El otro día D… y el arranque de la Guerra Fría

Por David Reynold*
The Guardian (Gran Bretaña)
Publicado el 21 de junio de 2014

Hubo dos días D en junio de 1944. Los desembarcos de Normandía del 6 de junio, la Operación Overlord, tan conmovedoramente evocada hace dos semanas, forman parte de la memoria nacional británica. El otro día sigue siendo prácticamente desconocido, tanto entre nosotros como en los Estados Unidos. Sin embargo, fue igualmente importante para concluir la Segunda Guerra Mundial. Y marcó también el alborear de la Europa de la Guerra Fría.

La noche del 21 al 22 de junio de 1944, el Ejército Rojo lanzó su ofensiva de verano en Bielorusia, a los tres años cumplidos del día en que Hitler invadió la Unión Soviética. En 1941, los alemanes habían logrado una sorpresa completa, rodeando a millones de soldados soviéticos y llegando con empuje arrollador hasta Moscú y Leningrado. Sin embargo, en 1944 cambiaron las tornas. La Operación Bagration, bautizada con el nombre de un mariscal zarista que había luchado contra Napoleón, golpeó a la Wehrmacht sin avisar. En cinco semanas, el Ejército Rojo avanzó 450 millas, atravesando Minsk hasta llegar a las afueras de Varsovia y haciendo trizas las agallas del Grupo de Ejércitos del Centro de Hitler. Casi 20 divisiones alemanas quedaron completamente destruidas y otras 50 seriamente vapuleadas, un desastre aun peor que Stalingrado.
Refugiados alemanes de Prusia Oriental, febrero de 1945


Este imponente éxito soviético tuvo lugar mientras Overlord continuaba atascada en los setos y carriles de Normandía. No fue hasta finales de julio, conforme Bagration iba perdiendo gas, cuando lograron escabullirse los ejércitos de Eisenhower y lanzarse a través de Francia para liberar París el 25 de agosto y Bruselas el 3 de septiembre. En conjunto, Overlord y Bagration asestaron un doble revés que dejó fuera de juego al Reich de los Mil Años. Por fin tenía Alemania que librar una guerra en dos frentes del norte de Europa, ese escenario de pesadilla que Hitler había logrado evitar desde 1939, y el pueblo alemán podía ver ya lo que se avecinaba. No es casual que el 20 de julio oficiales disidentes trataran de asesinar al Führer en un intento valeroso pero quijotesco de hacer la paz antes de que Alemania quedase en ruinas.

Bagration ayudó a terminar la guerra, pero fue también una señal de lo que estaba por llegar. A medida que el Ejército Rojo se acercaba a Varsovia, el Ejército del Interior polaco se levantó contra la brutal ocupación nazi. Las fuerzas soviéticas estaban exhaustas y no se encontraban en condiciones de abrirse paso en una gran ciudad, pero la negativa de Stalin a proporcionar apoyo siquiera simbólico a los polacos, o a permitir que los aviones de suministros británicos y norteamericanos utilizaran aeródromos bajo control soviético, envió un mensaje escalofriante a sus aliados occidentales.

Buena parte de Polonia había quedado subsumida en el antiguo imperio zarista. En 1920, bolcheviques y polacos libraron una guerra brutal por las fronteras de la Polonia recién independizada, en la que las tropas polacas tomaron brevemente Kiev antes de tener que replegarse de nuevo a Varsovia. Dos décadas después, Stalin estaba decidido a resolver la cuestión. En 1940 masacró en secreto a buena parte de la oficialidad polaca en Katyn; cuatro años más tarde, contempló satisfecho cómo los alemanes aplastaban el alzamiento de Varsovia – describió a sus dirigentes antisoviéticos como "un puñado de criminales ávidos de poder " – antes de invadir el país a su antojo.

A principios de septiembre de 1944, mientras las tropas de Eisenhower se dispersaban por los Países Bajos, parecía que la II Guerra Mundial podía acabar para Navidad. Pero entonces los aliados se estancaron intentando cruzar el Rin y el frente occidental se empantanó. En la memoria británica, el otoño de 1944 se centra en ese "puente lejano", tristemente célebre, de Arnhem, pero, mientras tanto, en el frente oriental, Stalin llevaba a cabo avances todavía más espectaculares conforme el Ejército Rojo irrumpía triunfalmente en Yugoslavia y Hungría a través de Rumanía y Bulgaria. El líder que, poco más de un año antes, controlaba sólo dos tercios de su propio país, ahora dominaba buena parte de Europa Oriental.

Durante la Guerra Fría, la conferencia de Yalta de febrero de 1945 era a menudo estigmatizada en Occidente como el momento en que Roosevelt y Churchill le habían "entregado" la mitad de Europa a Stalin. En realidad, no hubo entrega en 1945 sino expropiación de terrenos en 1944, subproducto de la derrota alemana. Para cuando tuvo lugar Yalta, los soviéticos controlaban Polonia y buena parte de los Balcanes: tal como Roosevelt reconocía en privado, todo lo que podían hacer Churchill y él era "mejorar" esa situación.

Tan importante como Yalta fue el encuentro de Churchill con Stalin cuatro meses antes. Aunque se trataba de un ardiente enemigo de lo que antaño había llamado "la fétida ridiculez del bolchevismo", Churchill albergaba una paradójica fe en la decencia esencial de Stalin, nacida de dos intensos encuentros bien regados con alcohol en 1942 y 1943. El dirigente soviético, aunque duro al hablar, resultó ser un tipo sin pretensiones, serio en sus tratos, con un sarcástico sentido del humor. "Sólo con cenar con Stalin una vez a la semana", le dijo Churchill a un periodista británico, "se acabarían los problemas. Nos llevamos a las mil maravillas".

Con ese espíritu voló Churchill a Moscú en octubre de 1944, tratándose de llegar a un acuerdo sobre la forma que adoptarían los Balcanes en la postguerra antes de que se cerrara la tenaza del Ejército Rojo. El resultado fue el tristemente célebre acuerdo sobre "porcentajes" cerrado con Stalin a altas horas de una noche en el Kremlin. El objetivo de Churchill estribaba en preservar la influencia británica en Grecia y con suerte, en Yugoslavia. Se aseguró de lo primero, y afirmó posteriormente a menudo que Stalin "nunca rompió su palabra en lo tocante a Grecia". Pero eso se consiguió consintiendo de facto el predominio soviético a lo largo y ancho de casi todos los Balcanes.

Para cuando se llegó al acuerdo sobre porcentajes, y no digamos a Yalta, poca diferencia podía suponer la diplomacia. El nuevo mapa de Europa se había decidido, no en la mesa de la conferencia sino en el campo de batalla. Y en esa historia sangrienta, no debería olvidarse el otro día D de junio de 1944. "Esta guerra no es como las del pasado", le dijo Stalin a un comunista yugoslavo: "quien ocupa un territorio impone también su propio sistema social. No puede ser de otra manera". La paranoia soviética sobre su seguridad resultaba comprensible tras la pérdida de 28 millones de ciudadanos. Pero su obsesión con una zona de parachoques en Europa Oriental definiría la Guerra Fría, con un ingente coste humano. Y la pérdida de esa protección de seguridad todavía obsesiona a la Rusia de Putin.

*David Reynolds (1952) preside la Facultad de Historia de la Universidad de Cambridge, en cuyo Christ´s College enseña, habiéndose especializado en las dos guerras mundiales y la Guerra Fría. Ha escrito y presentado numerosos documentales históricos para la BBC, es miembro desde 2004 de la British Academy y en 2008 recibió el prestigioso premio de historia Wolfson. Su libro más reciente es The Long Shadow: The Great War and the Twentieth Century.