El gulag global y la excepción latinoamericana

Greg Grandin


El mapa cuenta la historia. Para ilustrar un nuevo informe incriminatorio “Globalizing Torture: CIA Secret Detentions and Extraordinary Rendition” [“Globalizar la tortura: detenciones secretas y entregas extraordinarias de la CIA”], recientemente publicado por el Open Society Institute [1], The Washington Post elaboró un gráfico igualmente incriminatorio: empapado de rojo, como de sangre, mostrando que en los años posteriores al 11 de septiembre, la CIA convirtió prácticamente el mundo entero en un archipiélago Gulag. A principios del siglo XX, se utilizaba un mapa semejante cubierto de rojo para indicar hasta dónde alcanzaba el Imperio Británico, sobre el que, se decía, no se ponía nunca el sol. Parece que entre el 11 de septiembre y el día en que George W. Bush abandonó la Casa Blanca, la tortura intermediada por la CIA tampoco vio ponerse el sol. 

El mapa cuenta la historia. Para ilustrar un nuevo informe incriminatorio “Globalizing Torture: CIA Secret Detentions and Extraordinary Rendition” [“Globalizar la tortura: detenciones secretas y entregas extraordinarias de la CIA”], recientemente publicado por el Open Society Institute [1], The Washington Post elaboró un gráfico igualmente incriminatorio: empapado de rojo, como de sangre, mostrando que en los años posteriores al 11 de septiembre, la CIA convirtió prácticamente el mundo entero en un archipiélago Gulag. A principios del siglo XX, se utilizaba un mapa semejante cubierto de rojo para indicar hasta dónde alcanzaba el Imperio Británico, sobre el que, se decía, no se ponía nunca el sol. Parece que entre el 11 de septiembre y el día en que George W. Bush abandonó la Casa Blanca, la tortura intermediada por la CIA tampoco vio ponerse el sol. 
Por decirlo todo, de los 190 países, más o menos, que hay en este planeta, una cifra asombrosa de 54 participó de diversas maneras en este sistema de tortura norteamericano, albergando cárceles que eran "puntos negros" de la CIA, permitiendo que su espacio aéreo y sus aeropuertos se utilizasen para vuelos secretos, para suministrar datos de inteligencia, secuestrar ciudadanos extranjeros o propios y entregárselos a agentes norteamericanos para que les fuesen "remitidos" a terceros países como Egipto y Siria. El sello distintivo de esta red, escribe la Open Society, ha sido la tortura. Su informe documenta los nombres de 136 individuos barridos en lo que ha sido una operación en desarrollo, aunque sus autores dejen claro que la cifra total, implícitamente bastante más alta, “seguirá sin conocerse” debido al “extraordinario nivel de secreto asociado a la detención secreta y la entrega extraordinaria”.
Ninguna región escapa a la mácula. América del Norte, no, pues alberga el centro de mando del gulag global. Tampoco Europa, Oriente Medio, África o Asia. Ni siquiera la Escandinavia socialdemócrata. Suecia entregó al menos dos personas a la CIA, que fueron luego remitidas a Egipto, donde se les sometió a electrochoques, entre otras formas de maltrato. Ninguna región salvo, claro está, América Latina. 
Lo que resulta más llamativo del mapa del Post es que en ningún lado toca América Latina su horror color de vino; es decir, que ni un solo país de lo que solía llamarse el “patio trasero” de Washington participó en estas entregas o apoyó la tortura o violaciones de derechos de “sospechosos de terrorismo”. Ni siquiera Colombia, que a lo largo de las dos últimas décadas fue lo más cercano a un Estado-cliente que existió en la zona. Es verdad que debería dejarse ver una mota de rojo en Cuba, pero eso no haría más que recalcar la cuestión: en 1903 Teddy Roosevelt se apropió “a perpetuidad” para los Estados Unidos de la Base Naval de la Bahía de Guantánamo.
Dos, tres muchas CIAs 
¿Cómo se convirtió América Latina en territorio libre en este nuevo mundo de distopía de puntos negros y vuelos a medianoche, el Sión de este Matrix militarista (como podrían decir los fans de las películas de los Wachowski)? Al fin y al cabo, fue en América Latina donde una generación de contrainsurgentes norteamericanos o respaldados por los EE.UU. situó un prototipo de la Guerra Global contra el Terrorismo de Washington en el siglo XXI.
Antes incluso de la Revolución Cubana de 1959, antes de que el Che Guevara urgiese a los revolucionarios a crear “dos, tres, muchos Vietnam”, Washington ya se había determinado a establecer dos, tres, muchas agencias centralizadas de inteligencia en América Latina. Tal como muestra Michael McClintock en su indispensable libroInstruments of Statecraft, a finales de 1954, pocos meses después del infame golpe de la CIA en Guatemala que derrocó a un gobierno democráticamente elegido, el Consejo de Seguridad Nacional recomendó primero fortalecer “las fuerzas de seguridad internas de los países extranjeros amigos". 
En la región esto significaba tres cosas. En primer lugar, los agentes de la CIA y otros oficiales norteamericanos se pusieron manos a la obra para “profesionalizar” las fuerzas de seguridad de países como Guatemala, Colombia y Uruguay; es decir, convertir aparatos de inteligencia brutales, pero a menudo torpes y corruptos, en agencias eficientes, “centralizadas”, que seguían siendo brutales, capaces de reunir información, analizarla y almacenarla. Lo más importante de todo, debían coordinar diferentes ramas de las fuerzas de seguridad de cada país —policía, fuerzas armadas, escuadrones paramilitares —para que actuaran sobre la base de esa información, a menudo de forma mortífera y siempre despiadada. 
En segundo lugar, los Estados Unidos aumentaron enormemente el mandato de estas agencias bastante más eficientes y efectivas, dejando claro que su cartera no sólo incluía la defensa nacional sino la ofensiva internacional. Tenían que estar a la vanguardia de una guerra global en favor de la “libertad” y de un reinado de terror anticomunista en el hemisferio. En tercer lugar, nuestros hombres en Montevideo, Santiago, Buenos Aires, Asunción, La Paz, Lima, Quito, San Salvador, Ciudad de Guatemala y Managua tenían que ayudar a sincronizar el funcionamiento de las fuerzas de seguridad nacionales de cada país.
El resultado fue un terror a escala casi continental. En las décadas de 1970 y 80, la Operación Cóndor del dictador chileno Augusto Pinochet, que puso en conexión a los servicios de inteligencia de Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay y Chile, constituyó el más infame de los consorcios transnacionales de terror de América Latina, llegando en sus fechorías hasta lugares tan distantes como Washington, D.C., París y Roma. Los Estados Unidos ya habían contribuido a poner en práctica operaciones similares en otros lugares del hemisferio sur, especialmente en América Central en la década de 1960.
Para cuando se derrumbó la Unión Soviética en 1991, cientos de miles de latinoamericanos habían sido torturados, asesinados, habían desaparecido o habían sido encarcelados sin juicio, gracias en una parte significativa a las capacidades y apoyo organizativos de los EE. UU. América Latina era, por aquel entonces, el gulag trasero de Washington. Tres de los actuales presidentes de la región —José Mujica, de Uruguay, Dilma Rousseff, de Brasil, y Daniel Ortega, de Nicaragua—, fueron víctimas de este reinado de terror.
Al terminar la Guerra Fría, los grupos de derechos humanos comenzaron la hercúlea tarea de desmantelar la red a escala continental y profundamente encastrada de operativos de inteligencia, cárceles secretas y técnicas de tortura, y de sacar a los militares de los gobiernos de la región y devolverlos a los cuarteles. En la década de 1990, Washington no sólo no se interpuso en este proceso sino que llegó realmente a echar una mano en la despolitización de las fuerzas armadas de América Latina. Muchos creyeron que, despachada la Unión Soviética, Washington podía proyectar entonces su poder en su “patio trasero” a través de medios más blandos como acuerdos comerciales internacionales y otras formas de conseguir influencia económica. Y entonces se produjo el 11 de septiembre. 
“Oh My Goodness” 
A finales de noviembre de 2002, al tiempo que se iban configurando en otras partes del mundo las líneas básicas de los programas de la CIA de detención secreta y entrega extraordinaria, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, voló 8.000 kilómetros hasta Santiago, Chile, para asistir a una reunión de los ministros de Defensa del hemisferio. "No hace falta decir”, dijo no obstante  Rumsfeld, “que no habría cubierto toda esta distancia si no creyera que se trata de algo extremadamente importante". Y tanto. 
Sucedió esto tras la invasión de Afganistán, pero antes de la invasión de Irak y Rumsfeld andaba con la cabeza alta, además de dejar caer la frase “11 de septiembre” cada vez que tenía ocasión. Tal vez no conociera el significado especial que esa fecha tenía en América Latina, pero 29 años antes del primer 11 de septiembre, un golpe respaldado por la CIA del General Pinochet y sus militares llevó a la muerte de Salvador Allende, el presidente democráticamente elegido de Chile. ¿O sabía, en realidad, justo lo que significaba y esa era precisamente la cuestión? Al fin y al cabo, estaba en marcha una nueva lucha global por la libertad, una Guerra Global contra el Terrorismo, y Rumsfeld había llegado para alistar reclutas.
Allí en Santiago, la ciudad en la que Pinochet había dirigido la Operación Cóndor, Rumsfeld y otros funcionarios del Pentágono trataron de vender lo que ya denominaban “integración” de “diversas capacidades especializadas en capacidades regionales más grandes”—una insípida forma de describir el secuestro, tortura y muerte que ya estaba en marcha en otros lugares. “Los acontecimientos del mundo antes y después del 11 de septiembre sugieren las ventajas”, afirmó Rumsfeld, refiriéndose a las naciones que colaboraban para enfrentarse a la amenaza terrorista. 
“Oh my goodness,” declaró Rumsfeld a un periodista chileno, “la clase de amenazas a las que nos enfrentamos son globales”. Latinoamérica estaba en paz, reconoció, pero tenía un aviso para sus líderes: no deberían sosegarse creyendo que el continente se encontraba a salvo de las nubes que se se cernían sobre otros lugares. Los peligros existen, “viejas amenazas, como la droga, el crimen organizado, el tráfico ilegal de armas, la toma de rehenes, la piratería el blanqueo de dinero; nuevas amenazas, como el ciber-delito, y amenazas desconocidas que pueden surgir sin previo aviso”.
“Estas nuevas amenazas”, añadió con tono siniestro, “deben contrarrestarse con nuevas capacidades”. Gracias al informe de  la Open Society, podemos ver exactamente qué quería decir Rumsfeld con lo de “nuevas capacidades”. 
Unas pocas semanas antes de la llegada de Rumsfeld a Santiago, por ejemplo, los Estados Unidos, actuando con información falsa suministrada por la Real Policía Montada del Canadá, detuvieron a Maher Arar, que posee la doble ciudadanía siria y canadiense, en el aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York y lo entregaron a continuación a una “Unidad Especial de Eliminación”. Lo llevaron primero en avión hasta Jordania, donde lo golpearon, y luego a Siria, un país en un huso horario cinco horas por delante de Chile, donde lo entregaron a los torturadores locales. El 18 de noviembre, mientras Rumsfeld pronunciaba su discurso a mediodía en Santiago, eran las 5 de la tarde en la celda “como una tumba” de Arar en una cárcel siria, donde pasaría el año siguiente sufriendo toda clase de abusos. 
Ghairat Baheer fue capturado en Pakistán unas tres semanas antes del viaje a Chile de Rumsfeld, y arrojado a una cárcel de Afganistán regentada por la CIA llamada Pozo de Sal. Mientras el secretario de Defensa elogiaba el retorno de América Latina al imperio de la ley tras los obscuros días de la Guerra Fría, es muy posible que Baheer se encontrara en medio de una de sus sesiones de tortura, “colgando horas y horas desnudo”.
Capturado un mes antes de la visita de Rumsfeld a Santiago, el ciudadano saudí Abd al Rahim al Nashiri fue transportado al Pozo de Sal, tras lo cual se le traslado “a otro punto negro en Bangkok, en Tailandia, donde se le aplicó el ahogamiento simulado”. Después de aquello, pasó a Polonia, Marruecos, Guantánamo, Rumanía y vuelta a Guantánamo, donde sigue estando. En ese periplo, se le sometió a un “simulacro de ejecución con un un taladro eléctrico mientras permanecía desnudo y encapuchado”, sus interrogadores le atormentaron poniéndole “una pistola semiautomática en la cabeza mientras él se sentaba encadenado frente de ellos”. Sus interrogadores también “amenazaron con traer a su madre y abusar sexualmente de ella delante de él”. 
Igualmente, un mes antes de la reunión de Santiago, el yemení Bashi Nasir Ali Al Marwalah llegó en avión al Campo Rayos X, en Cuba, donde continúa a día de hoy.  
Menos de dos semanas después de que Rumsfeld jurase que los Estados Unidos y América Latina compartían “valores comunes”, Mullah Habibullah, ciudadano afgano, murió “tras sufrir graves maltrato” custodiado por la CIA en algo llamado  “Punto de Recogida de Bagram”. Una investigación militar norteamericana “concluyó que el uso de posturas forzadas y privación de sueño combinado con otros malos tratos…provocaron o fueron factores que contribuyeron directamente a su muerte”. 
Dos años después del discurso en Santiago del secretario de Defensa, el oficial de la CIA responsable del Pozo de Sal hizo que desnudaran a Gul Rahma y lo encadenaran a un suelo de cemento sin mantas. Rahma murió congelado. 
Y así continúa el informe de la Open Society…una y otra vez.
Territorio Libre
Rumsfeld abandonó Santiago sin compromisos firmes. A algunos de los militares de la región les tentaron las supuestas oportunidades que ofrecía la visión del secretario de fundir la lucha contra el crimen en una campaña ideológica contra el Islam radical , una guerra unificada en la que todo quedaría subordinado a un mando norteamericano. Como ha hecho notar el científico político Brian Loveman, en el momento de la visita a Santiago de Rumsfeld, el jefe del Ejército argentino recogió ese conjunto de temas, insistiendo en que la “Defensa debe tratarse como materia integral”, sin una falsa división entre seguridad interna y externa.
Pero la historia no estaba de su lado. Su viaje a Santiago coincidió con el épico derrumbe financiero de Argentina, que figura entre los peores registrados en los anales de la historia. Marcó un hundimiento mayor del modelo económico —pensemos en ello como  “reaganismo” con esteroides—que Washington había estado promoviendo en América Latina desde los años finales de la Guerra Fría. Pronto llegaría al poder una nueva generación de izquierdistas en buena parte del continente, comprometidos con la idea de soberanía nacional y de limitar la influencia de Washington en la región de un modo que no había sido el de sus predecesores.
Hugo Chávez era ya presidente de Venezuela. Sólo un mes antes del viaje de Rumsfeld a Santiago, Luiz Inácio Lula da Silva llegó a la presidencia de Brasil. Unos meses más tarde, a principios de 2003, los argentinos eligieron a Néstor Kirchner, que poco después canceló las maniobras militares conjuntas con los EE. UU. En los años siguientes, los EE. UU. experimentaron un retroceso tras otro. En 2008, por ejemplo, Ecuador desalojó a los militares norteamericanos de la base aérea de Manta.
En ese mismo periodo, el apresuramiento de la administración Bush por invadir Irak, una acción a la que se oponían la mayoría de los países latinoamericanos, contribuyó a dilapidar lo que pudiese quedar en la región de buena voluntad hacia los EE. UU. tras el 11 de septiembre. Irak parecía confirmar las peores sospechas de los nuevos dirigentes del continente: que lo que Rumsfeld estaba tratando de vender como una fuerza internacional de “mantenimiento de la paz” sería poco más que una invitación a utilizar los soldados norteamericanos a modo de “gurkhas” en la resurrección de una guerra imperial unilateral.
La “cortina de humo” de Brasil
Los cables diplomáticos publicados por Wikileaks muestran en qué medida rechazó Brasil los esfuerzos por pintar la región de rojo en el el nuevo mapa del gulag global de Washington.
Un cable de mayo de 2005 del Departamento de Estado, por ejemplo, revela que el gobierno de Lula, declinó “múltiples peticiones” de Washington para acoger presos liberados de Guantánamo, sobre todo un grupo de cerca de quince uigures que los EE. UU. habían mantenido en su poder desde 2002, y que no podían ser devueltos a China.  
“La posición de [Brasil] relativa a esta cuestión no ha cambiado desde 2003 y probablemente no vaya a cambiar en un futuro previsible”, afirmaba el cable. Continuaba informando de que el gobierno de Lula consideraba que todo el sistema que Washington había establecido en Guantánamo (y en todo el mundo) suponía una burla del Derecho Internacional. “Todos los intentos de discutir esta cuestión” con funcionarios brasileños, concluía el cable, “fueron rechazados rotundamente o se aceptaron a regañadientes”.
Por añadidura, Brasil se negó a cooperar con los esfuerzos de la administración Bush por crear una versión de la Patriot Act [la ley antiterrorista norteamericana] a escala del hemisferio occidental. Obstruyó, por ejemplo, cualquier acuerdo para revisar sus códigos legales de tal modo que aminorase el rigor de las evidencias necesarias para probar la acusación de conspiración, a la vez que ampliaba la definición de lo que entrañaba una conspiración criminal.
Lula paralizó la iniciativa durante años, pero parece que el Departamento de Estado no se dio cuenta de que estaba actuando así hasta abril de 2008, cuando uno de sus diplomáticos escribió un memorándum en el que denominaba “pantalla de humo” el supuesto interés de Brasil en reformar su código legal para adaptarse a Washington. El gobierno brasileño, se quejaba otro cable filtrado por Wikileaks, temía que una definición más expansiva de terrorismo se utilizase para tomar como objetivo a “miembros de lo que ellos consideran son legítimos movimientos sociales que luchan por una sociedad más justa”. Aparentemente, no había forma de “redactar una legislación antiterrorista que excluyera las acciones” de la base social izquierdista de Lula.
Un diplomático norteamericano se quejó de que esta “mentalidad”—es decir, una mentalidad que en realidad valoraba las libertades civiles—“presenta serios desafíos a nuestros esfuerzos por incrementar la cooperación en materia de terrorismo o promover la aprobación de legislación antiterrorista”. Por añadidura, el gobierno brasileño estaba preocupada de que la legislación se utilizara para perseguir a los numerosos árabes brasileños. Se puede uno imaginar que si Brasil y el resto de América Latina hubieran subscrito su participación en el programa de entregas de Washington, la Open Society hubiera tenido que añadir a su lista un montón más de nombres de Oriente Medio.  
Finalmente, un cable tras otro de Wikileaks fueron revelando que Brasil menoscabó repetidamente los esfuerzos de Washington por aislar a la Venezuela de Hugo Chávez, lo cual habría sido necesario para que los EE. UU. pudieran conducir a América del Sur a su cuadrilla antiterrorista.
En febrero de 2008, por ejemplo, el embajador norteamericano en Brasil, Clifford Sobell, se reunió con el ministro de Defensa de Lula, Nelson Jobim, para quejarse de Chávez. Jobim le dijo a Sobell que Brasil compartía su “preocupación por la posibilidad de que Venezuela exportase inestabilidad”. Pero en lugar de “aislar a Venezuela”, lo que sólo podía “llevar a poses más radicales”, Jobim indicó por el contrario que su gobierno “apoya [la] creación de un ‘Consejo de Defensa Suraméricano’ para atraer a Chávez al terreno de la mayoría”. 
Lo único es que había truco en esto: ¡que el Consejo de Defensa Suramericano era, para empezar, idea de Chávez! Formaba parte de sus esfuerzos, en asociación con Lula, por crear instituciones independientes paralelas a aquellas controladas por Washington. El memorándum concluía con la observación del embajador respecto a lo curioso que resultaba que Brasil utilizase la “idea de cooperación defensiva” de Chávez como parte de una “supuesta estrategia de contención” de Chávez. 
Palos en las ruedas de la perfecta máquina de guerra perpetua
Incapaz de ubicar su estructura contraterrorista tras el 11 de septiembre en el conjunto de América Latina, la administración hizo economías. En vez de eso, trató de construir una “perfecta máquina de guerra perpetua” en un pasillo que discurría desde Colombia, y a lo largo de Centroamérica, hasta México. El proceso de militarizar esa región más limitada, a menudo so capa de librar las “guerras contra la droga”, se ha incrementado, en todo caso, en los años de Obama. América Central se ha convertido, de hecho, en el único lugar en el que el Southcom—el mando del Pentágono que cubre la América Central y del Sur—puede operar más o menos a voluntad. Un vistazo a este otro mapa, elaborado por Fellowship of Reconciliation [Hermandad de la Reconciliación] [2], hace que la región parezca una gran pista de aterrizaje para los aviones no tripulados norteamericanos y los vuelos de interceptación de droga.
Washington continúa presionando y sondeando más al sur, tratando de nuevo de establecer un punto militar de apoyo más firme en la región y engancharlo a lo que es hoy una cruzada menos ideológica y más tecnocrática, pero todavía global en sus aspiraciones. A los estrategas militares norteamericanos les gustaría mucho, por ejemplo, disponer de una pista de aterrizaje en la Guayana francesa o esa parte de Brasil que sobresale hacia el Atlántico. El Pentágono la utilizaría como trampolín para su presencia cada vez mayor en África, coordinando la labor del Southcom con el novísimo mando global, Africom.
Pero por ahora, América del Sur ha lanzado palos a las ruedas de la máquina. Volviendo a ese mapa del Washington Post, vale la pena memorizar el simple hecho de que, al menos en este siglo, nunca se levantó el sol sobre la tortura coreografiada por los EE.UU.
NOTAS T.: [1] El Open Society Institute [Instituto para una Sociedad Abierta] fue fundado en 1993 por el multimillonario y filántropo George Soros con el propósito de promover el gobierno democrático, los derechos humanos y la reforma económica, legal y social, tomando como base el concepto de “sociedad abierta” del filósofo Karl Popper.   [2] La Fellowship of Reconcilation [Hermandad de la Reconciliación] es una organización internacional fundada en 1914-15, en respuesta a los horrores de la Gran Guerra, que trabaja por la paz y la justicia a través de la no violencia.  
Greg Grandin es colaborador de TomDispatch, autor de Fordlandia: The Rise and Fall of Henry Ford´s Lost Jungle City y próximamente de Empire of Necessity: Slavery, Freedom and Deception in the New World.
Traducción: Lucas Antón (Sin Permiso)