La dinámica de la desigualdad: los antecedentes

Aldo Ferrer
Diario BAE

Uno de los cambios fundamentales del orden internacional contemporáneo es que la desigualdad en los niveles de vida se ha convertido en un problema de graves consecuencias sobre el sistema global. El mismo no queda ahora encerrado dentro de las fronteras de cada país. Trasciende al orden mundial.

Las diferencias del ingreso per cápita, es decir, la desigualdad entre los países, refleja la distinta aptitud de los mismos de gestionar el conocimiento y, por lo tanto, de aumentar la productividad.

Según las estimaciones históricas de largo plazo de Angus Maddison, hasta el siglo XV de nuestra era, la productividad crecía muy lentamente y el ingreso per cápita era semejante en todas partes. Por lo tanto, la distribución de la producción era semejante al de la población mundial. En 1500, Europa Occidental contaba con el 10% de la población y otro tanto del PBI mundial. Al resto del mundo le correspondía el 90% de una y otro. Respecto de la distribución del ingreso al interior de los países, el determinante fundamental de la desigualdad era la propiedad de la tierra y otros recursos naturales.

En resumen, hasta aproximadamente el siglo XV, el aumento de la productividad y la apropiación de sus frutos era irrelevante, tanto para la distribución del ingreso entre países como entre los diversos sectores sociales dentro de cada uno de ellos.

La civilización occidental y cristiana, particularmente, como destacó Max Weber, del credo protestante, se anticipó, a las otras grandes civilizaciones del resto del mundo, en la ampliación del conocimiento científico y del progreso técnico aplicado a la producción. El punto de fractura entre el mundo precientífico y tecnológico y el resultante de la progresiva gestión del conocimiento, tuvo lugar en torno del año 1500. Es entonces cuando los europeos conformaron el primer sistema planetario (con la incorporación del Nuevo Mundo y la llegada a Oriente por vía marítima) y comenzaron a introducir las innovaciones que transformarían la actividad económica y social, las relaciones internacionales y la distribución del ingreso entre países y sectores sociales.

El predominio de los países avanzados de Europa Occidental y, más tarde, la incorporación de los Estados Unidos, convirtieron al Atlántico Norte en el centro hegemónico de la economía mundial, que, mucho después, Raúl Prebisch definiría como el “centro”. La emergencia del Japón como una potencia industrial, a partir de la Restauración Meiji, no modificaba la centralidad atlántica del sistema global. Ciencia, tecnología e industria quedaron bajo el control de de una fracción minoritaria de la población mundial.

Desde principios del siglo XIX, la Revolución Industrial consolidó el poder hegemónico del “centro” sobre el resto del mundo, subordinado a la posición colonial (África, Medio Oriente y la mayor parte de Asia, con la excepción de Japón) o periférica (las naciones independientes de América Latina). A mediados del siglo XX, el ingreso per cápita del centro era siete veces mayor que en el resto del mundo y le correspondía cerca del 50% del PBI mundial, con menos del 20% de la población. Respecto de la producción industrial de mayor contenido tecnológico, la participación del centro era cercana al 100 por ciento.

Cuando la ciencia y el progreso técnico irrumpieron como impulsores fundamentales del incremento de la productividad, el control del conocimiento y la apropiación de sus frutos, se convirtió en un factor fundamental de la desigualdad en la distribución del ingreso. El centro crecía más por su predominio tecnológico. Además, a través de la división internacional del trabajo, la apropiación de recursos de las economías subordinadas y la hegemonía financiera, se apropiaba de parte del incremento de la productividad y el ingreso en el resto del mundo.

En América Latina, Raúl Prebisch analizó el comportamiento de los términos de intercambio entre los productos primarios exportados por la periferia y las manufacturas exportadas por los países centrales. Llegó a la conclusión, compartida con Hans Singer, de que el deterioro de largo plazo de los precios relativos de la producción primaria era un mecanismo, a través del cual, el centro se apropiaba de parte de los frutos del progreso técnico de la periferia. Fue éste uno de los fundamentos que sostuvo la propuesta industrialista de la CEPAL. Pero su fortaleza radicaba más en la importancia de la industrialización, como requisito para la incorporación del progreso técnico, que en el efecto distributivo, circunstancialmente operante, referido a los términos de intercambio y su efecto en el sistema de relaciones centro-periferia.

Simultáneamente con la creciente desigualdad entre los países avanzados y el resto del mundo, en el interior de los países operaban fuerzas endógenas que influían en la distribución de la riqueza y el ingreso entre los sectores sociales. Bajo el impacto del avance del conocimiento, tanto en las relaciones internacionales como dentro de cada país, la apropiación de los incrementos de la productividad se constituyó en un determinante principal de la distribución del ingreso y la desigualdad.

En el centro, la industrialización y, más tarde, el estado de bienestar y las políticas de pleno empleo, favorecieron la inclusión social y un reparto más equitativo del ingreso. En el resto del mundo prevalecieron en general desigualdades mayores por la relación subordinada con los países centrales, la concentración de la propiedad de los recursos naturales en pocas manos, la gran brecha de productividad entre los diversos sectores productivos, la precariedad de las políticas de inclusión social y, en los países de gran densidad de población, la redundancia de mano de obra desempleada o subocupada.

En resumen, desde el siglo XVI hasta mediados del siglo XX, la dinámica de la desigualdad, en el orden global y a nivel nacional, estaba determinada por el sistema centro-periferia y el grado de desarrollo e industrialización, el nivel de empleo y la influencia de las políticas sociales en los países.