Miguel Miranda y la recuperación de los ferrocarriles argentinos

Por Juan D. Perón
De su libro "La fuerza es el derecho de las bestias"


Es indudable que, para soportar esta inmensa promoción social, fue necesario conseguir una economía apropiada. En 1945 el desastre económico era evidente, tanto por el desbarajuste de su desorganización cuanto porque carecía de independencia, figurando realmente como un país colonial.



Sometido a las “metrópolis”, poco interesaba a los argentinos su propia economía, total, se manejaba des la City o desde Wall Street. El Pueblo argentino era explotado también en mayor o menor grado, según las necesidades o los caprichos de los imperialismos en acción. En lo económico, no se tenía ni vida, ni gobierno propio, o más o menos como cualquier dominio del África Ecuatorial, con la desventaja que teníamos que defendernos solos.

Era también costumbre que desde la City se indicara quien debía ser el Presidente, generalmente un abogado de las empresas extranjeras, ellos decían quien, ya “los nativos” se encargaban de preparar el fraude para “que saliera”. Y pensar que estos pseudo libertadores son los mismos hombres traidores y vende patria que hicieron posible semejante humillación. No habrá en el mundo un h0ombre que poseyendo un mínimo de ecuanimidad no los condene. Sin embargo, como los agentes imperialistas, por razones comprensibles, les canta loas, muchos otros malos y mentirosos se convierten consiente o inconscientemente en agentes de un imperialismo que, simulan condenar.

En 1944 todo permitía apreciar que la segunda guerra mundial llegaba a su fin. Era necesario preparase para la post-guerra que suele ser, económicamente hablando, la  etapa más difícil de la guerra. Fue entonces que, desde la Secretaría de Trabajo y Previsión, donde ejercía el cargo de Secretario, dispuse la creación del “Consejo Nacional de post- guerra. Su misión era simple: “realizar los estudios necesarios y preparar el país de la mejor manera posible en la post-guerra que se veía próxima a iniciarse.

Se trataba de resolver, ayudados por las circunstancias, el más fundamental problema argentino: su independencia económica. La importancia de este paso se medirá en toda su proyección si pensamos que, liberados políticamente en 1816, habíamos caído en elvasallaje económico hasta nuestros días.

Esta independencia económica era indispensable si anhelábamos mantener y consolidar las conquistas sociales ya iniciadas esos días desde Trabajo y Previsión. En un país colonial, como era el nuestro; toda conquista social no puede tener sino un carácter aleatorio.

Para realizar la independencia económica era necesario un inmenso esfuerzo, habilidad y un poco de suerte, pues era menester:

a) Recuperar el patrimonio nacional en poder de los capitales colonialistas.

b) Realizar buenos negocios para “parar” la economía anémica de los argentinos.

El Consejo Nacional de Post-Guerra preparó las bases mediante un estudio completo de  la economía argentina en los aspectos del consumo, la producción, la industria y el comercio. Mediante encuestas y estudios estadísticos establecimos la situación, la apreciamos y tomamos las resoluciones más adecuadas, esperando el momento oportuno para actuar.

Ya antes de nuestro ascenso al poder comenzamos a reformar, con el apoyo del gobierno de ipso, lo indispensable para ganar tiempo. La primera reforma fue la financiera, mediante la nacionalización del sistema bancario, convirtiendo al Banco Central de la República en un banco de bancos, mediante la nacionalización de los depósitos y a los demás bancos en agencias del mismo. Esto permitió, por primera vez en nuestro país, un control financiero por el Estado, pues hasta entonces ese era resorte de los bancos extranjeros de plaza. Este fue el primer paso de la reforma económica que emprendimos: hacer Argentino el dinero del país.

Simultáneamente con eso comenzamos a estudiar la realización de la primera etapa de la independencia económica: la recuperación de la deuda y los servicios públicos.

La situación en este aspecto presentaba un difícil problema pues las sumas que se necesitaban para ello eran realmente cuantiosas.

Nuestra deuda externa ascendía en diversas obligaciones a más de seis mil millones de pesos, en ese entonces algo así como unos dos mil millones de dólares, por lo cual pagamos ochocientos millones de pesos anuales en amortizaciones e intereses (250 millones de dólares). Esto era nuestro primer objetivo. La nacionalización de los servicios públicos, en poder de consorcios extranjeros, era el segundo objetivo de la recuperación. Se trataba de los ferrocarriles, transportes de la ciudad de Buenos Aires, el gas, los teléfonos, seguros y reaseguros, electricidad,

comercialización y acopio de las cosechas, creación de una flota mercante y aérea, etc., etc.

Las relaciones del gobierno con los consorcios explotadores de estos servicios eran 
cordiales. No era que nosotros, por chauvinismo, quisiéramos nacionalizar y menor aún despojar a nadie. El caso era que, de mantener este estado de las cosas, estaríamos sometidos a una descapitalización progresiva. Queríamos pagarles por sus instalaciones un precio justo y tomarlas a nuestro cargo para su funcionamiento como un servicio estatal.

En las siguientes cifras, se observará objetivamente las remesas financieras anuales que ocasionaban estos servicios explotados por compañías extranjeras:

La deuda pública 800 millones, los ferrocarriles 150 millones, la Corporación de 
Transportes de la Ciudad de Buenos Aires 120 millones, el servicio de gas 110 millones, los teléfonos 120 millones, seguros 150 millones, reaseguros 50 millones, electricidad 150 millones, comercialización de la cosecha 1.000 millones, transportes marítimos, 500 millones de fletes en divisas, etc. Sólo en estos rubros las remesas financieras anuales visibles pasaban de los tres mil millones de pesos (1.000 millones de dólares entonces). Si se considera la necesidad de otras remesas financieras de diversas empresas establecidas en el país y las remesas visibles, siempre numerosas por la especulación, podíamos calcular aproximadamente una descapitalización anual por envíos y evasiones que pasaba de los seis mil millones de pesos anuales . Si consideramos que el monto de nuestra producción anual no pasaba de los diez mil millones de pesos, se tendrá la verdadera sensación de para quién trabajaban los argentinos. Se me dirá que los capitales extranjeros con su radicación en el país aportaban un alto coeficiente de capitalización compensatorio del proceso inverso por remesas financieras. Desgraciadamente no era así. Un ejemplo lo aclara todo. Un frigorífico británico se instaló en el país en 1905, trajo como inversión un capital de un millón de libras esterlinas (al cambio de ese entonces 11.250.000 pesos moneda nacional). Cuando hubo instalado su maquinaria y locales pidió al Banco de la Nación Argentina un crédito que fue sucesivamente aumentado hasta la suma de 100 millones de pesos. De manera que, sobre cien millones, el capital extranjero radicado era sólo el 10% y el 90% era argentino.

Ahora bien, el primer servicio financiero remesado a Londres, fue de una utilidad del 10% calculado sobre cien millones de pesos de capital y no sobre los once millones radicados. Vale decir que, con su primera remesa financiera, repartió el capital radicado y durante cincuenta años nos descapitalizó a razón de diez millones por año, en total, quinientos millones.

Este era el proceso común seguido por casi todas las empresas inversoras y que 
explicará, de manera simple y objetiva, la razón por la cual era indispensable a la 
economía argentina realizar cuanto antes la recuperación, para evitar su progresiva 
descapitalización.

Un cálculo “grosso modo” dará una idea aproximada del esfuerzo de que se trataba.

Calculando comprar las empresas de valor histórico, pagando lucro cesante, crear los organismos y servicios nuevos, comprar los barcos y aeronaves necesarios, etc., debían calcularse como necesarios unos 30.000 millones de pesos .

Para no sentirme tentado y evitar los consejos fáciles, resolví “ quemar las naves” 
declarando que me cortaría la mano antes de firmar un empréstito, porque, si la 
finalidad era la independencia económica, no era el caso de salir de las llamas para caer en las brasas.

En esos momentos se sumaba a ese tremendo esfuerzo, la necesidad de renovar la 
maquinaria industrial y todo el material ferroviario, tranviario y automotor que durante los cinco años de guerra, con el cierre de la exportación, no habían recibido ningún aporte. Se calculaba esto en un monto de 20.000 millones de pesos.

Estudiamos esto detenidamente y confieso que cuando compilamos las necesidades 
totales, una suerte de pánico se apoderó de mí, que sentía la terrible responsabilidad de estar al frente del país y la duda de poder superar su difícil encrucijada económica.

Con los estudios en mi poder llamé a una reunión privada a los técnicos en economía más calificados en el concepto de algunos asesores económicos. Me perdí diez horas explicándoles mis planes y dándoles todos los datos necesarios para encarar el problema. Se fueron a estudiar, y tres días después nos reunimos de nuevo para considerar soluciones. Confieso que quedé defraudado pues conversaron mucho, no dijeron nada y lo poco que trajeron no lo entendí, porque lo hicieron en una terminología tan rara y tan confusa que dudo que ellos mismos se entendieran.

La reunión terminó un poco intempestivamente, pues uno de ellos me dijo: “Señor, 
usted debe gastar tantos miles de millones que no tiene. Si no tiene dinero, ¿cómo 
quiere comprar?, a lo que yo respondí: “Amiguito, si yo tuviera el dinero no lo habría llamado a usted, habría comprado”, y aquí terminó la entrevista.

Me convencí que no era asunto de técnicos, sino de comerciantes, y llamé a mi gran 
amigo D. Miguel Miranda, el “Zar de las finanzas argentinas”, como algunos le 
llamaron. Él había empezado como empleado con noventa pesos de sueldo y en diez años había levantado treinta fábricas.

Le conté el incidente con los técnicos y me dijo: “¡General!, ¿usted cree que si fueran capaces de algo estarían ganando un sueldo miserable como asesores?” –¡Pero Miranda, le dije, vea que hay que comprar mucho y no tenemos dinero! -Esa es la forma de comprar, sin dinero, me dijo. ¡Con plata compran los tontos! -Este es mi hombre, pensé para mí...

Miguel Miranda era un verdadero genio. Su intuición, su tremenda capacidad de síntesis y su certera visión comercial, hicieron ganar a la República, en un año, más de cincuenta años de la acción de todos sus economistas diletantes y generalizadores de métodos y sistemas rutinarios e intranscendentes.

Fue allí mismo que entregué a Miranda la dirección económica, creando el Consejo
Económico Nacional y nombrándolo presidente. Él fue, desde entonces, el artífice  de esa tremenda batalla que se llamó la recuperación nacional , que culminó con la 
independencia económica argentina.

Sería largo detallar la acción desarrollada por este hombre extraordinario que no 
descansaba ni dormía, abstraído por completo en la batalla que estaba librando. Allí
aprendí que si bien un conductor puede cubrirse de gloria en una acción de guerra, esta acción anónima es también la verdadera gloria. Fuera de la Casa de Gobierno la gente maldiciente murmuraba sobre “los negociados de Miranda”, con una ingratitud criminal y los eternos simuladores de la virtud y la honradez se hacían lenguas de ello:

¡Miserables, estaba trabajando para ellos!

Sin embardo, no deseo pasar este capítulo sin ofrecer a mis lectores por lo menos un ejemplo, siempre ilustrativo, de la acción de este mago de la negociación. 

Todo el mundo conoce la habilidad de los negociadores ingleses, su gran astucia y su terrible pertinacia para persuadir u obligar. Con divisas acumuladas por provisión de cereales, armas, carne, etc., durante la guerra, Miranda comenzó a repatriar la deuda externa. Luego me dijo: -General, vamos a empezar por los ferrocarriles ingleses.

Insinuó veladamente por distintos conductos que el gobierno estaba dispuesto a comprar los ferrocarriles. La respuesta no se hizo esperar. Poco tiempo después llegó una comisión del directorio de Londres de los ferrocarriles, dispuesto a ofrecer al Gobierno Argentino la venta de los mismos.

Fueron citados al despacho presidencial y allí, en mi presencia, se desarrolló el siguiente diálogo, después de los saludos y conversaciones de estilo: -¿Cuánto piden por los ferrocarriles? – les preguntó Miranda. –El valor de libros, o sea unos diez mil millones de pesos –le contestó uno de los ingleses. Miranda se limitó a sonreír, mirando el suelo. 

Siguió un largo silencio en el que estuve a punto de intervenir, pero me abstuve, porque entendí que era parte de su táctica. Después de un rato, el inglés volvió a  decir: -¿Y ustedes cuánto ofrecerían? –Apenas mil millones –dijo Miranda-. Todo el hierro viejo no vale más, agregó.

Los ingleses se enojaron y se fueron a Londres. Parecía que las negociaciones habían terminado, pero, no era así.

Cuando los obreros ferroviarios, que se habían entusiasmado con la perspectiva de 
nacionalización, se enteraron del fracaso de las negociaciones, iniciaron el “trabajo a reglamento”, que culminó en “trabajo a desgano”. Frente a la perspectiva de fuertes quebrantos, a los seis meses, retornó la comisión negociadora. Miranda había ya ganado la batalla. Sólo quedaba por ver cómo explotaría el éxito. Yo estaba seguro porque, para eso, él era un verdadero maestro.

Se iniciaron nuevamente las negociaciones en un juego de regateos por ambas partes para acordar el precio y la forma de pago. Se estaba aún muy distante, a pesar que los ingleses habían ya rebajado su precio a unos ocho mil millones de pesos, donde se mantenían firmes.

El justiprecio establecido por nuestros técnicos después de un laborioso proceso de 
valuación, establecía un valor aproximado a los seis millones de pesos. Se trataba de 40.000 kilómetros de vía, instalaciones, material rodante y de tracción, además de unas veinticinco mil propiedades de los ferrocarriles, que figuraban como bienes indirectos.

Se trataba de bienes inmuebles en Buenos Aires, puertos, numerosas estancias, terrenos y hasta pueblos enteros. Estas empresas por la ley de concesión inicial, recibieron una legua lineal de campo a cada lado de la vía que se construyeran. De ahí que sus propiedades sean casi tan valiosas como los ferrocarriles mismos.

Mientras se negociaba, los ingleses cometieron un error que les fue funesto..
Sostenían imperturbablemente que el precio debía ser de ocho mil millones. Una noche, al representante de los ferrocarriles ingleses en la Argentina, mister Edy, muy amigo de Miranda, se le ocurrió ofrecerle una comisión para repartir entre Miranda y Yo, de trescientos millones de pesos, que se depositarían en Londres en su equivalente de entonces de cien millones de dólares, si la venta se hacía por seis mil millones de pesos.

Miranda lo escuchó y al día siguiente, “a diana”, estaba en casa y me decía: -Presidente, vamos a comprarlos por mucho menos de seis mil millones. Me contó lo ocurrido la noche anterior y agregó: -Si nos ofrecen una comisión para que le paguemos seis mil millones, es porque, sin comisión, podemos sacarlos más baratos. Así como antes había ganado la batalla de la venta en esta ocasión había ya ganado la batalla del precio.

Se sucedieron las tratativas para fijar precio, pero los ingleses ya habían perdido la 
partida. Ellos son buenos perdedores porque están acostumbrados a vencer. La habilidad de Miguel Mercante hizo prodigios en esta etapa de la negociación hasta llegar a fijar un precio máximo por todos los bienes directos e indirectos de las empresas de 2.029000.000 de pesos moneda nacional. Esta sola cifra, comparada con los 10.000.000.000 de pesos que era el pedido inicial de los ingleses, habla con 
indestructible elocuencia de lo que era Miranda como negociador. En esta sola 
operación hizo este hombre ganar a la República más de cinco mil millones de pesos. Se le pagó, como de costumbre, con ingratitud y maledicencia. Los parásitos, los incapaces y los ignorantes son precisamente los críticos más enconados.

Si bien se habían ganado las batallas del precio y de la venta quedaba aún el rabo por desollar: establecer la forma de pago y pagar. No era fácil, porque, como antes dije, no teníamos dinero para hacerlo. En cambio lo teníamos a Miguel Miranda que valía más que todo el dinero del mundo. En él estaban puestas todas mis esperanzas. Él me había dicho: -No se aflija, Presidente, pagaremos hasta el último centavo sin un centavo.

Efectivamente, así lo hizo. ¿Cómo procedió para lograrlo?

Comencemos por establecer que un año antes el gobierno de S. M. Británica firmó con el gobierno argentino un tratado por el que se comprometió a mantener la 
convertibilidad de la libra esterlina que nos permitía el negocio triangular con Estados Unidos. Con habilidad, Miranda agotó los saldos acreedores argentinos en Inglaterra para repatriar la deuda. Al firmar el contrato de compra-venta de los ferrocarriles, estableció dos cuestiones fundamentales, en cuanto a la adquisición y la forma de pago.

a) Que se compraban en 2.029 millones de pesos los bienes directos e indirectos de las empresas.

b) Que la forma de pago sería al contado y en efectivo con disponibilidades de fondos argentinos existentes en Estados Unidos si se mantenía la convertibilidad de la libra que lo hacía posible, si no el pago sería en especies.

Fue precisamente mediante estas dos cláusulas que Miranda logró pagar “hasta el 
último centavo, sin un centavo”, como había prometido.

En efecto, me fijó un plazo de seis meses para tomar posesión de las empresas, luego de los cuales debía hacerse efectivo el pago. Durante los primeros meses de ese plazo me pasé pensando que si teníamos que pagar al contado nos quedaríamos casi sin fondos en Estados Unidos, en donde había urgentes necesidades de adquisiciones. Miranda me tranquilizó; él no sé dónde, tenía la noticia segura que los ingleses, a pesar del tratado, declararían la inconvertibilidad de la libra esterlina. Efectivamente, poco tiempo después lo hicieron y nos salvaron de desprendernos del único saldo acreedor en efectivo que disponíamos. Podíamos, de acuerdo con el contrato de compra-venta, pagar en especies. Eso no era ya un problema para nosotros.

Sin embargo, había que pagar 2.029 millones de pesos que no teníamos. ¿Cómo 
procedió Miranda? Pagamos con trigo pero, como quiera que fuese, ese trigo había que pagarlo a los agricultores. La elevación de precios en los cereales producida en 1948, vino a favorecernos. El gobierno, por intermedio del IAPI, compró el trigo a los chacareros a un precio de 20 pesos el quintal, los que quedaron contentos, pues antes lo vendían a 6 pesos. Luego de un tiempo ese mismo trigo lo vendió a los ingleses, en pago a los ferrocarriles, a razón de sesenta pesos el quintal, ganando en la operación un 66%, con lo que el precio de 2.029 millones de los ferrocarriles quedó reducido a un 33%, es decir, unos 676 millones.

Ahora bien, ¿cómo pagó los 676 millones? De manera muy simple: emitió 676 millones de pesos, con lo que pagó a los chacareros. De las veinticinco mil propiedades raíces adquiridas como bienes indirectos, bastaba vender una parte para obtener casi mil millones de pesos. Con ello se retiraban de la circulación los 676 millones y el resto se incorporaba al Estado conjuntamente con los ferrocarriles y pagado hasta el último centavo , y aún ganando dinero , sin un centavo.

¡Cuánto me reí en esos días de los técnicos tan pesimistas como inoperantes e 
intrascendentes!

Hoy, el valor de esos ferrocarriles con sus 40.000 kilómetros de vías e instalaciones, se calcula en nuestra moneda actual, a razón de un millón de pesos por kilómetro, todo incluido. El país había incorporado al haber patrimonial del Estado, 40.000 millones de pesos sin un centavo de desembolso. Los imbéciles siguen pensando que nosotros no hemos hecho nada durante el tiempo que ellos pasaron gastando perjudicialmente lo que tanto le cuesta al Pueblo producir y a nosotros cuidar. Por eso ellos se proclamaron libertadores. Soñar no cuesta nada.

En forma similar se compraron luego los teléfonos, el gas, seguros, etcétera, y se llegó a cumplir la etapa de la recuperación nacional, comprando y pagando los servicios públicos que en época pasada vendieron estos mismos que ahora vienen a libertar la República.

La etapa siguiente consistía en formar una marina mercante, pues sin ese medio de transporte de ultramar, la independencia económica sería sólo una ficción. Aparte que hoy los precios los fijan los transportadores, en nuestro país, vendedor de carne, estábamos sometidos al monopolio inglés de barcos frigoríficos. Si no le vendíamos a ellos la carne y al precio que querían, ¿quién nos la transportaría a los mercados de consumo? Otro tanto podría ocurrir con las demás materias primas si seguíamos sometidos a los transportadores foráneos.

En ese momento (1948) el estado de la flota mercante del Estado manejada por jefes de la Marina de Guerra, era incipiente y calamitosa. Se disponía aproximadamente de unas 200 mil toneladas de barcos viejos, chicos y muchos de ellos alquilados o tomados en uso por pertenecer a los países en guerra que debían ser devueltos.

Pedí informes a la Flota Mercante del Estado sobre la conveniencia de hacer construir barcos nuevos, de arriba de diez mil toneladas, para formar una marina mercante por lo menos de un millón y medio de toneladas, que calculaba yo necesario para sacar nuestra producción. Además, hacerlos mixtos para pasajeros, carga y frigoríficos.

Sin excepción, los informes de los marinos fueron desfavorables. Según ellos, no 
convenía comprar todavía, que los fletes se vendrían abajo, que había exceso de barcos por los que quedaron de la guerra, etc. En consecuencia, decidimos con Miranda comprar una marina mercante y para ello nos pusimos en contacto con don Alberto Dodero, el más fuerte armador de nuestro país.

Se encargó la construcción en los astilleros entonces parados en Inglaterra, Holanda, Italia, Suecia, etc. Así comenzó la verdadera historia de nuestra marina mercante, que hoy redondea el millón y medio de toneladas de barcos nuevos, veloces y utilizables para sacar nuestra más variada producción hacia los mercados de consumo y para mantener los precios.

Con ello no sólo ahorramos sino que producimos divisas y nuestra bandera mercante individualiza a la cuarta flota del mundo.

El costo medio de estos barcos no pasó de cuatro millones de pesos; sólo el seguro del Maipú, hundido en un choque en Hamburgo, llegó a veintidós millones en nuestros días. <para comprar estos barcos se utilizó el oro que dormía en los sótanos del Banco Central, de acuerdo con el aforismo de Miranda, que oro es lo que produce oro.

Efectivamente, esos barcos en cuatro travesías traen de vuelta el oro que costaron. Hoy están todos pagos y siguen trayendo oro. Menos mal que los marinos aconsejaron no comprar barcos, pues si hubieran aconsejado comprarlos, tal vez no nos hubiéramos decidido hacerlo. Pero ellos son los “libertadores”.

En marcha y con franco éxito la recuperación nacional, en 1948, se nos presentó un 
difícil momento de la economía: la Industria en pleno desarrollo comenzaba a carecer de maquinarias y de materia prima. Era necesario buscar los arbitrios que condujeran a la solución. En los primeros días de este año resolvimos encerrarnos por el tiempo que fuera necesario y estudiar la situación, apreciarla y encontrar una solución, y así lo hicimos. Durante casi diez días permanecimos totalmente  dedicados a ello.

Llegamos finalmente a una simple conclusión. Pensamos que habiendo terminado la guerra se había iniciado una etapa más difícil: la post-guerra, durante la cual es 
necesario ”pagar los platos rotos”.

La guerra es un drama individual amplificado. Es como un hombre que súbitamente

tiene un ataque de demencia y rompe toda su casa. Pasado el ataque, debe reponerlo todo para seguir viviendo. Debe pagar su locura. La guerra no es sino una locura colectiva. Durante cinco años, cientos de millones de hombres, provistos de 
instrumentos de destrucción, se habían dedicado a destruirlo todo. Pasado el ataque, ahora había que pagarlo.

La experiencia histórica demuestra que los países después de la guerra pagan de una sola manera: emitiendo y desvalorizando la moneda. Aún no se había producido este fenómeno en 1947, pero todo hacía prever que se produciría.

Cuando las monedas se desvalorizan, los bienes de capital se valorizan en forma 
inversamente proporcional.

Allí precisamente estaba el negocio. Era menester comprar bienes de capital que se 
valorizarían y desprenderse de las monedas que se desvalorizarían. Fue entonces cuando comenzamos a comprar sin medida. Se trataba de que cuando la desvalorización llegara no nos tomase con un peso en el bolsillo.

Se compraron casi veinte mil equipos industriales para reposición e instalación. Un día, por teléfono, se compraron sesenta mil camiones. Mil Tornapull llegaron al país. Se acopió gran cantidad de materia prima y se adquirieron todas las maquinarias y elementos necesarios para los trabajos del Primer Plan Quinquenal, especialmente tractores para la mecanización del campo.

El Director del Puerto de Buenos Aires venía todos los días a pedir que parásemos, pues ya no cabían las cosas en las playas y los depósitos. No importa, le decíamos, ponga unos arriba de otros. Los idiotas de siempre criticaban al gobierno y los “moralistas libertadores” veían negociados por todas partes, menos los que ellos podían hacer.

Pasaron los días y en uno de 1949 comenzaron las monedas “avenirse abajo” 
catastróficamente. La libra esterlina bajó, por decreto, en un día, el 30% de su valor. Así llegamos a 1950.

El negocio fabuloso realizado por el país podrá juzgarse con sólo pocos datos: los veinte mil equipos industriales comprados aproximadamente a un dólar el kilo en 1947, valían ahora diez dólares el kilo; los camiones comprados en cinco mil pesos en 1948, costaban ahora cien mil pesos; las Tornapull adquiridas en veinticinco mil pesos en 1948, tenían ahora un precio superior a los trescientos mil. Esta sola mención dará una idea de las ganancias obtenidas.

Los “libertadores” seguían pensando que todos estos eran negociados nuestros. Pobre Patria si tuviera que esperar algo de estas sabandijas.

Sólo he deseado presentar algunos ejemplos de nuestra gestión económica para 
demostrar cómo me fue posible en 1949 trasladarme a la ciudad de Tucumán, y allí, 
donde nuestros mayores declararon la independencia política, declarar también nuestra independencia económica.

La recuperación nacional se había cumplido en todas sus partes mediante el genio de Miguel Miranda. La segunda parte: levantar de su postración a la economía, se cumplió mediante buenos negocios para el país. Que en ello alguno se haya beneficiado en mayor medida, qué nos importa, nuestro trabajo tendió a beneficiar al país. Esa era nuestra obligación.

Y pensar que, después de todo lo que hemos hecho, nos vemos calumniados y 
vilipendiados por esos piojosos que en su vida no hicieron más que derrochar y 
malgastar los dineros que se amasan con el sudo y el sacrificio del Pueblo que ellos se atreven a masacrar con las propias armas de la Nación.

No deseo seguir sin puntualizar dos aspectos de lo tratado. La recuperación de los 
servicios públicos no era para los argentinos sólo una cuestión de independencia 
económica, era también una reparación a la dignidad nacional. La concesión leonina que entregaba una legua a cada lado de la vía que se construyera y permitía la importación libre de derecho a las empresas ferroviarias fue obra de Mitre (así se llamó esa ley). La venta de los ferrocarriles argentinos existentes, fue realizada por los gobiernos  conservadores de la oligarquía argentina, que siempre actuaron de testaferro de los colonizadores. La entrega de los demás servicios fue también uno de los tantos ruinosos negociados para el país, realizados por estos argentinos que no merecen llamarse así.