Cómo profundizar el modelo económico

Producción: Tomás Lukin
Pagina12

En la última década, Argentina dejó atrás veinticinco años de neoliberalismo caracterizados por ausencia de crecimiento, aumento de desocupación y pobreza. Los analistas consultados responden qué es lo que falta para seguir creciendo con inclusión social.



Sostener la demanda

Diego Coatz * y Sergio Woyecheszen **
Durante los últimos dos lustros la economía argentina ha evidenciado una serie de avances que, en mayor o menor medida, han ido revirtiendo vestigios de una realidad sumamente compleja signada por el deterioro de capacidades sociales y productivas más profundo del que se tenga memoria. Entre mediados de 1970 y fines de 2001, el PBI per cápita prácticamente no creció (0,2 por ciento anual promedio). El PBI industrial cayó más del 40 por ciento, el desempleo subió del 4,7 al 22 por ciento, la distribución del ingreso se deterioró sistemáticamente (el ratio entre el diez por ciento más rico y el más pobre se amplió de 8 a 33 veces) y la incidencia de la pobreza saltó del 5 al 57 por ciento de la población. Lo más doloroso: se alcanzó un pico de indigencia cercano al 25 por ciento.
El solo hecho de haber quebrado aquellas tendencias es uno de los cambios estructurales más relevantes de la etapa actual. Y no se trató solamente del aprovechamiento del contexto internacional, sino también de una clara orientación política tendiente a recrear una dialéctica virtuosa entre demanda efectiva, desarrollo productivo y distribución. Hoy tenemos el doble de industria de lo que teníamos diez años atrás. Tuvimos un crecimiento cercano al 50 por ciento en la productividad y del 70 por ciento en los niveles de empleo. Esta es una tríada inédita para nuestro país, al menos desde principios de la década de 1970. La dinámica ha mostrado asimismo una modernización fabril a partir de crecimiento sostenido de la inversión hasta el año 2011, junto a la reactivación de actividades que estaban al borde de la extinción.
Perdura sin embargo una serie de desafíos de más largo alcance, cuya raíz está asociada a problemáticas que van desde la disponibilidad de divisas para sostener un crecimiento elevado y la dinámica de precios hasta la tensión distributiva y la informalidad laboral.
En un trabajo reciente que elaboramos junto a Fernando García Díaz –“El rompecabezas productivo argentino”– indagamos sobre estas cuestiones. Las dinámicas de mayor complejidad se concentran en dos grupos de sectores. El primero abarca ramas productoras de materias primas exportables con escaso valor agregado, como la minería metalífera y, en menor medida, la producción de granos, el cultivo de frutas, la pesca y la silvicultura. El segundo, por una gama de sectores manufactureros con alta proporción de insumos importados, particularmente hacia dentro de la metalmecánica, el sector automotor, autopartes y la industria de ensamblado de partes (electrónica, electrodomésticos).
En muchos casos la desarticulación ha sido y es muy fuerte. La industria autopartista, por ejemplo, pasó de generar 169 puestos de trabajo indirectos cada 100 directos a mediados de la década de 1970 a 112 en 1984 y 79 en 1997, nivel que no se ha podido recuperar incluso después de todos estos años de expansión de la producción. La inversión en equipos, que llegó a ser más del 70 por ciento de origen nacional a principios de los años setenta, hoy proviene en casi un 80 por ciento del exterior. Menos articulación productiva explica un déficit comercial en manufacturas de origen industrial de 32 mil millones de dólares y también una menor capacidad de absorber empleo, aspecto clave de cara a reducir una informalidad laboral que aún afecta a un tercio de los asalariados.
Ante esta situación compleja, un principio de respuesta implica definiciones en materia macroeconómica (sostener una demanda pujante con incentivos comerciales, financieros y tributarios para sectores productivos clave para reducir la restricción externa), institucional (infraestructura, innovación, educación) y estructura productiva, mediante el desarrollo de actividades que reduzcan gradualmente las brechas entre regiones, la generación y difusión de innovaciones y el desarrollo de complementariedades productivas. Sostener y ampliar el sentido estratégico, como en el caso del plan industrial a nivel nacional o el de la provincia de Buenos Aires, donde no sólo se concentra el 50 por ciento del valor agregado industrial y más del 40 por ciento del empleo, sino también la mitad del déficit de manufacturas de origen industrial.
Existe una brecha considerable entre la Argentina actual y su potencial en materia industrial, pero también es necesario elevar la calidad del debate, trabajar en una mirada constructiva hacia el futuro, partiendo de reconocer la importancia de los avances registrados y entendiendo que resta mucho camino por recorrer para cambiar estructuralmente la matriz productiva y distributiva argentina.
* Economista jefe. Ceuuia. Sociedad Internacional para el Desarrollo Cap. Bs. As. (SIDbaires www.sidbaires.org.ar).
** Subsecretario de Industria, Comercio y Minería. Ministerio de Producción, Ciencia y Tecnología de la Provincia de Buenos Aires. Coordinador del Dto. de Trabajo y Empleo SIDbaires.

Rediscutir los TBI

Arturo Trinelli y Pablo Ceballos *
“Nuestra misión es simple: ayudar a reducir la pobreza.” No se trata del slogan de la Cruz Roja Internacional, ni de Cáritas; por extraño que resulte, se trata del objetivo que el Banco Mundial manifiesta desde su sitio web. Sin embargo, en su seno funciona el Ciadi, un organismo cuya función es arbitrar en materia de inversiones extranjeras, y cuya jurisdicción es otorgada por los países que, como el nuestro, han cedido parte de su soberanía económica en pos de asegurar presuntas condiciones para atraerlas. Argentina ha pagado un alto precio por ceder soberanía a cambio de inversiones. La crisis macroeconómica de 2001 ha dejado al país expuesto a numerosas demandas ante al Ciadi con un pasivo contingente que algunos estiman entre 20 y 25 mil millones de dólares. La última es la de Repsol por la nacionalización de YPF.
Pero Argentina no es el único país que sufrió severas crisis macroeconómicas: Tailandia, Indonesia y Malasia tuvieron violentas devaluaciones entre 1997 y 1998, cayendo el PBI aproximadamente un 37 por ciento en cada caso, o Corea del Sur, cuyo PBI retrocedió un 36 por ciento en 1998. Ese año, además, Rusia sufrió una crisis muy similar a la de la Argentina de 2001: el Banco Central gastó 27.000 millones de dólares en sostener el rublo y la inflación de 1999 alcanzó el 85 por ciento. En 1999, Brasil padeció en cuatro meses una fuga de capitales de 35.000 millones de dólares, la tasa de interés trepó hasta el 30 por ciento y su moneda se devaluó.
Sin embargo, ninguno de los países mencionados tiene demandas en el Ciadi por no haber suscripto TBI con Estados Unidos, evitando, así, ceder soberanía jurídica aun con crisis de enormes proporciones como la nuestra. En Argentina los Tratados Bilaterales de Inversión (TBI) fueron suscriptos en la década del ’90 y ratificados por ley y contienen cláusulas absolutamente asimétricas en favor del capital extranjero. El Banco Mundial ha señalado que la Inversión Extranjera Directa (IED) traería beneficios a los países receptores, como el aumento de la productividad, el incremento de las exportaciones, el acceso a mercados externos, la introducción de nuevas tecnologías, y el financiamiento de eventuales déficit comerciales.
La experiencia argentina muestra que esto no se verificó: la inversión extranjera aquí incrementó las importaciones en lugar de las exportaciones, no introdujo nuevas tecnologías (la investigación y desarrollo permanecieron en los países de origen), no aumentó el stock de capital y no promovió el empleo. Por el contrario, ha desplazado a empresas locales, ha concentrado los mercados, y nunca se terminó de complementar integralmente con proveedores argentinos. El conocido caso de la importación de vasitos térmicos de la cadena de cafeterías Starbucks es un ejemplo de esa desintegración del inversor externo con cadenas de valor local. Así, cabe preguntarse: ¿cuáles son las responsabilidades y obligaciones del inversor extranjero? ¿Acaso no debería existir un explícito compromiso en aporte al desarrollo del país receptor? Ceder soberanía económica y jurídica no es el único camino para obtener inversiones. El crecimiento sostenido del sudeste asiático, y más recientemente el caso de Brasil, muestran que sin el Ciadi es posible también recibirlas.
Luego de varios años de crecimiento económico, Argentina tiene la oportunidad de rediscutir los términos del intercambio en materia de inversiones. El problema no se reduce a quedarse o salir del Ciadi, sino a reconfigurar las condiciones de radicación y permanencia en condiciones mutuamente beneficiosas. Tenemos suscriptos 56 TBI: sólo 8 de ellos representan el 72 por ciento del stock de IED: Estados Unidos, España, Francia, Países Bajos, Chile, Alemania, Italia e Inglaterra. Los TBI establecen expresamente que el país no puede exigir compromisos de desempeño a las empresas en materia de exportación, producción, empleo, reinversión de utilidades o integración con proveedores argentinos.
Esta situación se refuerza con la ley de inversiones extranjeras actual, que ni siquiera promueve un registro de inversores, como sí ocurre en México. Para esta ley, es lo mismo un inversor petrolero (que el país necesita) a un inversor de fabricación de galletitas (que el país ya tiene).
En suma, la sustentabilidad económica alcanzada durante los últimos años le permite a la Argentina plantearse una nueva relación con el inversor extranjero, donde el país garantice derechos al inversor externo, pero donde también se orienten y asignen prioridades de inversión por sector y un desempeño que se ajuste a las necesidades de desarrollo del país: creación de empleo, transferencia de tecnología y exportaciones. Estas pautas podrían incorporarse como cláusulas jurídicas, aprovechando el proceso de independencia económica e inclusión social en curso.
* Integrantes del Grupo de Estudio de Economía Nacional y Popular (GEENaP).