Seguridad y política de Estado

Por Noam Chomsky 
 The New York Times Syndicate

Publicado el 13 de abril de 2014


Este artículo,  está adaptado de una conferencia dictada por Noam Chomsky el 28 de febrero de 2014, bajo el auspicio de la Fundación para la Paz en la Era Nuclear, en Santa Bárbara, California

Parte I

     En principio rector de la teoría de las relaciones internacionales es que la mayor prioridad del Estado es garantizar la seguridad. Según la fórmula aceptada de George F. Kennan, estratega de la guerra fría, el gobierno es creado para garantizar el orden y la justicia en el interior y proveer a la defensa común.
Parece una proposición plausible, casi evidente por sí misma, hasta que miramos más de cerca y preguntamos: ¿seguridad para quién? ¿Para la población en general? ¿Para el poder del Estado mismo? ¿Para los sectores dominantes?
Según a lo que nos refiramos, la credibilidad de la proposición varía de desdeñable a muy alta.
La seguridad para el poder del Estado está en el punto más alto, como ilustran los esfuerzos de los estados por protegerse del escrutinio de sus propias poblaciones.
En una entrevista en la televisión alemana, Edward J. Snowden señaló que sumomento de decisión llegó cuando vio al director de inteligencia nacional, James Clapper, mentir abiertamente bajo juramento en el Congreso, al negar la existencia de un programa de espionaje interno dirigido por la Agencia de Seguridad Nacional.
Snowden explicó: El público tenía derecho a saber de esos programas. A saber lo que el gobierno hace en su nombre, y lo que hace en contra del público.
Lo mismo pudieron haber dicho con justicia Daniel Ellsberg, Chelsea Manning y otras valerosas figuras que actuaron con base en el mismo principio democrático.
La postura del gobierno es muy diferente: el público no tiene derecho a saber, porque de ese modo se vulnera la seguridad… en grado severo, afirman los funcionarios.
Existen varias razones para tomar con escepticismo esa respuesta. La primera es que es casi por completo predecible: siempre que se expone un acto del gobierno, éste por reflejo aduce la seguridad. Por tanto, la respuesta predecible conlleva poca información.
Una segunda razón para el escepticismo es la naturaleza de la evidencia presentada. John Mearsheimer, especialista en relaciones internacionales, escribe: “En un principio, de modo nada sorprendente, el gobierno de Obama sostuvo que el espionaje de la NSA tuvo un papel esencial para detener 54 conjuras terroristas contra Estados Unidos, con lo que dio a entender que tuvo una buena razón para violar la cuarta enmienda.
Sin embargo, era mentira. El general Keith Alexander, director de la agencia, reconoció a la larga, ante el Congreso, que sólo en un caso se podía hablar de éxito, y se refirió a atrapar un migrante somalí y tres compañeros que vivían en San Diego, quienes habían enviado 8 mil 500 dólares a un grupo terrorista en Somalia.
A una conclusión similar llegó el Consejo de Supervisión de la Privacidad y las Libertades Civiles, instituido por el gobierno para investigar los programas de la NSA y que, por consiguiente, tuvo acceso extensivo a materiales clasificados y a funcionarios de seguridad.
Existe, desde luego, un sentido en el cual la seguridad está amenazada por la conciencia pública: la seguridad del poder del Estado al ser expuesto.
El concepto fundamental fue bien expresado por el economista político Samuel P. Huntington, de Harvard: Los arquitectos del poder en Estados Unidos deben crear una fuerza que sea sentida, pero no vista. El poder sigue siendo fuerte cuando permanece en la oscuridad; expuesto a la luz, comienza a evaporarse.
En Estados Unidos, como en todas partes, los arquitectos del poder entienden bien ese aserto. Quienes han examinado la enorme masa de documentos desclasificados en, por ejemplo, la historia del Departamento de Estado, no dejan de notar con cuánta frecuencia la primera preocupación es la seguridad del poder del Estado frente al público, no la seguridad nacional en cualquier sentido significativo.
A menudo el intento de mantener el secreto es motivado por la necesidad de garantizar la seguridad de poderosos sectores nacionales. Un ejemplo persistente es conocido erróneamente como acuerdos de libre comercio, erróneamente porque violan de manera radical los principios del libre comercio y en esencia no tienen nada que ver con el comercio, sino más bien con los derechos del inversionista.
Estos instrumentos, por lo regular, se negocian en secreto, como la actual Asociación Transpacífico… no en completo secreto, por supuesto. No son secretos para los cientos de cabilderos empresariales y abogados que redactan las detalladas normas, cuyo impacto es revelado por las pocas partes que han llegado al público por medio de Wikileaks.
Conforme a la razonable conclusión del economista Joseph E. Stiglitz, la oficina del representante comercial de Estados Unidos representa los intereses de los consorcios, no los del público, y por tanto la probabilidad de que los resultados de las negociaciones sirvan a los intereses de los ciudadanos comunes y corrientes del país es baja; la perspectiva para los ciudadanos comunes de otros países es aún más débil.
La seguridad del sector empresarial es una preocupación regular de las políticas del gobierno, lo cual apenas si sorprende, dado que en principio ese sector es el que formula las políticas públicas.
En contraste, existe evidencia sustancial de que la seguridad de la población del país –que es como se supone que se debe entender el término seguridad nacional– no es una alta prioridad de la política del Estado.
Por ejemplo, el programa global de asesinatos con drones que impulsa el presidente Obama, con mucho la campaña terrorista más grande del planeta, es también una campaña generadora de terror. El general Stanley A. McChrystal, comandante de las fuerzas de Estados Unidos y de la OTAN hasta que fue relevado del cargo, hablaba de las matemáticas de la insurgencia: por cada persona inocente que se mata, se crean 10 nuevos enemigos.
Este concepto de la persona inocente nos dice hasta dónde hemos llegado en los últimos 800 años, desde la Magna Carta, la cual sentó el principio de la presunción de inocencia, que alguna vez se creyó que era el fundamento del derecho angloestadunidense.
Hoy, la palabra culpable significa designado por Obama para ser asesinado, einocente quiere decir aún no investido con ese estatus.
La Institución Brookings acaba de publicar The Thistle and the Drone(literalmente, El cardo y el zángano, en alusión al sentir de la tribu y a los aviones no tripulados /T.), muy elogiado estudio antropológico de las sociedades tribales escrito por Akbar Ahmed, subtitulado “Cómo la guerra de EU contra el terrorismo se convirtió en una guerra global contra el islam tribal”.
Esta guerra global presiona a gobiernos centrales represivos para que emprendan ataques contra los enemigos tribales de Washington. La guerra, advierte Ahmed, puede llevar a algunas tribus a la extinción, con graves costos para las sociedades mismas, como se observa ahora en Afganistán, Pakistán, Somalia y Yemen. Y, a final de cuentas, a los propios estadunidenses.
Las culturas tribales, señala Ahmed, se basan en el honor y la venganza: Todo acto de violencia en esas sociedad tribales provoca un contrataque: mientras más duros los ataques contra los hombres de la tribu, más crueles y sanguinarios los contrataques.
El ataque al terror puede volverse contra el país de origen. En la revista británica International Affairs, David Hastings Dunn describe la forma en que los drones, cada vez más sofisticados, son un arma perfecta para grupos terroristas: son baratos, se pueden adquirir con facilidad y poseen muchas cualidades que, al combinarlas, los convierten potencialmente en el medio ideal para un ataque terrorista en el siglo XXI.
El senador Adlai Stevenson III, en referencia a sus muchos años de servicio en el Comité de Inteligencia del Senado, escribe: “La cibervigilancia y el acopio de metadatos forman parte de la reacción continuada al 11-S, que ha producido pocas capturas de terroristas y enfrenta una condena casi universal. En muchas partes se percibe que Estados Unidos está empeñado en una guerra contra el islam, contra chiítas y sunitas por igual, en el terreno, con drones, y mediante testaferros en Palestina, desde el golfo Pérsico hasta Asia central. Alemania y Brasil resienten nuestras intrusiones y, ¿qué se ha ganado con ellas?”
La respuesta es que se ha ganado una creciente amenaza de terror, así como un aislamiento internacional.
Las campañas de asesinatos con drones son un mecanismo por el cual la política de Estado pone a sabiendas en peligro la seguridad. Lo mismo puede decirse de las operaciones de asesinato mediante fuerzas especiales. Y de la invasión a Irak, que aumentó en gran medida el terror en Occidente, confirmando las predicciones de la inteligencia británica y estadunidense.
Estos actos de agresión fueron, una vez más, asuntos de poca monta para sus planificadores, que están guiados por conceptos de seguridad enteramente diferentes. Ni siquiera la destrucción instantánea con armas nucleares ha tenido nunca alta prioridad para las autoridades del Estado. Esto lo veremos en el artículo siguiente.
***************
Parte II. Las perspectivas de supervivencia


En el artículo anterior se exploraba cómo la seguridad es una alta prioridad para los planeadores del gobierno: seguridad para el poder del Estado y para sus electores más importantes, los que concentran el poder privado, todo lo cual implica que la política oficial debe estar protegida del escrutinio público.
En estos términos, las acciones del gobierno resultan bastante racionales, incluida la racionalidad del suicidio colectivo. Ni siquiera la destrucción instantánea mediante armas nucleares ha tenido un lugar preponderante en las preocupaciones de las autoridades del Estado.
Para citar un ejemplo de la guerra fría pasada: en noviembre de 1983 la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), encabezada por Estados Unidos, lanzó un ejercicio militar diseñado para poner a prueba las defensas antiaéreas rusas, simulando ataques por aire y mar e incluso una alerta nuclear.
Estas acciones fueron emprendidas en un momento muy tenso. Se habían desplegado misiles estratégicos Pershing II en Europa. El entonces presidente Reagan, que acababa de pronunciar su discurso sobre el imperio del mal, anunció la Iniciativa de Defensa Estratégica, apodada Guerra de las galaxias, que los rusos entendieron como arma para dar el primer golpe, que es interpretación normal de la defensa misilística en todas partes.
Como era natural, estas acciones causaron gran alarma en Rusia, la cual, a diferencia de Estados Unidos, era muy vulnerable y había sido invadida en repetidas ocasiones.
Documentos recién divulgados revelan que el peligro era aún más grave de lo que los historiadores habían pensado. El ejercicio de la OTAN casi se volvió preludio a un ataque nuclear preventivo (ruso), según un recuento de Dmitry Adamsky publicado el año pasado en la revista Journal of Strategic Studies.
Tampoco fue aquella la única vez que estuvimos cerca. En septiembre de 1983, los sistemas rusos de alerta temprana registraron la proximidad de un ataque misilístico de Estados Unidos y enviaron la alerta de más alto nivel. El protocolo soviético era responder con un ataque nuclear propio.
El oficial soviético a cargo, Stanislav Petrov, intuyendo una falsa alarma, decidió no informar de las advertencias a sus superiores. Gracias a su incumplimiento del deber, estamos vivos para hablar del incidente.
La seguridad de la población no era mayor prioridad para los planeadores de Reagan que para sus predecesores. Tal insensatez continúa hasta el presente, incluso haciendo un lado los numerosos accidentes casi catastróficos revelados en un estremecedor nuevo libro, Command and control: nuclear weapons, the Damascus accident, and the illusion of safety (Comando y control: armas nucleares, el accidente de Damasco y la ilusión de seguridad), de Eric Schlosser.
Es difícil disputar la conclusión del general Lee Butler, último titular del Comando Aéreo Estratégico, de que la humanidad ha sobrevivido hasta ahora en la era nuclearpor alguna combinación de habilidad, suerte e intervención divina, y sospecho que la mayor proporción es de esta última.
La facilidad con que el gobierno acepta las constantes amenazas a la sobrevivencia es casi demasiado extraordinaria para capturarla en palabras.
En 1995, mucho después del colapso de la Unión Soviética, el Comando Estratégico de Estados Unidos, o Stratcom, encargado de las armas nucleares, publicó un estudio titulado “Aspectos esenciales de la disuasión en la era posterior a la guerra fría”.
Una conclusión central es que Estados Unidos debe mantener el derecho a dar el primer golpe nuclear, incluso contra estados no atómicos. Además, las armas nucleares deben estar siempre disponibles, porque arrojan una sombra sobre cualquier crisis o conflicto.
Por lo tanto, las armas atómicas siempre se usan, del mismo modo en que se usa una pistola cuando un asaltante apunta con ella y no dispara, como ha reiterado muchas veces Daniel Ellsberg, quien filtró los Papeles del Pentágono.
Stratcom recomienda en seguida que “los planeadores no deben ser demasiado racionales en determinar… lo que un adversario valora”, todo lo cual debe ser incluido como blanco. “Presentarnos como demasiado racionales y fríos nos lesiona… Que Estados Unidos puede volverse irracional y vengativo si sus intereses vitales son atacados debe ser parte esencial de la imagen nacional que proyectamos a todos los adversarios.”
Es benéfico para nuestra postura estratégica que se entienda que algunos elementos pueden salirse de control, y por tanto representan una constante amenaza de ataque atómico.
No mucho de este documento se refiere a la obligación que impone el Tratado de No Proliferación Nuclear de hacer esfuerzos de buena fe por eliminar de la Tierra la amenaza nuclear. Lo que resuena, más bien, es una adaptación del famoso dístico que Hilaire Belloc compuso en 1898 acerca del cañón Maxim:

Pase lo que pase, nosotros tenemos la bomba atómica, y ellos no.
Los planes para el futuro no son nada prometedores. En diciembre, la Oficina de Presupuesto del Congreso informó que el arsenal nuclear estadunidense costará 355 mil millones de dólares en el curso de la década siguiente. En enero, el Centro James Martin de Estudios sobre la No Proliferación estimó que Washington gastaría un billón de dólares en arsenal atómico en los próximos 30 años.
Y, por supuesto, Estados Unidos no está solo en la carrera nuclear. Como observó Butler, es casi un milagro que hayamos escapado de la destrucción hasta ahora. Mientras más tentemos al destino, menos probable es que podamos esperar intervención divina para perpetuar el milagro.
En el caso de las armas nucleares, al menos sabemos en principio cómo vencer la amenaza del apocalipsis: eliminarlas.
Pero otro peligro arroja su sombra sobre cualquier contemplación del futuro: el desastre ambiental. Ni siquiera está claro que haya un escape, aunque, mientras más demoremos, más grave se vuelve la amenaza, y no en el futuro distante. Por consiguiente, la forma en que los gobiernos enfrentan este problema exhibe a las claras el grado de compromiso que tienen con la seguridad de su población.
Hoy Estados Unidos cacarea sobre los 100 años de independencia energéticaque logrará al convertirse en la Arabia Saudita del próximo siglo, el cual muy probablemente será el siglo final de la civilización humana si las políticas actuales persisten.
Uno podría incluso tomar un discurso de hace dos años del presidente Obama en la ciudad petrolera de Cushing, Oklahoma, como una elocuente sentencia de muerte para la especie.
Obama proclamó con orgullo, ante grandes aplausos: Ahora, en mi gobierno, Estados Unidos produce más petróleo que en cualquier momento de los ocho años pasados. Es importante que se sepa. En los tres años anteriores, he dirigido mi gobierno al objetivo de abrir millones de hectáreas a la exploración en busca de gas y petróleo en 23 estados. Estamos abriendo más de 75 por ciento de nuestros recursos petroleros potenciales en las costas. Hemos cuadruplicado el número de pozos, hasta un número sin precedente. Hemos agregado suficientes oleoductos y gasoductos nuevos para dar la vuelta a la Tierra y poco más.
Los aplausos también revelan algo acerca del compromiso del gobierno con la seguridad. Es necesario asegurar las ganancias industriales, así que producir más gas y petróleo aquí en casa seguirá siendo una parte esencial de la estrategia energética, como prometió el presidente.
El sector empresarial realiza grandes campañas propagandísticas para convencer al público de que el cambio climático, si llega a ocurrir, no es resultado de la actividad humana. Estos esfuerzos se dirigen a superar la excesiva racionalidad del público, que sigue preocupado por las amenazas que la abrumadora mayoría de científicos considera próximas y ominosas.
Para decirlo sin ambages, en el cálculo moral del capitalismo de hoy, un mayor bono mañana vale más que el destino de nuestros nietos.
¿Cuáles son las perspectivas de sobrevivencia, entonces? No son brillantes. Pero los logros de quienes se han esforzado durante siglos por lograr mayor libertad y justicia dejan un legado que es posible retomar y llevar adelante… y debe ser así, y pronto, si hemos de sostener las esperanzas de una supervivencia decente. Y ninguna otra cosa puede decirnos con mayor elocuencia qué clase de criaturas somos.
* Este artículo, segunda de dos partes, está adaptado de una conferencia dictada por Noam Chomsky el 28 de febrero, bajo el auspicio de la Fundación para la Paz en la Era Nuclear, en Santa Bárbara, California
* El libro más reciente de Noam Chomsky es Power systems: conversations on global democratic uprisings and the new challenges to US empireInterviews with David Barsamian (Sistemas de poder: conversaciones sobre levantamientos democráticos en el mundo y nuevos desafíos al imperio estadunidense: entrevistas con David Barsamian). Chomsky es profesor emérito de lingüística y filosofía en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, en Cambridge, Massachusets, EU).
© Noam Chomsky, 2014. Distributed by The New York Times Syndicate.
Traducción: Jorge Anaya (La Jornada)