Lanata y el fin de un mito, de periodista a vocero corporativo

Rodrigo Conti
diario BAE


Poco de lo que dice es cierto, pero no importa, la duda circula

El día que se puso plumas para subirse al escenario del Maipo sentí una sensación muy parecida a la vergüenza ajena: Jorge Ernesto Lanata había vulgarizado al periodismo hasta convertirlo en un show que iba mucho más allá del pucho en cámara y algún que otro exabrupto fuera de guión. La realidad se había vuelto una mera excusa para hacer rating, taquilla y, al final de cuentas, redondear un espectáculo vendible, rentable… Por eso hoy no sorprende que su programa de imitaciones y denuncias vacías de contenido sea sinónimo de “periodismo para nadie”. Cada domingo se pinta la cara de fiscal de la república y sale a escena convertido en la Elisa Carrió de la prensa. Dinamita de escepticismo la realidad y ametralla críticas destructivas a la velocidad de zapping.

Algunas de las definiciones de verdad incluyen conceptos como “la honestidad, la buena fe y la sinceridad humana en general”, todas cuestiones imprescindibles para el desarrollo de la profesión. Debe ser la primera vez, en casi veinte años de carrera, que me permito escribir algunas líneas en primera persona. Y quizá sea la segunda oportunidad, en poco tiempo, que reflexiono sobre la actitud de un colega. Siempre he rechazado la idea del periodismo de periodistas pero resulta inevitable defenderse ante los ataques.

No se trata de política ni de las interpretaciones que surgen, inevitables, desde las distintas ópticas. Tener una mirada personal, profesional o corporativa favorable o desfavorable a un gobierno de turno es apenas un detalle en esta historia, minimizado ante la maquinaria puesta en marcha para desprestigiar las perspectivas ajenas. Consciente de haber perdido la hegemonía de la verdad absoluta, el Grupo Clarín contrató a Lanata, un converso de las ideas, para potenciar su ofensiva. Y lo hace ratificando que los principios se pueden cambiar por otros más convenientes, según quien pague el sueldo a fin de mes. Suponer que el mismo hombre que creó un diario progresista como Página/12 o que luego, desde Crítica de la Argentina, lanzó cuestionamientos a la influencia de Clarín sobre anunciantes privados, haya cambiado tanto pone en duda, cuanto menos, su conducta ética y profesional.

Fue él quien en su último programa, no pudo evitar referirse a esa piedra en su zapato. “Dicen que me vendí al Grupo Clarín por una fortuna pero no me quieren vender dólares”, se quejó, casi como vocero de los sectores que piden a gritos que se abra el grifo de divisas como el preámbulo de una devaluación. Quizá sólo así pueda entenderse, aunque no justificarse, su defensa corporativa sobre la distribución de la publicidad oficial. Ya no piensa como antes y ahora impulsa profundizar la concentración con más recursos para los medios más grandes, poderosos y hegemónicos. Responde a una lógica que atenta contra la disparidad de voces y desalienta la participación de los medios más chicos. Así, el “Señor Lanato” –como se hace llamar por una de sus “enfermeras” en un sketch humillante para quienes deben someterse a diálisis– se ha convertido en la mejor parodia de la televisión argentina, pero su aporte –queda claro– tiene más que ver con el entretenimiento que con el periodismo político.

Los argumentos para cuestionar el poder de venta del diario BAE fueron extraídos de reiteradas notas publicadas por Clarín, que sólo tienen como sustento para ser creíbles “fuentes del mercado”. Es decir, datos poco confiables repetidos una y otra vez hasta convertirse en una verdad aparente. Hoy el BAE emplea a seis periodistas que el fracaso de Lanata dejó en la calle, desocupados, en su rol de empresario de medios, asociado a un vaciador serial, también acusado en España. Cuando él hacía shows teatrales, su redacción reclamaba que alguien le diera respuestas. No se hizo cargo y buscó reinventarse, como tantas otras veces.

Aunque tuviera que sepultar su coherencia ideológica en un cajón, siguió adelante porque “el show debe continuar…”. Quizá sólo él pueda explicar eso. O quizá no. O quizá siempre pensó como ahora y antes fue un simulador que aprovechaba, con oportunismo, ese tiempo histórico de la Argentina.

De pronto, ese mismo hombre se para sobre la imagen que alguna vez construyó como periodista y, ahora, disfrazado de otra cosa, aparece en la pantalla para protagonizar su sainete dominical. Usa tono jocoso pero construye un relato dramático. Alerta sobre un sinfín de calamidades que seguramente azotarán a la Argentina dentro de un rato o con suerte mañana. Denuncia, acusa, apunta con el dedo hacia arriba, hacia abajo y a los costados… Trepado a un púlpito moral de dudosa procedencia, avanza consciente del resto que le queda de influencia. Pero como esa autoridad no reconoce límites, se convierte en un autoritario que pretende que todos, empezando por los medios, repitan sus bravuconadas, sin cuestionar puntos ni comas. Poco de lo que dice es cierto, pero no importa, la duda circula entre nosotros, como un germen, temible.