés nacional, una categoría donde el análisis de los hechos militares se relaciona necesariamente con el de las políticas económicas.
La Gran Guerra, por su parte, trajo consigo una revaloración práctica de la importancia de la tecnología, ejemplificada cabalmente por el uso de la aviación, la caballería motorizada y la artillería de largo alcance y muy mejorada precisión. Perón siempre mantuvo esa juvenil fascinación por los adelantos técnicos en la que los avances armamentísticos tenían una estrecha relación con el desarrollo industrial. Ya en los primeros años de la década de 1920 diversos intelectuales militares argentinos planteaban imposibilidad de lograr un nivel armamentístico que no estuviera apoyado por una industria que se expandiera también en diversos rubros civiles. No debe olvidarse que Perón que se especializó en Historia Militar, fue un estudioso obsesivo de las contingencias de la Primera Guerra Mundial, y fruto de esos estudios llegó a la convicción de una industrialización pronta y necesaria.
Las ideas económicas de Bunge y de autarquía industrial de los militares fueron tomadas por Perón.
Esta convicción se articulaba con el concepto bélico central respecto de la guerra moderna: junto con los criterios de conducción y de relaciones entre guerra y política que había aprendido de von Clausewitz, Perón sostuvo con insistencia la idea de “nación en armas” proclamada por von der Goltz. Era un concepto compartido por gran parte de los oficiales argentinos, favorables a la industrialización, aunque solo algunos de ellos se dedicaron a estudiar concretamente el desarrollo de un determinado sector y sus insumos.
Los nombres más conocidos son los generales Manuel Savio y Enrique Mosconi, padres de las industrias siderúrgica y petrolera argentinas, pero se trataba de un núcleo de decenas de oficiales. Aunque no fuera el caso de Mosconi y Savio, algunos de los intelectuales militares concentrados en el estudio de la industrialización de elementos vitales para la guerra llegaron a la conclusión de que la meta era la completa autarquía. Era una concepción extrema y poco realista, que solo compartieron los pocos nacionalistas dedicados a cuestiones económicas y que existieron entre los primeros elencos de la revolución de 1943; pero, como se sabe, Perón se deshizo de ellos en cuanto pudo, relegándolo a posiciones subordinadas.
La economía argentina en la década de 1930
La crisis económica y financiera mundial iniciada en 1929 llevó a la formación de un nuevo bloque de poder en la Argentina, a partir del golpe de 1930. Si bien los militares complotados se dividían en dos corrientes de ideas más o menos contrapuestas —una fascistoide, representada por José Félix Uriburu; y la otra “liberal” dirigida por Agustín P. Justo—, en el plano económico no había diferencias sustanciales: ambas creían que pronto se recompondría el orden económico internacional, y la Argentina podría volver a insertarse desde su condición agroexportadora. Desplazado el sector uriburista, la restauración del dominio oligárquico se encontró con un nuevo y persistente deterioro de los términos de intercambio, además de un fenómeno que parecía novedoso: los países centrales olvidaban la teoría librecambista que habían impuesto al mundo periférico y se entregaban a un descarado proteccionismo. Al no poder exportar materias primas —al menos en la cantidad y precios necesarios—, Argentina no podía importar manufacturas, y el esquema fundado en 1880 dejaba de funcionar. Esto resultaba socialmente peligroso en perspectiva, pues la población difícilmente pudiera vestirse, movilizarse y trabajar, sin contar con bienes manufacturados. Tal como había ocurrido durante la Primera Guerra, los más audaces se entregaron al proceso sustitutivo de los bienes industriales más elementales. Este proceso recién alcanzó envergadura a mediados de 1930, y para entonces el presidente Justo había puesto a cargo de la economía a actores con la flexibilidad necesaria para adaptarse a una situación que requería cierto intervencionismo defensivo.
Hasta 1933 hubo una gran tensión entre industriales y terratenientes, porque el sector manufacturero creía que en cualquier momento podía ser tomado como ofrenda para una reestructuración de las relaciones de intercambio tradicionales. El Pacto Roca-Runciman fue visto con suspicacia, pues no quedaba claro que iba a otorgar la Argentina a cambio de la garantía de compra de algunas carnes. Así, la UIA organizó un acto, al que los industriales convocaron a representantes de sus obreros y empleados. Pero acabar con la industria no era la intención del nuevo elenco gubernamental, en el que se destacaban los ministros de Hacienda y Agricultura, Federico Pinedo y Luís Duhau respectivamente, sino en realidad sacrificar al sector ganadero más atrasado, preponderante fuera del núcleo central de la pampa húmeda. Cuando a fines de 1933 se lanzó el Plan de Acción Económica Nacional, que incluía devaluación de la moneda, control de cambios, junta reguladora de distintos segmentos productivos y un plan de obras públicas (2), los industriales de la UIA lo apoyaron totalmente y pasaron a integrar el nuevo frente social que controlaba las políticas económicas del Estado.
El sistema oligárquico restaurado en 1930 reconoció explícitamente la necesidad de industrializarse, incluso al costo de fracturar el propio frente ganadero (3). Sin embargo, el Estado no implementó integralmente el Plan de 1933; impuso apenas algunas tarifas proteccionistas, además de crear el Banco Central y las juntas reguladoras. El gran sostén de lo que Murmis y Portantiero califican como “nueva Alianza” (4) fue el sector financiero: los bancos privados, a través de una nueva política crediticia, dieron oxígeno al nuevo envión de la industrialización sustitutiva. Era un crédito caro, nada parecido a los créditos/subsidios de la década siguiente, pero los manufactureros podían embarcarse en ellos a sabiendas de que había un mercado cautivo para sus productos.
Además del papel jugado por el sector financiero, el nuevo bloque de poder se basó en los sectores más concentrados de la actividad agropecuaria y de la actividad industrial. Esta constatación sirve para demoler el mito de que toda industrialización fue siempre combatida por los terratenientes, como también el error de creer que toda industrialización va ligada a la modernización y a un criterio distributivo de la riqueza nacional. A Perón que había mostrado temprano interés por las cuestiones sociales, no se le debe haber escapado este dato: la industria, en sí misma, no garantizaba mejor vida a los trabajadores ni, consecuentemente, un orden social estable.
Los límites de la industrialización
Especialmente a partir de 1935 se constata un fuerte impulso a la producción de bienes de consumo no durables. En dos años —entre 1935 y 1937— la industria creció tanto como lo había hecho durante los veinte años precedentes. Ese ritmo se aplacó en el contexto prebélico y durante los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, por la carencia de insumos —que luego imaginativamente también se sustituirían— y por la incapacidad económica de importarlos debido a nuevas trabas de exportación de la producción agropecuaria del país. La industria que se perfiló en esos años no se planteaba la casi imposible tarea de avanzar hacia una industrialización de base que permitiera romper la subordinación a los centros. En el fondo, en los sectores concentrados, era la estructura industrial anterior a 1930 que ahora crecía en función del fuerte aumento de la mano de obra disponible que acompañaba el proceso de urbanización.
La oligarquía tradicional lo consintió debido a que la industria consumía y manufacturaba hasta el 80% de la producción nacional de materia prima, volcando el producto elaborado a un mercado interno que debió ampliarse para cubrir la desparecida demanda exterior. Incluso se dio, ya avanzada la Guerra, un fenómeno absolutamente inédito y que tardaría décadas en volver a suceder: en 1943, el 20% de las exportaciones argentinas era de productos manufacturados. En 1940 la situación se complicó porque los efectos de la Segunda Guerra indujeron un aumento del déficit; el régimen apeló entonces a los “salvadores de 1933”, y volvieron a asumir la economía el tándem Pinedo-Presbisch. Se formuló un Programa de Reactivación Económica que se conoció simplemente como Plan Pinedo consistente en medida de protección industrial, ampliación del mercado mediante un Tratado de Integración con Brasil, estimulo interno a las manufacturas, un amplio plan de obras públicas y la compra por el Estado de los excedentes agropecuarios. Mientras que la UIA apoyó el Plan Pinedo, CARBAP, el ruralismo del interior y la oposición política, lo rechazaron férreamente. En realidad, no fueron estos últimos quienes impidieron la puesta en marcha del Plan sino los propios sectores oligárquicos y conservadores ligados a la Sociedad Rural, que ya no estaban muy convencidos de los beneficios de la industrialización, en la medida en que podría llevarlos a tener que compartir el poder económico-político y enfrentar un nuevo ordenamiento político- social en el que perdieran su hegemonía. Si bien las regulaciones ya en aplicación suponían un avance intervencionista del Estado, en rigor solo con el Plan Pinedo se intentaron aplicar recetas keynesianas de expansión “artificial” de la economía.
Al tratarse de una propuesta integral y elaborada por un sólido equipo de economistas —Raúl Prebisch, Ernesto Malacorto, Guillermo Klein entre otros—, el Plan Pinedo partía de reconocer la nueva realidad: la dinámica provenía de los sectores que producían para el mercado interno, que eventualmente podía ampliarse si se lograba alguna integración con otros países de la región. Además, se exploraba la posibilidad de asociarse con los Estados Unidos. El Plan era prudente en cuanto a qué manufactura alentar; y alertaba contra la posibilidad de producir bienes competitivos de los países compradores tradicionales de la Argentina porque “de lo contrario creamos nuevos obstáculos a las exportaciones: hay que importar mientras se pueda seguir exportando”. Esta restricción se compensaba con la voluntad de abrir nuevos mercados. Para ello se creó —uno de los pocos instrumentos del Plan que llegaron a concretarse— la Corporación para la Promoción del Intercambio S.A., donde predominaban los gerentes de compañías estadounidenses. La Corporación contrató un estudio con la Armour Research Foundation que profundizó el criterio restrictivo, recomendando concentrarse en las “ventajas naturales”, es decir, las que provenían de elaborar materias primas nacionales, fundamentalmente de origen agrario. Si bien aprobaba la producción de cal y cemento, consideraba desaconsejable producción de metalúrgica que no se basara en chatarra, limitándola sustancialmente (5). Sin embargo, transformado en organismo estatal, este ente se constituyó un directo antecedente del Instituto Argentino para la Promoción y el Intercambio (IAPI) de autoría peronista.
El Plan murió antes de nacer por la oposición de los sectores ya mencionados. Lo más notable fue la reacción de la Unión Cívica Radical, cuyo Comité Nacional conformó una comisión especial para su análisis, que se expidió en estos términos: “podrán caerse todas las chimeneas, pero mientras el campo produzca y exporte, el país seguirá comprando lo que necesite, seguramente a un precio inferior que el determinado por la Aduana para favorecer intereses creados”, y advertía: “vamos a una economía totalmente dirigida por el Estado” (6).
Lo paradójico es que el Plan, con su orientación reactivadora, terminó por no ser necesario; el curso de la Segunda Guerra, especialmente con el ingreso de los Estados Unidos, fue el mejor promotor de la industria y de la actividad económica en general. El valor relativo de las actividades productivas cambió radicalmente; entre 1935 y 1942 el valor agregado por la industria se duplicó, mientras que en el sector agrario sólo creció el 25%. Esto fue preparando el terreno para la gran sorpresa que se produjo en 1943, consistente en que en el “granero del mundo”, el PBI industrial pasó a ser mayor que el del sector primario. El nivel alcanzado por la industria fue inédito e impotente, pero con características poco propicias para la construcción de tejido social; si bien surgieron miles de pequeños establecimientos, hubo una concentración de capital en pocas empresas.
El modelo tradicional de desarrollo había entrado en crisis, remplazado por un conjunto de elementos, en gran parte disociados, que no llegaban a configurar una alternativa formal ni voluntariamente organizada, en una transformación económica que nadie dirigió. Estos elementos son algunas cosas que Perón comprendió antes y mejor que sus contemporáneos. De allí que cifrara centralmente su estrategia de poder en los trabajadores urbanos —que lo apoyaron ampliamente— y en los industriales que, como se sabe, fueron muchos más reticentes. En su política económica hay un elemento central tomado de las experiencias de la década de 1930: la necesidad de planificar las actividades, pasando de la inmediatez a períodos más extensos que permitieran concebir metas de mediano y largo plazo.
La idea de la planificación está estrechamente ligada al concepto de estrategia; de allí que los intelectuales militares fueran sus principales adeptos y propugnaran un plan que encarara la elaboración no solo de los productos agropecuarios sino también de los minerales, esenciales para el desarrollo siderúrgico y la consiguiente posibilidad de fabricar en el país armamento con insumos nacionales. Esta era una expresión coincidente de un nacionalismo económico que podía tener distintas aristas política (desde liberales hasta totalitarias), pero que llevaba a los militares industrialistas a tener una visión social deferente de la expresada por la UIA, pues por consideraciones estratégicas valoraban en alto grado la paz social que, de un modo u otro, debía ser arbitrada por el Estado.
Influencia de Alejandro Bunge y sus discípulos
A esas lecciones obtenidas de la experiencia y de sus estudios de estrategia, hay que agregar en la formación de las ideas económicas de Perón un nombre clave en la historia del pensamiento argentino: el de Alejandro Bunge. Su influencia se dio tanto a través de las colaboraciones de sus discípulos con su gobierno como a través de la lectura directa de sus escritos. El último libro de Bunge, Una Nueva Argentina, llegó a ser “lectura de cabecera” para Perón (7). Hasta donde se sabe, nunca se encontraron personalmente pues murió en 1943, pero según afirma su discípulo José Enrique Miguens, poco antes del deceso hizo llegar a Perón la iniciativa del Consejo Nacional de Posguerra, el organismo planificador que Perón creo en 1944.
Alejandro Bunge había nacido en 1980 en un hogar de clase media alta con un evidente estímulo intelectual. Su hermano Carlos Octavio, un filósofo positivista fue autor del libro Nuestra América, de amplia difusión continental; su hermano Augusto fue dirigente socialista y diputado nacional (y padre del reconocido filósofo de las ciencias, Mario Bunge) y su hermana Delfina, esposa de Manuel Gálvez, fue la autora de uno de los mayores best-sellers de la historia editorial argentina. Alejandro Bunge se formó como ingeniero en electricidad en la Universidad Real de Sajonia, Alemania, en 1903. Allí abrazó las ideas de la Nueva Escuela Histórica y de los principios proteccionistas sostenidos por Frederick List, lo que lo transformó en duro crítico del liberalismo argentino. Al volver al país, sus fuertes convicciones religiosas lo acercaron a la corriente del catolicismo social dirigida por monseñor De Andrea, llevando adelante la iniciativa de los Círculos Católicos de Obreros, que llegó a dirigir en 1912. Siempre mantuvo esas ideas, fundamentalmente la persuasión de que la conciliación de clases era el camino para resolver “la cuestión social”, algo que Perón compartiría.
Por temperamento y formación, a Bunge le gustaba poder cuantificar la realidad. En la Argentina, las estadísticas científicas fueron introducidas por el economista y matemático italiano Hugo Broggi, que en 1910 había recalado en la Universidad de la Plata.
Cuando en Buenos Aires se creó la Facultad de Ciencias Económicas en 1913, la cátedra de Estadísticas le fue ofrecida a Broggi y éste invitó como adjunto a Bunge, que se había hecho conocer mediante la divulgación de estadísticas laborales. A partir de los datos del Censo Nacional de 1914, Bunge midió por primera vez el ingreso nacional (😎, y en 1918 encaró con éxito la tarea de establecer un índice de precios al consumidor, ya desde el Instituto de Costo de Vida y Poder Adquisitivo de la Moneda. Entre 1913 y 1915 fue director de Estadística del Departamento Nacional del Trabajo, y titular de la Dirección General de Estadística en los períodos 1915-1920 y 1923-1925. En 1917 fundó la Revista de Economía Argentina, que sería su principal tribuna hasta su muerte y que, paradójicamente dejó de aparecer durante el peronismo. En 1922, redactó un plan de promoción industrial que el ministro Rafael Herrara Vega presentó sin éxito al Congreso de la Nación. Asesoró en materia estadística a varias provincias, fue ministro de Hacienda de Santa Fe entre 1930 y 1931, asesor de la UIA y uno de los promotores del Instituto de Estudios y Conferencias Industriales de esa institución.
En 1930, Bunge publicó La Economía Argentina en cuatro volúmenes, con los artículos e intervenciones que había producido hasta entonces; según confiesa en el prólogo de su último libro, diez años después hizo repetir la experiencia pero ya no se sentía con fuerza, por lo que publicó una síntesis final que sería su testamento, Una Nueva Argentina. Lo que Bunge constató en 1940 fue que el conjunto de advertencias que había realizado a lo largo de casi 30 años, encontró con el clima creado por la guerra una nueva y ampliada receptividad; se comenzaba a valorar socialmente a la industria y se aceptaba como una imposición de la realidad la sustitución de importaciones y el impulso al ahorro nacional. Cabe señalar que se trata de un estudio más sociológico que económico; no estamos ante una visión revolucionaria sino prudentemente reformista; para Bunge era preciso “suprimir drásticamente todo lo que, provocando deliberadamente odios y luchas de clases, tienda a dividir la sociedad y a originar actitudes negativas y destructoras. Reincorporar a nuestros preceptos sociales y políticos los viejos y los jóvenes conceptos de la disciplina, de la jerarquía y del cumplimiento de los deberes individuales” (9).
Bunge quiso crear escuela; su ideal era constituir un organismo independiente para el estudio de la problemática socioeconómica, iniciativa que recién germinó a su muerte y en su homenaje: sus hijos y discípulos, un grupo de estudiosos católicos que ocupaban funciones estatales menores, crearon el Instituto Alejandro E. Bunge de investigaciones económicas y sociales. Entre quienes participaron en el Instituto se encontraban colaboradores del gobierno instalado en junio del 1943: José Figuerola, Emilio Llorens —tal vez el más cercano colaborador de Bunge—, José Miguens, José Astelarra, Carlos Correa Ávila, César Belaúnde, Carlos Moyano Llerena, Jorge Vicien, Rafael García Mata, entre otros. En 1945, el Instituto publicó un volumen con artículos que habían salido en los dos años anteriores en el diario católico El Pueblo (10). Partían del diagnóstico al que Bunge había arribado décadas antes: superada la fase agraria, la economía argentina había entrado vigorosamente en la era de la industrialización, pero subsistía la preocupación acerca de cómo dar continuidad a ese proceso en la posguerra. Como grandes objetivos señalaban necesidad de alcanzar la diversificación de la producción agropecuaria; conquistar nuevos mercados exteriores para el agro y para la industria; aumentar el índice de natalidad y promover la llamada “inmigración sana”; elevar el nivel de vida de la población; aumentar y redistribuir la renta nacional; encarar la cuestión de la propiedad de la tierra; construir viviendas dignas; acabar con el infraconsumo popular; desarrollar la seguridad social y reconocer el potencial económico de la nación. Todo esto combinado con la preocupación acerca del estado del Interior del país, tantas veces expresada por Bunge.
En cuanto al Instituto de Estudios y Conferencias Industriales, creado por la UIA en 1941, la iniciativa parece haber partido del industrial italiano radicado en el país, Torcuato Di Tella, pero seguramente contó con el apoyo de Alejandro Bunge, que era el principal asesor de la entidad. Era parte de un programa de apertura de la UIA, que abrió un espacio a los nuevos industriales incluso en su Comisión Directiva. Uno de los primeros trabajos publicados por el Instituto fue Política Económica Argentina del general José María Sarobe, verdadero mentor para Perón, cuyas páginas se orientan a la búsqueda del autoabastecimiento, donde el Estado planifique y ejecute, pero deje lugar a la actividad privada. Sin embargo, el control estatal propuesto era amplio: sobre el comercio exterior, sobre el capital extranjero y sobre la política aduanera (11).
Primeros pasos de la economía peronista
Perón tuvo poco que ver con los primeros actos económicos de la revolución de 1943: es seguro que la designación de Jorge Santamarina como ministro de Hacienda no fue su idea. No puede decirse lo mismo sobre la designación de su sucesor, César Ameghino, pues era funcional a una concepción que en términos generales coincidía con la suya. También parece haber influido en la creación de la Secretaría de Industria y Comercio —con rango ministerial—. La creación del Consejo Nacional de Posguerra, en cambio, es claramente una iniciativa de Perón, y una evidencia del momento en que acumuló más poder. Sin embargo, hay que señalar que el consejo nunca cumplió las funciones ejecutivas que se le atribuían; en realidad, por ser el primer organismo planificador de la Argentina careció de bases firmes para sus programaciones. Concebido como un instrumento estratégico, tuvo la desgracia de comenzar a andar en un momento en que la lucha táctica estaba al rojo vivo como fueron los años 1944 y 1945.
Después del 17 de octubre de 1945, el presidente de facto general Edelmiro Farrell, adoptó a pedido de Perón una serie de resoluciones que facilitarían las cosas al gobierno peronista en caso de tener que lidiar con un Poder Legislativo adverso: nacionalización y reorganización del Banco Central, reforma de las cartas orgánicas de los bancos oficiales y creación del IAPI. Con esos instrumentos, Perón encaró una política económica que, dada su perspectiva social, tenía que orientarse en primer término al consumo nacional y no basarse en las exportaciones. Pero el grado de ese mercado-internismo fue forzado por las presiones y el boicot externo (12). Contra lo que postulaban sus adversarios, Perón nunca dispuso de un poder total, e incluso cuando mayor fue su acumulación interna, siempre debió lidiar con las presiones de poderes extraños a la República. En lo que pudo, Perón hizo de la necesidad virtual y, discursivamente, lo que era imposición externa lo presentó como elección interna. Esa orientación al consumo interno, reemplazando cuotas antes exportables y ahora congeladas por decisión de política exterior, necesitaba basarse en un fuerte aumento de la capacidad adquisitiva, y Perón enfiló la política económica hacia el pleno empleo, el aumento del salario real y su cambio distributivo, objetivos que se cumplieron en el corto plazo. Entre 1946 y 1948, el salario real subió el 40%, y la participación de los asalariados en el ingreso nacional, en que 1945 alcanzaba el 37%, comenzó su ascenso hacia la meta de llegar a la mitad del mismo. El peor problema que se presentó en este período fue el aumento del ritmo inflacionario. El aumento de la actividad económica fue formidable; lo que comenzó a desaparecer fue el superávit externo debido al aumento de la importación fundamentalmente de maquinarias y vehículos, rubros que habían quedado muy retasados durante la segunda guerra. De hecho, toda la industria resultó protegida lo que, ligado al crédito barato y el pleno empleo, permitió un boom de consumo.
Esta política, hechura personal de Perón, encontró en Miguel Miranda un hombre audaz, capaz de llevar adelante medidas que los economistas profesionales miraban con recelo. Aunque se suponía que la presencia de Ramón Cereijo en el Ministerio de Hacienda debía actuar como contrapeso. Perón invistió a Miranda de plenos poderes. Teniendo de ladero a Rolando Lagomarsino —secretario de Industria y Comercio—, Miranda ocupó simultáneamente la presidencia del Banco Central y de la del IAPI, y cuando en 1947 pareció que sus numerosos enemigos habían logrado derrotarlo desplazándolo de esos cargos, Perón lo ungió con una suerte de superministerio: la conducción del Consejo Económico Nacional.
El peronismo realizó la primera experiencia formal de planificación en la Argentina, y lo hizo eludiendo las tentaciones centralistas al estilo soviético; fue una planificación indicativa, llevada adelante por un creciente —para bien y para mal— sector estatal. La deuda externa fue repatriada prácticamente en su totalidad y se disminuyó la deuda pública. Se nacionalizaron los ferrocarriles, los seguros, los teléfonos, el gas, el Banco Central y el Comercio Exterior, y aumentó considerablemente la proporción del capital nacional (el capital extranjero era apenas el 5% en 1955). Se crearon las industrias aeronáuticas y de astilleros, y la Flota Mercante. La industria nacional tuvo, de conjunto, un gran impulso, al grado de duplicar su producto, pero no se redujo en la misma escala la dependencia de insumos importado; la extracción y producción de petróleo argentino no aumentó en la medida de las necesidades.
Pese a que la proporción del producto invertida pasó del 13% al 20%, el aumento del PBI a lo largo de la década peronista no fue tanto mayor que durante el período anterior. Se rompió el monopolio comprador británico mediante una política de apertura de mercados que no se detuvo en barreras ideológicas (a pesar de las “Guerra Fría”, Argentina comerció con los países socialistas). En cambio, como lo señalaron Juan José Hernández Arregui y otros intelectuales afines al régimen, la política peronista hacia el sector agropecuario fue errática; la producción agraria no se modificó, el área sembrada descendió y el fomento a la tecnificación fue de algún mido neutralizado por el deterioro de los precios de las materias primas.
Carlos Díaz Alejandro (13) formuló una observación muy pertinente: la política económica peronista estuvo interferida por lo que él llama “objetivos extra-económicos”, tales como propiciar un aumento del consumo popular, mantener un nivel óptimo de ocupación obrera y otorgar una sensación de seguridad de ingresos tanto a los empresarios como a los consumidores. La objeción del economista tal vez pudiera expresarse en términos más llanos: Perón hizo depender su política económica de sus —anteriores— convicciones sociales, acerca de cómo puede ser un orden social sustentable.
Perón era hombre de orden, partidario de la disciplina social y de una organización social justa pero jerarquizada. En esa estructura mental se desarrollaron sus ideas acerca de la economía, por otra parte muy condicionadas por la lógica que llevaban —o que parecían tener— las vicisitudes de su tiempo.