La democratización del Poder Judicial. Dossier


Reconciliar a la ciudadanía con la Justicia

Justicia Legítima *
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En el segundo encuentro regional de Justicia Legítima Nordeste, sentimos la necesidad en primer término de ratificar este espacio colectivo, de carácter horizontal, democrático, multisectorial de integración de la sociedad con la Justicia, ya que los motivos que originaron nuestro encuentro han sido la imperiosa necesidad de aportar al debate hacia transformaciones esenciales y en proyectos vinculados al tipo de Justicia que anhelamos y que a su vez viene expresándose de diversas maneras en gran parte de la sociedad.


Queremos ser parte de una Justicia más plural y realmente independiente dispuesta a transparentar y a rendir cuenta de su actuación ante la ciudadanía entera.

Los jueces cumplen una función esencial en el sistema democrático y, por tanto, su conducta pública –como la del resto de los funcionarios públicos– debe estar sujeta al escrutinio estricto de la ciudadanía. El debate democrático sobre las decisiones judiciales, acerca el sistema de justicia a la sociedad y enriquece la calidad de las respuestas jurisdiccionales.

Por ello, decimos que es la hora de mirar hacia adentro del sistema de administración de justicia y hacer pública nuestra autocrítica, a fin de dar sentido a la diferencia entre el accionar corporativo y lo que debería ser una Justicia Legítima.

Claramente, estamos en desacuerdo con el accionar de muchos magistrados; sus procedimientos antiguos, su lógica de trámites escritos, su pesadez burocrática, su egocentrismo valorativo, su falta de imaginación y su desprecio práctico hacia todo lo que tenga rostro humano –en especial los más vulnerables– y no sean papeles.

Para conformar otro sistema judicial, entendemos que hay que partir de un núcleo irrenunciable de principios y prácticas que aseguren la vigencia plena e irrestricta del Estado de Derecho; la defensa y “ampliación” permanente de los derechos humanos y de las garantías consagradas en la Constitución, en las convenciones internacionales de derechos humanos, en la jurisprudencia de organismos internacionales y el rechazo a toda forma de discriminación por condición social, étnica, religiosa o de género.

Estamos convencidos de la necesidad imperiosa de acercar el sistema de administración de justicia a la ciudadanía –fuente única de su legitimidad–, en virtud del desprestigio a que la han llevado años de aislamiento.
En este sentido, y sin eludir el debate, consideramos que los proyectos hoy en discusión ante el Congreso de la Nación representan una muy buena oportunidad de intercambiar ideas en diversos ámbitos, dentro de un proceso de democratización mucho más complejo, profundo y que necesariamente exige un debate desde miradas diversas, participativas y de mayorías.
Por ello, nuestra razón de ser y de aportar desde la región. Entendemos necesario profundizar el aporte desde esta perspectiva, con una mirada regional y hacia el interior del Poder Judicial en las provincias en las que estamos insertos, con el ideal de reconciliar a la ciudadanía con el sistema de administración de justicia.

* Firman Luis González, Juan Carlos Vallejos, Flavio Ferrini, Nora Rosana Maciel, María Cecilia Baroni, Mario Bosch, Carlos Martín Amad, Horacio Rodríguez, Rosa del Milagro Palacios, entre muchos otros jueces, fiscales, abogados, funcionarios, trabajadores del Poder Judicial y miembros de organizaciones sociales de Corrientes, Chaco, Formosa y Misiones.


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Ni ingenuidad ni neutralidad

Marcelo Medrano *
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Estas ideas que comparto surgen como un intento por sistematizar algunas cuestiones fundamentales en relación con la Justicia. En primer lugar, celebro la discusión. Reivindico la crítica constructiva permanente como ejercicio necesario que impone la democracia. En este sentido, los obsecuentes, así como los críticos funcionales, no suman al debate que se reclama e impone. En segundo lugar, sería fundamental separar las cuestiones de fondo de las instrumentales. Tener claridad acerca de las ideas o estructuras subyacentes y fundamentales, distinguiéndolas de las medidas de diseño que nos llevarán a los principios que consensuemos. Me refiero al plano analítico, en la práctica, las cuestiones estructurales y diseños institucionales se relacionan y retroalimentan permanentemente. Ni más ni menos que saber qué se quiere, por qué y para qué; y recién luego buscar las herramientas necesarias a tales fines.

Definitivamente, concebir el Poder Judicial como un poder político es una de las cuestiones estructurales; a esta altura qué duda cabe que esto es así y, además, siempre lo fue. Saber que el Judicial constituye un campo de disputa de altísima intensidad política es un comienzo absolutamente necesario. La forma de selección de integrantes del Poder Judicial; las decisiones del Poder Judicial, en tanto resuelven o no resuelven algún conflicto; las sanciones o expulsiones de los miembros del Poder Judicial; y las vinculaciones en términos de poder y de decisiones con los demás poderes o funciones estatales así como con la ciudadanía; todo ello nos conduce inexorablemente a interpretar que el Poder Judicial actúa en términos políticos.

Otro punto o idea estructural será claramente cómo se expresa el Poder Judicial y, aquí, referencia obligada será la cuestión acerca de decisiones y marcos culturales. No olvidemos que las decisiones en el Judicial las toman abogados, y quienes realizan planteos, los ganan, pierden o consensúan son también abogados. Si queremos alguna vez quebrar la lógica de pensamiento y acción en términos efectivos; y pensar un marco de derecho y actores distintos; con cierto contenido social en términos ideológicos; necesariamente habrá que trabajar con las universidades, los planes de estudios y el profesorado. ¿Por qué los abogados debieran ser y actuar de un modo distinto si las formas y contenidos de sociabilización y aprendizaje son las que tenemos actualmente?

Por último, el tratamiento y práctica del conflicto. Otra discusión estructural y fundante. Solemos repetir que el Poder Judicial interviene luego de sucedido un conflicto. Esta idea es realmente muy vaga. El límite entre inexistencia de conflicto, latente existencia de conflicto, suceso del conflicto y solución del mismo, es ontológicamente difuso. Y en innumerables ocasiones cuando el Judicial interviene lo hace para prevenir un conflicto mayor o reconfigurar el mismo, con lo cual esta idea reiterada no funciona así. De hecho, todas las medidas de conciliación y mediación van en este sentido. En este marco, todos los programas de solución y prevención de conflictos suman. Desconocer sus efectos para bajar la intensidad de violencia individual y social es lamentable. Es por esta razón que, mal que nos pese, no deben afincarse los análisis sólo en el sistema penal, como habitualmente acontece. El sistema penal es el último del que el Estado y el Poder Judicial deben echar mano. El secreto, el gran secreto y la gran responsabilidad es trabajar con los conflictos en los otros campos preeminentemente. Desde esta perspectiva, buenos mecanismos de solución de conflictos y descentralización o “soluciones en el territorio” favorecerán claramente a los más vulnerables.

Hasta aquí, algunas ideas que aparecen como fundantes. Pensar entonces una Justicia distinta exige develar intereses y dependencias; marcos conceptuales diferentes a los habituales e interacciones con sustratos culturales. Alta política. Nos debemos modificar los marcos referenciales de conocimiento e intervención.

Asumiendo que lo atinente a la Justicia y el Poder Judicial es una temática política, la discusión, en marcos de profundidad, acerca de cómo los jueces dirán el derecho –acompañando políticas públicas; aún en contra de decisiones parlamentarias, o como bastión de derechos y minorías– será un debate esencial. De igual manera, los niveles de legitimidad que sostendrán a ese Poder Judicial que dirá el derecho, en términos de elecciones, o preguntas acerca de quién elige al elegidor (Consejos de la Magistratura). En otras palabras, cómo nos representamos al Poder Judicial, cómo lo concebimos, qué esperamos de él y cómo serán escogidas todas y cada una de las personas que lo integrarán conducirán a definiciones de contenido sustancial.

Por tal motivo, serán inviables los cambios de paradigmas culturales, con el actual perfil de jueces, funcionarios y abogados. Tal perfil es el que adquirimos con la matriz educativa que tenemos, habría que cuestionar y modificar fuertemente esa matriz de conocimiento. Las facultades que educan abogados, muchos de los cuales luego integrarán el Poder Judicial, son absolutamente deficientes en la formación profesional, privilegiando la enseñanza técnica formalista por sobre la defensa de derechos, el compromiso social y los comportamientos éticos. Modificar seriamente la matriz de formación universitaria es una tarea para ahora mismo. Y trabajar sobre el conflicto, descubrir su importancia como motor social; profundizar las formas de la Justicia rutinaria y reconvertirla, afincarse en la Justicia de paz o equidad, en las casas de Justicia, en los mecanismos de solución barriales. Descentralizar para “estar cerca”. Este es, además, uno de los grandes ejes del acceso a la Justicia. Ese, tal vez, sea un camino hacia más y mejor Justicia, y seguramente hacia una sociedad menos violenta.

Todas las ideas y sugerencias planteadas, instadas con intenso sentido democrático, sumando la mayor cantidad posible de ideas y concepciones a través de todas las voces posibles, sobre todo de quienes más dificultades presentan a la hora de expresarse y hacerse oír. Por último, mientras se mantiene la discusión, quienes tenemos herramientas, por ejemplo para poder escribir este artículo, no debemos olvidar que es tan importante discutir el poder y su ejercicio como ir trabajando simultáneamente con todos aquellos que no pueden participar de las discusiones y decisiones y serán o no sus beneficiarios. Otra vez, los vulnerables. Así, tal vez, cobre este pensamiento sentido.

* Miembro de la organización civil Convocatoria Neuquina por la Justicia y la Libertad; abogado por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, Neuquén.


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El papel de las mayorías y el Poder Judicial

Guillermo Makin *
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La propuesta de reforma judicial ha hecho aflorar una serie de términos políticos cuyo significado y origen histórico difieren bastante del uso común. Lo que se alega es democrático, como la división de los poderes, resulta no serlo en su origen. Además hay tradiciones constitucionales como la británica, que han democratizado mucho más el papel del Poder Judicial al no permitirle declarar la inconstitucionalidad de las leyes. Y no ha sobrevenido ni una tiranía, ni ha fenecido el Estado de Derecho.

En el debate de la reforma es frecuente oír entre sus críticos que atenta contra la independencia del Poder Judicial. Por el lado de los que proponen la reforma se legitiman los proyectos, sosteniendo que están dirigidos a democratizar. Tanto los críticos de la reforma judicial como los que abogan por ella dan por sentado que todo juez o toda Corte Suprema puede declarar la inconstitucionalidad de una ley sancionada por un Congreso electo, a propuesta de un Ejecutivo también electo por amplia mayoría, ambos para gobernar en cumplimiento de un programa electoral, o, si se quiere, de un relato clara y legítimamente aprobado por el electorado.

Pero resulta que la separación de los poderes, la independencia del Poder Judicial y el recurso de la inconstitucionalidad tienen orígenes históricos distintos, y hay un manifiesto deseo de impedir que gobierne la mayoría. Es posible sostener que son instituciones concebidas por razones no democráticas. Es preciso hacer un poco de historia y un poco de política comparada para entenderlo.

Historia: la Constitución de los EE.UU.

Es interesante analizar cómo se desarrolla la historia de la separación de los poderes en la Constitución de los EE.UU., sancionada en 1787 por el Congreso de Filadelfia, que eligió unánimemente a George Washington para que lo presidiera. Montesquieu es el primero en acuñar el término “separación de los poderes”, al conceptualizar erróneamente la Constitución británica, donde sólo hay separación entre el Ejecutivo y el Judicial. No hay separación entre el Ejecutivo y el Legislativo, que es sólo uno, unido, o “abrochado” –como dice el autor de La Constitución inglesa, Walter Bagehot– por el gabinete de ministros que tiene mayoría en el Parlamento.

La guerra de independencia de los EE.UU. había radicalizado a la población de los estados y George Washington, terrateniente esclavista, estaba inquieto como los demás congresistas por las rebeliones, especialmente en Virginia. Washington propone, y logran acordarlo por unanimidad también, que el Congreso de Filadelfia delibere en secreto.

¿Por qué? Según argumenta Frederick Munro Watkins, profesor de Ciencia Política de la Universidad de Yale en los años ’40, ’50 y ’60, el Congreso de Filadelfia deseaba contrarrestar “la capacidad de las mayorías populares de controlar el gobierno central”, y fue por ello que “el gobierno de las mayorías fue limitado por el principio de la separación de los poderes”.

Debido al secreto de las deliberaciones del Congreso de Filadelfia, no hay actas. Sólo se conoce lo discutido por infidencias parciales, pero mayormente por El Federalista, publicado en forma serializada en 1787 y 1788, escrito por James Madison, Alexander Hamilton y John Jay. Los dos primeros son vistos como los redactores de la Constitución que aprobó el Congreso de Filadelfia. De El Federalista emana patente el temor de los congresistas, predominantemente terratenientes aristocráticos y sus abogados, a un poder central demasiado poderoso surgido de la mayoría a la que se refieren reiteradamente en términos peyorativos (la ven como the majority faction). A fin de evitar la influencia de “la mayoría facciosa”, complejizan la división de los poderes, distribuyendo las funciones de un gobierno entre un Ejecutivo y el Legislativo. Además le otorgan al Poder Judicial la capacidad de declarar la inconstitucionalidad de cualquier ley aprobada por el Ejecutivo y el Legislativo. El edificio institucional dirigido a impedir el control de la mayoría culmina con la rigidez que dificulta la reforma constitucional, sostienen Watkins y sus seguidores en la literatura sobre la Constitución de los EE.UU.

Puede concluirse entonces que la división de los poderes no es en su origen una institución democrática. Fue creada para evitar que la mayoría controle las distintas funciones de cualquier gobierno. Al copiar mansamente Alberdi la Constitución de los EE.UU., ha hecho a nuestro país usuario de un concepto constitucional antidemocrático en su origen histórico.

Política comparada: la Constitución británica

Hay tres democracias, el Reino Unido, Australia y Nueva Zelanda, cuya estructura constitucional proviene de otro origen histórico: en el Reino Unido, el Parlamento luchó con la monarquía para lograr el control político e impositivo. De ahí surge lo que se conoce como la doctrina de la “supremacía del Parlamento”. Una vez derrotada la monarquía en el siglo XVII, los líderes parlamentarios, aun antes de establecerse el sufragio universal entre 1832 y 1886, no vieron razón para perder parte de su poder a manos judiciales.

Según A. V. Dicey, la doctrina de la supremacía parlamentaria es la característica dominante de las instituciones políticas británicas. Un Parlamento puede anular cualquier ley o aprobar cualquier ley, aun las constitucionales, y los tribunales no tienen autoridad para juzgar la constitucionalidad o validez de una ley. Lo que sanciona el soberano con el Parlamento es ley, sin más. Es decir, un juez o un conjunto más enaltecido de los mismos, funcionando como Corte Suprema, no debía pretender cambiar o congelar lo decidido por el Parlamento.

En 1871, en un fallo famoso, Lee v. Bude & Torrington Junction Railway Co, se arguyó: “¿Vamos a actuar como regentes sobre lo hecho por el Parlamento, los Lores y los Comunes con el consentimiento de la reina? Niego que exista tal autoridad. Si una ley es aprobada indebidamente por un Parlamento, sólo el Legislativo puede anularla. Una ley, mientras exista como tal, debe ser obedecida... [las] leyes aprobadas por el Parlamento constituyen la ley. No somos los jueces quienes podemos constituirnos en un tribunal de apelaciones de lo decidido por el Parlamento”.

Durante 600 años, la Corte Suprema británica funcionó como una comisión especial de la Cámara de los Lores. La nueva Corte Suprema, separada de la Cámara de los Lores, funciona independientemente desde 2009, pero, según informa en su sitio de Internet, la Corte Suprema del Reino Unido no puede contradecir lo decidido por el Parlamento. Su papel es de interpretación de la ley, no su formulación.

La disposición constitucional de 1911, “Parliament Act”, que determina la supremacía de los Comunes dentro del Parlamento, relega a los Lores al papel de una Cámara que sólo puede revisar, pero no detener ninguna ley presupuestaria o programática aprobada por los Comunes, acentúa el carácter democrático de la Constitución británica, entendiendo por tal el control del poder por los electos por la mayoría del electorado. Ningún juez u órgano judicial puede anular legislación.

En la tradición constitucional británica no se teme a las mayorías, todo gobierno que elijan puede hacer y deshacer todo, desde una ley anterior hasta las disposiciones constitucionales. Por caso, durante la guerra de 1939-45, las libertades civiles fueron abolidas sin chistar y restauradas al terminar la guerra.

Otra característica del sistema constitucional británico que refuerza el control por la mayoría electa por la ciudadanía es la facilidad de la reforma constitucional. El proceso es el mismo de una ley ordinaria. No se teme al electorado, ni se le ponen trabas.

La Constitución británica, que está escrita, pero no está codificada –en una serie de leyes que datan desde 1215–, al confiar en el electorado y al tener mecanismos que permiten llamar a elecciones rápidamente en caso de crisis política, no pone reparo alguno a la reelección. Si el electorado elige, también sabrá reemplazar.

Según Juan Linz, la estructura parlamentaria permite gobernar más eficientemente. Un primer ministro no puede argumentar, prosigue Linz, como puede hacerse en un sistema presidencialista, que no se pudo lograr que el Legislativo aprobara la legislación que proponía. Según R.M. Punnett, los gobiernos británicos logran aprobar desde 1945 el 84 por ciento de lo que proponen al Parlamento, un porcentaje que pondría verde de envidia a cualquier presidente, como le hizo notar Clinton a Blair al asistir a una reunión de gabinete. Sería aventurado argumentar que en el Reino Unido o en Australia o Nueva Zelanda no hay democracia.

* Profesor de la Universidad de Belgrano, experto en política británica y Malvinas.