Discurso del gobernador de Buenos Aires, Bartolomé Mitre, en ocasión de la inauguración del ferrocarril del Sur de Buenos Aires el 7 de marzo de 1861

Señores: 

Al tomar en mis manos los instrumentos del trabajo para levantar y conducir la primera palada de tierra del gran ferrocarril del Sur, dije que sentía mayor satisfacción que la que experimentaría dirigiendo máquinas de guerra, aunque fuese para triunfar gloriosamente.
 
Más noble lucha y más grande triunfo es llevar la alegría y la esperanza a las más remotas poblaciones de la Campaña, anunciándoles con el silbato de la locomotora, que una nueva era de gloria pacífica y abundancia comienza para ellos. 

Por eso al derramar sobre el proyectado terraplén de la vía, mi carretilla llena de tierra argentina, que el capital inglés y el trabajo de los inmigrantes va a fecundar, agregué: que éste era el feliz presagio de un gran futuro, y que confiaba que la semilla de progreso que iba a depositarse en su seno, fructificaría y daría abundante cosecha a los jornaleros. 

Ahora, al contestar al cordial saludo que se me ha dirigido en nombre de los extranjeros aquí presentes, y principalmente de los ciudadanos de la Gran Bretaña, diré que no los conozco por tales extranjeros en esta tierra. ¡No! 

(Heard! Heard!) 

Reconozco y saludo a todos los presentes como hermanos, porque todos lo somos en el campo de la labor humana. (¡Muy bien!) 

Todos los que como huéspedes desembarcan en nuestras playas y se colocan como habitantes bajo el amparo de nuestras leyes hospitalarias, traen su contingente moral y material a nuestra civilización, y mancomunan por el hecho sus esfuerzos, sus sentimientos y sus intereses con los nuestros. Nos traen sus brazos robustos, sus capitales, su inteligencia práctica y teórica, su actividad, su sangre y su corazón también. 

Incorporados a los elementos constitutivos de nuestra sociabilidad, estas fuerzas vivas funcionando armoniosamente forman lo que podemos llamar nuestro capital social en circulación. 

[…] 

Ahora, en cuanto respecta a las congratulaciones de que he sido objeto, por la parte que me haya cabido en esta obra contestaré como representante de los que conmigo han cooperado a ella, a la manera del general que se coronaba en presencia de un ejército: “Mis soldados han ganado la corona, y yo me la pongo en su nombre.” 

Pero, señores, éstos son únicamente los efectos visibles que palpamos. 

Démonos cuenta de este triunfo pacífico, busquemos el nervio motor de estos progresos y veamos cuál es la fuerza inicial que lo pone en movimiento. 

¿Cuál es la fuerza que impulsa este progreso? 

Señores, es el capital inglés. 

Desearía que esta copa fuese de oro, no para adorarla como al becerro de la antigüedad, sino para poderla presentar más dignamente como el símbolo de las relaciones amistosas entre la Inglaterra y el Río de la Plata, nuestra enemiga cuando éramos colonias, y nuestra mejor amiga durante la guerra de la independencia. 

En 1806 y 1807 los ingleses nos trajeron hierro en forma de espadas y bayonetas, y plomo y bronce en forma de balas y cañones, y recibieron en cambio hierro, bronce, plomo y fuego, y su sangre y la nuestra derramada en las batallas fue oreada por el pampero en las calles de Buenos Aires. 

(Sensación.) 

Después vinieron con hierro en forma de picos y palas, con algodones, con paños y se llevaron a cambio nuestros productos para convertirlos en mercaderías en sus manufacturas. 

Esto sucedía en 1809. Desde entonces quedó sellado el consorcio entre el comercio inglés y la industria rural del país. Los derechos que los negociantes ingleses abonaron en aquella época a la Aduana de Buenos Aires, fueron tan cuantiosos, que fue necesario apuntalar las paredes de la tesorería por temor de que el peso que soportaban las echase al suelo. 

Esta fue la primera hazaña del capital inglés en estos países, que presagiaba la caída de las antiguas murallas y el advenimiento de una nueva época. 

Verdaderamente señores, el capital inglés es un gran personaje anónimo cuya historia no ha sido escrita aún. 

Cuando las colonias hispanoamericanas declararon su independencia a la faz del mundo, nadie creyó en ella. Las nuevas repúblicas no encontraban en Europa quien les prestase un peso, ni quien les fiase un ciento de fusil. 

Sólo el capital inglés tuvo fe en su porvenir, y abriendo sus ferrados cofres les dijo: “Aquí están las libras esterlinas del comercio británico: tomad lo que necesitéis”. Y este acto valiente de los comerciantes de un pueblo, inspiró a su gobierno la política que debía seguir hasta el día que por boca de lord Canning pronunció aquellas memorables palabras: “Un mundo no puede llamarse rebelde”. 

Cuando las Provincias Unidas despedazadas por la guerra civil, pobres, casi sin rentas y sin crédito, no encontraban un solo argentino que les prestase un real, el capital inglés envió a una sola de sus provincias la cantidad de cinco millones de libras esterlinas para construir puertos y poblar nuestros desiertos en la frontera, bajo la garantía de sus tierras públicas. Si no se aplicaron a esos objetos, no es menos cierto que confiaron en la fuerza creciente de nuestro progreso tal vez más que nosotros mismos. 

Pasaron cerca de veinte años sin que se abonasen por nosotros la amortización y los intereses de ese empréstito. Pero como los ingleses saben que los pueblos no mueren ni quiebran, creyeron en la inmortalidad de su capital; y hoy lo ven resucitar en forma de rieles, de locomotoras y carbón de piedra, para abrir el camino del desierto prometido, que poblarán pronto los inmigrantes sirviéndoles de baqueano el ingeniero. 

A esta confianza racional en el porvenir de los pueblos nacientes, es que debe el comercio inglés ser poseedor del más gigantesco capital que haya tenido jamás el mundo, reproductivamente colocado en todo el mundo, cuyos intereses y provechos hacen afluir el oro a su gran mercado monetario, siendo sus tributarios todos los que le deben. Tal es el secreto de la abundancia del dinero en Londres, y tal es la base de la prosperidad del comercio británico, cuyo capital a la manera de un gran personaje, como dije antes, vive de sus rentas, sin dejar por esto de trabajar para acrecentarlo. 

Por eso es que unos cuantos ingleses asociados comercialmente fundaron los Estados Unidos de América, y sus cartas de sociedad mercantil son hoy las constituciones de pueblos libres. 

[…] 

Estas son las ricas y gloriosas recompensas del trabajo de las naciones. 

Cuando se contempla la grandeza de la Inglaterra se creería que la acumulación de su capital es el producto de cientos y cientos de años de elaboración. Sin embargo, no es así. 

Hace apenas ciento ochenta años que la Inglaterra no era mucho más que nosotros al presente.

 […] 

En fin, señores, la Inglaterra en 1685, con cinco y medio millones de habitantes, tenía medio millón menos de rentas que la República Argentina en la actualidad; y todas sus rentas de aduanas era casi un millón menos que lo que produce al presente la sola aduana de la Provincia de Buenos Aires. 

Al recordar la corta edad y los humildes orígenes de la grandeza de la Inglaterra, quiero decir a mis conciudadanos, que dentro de ciento ochenta y cinco años podrán ser tanto y más que lo que es la Inglaterra en nuestros días, puesto que hoy tenemos a nuestro servicio instrumentos de progreso con que ella no contó antes para su engrandecimiento. 

Uno de esos instrumentos es el ferrocarril que el capital inglés pone hoy a nuestro servicio. 

Comparemos lo que éramos ahora pocos años y lo que somos hoy, y la fe de los grandes destinos que nos esperan se anidará en todos los corazones. 

Ahora un año éramos provincias aisladas y en guerra unas con otras. Hoy somos una nación libre y unida. 

La inmigración se ha duplicado. 

La renta en un año ha aumentado de un veinticinco por ciento. 

Estos son progresos que prometen otros mayores. 

Pido solamente al terminar mi tarea, dejar al país con 12 millones de rentas, con 30 mil inmigrantes, con 500 millas de ferrocarril gozando de paz y prosperidad, y quedaré satisfecho, como ahora lo estoy al brindar por el fecundo consorcio del capital inglés y del progreso argentino. 

(Aplausos prolongados.) 

Nota: La mayor parte de este discurso fue pronunciado en inglés en el Standar de Buenos Aires el 8 de marzo de 1861, con más extensión en algunas de sus partes accesorias, pero con muchas inexactitudes en su parte fundamental, por haberse valido de notas tomadas a la ligera al mismo tiempo que se pronunciaba. 

Fuente: Tulio Halperín Donghi, Proyecto y construcción de una nación (1846-1880), en Biblioteca del Pensamiento Argentina, tomo II. Buenos Aires, Emecé, 2007.