1957. La batalla por el centro. Nace la JP

 Por Roberto Bardini

Tras el derrocamiento de Perón en septiembre de 1955, los comandos civiles de la "revolución libertadora” son dueños de las calles y disuelven a golpes las manifestaciones. En más de una ocasión, los “niños bien” aprietan el gatillo de sus pistolas. Actúan como la Alianza Libertadora Nacionalista, a la que antes acusaban de “fascista”.


Una noche de 1957, cinco muchachos se reúnen en la casa de Susana Valle, hija del general Juan José Valle fusilado un año antes. El mayor tiene 25 años: se llama Gustavo Rearte y ha sido secretario general del Sindicato de Jaboneros. El menor es Jorge Rulli, de 17. También están Alberto Rearte, de 22 y hermano de Gustavo; Héctor Spina, de 21, y Julio Ferrari, alias Tuli, del barrio de La Matanza. 

A la madrugada, los cinco varones se retiran convertidos en miembros del Comando General Valle de la Juventud Peronista. Ignoran que acaban de colocar la piedra fundamental de un movimiento que se extenderá durante las dos décadas siguientes y que sus nombres ingresarán a la leyenda del peronismo juvenil.

Gustavo Rearte vive en Villa Celina, practica boxeo y es un autodidacta que no ha podido terminar la escuela secundaria. Durante el gobierno de Perón, tras un breve paso por la Escuela de Suboficiales de Aeronáutica, fue técnico en la fábrica Siam. Estuvo en la Plaza de Mayo durante los bombardeos del 16 de junio de 1955. Después de la “libertadora”, es empleado en la empresa Jabón Federal y se une a la CGT Auténtica, creada por Andrés Framini en julio de 1957. Mide un metro ochenta. 

Jorge Rulli, del barrio de Belgrano, está en primer año de Veterinaria y es más alto aún: mide un metro noventa. Cuando iba al Colegio Nacional Nicolás Avellaneda, donde asistían 500 o 600 alumnos, sólo cinco o seis simpatizaban con el peronismo. Luego del levantamiento del general Valle, la profesora de historia en quinto año les ha dicho que había que “festejar el fusilamiento de los insurrectos”. 

Y un preceptor de voz engolada asegura que ahora comienza “una nueva era de libertad y democracia”. }Los alumnos lo llaman “el chupamedias”: pocos meses antes le había dado la bienvenida a Perón con un empalagoso discurso cuando llegó a inaugurar el gimnasio del colegio. Se llama Silvio Soldán y tiempo más tarde será conocido como locutor de radio y conductor de programas en televisión.

El más bajo del Comando General Valle de la Juventud Peronista es Héctor Spina, del barrio de Congreso, al que apodan El Petiso. La estatura no resulta un impedimento para él: es un crack para jugar al fútbol y uno de los más bravos a la hora de repartir trompadas.

Hasta entonces, la juventud que simpatizaba con Perón no estaba organizada. La Unión de Estudiantes Secundarios (UES), creada por el ministro de Educación Méndez San Martín durante el gobierno peronista, no era una agrupación politizada: planificaba viajes de estudio, otorgaba becas, impulsaba campeonatos deportivos. 

John William Cooke intentó crear la rama juvenil cuando fue designado interventor del Partido Peronista en 1954, pero se quedó corto de tiempo. La UES fue disuelta después del golpe de septiembre de 1955.

Como todos los adolescentes de aquella época, Spina iba por las noches a pasear al centro. Luego de la caída de Perón, la zona fue punto de referencia de sus desamparados seguidores. 

Allí se daban cita ex funcionarios de poca categoría, estudiantes pobres, modestos empleados, trabajadores desocupados, algunas chicas de clase media baja, modistas, maestras cesanteadas, muchachos que llegaban de barrios alejados y algunas solidarias prostitutas del Bajo.

Spina se relaciona en Corrientes y Esmeralda con otros muchachos que discuten frente a las pizarras de los diarios. Van de una cartelera a otra y a veces terminan a las tres o cuatro de la mañana. Las discusiones siempre concluyen mal.

Luego de la creación del Comando General Valle, surgen otros grupos integrados por adolescentes. En La Matanza se destaca el Comando Ciudad Evita. Uno de sus jefes es Mario Bevilacqua, más conocido como Tito, que milita en la Alianza de la Juventud Peronista, donde se reagrupan algunos muchachos de barrio cercanos a la disuelta Alianza Libertadora Nacionalista.

El Comando General Perón, dirigido por Osvaldo Vanzini, comienza a operar en la zona sur del conurbano. Está vinculado a la Central de Operaciones de la Resistencia (COR), un encuadramiento conspirativo de militares dados de baja y civiles, conducido por el general Miguel Ángel Iñíguez y Jorge Daniel Paladino. 

En la Capital Federal funciona el Comando Juventud de Perón. La sigla repite las iniciales del líder exiliado (JDP), dirigido por Carmelo Pignataro. 

Pero la agrupación más beligerante es el Comando Centro, encabezado por Spina y Rulli, una subdivisión del Comando General Valle. El grupo reúne a más de cien muchachos y elige como campo de combate el territorio más hostil: las calles del centro de Buenos Aires.

“Nos encontrábamos en Corrientes y Esmeralda o en Lavalle y Suipacha, e iniciábamos discusiones en las pizarras de los diarios”, me cuenta Omar Marinucci en 1996. Trabajaba como cadete en el periódico Palabra Argentina, dirigido por Alejandro Olmos, y de repartidor cuando la publicación lograba salir. Comenzó a militar en el Comando Centro en 1957, a los 14 o 15 años, y era uno de más chicos del grupo.

En aquel tiempo, dice, “todos éramos discípulos del viejo César Marcos. A su casa también iban Envar El Kadri, posteriormente uno de los fundadores de las Fuerzas Armadas Peronistas, y Alejandro Álvarez, que más tarde creará Guardia de Hierro”.

“Era una época en la que se discutía en la puerta de los diarios y se había armado un circuito que comenzaba frente a La Nación, en Florida al 300. En esa cuadra, en aquel tiempo, estaba el Instituto Juan Manuel de Rosas. Ahí se reunían los nacionalistas y daban conferencias sin que la «libertadora» los molestara. Era el único lugar donde más o menos nos toleraban. Con la excusa de las conferencias, nos encontrábamos con otros peronistas. Cuando no teníamos «gorilas» a mano con quien pelear, nos trenzábamos con los nacionalistas. Ellos gritaban «San Martín, Rosas, Lonardi» y nosotros gritábamos «San Martín, Rosas, Perón». Nos enfrentábamos a trompadas y a los dos o tres días volvíamos a reunirnos como si nada. Después recorríamos Avenida de Mayo, buscando los corrillos del diario La Prensa”. 

Los lustradores del centro les regalan a los muchachos las latas vacías de pomada. Ellos le meten adentro azufre molido mezclado con clorato de potasio y las colocan en los rieles de los tranvías durante los días de huelga o en las fechas conmemorativas, como el Primero de Mayo, el 17 de octubre o el 9 de junio. Cuando los tranvías pasan por la avenida Corrientes, se escucha una detonación tras otra y la gente comienza a huir de la zona, aterrorizada. 

Todas las noches, los jóvenes cuelgan en Corrientes y Esmeralda una fotografía de Perón. Algunos de los que caminan por ahí, cuando descubren el retrato del general, lo rompen. Entonces los muchachos les caen encima y los espantan a empujones y patadas. Después, cuelgan otra foto y se dedican a esperar. Comienzan esta tarea a las ocho o nueve de la noche y terminan a las tres de la mañana.

Héctor Spina me cuenta en 1996 que en una oportunidad pasó por ahí Antonio Carrizo, un conocido animador radial, que medía casi dos metros de altura y era “un tremendo gorila”. “Lo único que falta es la foto de «la yegua»”, dijo Carrizo con su voz profesional, para que se escuchara bien, refiriéndose a Evita. 

Los muchachos se le fueron encima y el speaker –como se decía en aquella época– comenzó a chillar en un repentino tono agudo, muy distinto al que usaba en la radio. El locutor corrió entre la gente a toda la velocidad que le permitían sus largas piernas. “Lo perseguimos puteándolo, pero nos sacó varios metros de ventaja y se escondió en el estacionamiento del cine Rex”, relata Spina.

Quizás sea bueno recordar aquellas épocas, cuando hoy las batallas más heroicas se libran en Facebook, en X (ex Twitter) y otros conventillos.