San Martín, la importancia del color de piel

Por Ricardo Jimenez A.*
Publicado el 19 de agosto de 2016

He leído el imprescindible artículo de Lucía Alvites en Diario Uno (del 16 de agosto de 2006)[1] sobre la pública e impune falta de respeto y falsificación histórica de José de San Martín que el banco Interbank hace en una campaña publicitaria en Perú, y considero que entre otras cosas representa una oportunidad para conocer, reflexionar y formar ciudadanía para la liberación social y la integración continental de América Latina y el Caribe, por lo que comparto este breve artículo sobre la significación del color de piel y del "blanqueamiento" que las oligarquías oficiales de ayer y los neoliberales hegemónicos de hoy necesitan hacer de nuestros Libertadores.
 

En el año 2006, la Cámara de Diputados de la Nación Argentina declaró de su interés y recomendó al poder ejecutivo facilitar la investigación científica histórica del “origen mestizo” de San Martín. Seis años antes, importantes sectores intelectuales y políticos habían solicitado formalmente al estado argentino que se realizarán pruebas de ADN a los restos de San Martín para esclarecer su filiación. 

Aunque la prueba de ADN a restos de personajes históricos, es algo aceptado mundialmente, como ha ocurrido entre otros casos con los restos del rey francés Luis XVII, Cristóbal Colón, los zares de Rusia, o el presidente norteamericano Thomas Jefferson, las autoridades argentinas se han negado a hacer la prueba a los de San Martín y sectores oficiales de la historia y la política argentina han calificado de ofensiva la solicitud.

La base de esta polémica se encuentra en la debilidad y duda que caracterizan a los datos biográficos filiales de San Martín. La historia oficial lo consigna como nacido en 1778, hijo de madre española y padre también español, un oficial militar de bajo rango, en Yapeyú, zona indígena guaraní, en el pasado colonial parte del Paraguay y hoy de la provincia argentina de Corrientes.

Sin embargo, son numerosos los vacíos y contradicciones de esta información entre las fuentes históricas. Perdida su acta de nacimiento, la fecha y hasta el año del mismo varían entre 1778 y 1783. A la madre se le atribuyen dos nombres de pila distintos, además de un posible origen criollo y no español. A ella y al padre hay quienes les atribuyen rasgos de riqueza y hasta de nobleza, aunque se sabe con certeza que eran de situación modesta. Aunque no se discute su nacimiento e infancia en la ex misión jesuita guaraní de Yapeyú, no se conoce con certeza el lugar exacto donde transcurrieron.

Pero la duda de mayor trascendencia y polémica, que ha llevado a solicitar la prueba de ADN para sus restos, es la de que sus verdaderos padres serían otros. Un militar y funcionario colonial español diferente y una indígena guaraní, que la tradición oficial reconoce como su cuidadora indígena de la infancia. San Martín sería entonces un mestizo, de sangre española e indígena, un hijo en realidad gestado fuera del matrimonio y asumido como propio legalmente por padres adoptivos.

Importantes investigaciones, basadas en testimonios de los posibles verdaderos familiares consanguíneos, han sido publicadas al respecto.[2] Y vienen a coincidir con la abrumadora e inequívoca evidencia histórica de que el fenotipo de San Martín no era “blanco”, como pretenden los historiadores oficiales, sino de piel oscura o morena, con rasgos indígenas, de lo cual estaba además orgulloso.[3]

Pero, si estos vacíos y disputas sobre los datos de origen de San Martín, no varían en nada los hechos de su práctica y reflexión revolucionarias independentistas, ¿por qué la polémica sobre el color de piel de San Martín y su posible origen mestizo resulta de hecho tan importante y genera tantos debates y sentimientos encontrados?

La respuesta está en la particular identificación que la etnia, fenotipo o color de piel, bajo la denominación de “raza”, y estrechamente asociada a la cultura de un pueblo, ha tenido con la clase, económica y social, en el orden social mundial, moderno y euro céntrico, que se gesta precisamente a partir de la colonización de América Latina. Un proceso que el pensador peruano Aníbal Quijano describió y caracterizó como “colonialidad”, en el sentido que esa identificación de etnia y clase ha perdurado jerarquizando el mundo capitalista hasta nuestros días, más allá de la pura dominación “colonial” política, que en nuestro caso terminó con la primera independencia.[4] 

En lo esencial, se trata de una Europa que se conforma como poder hegemónico mundial en lucha económica, militar y simbólica, contra y sobre la dominación del oriente, la India, el Asia, el África y finalmente América. En el caso del poder colonial español, se trata de una marcada impronta cultural racista configurada en la lucha misma por crear España a partir de la eliminación del territorio de los “moros” (árabes musulmanes) y judíos. La sociedad española poseía rigurosos registros legales y severas persecuciones para garantizar esta racialidad de la estructura social. Un ejemplo de ello es el de Luis de Santángel, secretario del Rey español que aportó el dinero para financiar la expedición naval de Cristóbal Colón que le llevaría hasta América, quien era un judío converso que gozaba de un “estatuto legal de pureza de sangre” que lo protegía del Santo Oficio.

En la América colonial española, esa herencia socio legal en conjunto con la variada mezcla biológica de españoles, indígenas y afrodescendientes, trajo como consecuencia un entramado complicado de “castas”, en que se identificaban la etnia y la clase social, económica y legal, definiendo los derechos, deberes y prerrogativas de cada cual, según un cálculo de la “racialidad” de la sangre, hecho en base a los ancestros.

En la cúspide, los “blancos puros”. Peninsulares españoles privilegiados con los más altos cargos y prerrogativas. Más abajo, los blancos criollos, hijos de españoles nacidos en América, que eran “blancos indianos”, sin derecho a la nacionalidad española plena, ni a los altos cargos del gobierno colonial, la iglesia y el ejército. Algunos, los más ricos, con títulos nobiliarios heredados o comprados. Otros, de estratos medios, con cargos más o menos altos en la iglesia, el ejército, la administración, el comercio o las profesiones.

Por debajo de ellos, los “pardos”. Amalgama compleja de indígenas, afro descendientes, esclavos o “libertos” (vueltos libres por pago que ellos mismos ahorraban de mil maneras y pacientemente, o por el deseo de sus amos), y todas sus mezclas: mestizos, mulatos, zambos, etc. Llamados simplemente en la época “el común”. Todos además de diferenciado estatus interno, según una serie de jerarquías legales, étnicas, económicas y simbólicas, que ponían a su vez a unos debajo de otros, de acuerdo a la mayor o menor “blancura” de la sangre. Los cálculos y mezclas llegaron a extenderse hasta lo inverosímil, al menos en el registro legal, alcanzando hasta cuarenta categorías o jerarquías legales de “castas”, con nominaciones tan reveladoras como “terceron”, “cuarteron”, “quinteron”, “castizo”, “apiñonado”, “coyote”, “cambujo”, “salta atrás” y “tente en el aire”, entre otras.[5]

Como parte de las llamadas "reformas modernizadoras" borbónicas, una serie de medidas dictadas por este linaje de reyes, para tratar de salvar a la endeudada corona española a través de agudizar la extracción de excedentes económicos a las colonias, el rey Carlos IV dicta en 1795 la Real Cédula de Gracias al Sacar. A la usanza de los "certificados de sangre", otrora exigidos en España a moros y judíos, eran exenciones a los mandatos de la ley, entre otros los de exclusión y segregación de castas, previo pago económico. Para los pardos que por una u otra razón se habían enriquecido, significaba un "certificado de blancura" que les permitía legalmente conseguir un cargo público, la entrada en el ejército, la compra de caballos, caminar por las veredas, etc., según fuera el caso y el monto del pago.[6]

Se configuró así en las colonias españolas un andamiaje legal y socio cultural laberíntico y complejo en que se ubicaba cada uno de los habitantes de América al estallar la revolución anticolonial. Andamiaje cuya explosiva destrucción podría resumir todas las razones y el programa completo de la revolución de independencia.

Es en ese contexto que tanto la racialidad, expresada entre otros factores en el color de la piel, como la “legitimidad” de nacimiento, establecida legal pero también simbólica y moralmente, jugaban un rol crucial en la sociedad colonial americana y, como lo ha señalado Quijano, lo seguirán jugando en las repúblicas actuales hasta hoy. De allí la importancia del color de la piel de San Martín y más aún de su posible origen mestizo.

Así como dios crea al ser humano a imagen y semejanza en la metáfora bíblica, las oligarquías dueñas de las repúblicas nacidas de la traición al proyecto independentista de San Martín y su generación revolucionaria, luego de derrotarlo, exiliarlo y calumniarlo, cuando ya estuvo muerto y olvidado su verdadero proyecto, cuando ya no representaba un peligro político, procedieron a crear un San Martín a su imagen y semejanza, monárquico, conservador, reaccionario, chovinista, elitista y muy importante, blanco.

La airada incomodidad de la Argentina oficial oligárquica con la posibilidad de un San Martín mestizo, hijo de india guaraní, puede comprenderse si se piensa que en el preciso momento en que la Argentina oficial intenta cometer “el crimen perfecto”, convertir a su principal enemigo en “padre” de la falsa patria que ha impuesto, trayendo los restos de San Martín desde Europa donde vivió su largo exilio, en el año 1880, estaba al mismo tiempo cometiendo el genocidio de los pueblos indígenas Mapuche y Tehuelche en sus territorios de la Pampa y la Patagonia, bajo el revelador eufemismo de la “conquista del desierto”, como si en esos territorios no hubiera pueblos. Rápidamente, desde el inicio, el Estado oligárquico argentino intentará borrar de la memoria histórica de este crimen.

Bartolomé Mitre, presidente oligárquico de Argentina en la década de 1860, mientras San Martín sufre el cruel exilio en Europa, es también uno de los cómplices de la Guerra de la triple alianza, por la cual Argentina, Brasil y Uruguay, digitados por el poder inglés, aplastaron mediante una guerra genocida, la única república auténticamente independiente surgida de la primera independencia, el Paraguay. Es, además, el historiador oficial por excelencia de los sectores reaccionarios de la Argentina y del continente. En 1887 publica la versión definitiva de su “Historia de San Martín y de la emancipación americana”. Sus voluminosos cuatro tomos son el guión clásico de las tergiversaciones oficiales que harán las repúblicas oligárquicas en todos los países del continente contra la primera generación independentista.

Creación del chovinismo localista, en este caso argentino, inexistente de hecho en la época de la lucha independentista y contrario al proyecto continental de los patriotas. Odio a Bolívar, incluyendo xenofobia a los “extranjeros” colombianos. Blanqueamiento, elitista y reaccionario, de San Martín, como “padre” de la república oligárquica argentina, aunque el odio solapado hacia él no logre disimularse todo el tiempo y asome por todos lados entre líneas.  

Especialmente significativas son sus expresiones racistas y genocidas: “Desmintiendo los siniestros presagios que la condenaban a la absorción por las razas inferiores que formaban parte de su masa social, la raza criolla enérgica, elástica, asimilable y asimiladora las ha fundido en sí misma emancipándolas y dignificándolas, y cuando ha sido necesario, suprimiéndolas. Y así, ha hecho prevalecer el dominio del tipo superior, con el auxilio de todas las razas superiores del mundo y, de este modo, el gobierno de la sociedad le pertenece exclusivamente”.[7]

Desde entonces y hasta hoy, en cada versión y debate histórico se juega, como ocurre siempre con la historia, el presente. San Martín, en tanto “padre de la Patria”, es la justificación simbólica e ideológica del país y el continente que actualmente se quiere construir y legitimar. Y el San Martín verdadero, tal como hizo en vida, no deja de subvertir la fábula oficial.

Ciertamente, el hecho que hoy cobre fuerzas el rescate del auténtico San Martín revolucionario, anti oligárquico, anti imperialista, continentalista y mestizo, tiene que ver con los contextos políticos y culturales actuales, en que la opinión pública y la conciencia de los pueblos pone en cuestión la hegemonía política y por tanto histórica de las oligarquías dependientes y, dentro de ello, se produce un cambio y valoración del legado de nuestros pueblos originarios indígenas. No por casualidad el siglo XXI ha visto al primer presidente indígena de Latinoamérica y la primera Constitución de un Estado Plurinacional, algo impensable apenas una década atrás.

Por ello, como lo ha señalado con acierto el historiador argentino Hugo Chumbita, el reconocimiento, mediante pruebas de ADN a los restos de San Martín, de que era hijo de una indígena guaraní -Rosa Guarú, más tarde bautizada como Rosa Cristaldo- representa de hecho un importante componente del reconocimiento de la identidad mestiza de nuestro continente y nuestra historia.

La zamba, el huacho y el indio

Pero hay también otra consideración importante a partir de este rasgo racial y socio cultural en la vida de San Martín. Se trata del cruce de la historia, en este caso de la formación de la estructura de castas en la América colonial, con la biografía de este militante y conductor revolucionario patriota, que aparece como elemento común a muchos de las y los integrantes de la primera generación revolucionaria independentista, y que resulta consistente con su radical compromiso programático con un proyecto de independencia que incluía la abolición de discriminaciones y la justicia social.

La conjunción de una formación cultural y política excepcionalmente ilustrada, propia de una posición de clase privilegiada en lo económico y cultural en la época, con el sufrimiento de un contradictorio desprecio simbólico racial o de origen, generado por la estructura de castas, permitirá a muchos de los revolucionarios patriotas convertirse en cuadros político militares de alto nivel de formación y al mismo tiempo de profunda rebeldía y odio hacia los mecanismos excluyentes y elitistas.

Micaela Bastidas, mama’talla generala en la rebelión de su esposo, Túpac Amaru II, fue llamada con desprecio la “zamba” por sus enemigos, en razón de su ascendencia mestiza mulata; afro descendiente y española, por parte de su padre mulato, Manuel Bastidas; indígena andina, por su madre, Josefa Puyacahua. Francisco de Miranda, criollo venezolano, era descendiente de emigrados de las islas Canarias, por lo que estaban en la categoría de “Blancos de orilla”, con menos derechos que los blancos puros de la península española; razón por la cual sus adversarios y la aristocracia, tanto española como la “mantuana” criolla, lo llamarían despectivamente “el canario”.

Los oligarcas racistas llamaban con burla el proyecto de Bolívar como la “pardocracia” y a él mismo como el “longaniza”, o el “zambo”, en razón de su fenotipo físico, moreno y de baja estatura. O tal vez porque siendo huérfano, fue criado por una negra esclava a la que adoró, Hipólita. O por su estrecha amistad y fraternidad de lucha con Alejandro Petión, líder negro, independentista y anti esclavista de la temprana revolución anticolonial francesa de Haití, que derrotó a las mejores tropas de Napoleón y que en 1816 declaró el primer santuario anti esclavista en la historia de la humanidad.

Bolívar, en su corto gobierno peruano, aunque no llegó a comprenderlos como pueblo nación en su autonomía y sus propias instituciones, hará los primeros decretos de reforma agraria eliminando los impuestos indígenas y devolviendo sus tierras, una herejía radical inaceptable para el mundo de la época. En Bolivia, el último heroico intento de república social bolivariana, expropiará a la iglesia católica para hacer las primeras escuelas para indígenas, afrodescendientes y mujeres, que intenta levantar Simón Rodríguez; el Vaticano lo excomulgará oficialmente por “saqueador de iglesias y hereje”.

“Bárbaro” y “salvaje” llamaron a José Artigas, el aristócrata criollo rebelde, que expulsado de rancio colegio católico, prefirió vivir en el campo, entre los indígenas charrúas, que habían resistido fieramente al conquistador español, y entre los “gauchos”, agrestes y seminómadas arrieros de ganado, que lo siguieron fielmente en las luchas independentistas, donde incluyó la unión de repúblicas y la reforma agraria; imbatible en combate, finalmente traicionado por sus generales y forzado al exilio, se retira al actual Paraguay, junto a sus fieles lugartenientes, los negros “Ansina” y “Ledesma”, destacados oficiales y combatientes; para morir rodeado de indígenas y campesinos que lo llaman: "Overava Karaí", el “señor que resplandece”, o “Karaí marangatú”, que en guaraní, significa “padre de los pobres”.

Simón Rodríguez, el genial maestro de Bolívar, fue hijo nacido fuera del matrimonio, huérfano, por tanto inscrito y criado bajo los descalificativos de “expósito” e “ilegítimo”. Como “ilegítima” fue Manuela Sáenz, a quienes los oligarcas llamaban con desprecio “hija de barragana”. En 1829, ya derrotado el proyecto bolivariano, desterrados ambos, escribía con dolor a Bolívar: “Simón, Simón, ¿si nuestros indios siguen pidiendo limosna, si nuestros niños siguen en la calle muriéndose de mengua, de qué sirvió la independencia?”. Morirá acompañada únicamente de sus fieles amigas, las negras liberadas “Natán” y “Jonatás”. Nunca se encontrarán sus restos, arrojados en el descampado de un cerro en Paita, Perú, a pesar de haber entregado su vida y fortuna a la causa de la independencia, la justicia social y la unidad continental.

“Ilegítimo” fue también Bernardo O´Higgins, por lo que los señoritos de la rancia aristocracia santiaguina lo llamaban con sorna como “el huacho” Riquelme, y así lo describen los versos vibrantemente sociales y místicos de Pablo Neruda: “Cómo se llama Ud.", reían / los "caballeros" de Santiago: / hijo de amor, de una noche de invierno, / tu condición de abandonado / te construyó con argamasa agreste, / con seriedad de casa o de madera / trabajada en el Sur, definitiva”.[8] O´Higgins hará arrancar sus escudos de nobleza de las puertas, confiscará sus bienes para la causa libertaria Americana y reconocerá la independencia del Estado Mapuche. El derrocamiento, el exilio y la calumnia serán también su castigo.

José de San Martín compartió con todos ellos ese destino de privilegiada formación cultural y política pero también sufriendo al mismo tiempo el desprecio racista de casta social. Aunque criollo, es de condición modesta, nacido en zona indígena, Yapeyú, y peor aún, “moreno”, de fenotipo indígena, por lo que se le reputaba en su época de ser ilegítimo. “Indio”, “mestizo”, o “mulato”, “pardo”, lo llamaban sus enemigos realistas españoles u oligarcas locales en Argentina, Chile y Perú, con la intención racista de ofenderlo. Pero él, consecuente con su proyecto político, considera un orgullo esa condición.

En septiembre de 1815, se reúne en el Fuerte San Carlos, zona indígena de frontera argentino chilena y parlamenta con los jefes pampas, pehuenches y mapuches, sumándolos a la causa anti colonial; y les dice orgulloso: “Yo también soy indio”. Toma el nombre de “Lautaro”, el más genial de los jefes militares mapuche, para su organización política conspirativa, la Logia.

Marcó del Pont, jefe realista colonial en Chile, al firmar una comunicación para él, antes de la campaña de los Andes, se ríe humillante, diciendo a su emisario: “yo firmó con mano blanca, no como San Martín, que la suya es negra”. Más tarde, vencido y prisionero el arrogante español, al ofrecer su espada en rendición, San Martín, ironizando contra su racismo la superioridad del mérito militar, le contesta: “venga esa mano blanca, y deje V.E. su espada al cinto, donde no puede causarme ningún daño”.

En el Congreso revolucionario de Tucumán de 1816, donde se declara formalmente la independencia Americana, se presenta, avalado por San Martín, la propuesta del “Incanato Unido de Sudamérica”, con el hermano de Túpac Amaru II, Juan Bautista, único veterano sobreviviente de la gran rebelión, como Inca. Al salir con la expedición libertadora del Perú desde Chile, en sendos “Manifiesto” y “Proclama” a los peruanos, escritos con el chileno Bernardo O’Higgins, llaman a “los hijos de Manco Capac… a sellar la fraternidad americana sobre la tumba de Tupac Amaru”. Los documentos son escritos en “dos lenguas”, la versión quechua empezaba así: “Llapamanta acclasca José de San Martín sutiyocc…”.

En ellos lanza su inequívoco y significativo primer mensaje a la nobiliaria y aristocrática Lima: “El primer título de nobleza fue siempre el de la protección dada al oprimido”. Consecuente, con ello, entre las primeras medidas de su corto gobierno limeño, estarán las aboliciones de todas las formas de servidumbre y esclavitud indígenas, así como la “libertad de vientres” para los esclavos negros, haciéndose libertad absoluta, si combaten en las filas revolucionarias.

Crea la tan incomprendida y calumniada “Orden del Sol”, inspirada en la memoria ancestral andina, y destinada a proteger con pensiones de por vida y hereditarias a los más destacados patriotas y sus familias, que habían sacrificado su vida y fortunas por la causa revolucionaria, de la venganza oligárquica que, finalmente, sí condenó a la miseria y el olvido a Manuela Sáenz, Simón Rodríguez, Juana Azurduy y tantos otros. Era además una medida simbólica revolucionaria para remplazar el privilegio nobiliario y del dinero por el del mérito en la causa libertaria. Bartolomé Mitre, historiador arquetipo de la calumnia contra San Martín y Bolívar, se escandaliza de la medida por considerarla propia de indígenas y peor aún, por incluir a las mujeres: “Como complemento de ese plan de aristocracia indígena, hizo extensivos a la mujer sus honores y privilegios”.[9]

El asceta que renuncia porfiadamente a todos los cargos políticos y premios materiales a lo largo de su lucha revolucionaria, sólo acepta el “escudo de los Pizarro”, símbolo de siglos de dominación colonial, que le otorga la municipalidad de Lima, y lo llevara con orgullo a su pobre exilio en Francia, como justiciera venganza sobre los genocidas, traidores y asesinos de Atahualpa. Tras su muerte en 1850, testamentó la entrega del escudo al gobierno de Perú. Y así se hizo en una sencilla ceremonia en la embajada peruana en Francia. Asisten a ella destacados patriotas de varios países latinoamericanos. Entre ellos, el colombiano José Torres, quien seis años más tarde escribirá su famoso poema antimperialista: “Las dos Américas”.

Como Bolívar, O´Higgins, Manuela Sáenz, Simón Rodríguez y Artigas, San Martín será un radical enemigo de las desigualdades, privilegios y exclusiones. Terminará también como ellos, derrocado, exiliado y calumniado por los oligarcas constructores de las repúblicas fragmentadas, excluyentes y dependientes.

Solo cuando ya no representaban un peligro político, décadas o hasta un siglo después de su muerte física, se hacen grandes operativos políticos oficiales en todos los países para literalmente traer sus restos desde el exilio y con pomposas ceremonias y falsas interpretaciones históricas, volver a asesinarlos, esta vez blanqueándolos, edulcorándolos y convirtiéndolos en “padres” simbólicos y políticos de esas repúblicas excluyentes, dependientes y separadas de las que fueron enemigos en vida. Reducirlos a meras estatuas donde las oligarquías puedan llevarles flores cada año será el mecanismo para –como dijo el cantor Alí Primera- “asegurarse de que estén bien muertos”.

Felizmente, los intelectuales y pueblos latinoamericanos y caribeños están hoy, con más fuerza que nunca antes, desalambrando toda esa maraña de cercas y púas históricas, culturales y mentales con que se nos expropió la memoria para quitar identidad y soporte ideológico a nuestra liberación y nuestra integración continental soberana y justa. En ese proceso nuestro José de San Martín tiene aún mucho que hacer y, como él mismo dijera, su espada pincha y corta todavía.

 Notas: 

[1] Interbank y la falta de respeto a San Martín. Lucía Alvites en Diario Uno (16 de agosto de 2016). En: https://diariouno.pe/columna/interbank-y-la-falta-de-respeto-a-san-martin/
(Consultada en 19 – 08 - 2016)
[2] Chumbita, Hugo (2001). El secreto de Yapeyú. El origen mestizo de San Martín.Argentina: Emecé.
Y Chumbita Hugo & Diego Herrera-Vegas (2007). El manuscrito de Joaquina: San Martín y el secreto de la familia Alvear. Argentina: Catalogos.
[3] Vídeo documental: "Mestizo, San Martín y la identidad americana" 30 min. Arg. 2010. Grupo NuestraAmerica Profunda. Dirección: Diego Romero y Soledad Bettendorff. Publicado en Youtube (el 31 de octubre de 2010).

[4] Quijano, Aníbal. Colonialidad del Poder, Eurocentrismo y América Latina. En: Edgardo Lander (Ed) La Colonialidad del Saber: Eurocentrismo y ciencias sociales-perspectivas latinoamericanas. CLACSO. Buenos Aires. 2000.
[5] El hispanista sueco Magnus Mörner, en su texto (1969) La mezcla de razas en la historia América Latina. Bueno Aires: Paidos, fue el primero en conceptuar esta específica estructura de castas.
El fisiólogo chileno Alejandro Lipschutz, en su texto (1975) El problema racial de la conquista de América. México: Siglo XXI, lo denominó “pigmentocracia”. 
[6] Navarro García, Luis (1989). El sistema de castas. Historia general de España y América: los primeros Borbones. Madrid: Rialp.
[7] Mitre, Bartolomé (1959). Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana. Buenos Aires: Peuser (2 edición). Págs. 58 y 59. 
[8] Neruda, Pablo (1950). Canto general. México: TGN. Sección IV, poema XX, Bernardo O´HIggins Riquelme (1810).

[9] Mitre, Bartolomé. En: Galasso, Norberto (2000). Seamos libres y lo demás no importa nada. Vida de San Martín. Argentina: Colihue. Pág. 367.

*Sociólogo chileno, residente en Perú.

Fuente


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La historia de la posible madre biologica

La interminable espera de Rosa Guarú

Por Hugo Chumbita
para Pagina 12


La tumba de Rosa Gurú“Rosa Guarú era la indiecita que tuvo un niño, y la familia San Martín lo adoptó como propio, pero ella siguió en la casa cuidándolo, criándolo, hasta que se fueron a Buenos Aires. El niño tenía entonces unos tres años y le prometieron que iban a venir a llevarla a ella, pero no aparecieron más. Rosa Guarú los espero toda la vida. Cuando atacaron y quemaron Yapeyú, ella se fue a la isla brasilera, estuvo mucho tiempo allá y volvió. Levantó un ranchito por Aguapé, y mantenía la esperanza de que volvieran. Le tenía un gran apego a José Francisco. Nunca se casó, aunque tuvo otros hijos. Siempre preguntaba por San Martín. Este, cuando era jefe de los granaderos, le regaló un retrato o medalla que ella conservó siempre, y al morir, ya muy viejita, la enterraron con ese recuerdo del que era inseparable.”


Esto es lo que los tatarabuelos de María Elena Báez relataron a sus hijos y nietos, y ellos a su vez transmitieron a los biznietos y a ella. Los pobladores antiguos de Yapeyú, y especialmente las mujeres más añosas, como Zoila Daniel, Elisa Coronel y Yuntina Ferreira, conocen la historia, aunque la cuentan con muchas reservas, sólo si les pregunta. Lo único que admite la versión oficial es que Rosa Guarú fue la niñera del Libertador, y los yapeyuanos guardaron el secreto de que era su verdadera madre.

Una antigua tradición

Por la banda oriental del Uruguay, según el historiador uruguayo Washington Reyes Abadie, los relatos orales preservaron también la memoria de la madre guaraní del Libertador, que fueron la punta del ovillo de esta investigación.

Don Antonio Emilio Castelo, autor de una completa historia de su provincia que tiene ya varias ediciones, y el lingüista guaraní Víctor Cejas nos confirmaron que la misma tradición subsistía en Corrientes, donde el nombre y la imagen de Rosa Guarú han mantenido una entrañable vigencia.

Una crónica publicada por Pedro Mesa Toledo, antaño maestro de escuela en Yapeyú, narra que, en la época de la guerra del Paraguay, Rosa Guarú preguntó por la suerte del general San Martín a uno de los oficiales que venía del frente. Cuando éste le informó que había muerto en Francia en 1850, las lágrimas corrieron por el rostro ajado de la anciana. Ella sobrevivió unos treinta años a su hijo. El cura Eduardo Maldonado (La cuna del héroe, 1920) consigna que falleció en Aguapé, a dos leguas de Yapeyú, hacia 1880.

Don Pedro Ordenavía, jefe de correos de Yapeyú, recopiló entre otros testimonios los recuerdos de los colonos franceses que vinieron a establecerse en la zona y la conocieron personalmente a Rosa Guarú alrededor de 1860. Lorenzo Parodi, un agrónomo de renombre de la Universidad de Buenos Aires que relevó la flora del lugar, describió en la revista Darwiniana (1943) el ficus sanmartinianus, el higuerón bajo el cual la joven misionera amamantaba al niño, e incluyó las referencias de Ordenavía de que había vivido hasta los 112 años. Ello no sorprende a nadie en estos pagos, donde se recuerda a numerosos longevos más que centenarios.

El viejo higuerón cayó en 1986, y hoy se yergue en el mismo lugar un airoso retoño que los vecinos veneran como a su predecesor. Pocos metros más allá, ante el espléndido escenario de la barranca que se empina sobre el río Uruguay, el templete construido en 1938 por el gobierno nacional protege los muros de piedra que quedaron de la casa de la gobernación. Hace un siglo y medio, Rosa Guarú fue traída desde Aguapé para atestiguar que esas ruinas correspondían al hogar de los San Martín.

En el recinto del templete, custodiado permanentemente por un granadero en uniforme de gala, una urna de metal dorado guarda sendas cajas con los restos de Juan de San Martín y Gregoria Matorras, que fueron trasladados de España a Buenos Aires en 1948 y enviados desde la Recoleta a Yapeyú en 1998.

Los héroes misioneros

Nombre de un comercio, homenaje a la india Doña María Elena Báez nos habla con emoción, como si hubiera sido ayer, de los 300 soldados misioneros –trece de ellos yapeyuanos– llevados por pedido de San Martín para integrar el Regimiento de Granaderos, uno de los cuales fue Juan Bautista Cabral. El 6 de mayo de 1813, con una nota firmada por cuatro de aquellos hombres, Matías Abucú, Miguel Aybi, Andrés Gueyare y Juan de Dios Abaya, se presentaban ante San Martín expresando “la felicidad y el honor de conocerlo y saber que es nuestro paisano”, y agregaban que “somos verdaderos americanos con sólo la diferencia de ser de otro idioma”. Los yapeyuanos están orgullosos de estos soldados que acompañaron al Gran Capitán en sus combates a lo largo del continente, y la tradición evoca con pena que sólo volvieron seis.

Pero aún más que los bravos tapes que regaron su sangre por la libertad americana, la heroína yapeyuana es Rosa Guarú, la humilde niñera del Libertador, cuyo secreto era ser también su madre. Una historia que coincide perfectamente con la otra vertiente de memorias que hemos documentado sobre las andanzas por el río Uruguay y por Yapeyú, alrededor de 1778, de aquel marino y conquistador español que fue don Diego de Alvear y Ponce de León.

La autora de la estupenda cantata “Pepe Pancho”, la poetisa santafesina Elena Siró, alude a Rosa Guarú cuando se refiere al “niño con dos madres”. Viejos grabados retratan sus rasgos bellos y su piel bronceada, con vestido largo pero descalza, porque ella nunca admitió que le calzaran zapatos.

Otro de sus hijos fue José Guarú, quien llegó a ser comisario de Yapeyú. Aunque el Registro Civil de la localidad recién se organizó en 1901 y, según nos explica una encargada de la oficina, los libros más antiguos se conservan mal, tal vez existan datos de los Guarú en estos o en los anteriores registros parroquiales. Es presumible que vivan actualmente algunos descendientes.

La tumba de Rosa Guarú

Los lugareños afirman que doña Rosa Guarú fue sepultada en Aguapé, un pueblo hoy prácticamente extinguido. Tanto el actual interventor del municipio, Pascual Rotella, como el ex intendente de Yapeyú, PedroNorberto Zulpo, comparten esta certeza, si bien el punto exacto donde estaría enterrada es motivo de controversia.

Don Francisco Sampallo, que alterna sus ocupaciones de granadero con la vocación de verseador, sostiene que se halla en el antiquísimo camposanto que está dentro de su predio. Cuando acudimos a su casa, un hermoso rancho típico de la región, nos relata que él compró las 15 hectáreas que posee a Petrona Suárez, en cuya estancia fue peón muchos años. Doña Petrona le mandaba mantener limpio de maleza el campo desde “la tumba de Rosa Guarú”, que Sampallo ubica en una esquina del cementerio.

El problema es que, como pudimos comprobar, se han superpuesto los sepulcros de la época de las misiones con los de posteriores etapas del poblamiento. Muchas cruces y túmulos han sido removidos. La tumba más nueva, la del Chato Silva (que ostenta un estandarte rojo y una botella de ginebra para recordar su afición al canto y la bebida) data de una década atrás. Sampallo se mantiene vigilante con su escopeta cargada para ahuyentar a los merodeadores. Sabe que a veces, en las horas del sueño, practican allí ciertos “trabajos” ceremoniales los espiritistas del culto umbanda, que han extendido su influencia desde el vecino Brasil.

Recorriendo las inmediaciones, Sampallo y Zulpo nos hablan de periódicos hallazgos arqueológicos que han nutrido los museos de la región y sus propias colecciones “caseras”: vasijas y otras cerámicas guaraníes, tallas jesuíticas en madera y en piedra, boleadoras, hachas paleolíticas y puntas de flechas, monedas, estribos, nazarenas, piezas metálicas de los aperos de los ejércitos indígenas y criollos que libraron incontables batallas en las tierras rojas misioneras. Por ahí resuenan todavía los ecos de las legendarias hazañas de Andresito Guacurarí, el ahijado de Artigas. Y cada tanto aparecen buscadores de tesoros, munidos de planos, documentos e instrumentos de detección, alentando la esperanza de dar con las fabulosas riquezas que habrían ocultado los jesuitas antes de marcharse expulsados de la región en 1767.

Llegamos a visitar también, en el centro de lo que antes fuera el poblado principal de Aguapé, otro cementerio abandonado donde podría estar la tumba de Rosa Guarú. Ahora es parte del lote de Tatita Romero, uno de los pocos paisanos que se empeñan en permanecer en aquellos parajes.

Algunos objetos preciosos permitirían verificar cuáles son los restos de la finada: el trofeo del que jamás se separó y con el que fue sepultada, que según algunos sería un relicario con la imagen o cabellos del niño y, según otras versiones, una cruz de oro u otra condecoración semejante que después de la batalla de San Lorenzo el Libertador le obsequió en mano o le envió con un edecán.

Hasta aquí llega nuestra exploración. La búsqueda debería proseguirla un equipo idóneo de historiadores, antropólogos y arqueólogos que cuenten con el respaldo legal y los recursos tecnológicos necesarios.

Aguardando un milagro

Cercados por la crisis de la economía tradicional que ha devastado y despoblado gran parte de la región, los yapeyuanos subsisten principalmente del magro empleo público en algunos destacamentos y oficinas estatales. El turismo es una débil ilusión, pues los viajeros que van a las cataratas o a Buenos Aires pasan de largo o se detienen fugazmente en el lugar. Pero don Norberto Zulpo y la licenciada María Isabel Argias de Rebés nos hablan de los proyectos que han impulsado para rescatar el fantástico patrimonio arqueológico yacente bajo tierra, en los túneles de la parroquia jesuítica, en los cementerios y en otros centros que deben ser localizados reconstruyendo el plano originario del asentamiento misional.


Doña María Elena afirma que este país ha sido ingrato con el Libertador, a quien echaron dos veces al destierro, y que sólo podrá salir adelante cuando hagamos un verdadero acto de contrición por los agravios que le infligieron. Como Rosa Guarú, ellos llevan también mucho tiempo esperando. En el año del sesquicentenario sanmartiniano, sería oportuno que ocurriera algo nuevo en Yapeyú. Quizás la gente de este país vuelva sus ojos hacia aquel luminoso rincón fronterizo que contiene, entre sus tesoros escondidos, un símbolo de nuestros orígenes. Quizás lo rescatemos del olvido y la lejanía. Quizás resolvamos los enigmas y podamos completar esta historia, y nuestro país se compadezca del paciente destino y la espera interminable de Rosa Guarú.

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