La participación del imperialismo inglés en la Guerra de la Triple Alianza

Por Adrico Mora

 
Inglaterra estuvo involucrada directa, ideológica y financieramente en la Guerra de la Triple Alianza. Esta implicancia activa y material está sostenida por tres aspectos fundamentales. A saber: el beneficio financiero (deuda sobre los cuatro países a favor de la corona británica), mercantil (provisión de armamentos, cañones y municiones, y luego de productos de consumo) y geopolítica (eliminando a un potencial competidor regional que iniciaba la factoría de artículos producidos por las industrias de Manchester). El modus operandi de la corona en otros lares reafirma que esto no representó algo aislado, sino un consuetudinario método de acción.

Esto se refuerza, además, por el hecho de que la firma del tratado contra Paraguay es anterior a todo evento de declaración de guerra. Pero en lo que se aboca este escrito es en el comportamiento que demostraba internacionalmente el imperialismo inglés en ese periodo, con eventos coetáneos al conflicto desarrollado contra el Paraguay. Existen elementos que identifican la ubicua intrusión imperialista inglesa internacional durante toda esa época crucial de desarrollo del capitalismo en el mundo y la consolidación del imperialismo inglés en particular.

Según la historiografía liberal, Inglaterra no estaba a favor de las guerras porque ello perjudica el comercio internacional. Para demostrar lo contrario debemos observar el comportamiento de Londres ante otros procesos coetáneos donde se jugaban intereses similares, es decir aquellos sitios donde se perjudicaba o impedía el “libre comercio” desde y hacia el imperio británico.

Otro aspecto a resaltar es que la intervención imperialista no se da por su herencia pirata o la maldad intrínseca británica para impedir el desarrollo del proceso más progresivo de la región. Lo que sucedía es que la evolución y crecimiento propio de la oferta industrial inglesa de bienes debían encontrar su demanda a nivel mundial para colocar su oferta y así dar respuesta a su alta y ascendente productividad, por lo que la intromisión en diversos procesos y territorios tan alejados de su centro no tiene más que una plausible explicación: la expansión y desarrollo productivo del capitalismo inglés. No es de extrañar, por tanto, que casi en la misma época la Inglaterra industrial estuvo inmiscuida en tres grandes guerras, cuyos desarrollos y desenlaces marcaron el derrotero de las distintas regiones donde se fueron dando esos conflictos, dejando profundas huellas que demarcaron las posteriores evoluciones de dichas sociedades allí donde estas se dieron. Así, lo que se consumó en esos sitios y años determinaron el postrero desarrollo (o no) no solo de sus países, sino también de los vecinos próximos y de los indirectamente involucrados.

China 1856-1860

El primero de estos, en términos de envergadura, se dio contra China, entonces un próspero imperio. Así fue como se desataron las “Guerras del Opio” (en especial la segunda), en la cual mientras el gobierno monárquico chino buscaba imponer trabas al comercio de opio en su tráfico de India hacia la nación de la “Gran Muralla”. Entretanto, Inglaterra, invocando el “libre comercio”, buscaba liberalizar esa práctica, ya que el tráfico de esos estupefacientes les dejaba ingentes dividendos y era producido bajo la “inversión” de su capital. Tenemos que tener en cuenta que India era todavía (y por un siglo más) colonia británica y apetecía imponer a un país “soberano” y muy poblado (independiente de que reinaba allí una monarquía imperial), sus intereses (debiendo recordarse que el régimen político inglés era aun menos “constitucional” –democrático– de lo que es hoy). La razón subyacente era que China representaba un gran competidor comercial de Inglaterra, pues tenía bastante afianzada su producción, la que se efectuaba a través de la “Ruta de la seda”.
Batalla de Amoy (Guerra del Opio).


La “Primera Guerra del Opio” se desarrolló en el periodo 1839-1842, siendo Francia, Estados Unidos e Inglaterra los proveedores de opio (EEUU era aún muy dependiente del imperio británico). Para comienzos del siglo XIX, China disponía de una demanda muy apetecible y Occidente no contaba aún con mercancías que ofrecer a dicha nación, ya que dicho mercado estaba relativamente autoabastecido, aun consistiendo esta en una economía mayoritariamente basada en la producción labriega.

China no era colonia de nadie y tan jugoso potencial de dividendos debía ser aprovechado. Fue así que empezaron a venderles drogas adictivas a ese país. Los emperadores de lo que sería la última dinastía (Qing) buscaron prohibir el opio, cuyo flagelo estaba afectando a gran parte de la población (que sumaban alrededor de 300 millones de habitantes ya), quienes destinaban más de la mitad de sus ingresos a satisfacer ese hábito. La medida se hacía urgente, pues todo el mercado chino se hacía muy dependiente de la provisión de estas importaciones clandestinas que desangraban la economía. Las fuerzas chinas no podían resistir la armada británica, que se había apoderado de los mares del mundo desde Trafalgar y el desenlace del combate sino-británico tuvo como resultado el permitir el libre comercio de opio, además de ceder puertos como Hong Kong, que por poco más de un siglo y medio fue otra de las tantas colonias británicas.

Sin ahondar en detalles bélicos, lo concreto es que el enfrentamiento había concluido con la derrota de China. Su economía y sociedad irían en declive hasta incluso después de la “revolución cultural” maoísta (tercer cuarto del siglo XX). Recién en esta época encuentra un modelo para el desarrollo intensivo, florecimiento industrial y acumulación de su propio capital nacional. Sin embargo, las consecuencias de la derrota en la primera mitad del siglo XIX fue lo que a la postre resultó en una numerosa y potente clase obrera, pero sin capital autóctono y tal como sucediera en otros procesos, fue una consecuencia lógica del avance del capitalismo-imperialista, cuyas factorías serían posesiones de patrimonio inglés en una relación de sumisión semicolonial de Pekín a Londres.

La “Segunda Guerra del Opio” no tiene razones muy distintas  a la de la anterior, y tiene su “justificación” en la voracidad capitalista y la prepotencia imperialista inglesa. Las compañías británicas vieron la oportunidad de incrementar el comercio de opio si se expandían hacia el interior, por lo que desde la “diplomacia británica” presionaron a Pekín para que permitiera mayor permeabilidad hacia los adentros del imperio, viendo la debilidad de su virtualmente declarado “enemigo” (acosado por rebeliones). Para la empresa sumó a Francia y también invitó a Rusia y EEUU. Las derrotas chinas iban teniendo como desenlace varias graves concesiones en distintos tratados: liberalizar el tránsito por el río Yangtsé, permitir la presencia foránea en el interior de China, cesión de territorios a Moscú, donde fundaría su puerto más oriental, Vladivostok, etc. Esto acabó finalmente con la “Convención de Pekín”, una fuerte indemnización para los complotados europeos más la liberalización (no solo la importación a puertos precisos) del comercio de opio en toda China.

Con la excusa de la “apertura comercial” utilizada contra China no solo se ve el fetiche morboso de un objetivo perverso, sino que se observa un patrón que se reproducirá a nivel global en la historia inmediata posterior (y también a largo plazo), en diversos puntos del orbe. Es así que con conceptos altisonantes como el “librecambio” (usado hasta hoy), o la lucha para llevar la “civilización” para salvar a sus pueblos de “tiranos” (véase cómo se replican estos sofismas incluso en la actualidad), igual que la “modernidad” económica o la “integración comercial” con las economías más desarrolladas (léase con Occidente), como también el revertir el “aislamiento de China”, más un largo etcétera.

Estados Unidos 1861-1865

La segunda es más conocida: la “Guerra de Secesión” norteamericana, en la que la participación inglesa también está suficientemente documentada. Allí Inglaterra jugó sus fichas a favor de uno de los bandos, siendo sus aliados los productores esclavistas algodoneros del sur, a quienes financiaron, proveyeron armamento e incluso apoyo logístico, contra el norte que emprendía su camino de desarrollo manufacturero. Los yankees para cuidar su propio incipiente desarrollo industrial requerían de la protección de su economía ante lo que podríamos llamar la “invasión mercantil” del capitalismo imperialista inglés. Eso se ve traslúcidamente en las opiniones y medidas de los mismísimos próceres estadounidenses, por años y años, desde la fundación de la unión norteamericana. Tanto así que el mismísimo Abraham Lincoln, presidente victorioso de la “Guerra de Secesión”, y también Ulysses Grant, general victorioso de la misma guerra, pero otros más, tanto anteriores como el mismo George Washington, como posteriores como Theodore Roosevelt y otros muchos, fueron quienes abogaron rotundamente contra el “librecambio” (libre comercio). Tanto es así que lo que estaba en juego no era tanto la “lucha por la libertad de los negros” (como romántica e interesadamente nos quiere hacer creer su tribuna ideológico-cultural: Hollywood), sino que la primordial intención fue proteger su embrionario y aún lánguido parque fabril con relación a sus robustos competidores ingleses.

Por su parte, tanto a la Inglaterra industrial como a la oligarquía sureña les era conveniente la producción algodonera esclavista de esas tierras. A Londres porque carecían de los descomunales latifundios que había en Norteamérica y disponían de materia prima barata y abundante. A los latifundistas sureños, por ser sus proveedores, y como tales eran convidados periféricos al festín del crecimiento capitalista de la metrópolis. La ecuación era relativamente sólida.

Economía sureña.
La Confederación del Sur proveía algodón a precios irrisorios (por supuesto, en vista a la producción con mano obra esclava), lo que era remitido a través del Atlántico para agregar valor en Gran Bretaña: hilado, tejido, prendas y las que incluso volvían a recorrer el camino de vuelta o ser vendidas tanto en el mercado local como también el resto de Europa y otros países a valores de “alta moda”. Así, sus fastuosas vidas eran parte de una dialéctica capitalista, la esclavitud al servicio del desarrollo de la industria capitalista inglesa. A esa relación se refería Lincoln en su famosa cita de dónde se produce la “chaqueta” (saco) y dónde queda el dinero (Inglaterra o EEUU).

Hasta hoy se repite esta interrelación dialéctica, en la cual las industrias de punta dependen directamente de producciones casi subcapitalistas: expoliaciones de petróleo, apropiación fraudulenta de tierras para producciones de agricultura intensiva, superexplotación de mano de obra barata como niños en condiciones de semiesclavitud, etc.

Ciertamente, y por su lado, la nueva burguesía norteamericana y el desarrollo capitalista en sus mercados no requerían ya de esclavos, sino de otro tipo de explotación con mejores índices de productividad: siendo que con mero látigo no se optimiza la producción. Además, como sistema económico o modo de producción, les era indispensable realizar (vender) sus mercancías producidas, y para eso debía haber demanda que pueda absorberla, por lo que un esclavo les era, a su vez, inservible, siendo que el sistema esclavista carecía de mercado interno con capacidad de compra.

Por su parte, el mendaz altruismo humanista de la libertad a los esclavos como premisa primigenia se desestima cuando observamos en el capitalismo estadounidense igual de graves pero distintas formas de explotación. Es que, esta vez, los explotados fueron los obreros “libres”. Tan importantes fueron las consecuencias que gracias a la victoria “yanqui” Estados Unidos conoció el desarrollo capitalista rápidamente y con ello nació una numerosa clase proletaria, siendo también en EEUU donde se dieron las más emblemáticas luchas obreras, como la que dejaría los “mártires de Chicago” el 1 de mayo o posteriormente el incendio de la textil con las proletarias dentro en Nueva York, y que en adelante establecería el 8 de marzo como el Día Internacional de la Mujer (en especial la mujer trabajadora). En otras palabras, gracias al triunfo de la “unión” sobre los “confederados” (a pesar del apoyo inglés) pudo erigirse un sistema sustentado con capital propio en Norteamérica, con todas las consecuencias que con ello devinieron.

La victoria del norte en Estados Unidos, a diferencia de China o la derrota que ya veremos de Paraguay, trajo consigo la emancipación de la economía y del modelo de acumulación norteamericano, lo que a la postre allanaría el camino para el desarrollo industrial, la acumulación local del capital y así convertirse en la potencia que hasta hoy es. Y hacia Inglaterra devinieron importantes problemas de desabastecimiento de algodón para su industria textil por la misma causa. Esto, a su vez, fue causa de la ofensiva británica para apoderarse de India (demostrando cómo el mundo y las grandes decisiones a kilómetros de distancia estaban entrelazados). En medio de esta crisis de subaprovisionamiento inglés, Paraguay producía una interesante cantidad de algodón.

Paraguay 1864-1870

Inglaterra ya había aprendido de las dos guerras señaladas más arriba. Una de las más importantes lecciones que pudo extraer es que no era precisa una intervención directa. Bastaba (e incluso era más conveniente) financiar y armar a los adversarios del enemigo, devenidos en “aliados”. ¿Cuál sería la ventaja de enlodarse las manos cuando podían delegar el trabajo sucio a otros? Y si, además, podían hacer negocios con empréstitos y ventas de armas.

El segundo aprendizaje es igual de importante (si no aún mayor) y es que se torna mucho más ventajoso y efectivo conformar una “alianza” multilateral que asegure el éxito del objetivo a saquear que pretender que se cumpla la misión en solitario. Incluso, esta nueva alianza no precisaba de “socios” igualitarios, sino más bien de subalternos o vasallos (1). Si estudiamos más detenidamente esta “segunda lección” fue incluso más trascendente, en especial luego de la catástrofe aliada de Curupayty cuando quedaron diezmadas las fuerzas comandadas por los argentinos, habiendo “equipo suplente” encarnado por Brasil. Al suplir a los primeros se pudo continuar la guerra, dadas las reservas en “recursos humanos” (ya que materiales y equipamientos podían seguir siendo aprovisionados cruzando el Atlántico), lo que resultó ser casi inagotable. Todo gracias a la fuerza multilateral complotada.

Por eso, decir que “la culpa de la guerra la tuvo el presidente paraguayo” no es otra cosa que un ciego y malintencionado reduccionismo. Eran otros los intereses en juego a nivel mundial. Paraguay, fruto de la línea política y económica del Dr. Gaspar Rodríguez de Francia y su continuidad dialéctica luego con Carlos Antonio López, se había convertido en un mercado apetecible para la producción de los nuevos centros económicos. Si lo era cualquier mercado, mucho más uno en crecimiento y con poder extendido de compra. Y peor aún, gracias a su incipiente desarrollo industrial se iba convirtiendo en un potencial competidor en la zona para la oferta de bienes ingleses.

Era coetánea la experiencia de los sureños frente a los norteños en EEUU y el perjuicio que le traería a su comercio. Inglaterra era conciente también de las posibilidades que le abría una victoria militar como contra China, licuando su salida de recursos que se acumulasen en otros lares. Todo aquel que representase un peligro, sea de inmediato, mediano plazo largo, debía ser combatido y aniquilado. Paraguay era el nuevo objetivo en la región y debía sucumbir. La intervención y responsabilidad ideológica del genocidio paraguayo está decididamente en Londres, del mismo modo que no es el sicario el responsable intelectual de un asesinato, sino el jefe del cartel que lo contrata.

Es que el Paraguay de entonces tenía todos los mayores logros requeridos y conducentes a lo que debiera haber sido su ulterior desarrollo capitalista. Repasemos los principales elementos:

Transporte terrestre moderno: el país fue dueño de uno de los primeros ferrocarriles, que no solo comunicaba personas, sino que transportaba bienes de manera barata, eficiente y rápida, lo que permitiría desarrollar las economías regionales al interior de su territorio. La gran diferencia de los que se inauguraran casi en la misma época en Perú, Chile y Argentina es que los de Paraguay estaban financiados y pensados de acuerdo a la necesidad de las economías locales y no al servicio del comercio británico, como lo fueron en esas otras repúblicas, y eso constituía una gran diferencia a la hora de encarar el desarrollo y definir prioridades.

Red comunicacional extendida: con una de las primeras, sino la primera, red de telégrafos, el Paraguay estaba no solo capacitado para hacer llegar sus producciones a cualquier parte de los puntos estratégicos del país, sino que facilitaba la toma de decisiones y la volvía más eficiente y rápida, apuntalando aún más su productividad.

Transporte fluvial y marítimo propio: tuvo también su propio y el primer astillero, lo que permitía, con su particular flota, navegar y hacer llegar su producción por doquier, lo que facilitaba, incentivaba y aseguraba con su propia flota la exportación de lo producido en el país, así como las importaciones que pudiera necesitar. Lo mismo podía suceder con la red vial interna a través de los ríos nacionales. Así fue que se botó el primer barco construido y financiado por un propio país latinoamericano, el “Yporá”.

Infraestructura de punta: la fundición de hierros en los altos hornos de “La Rosada” en Ybycuí tenía en perspectiva a futuro ser también productora de medios de producción, una potencial industria de industrias. En un inicio la producción estaba dirigida a la generación de armamentos (cañones de diferentes tamaños, balas de distintos calibres, bombas para las diversas dimensiones, morteros para variados usos, etc.), pero se tenía pensado (ya para tiempos de paz) elaborar ahí las vías ferroviarias y a posteriori poder hasta fabricar allí las diversas piezas del tren, y quizás en algún futuro posterior crear sus locomotoras propias. Todo eso, además de fabricar herramientas (azadas, machetes, utensilios domésticos, etc.) y otro tipo de maquinarias para hacer nuevas fábricas. Todo eso representaba Ybycuí y evitaba la importación de ultramar.

En general, el desarrollo tecnológico productivo de una nación-mercado siempre tiene una directa relación con la industria bélica y el caso paraguayo no escapó a esa realidad. Juan Pérez dice lo siguiente sobre la Fundición de Ybycuí:

“El Mensaje de D. Carlos Antonio al Congreso de 1857 dice, por su parte, que ‘se ha fundido en la fábrica de hierro catorce cañones de á 24 [sic], un gran número de balas de todos calibres, bombas y otros muchos objetos. Los cañones pronto serán trasladados en el Arsenal. En este establecimiento se prepara una fundición de cañones y otros objetos a evitar las dificultades que sufre el traslado de las piezas de gran peso que se trabajan en la fábrica de hierro” (2).

Además, Don Carlos ya había dado el paso desde la inicial política francista de defensa de los intereses populares del campesinado minifundiario mestizo para ir formando una nueva burguesía nacional “competente”, que tome el desafío de crear un desarrollo autóctono y en un sentido estratégico emprendió iniciativas para la capacitación de jóvenes enviados a Europa así como trayendo técnicos al país como ingenieros, mecánicos, médicos, arquitectos, artistas, etc. Esa nueva burguesía estaba acomodándose a la nueva realidad social, la cual se empezaba a ubicar alrededor del lopizmo.

Todas estas y más políticas y logros fueron los riesgos que apuntaban contra la influencia del imperialismo inglés, en especial para esa región circundante más próxima. A lo que hay que sumarle los intereses de la oligarquía atrasada de Argentina y la monarquía retrógrada y esclavista de Brasil. Los primeros, como beneficiados serviles (de segunda) de los intereses capitalistas británicos. Dicha oligarquía, en medio de la división internacional del trabajo, se convertiría después en el “granero del mundo” con muy sensible crecimiento, pero sin ningún desarrollo. Brasil, por su parte, en sus ansias expansionistas y fiel al legado bandeirante, buscaba hacerse de más y más territorios, de modo de recrear el modelo imperial europeo portugués en el nuevo mundo. Además de socavar el mal ejemplo, igual que Argentina, de caudillos y ansias regionales (en Brasil en la zona de Río Grande do Sul), que incluso estuvo interesado en algún momento en sumarse al proceso confederado argentino. De esta manera se entiende traslúcidamente sus respectivas complicidades con la oligarquía uruguaya, que sería la mecha que encendiera la guerra.

De esta manera, Inglaterra sacaba gran beneficio de estas prácticas imperialistas. De hecho, cuando triunfó en las guerras favoreció su comercio y cuando perdió lo perjudicó palpablemente. Paraguay, tras la destrucción de su aparato productivo e infraestructural de punta, acabaría siendo apenas una semicolonia de otras dos neocolonias inglesas, como lo fueron Brasil y Argentina.
Notas:
(1) La categoría de “vasallos” la utiliza uno de los más importantes estrategas del imperialismo norteamericano junto con Henry Kissinger: Zbigniew Brzezinski, entre otras partes, en su obra de “culto” dentro del Pentágono, titulada “El Gran Tablero Mundial” (la supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos).