Crisis de los misiles: lo que intentan ocultar (Parte II)
Ángel Guerra Cabrera
La Jornada
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La Jornada
En la primera entrega quedó claro que Cuba estaba gravemente amenazada por una invasión militar directa de Estados Unidos desde su derrota en Bahía de Cochinos. Baste añadir que preveía la movilización de cinco divisiones del ejército, entre ellas la 82 y 101 aerotransportadas, cientos de aviones de caza y bombarderos, y la Flota del Atlántico con sus unidades aéreas y de infantería de marina.
Por consiguiente, la causa de la crisis no fue la decisión cubano-soviética de emplazar en la isla los proyectiles nucleares, como han venido publicando numerosos charlatanes. La causa fue la mencionada amenaza, que precedida del sangriento Plan Mangosta y unido al bloqueo económico conducirían supuestamente a una sublevación interna y a la justificación para invadir. Cuanto afirmo puede confirmarse en la copiosa información desclasificada y en las memorias de los debates tripartitas sobre la crisis. En uno de ellos (1992), el secretario de Defensa estadunidense durante la crisis, Robert Macnamara, admitiría en La Habana: “Quiero declarar con suficiente franqueza y retrospectiva que si yo hubiera sido un dirigente cubano (en el verano de 1962), creería que pudiera haber esperado una invasión de Estados Unidos… y debiera decir, asimismo, que de haber sido un dirigente soviético hubiera llegado a la misma conclusión”.
Debe subrayarse que la dislocación de armas nucleares en Cuba cumplía con las normas del derecho internacional, que reconoce la prerrogativa soberana de los Estados a tomar todas las medidas necesarias para defenderse de la amenaza de agresión extranjera. Sin embargo, Kennedy actuó con arrogancia y desproporción desde el momento en que se desencadenó la crisis, decretando un bloqueo naval, incremento de los vuelos de los aviones espía U2 y el inicio de vuelos rasantes sobre Cuba. El bloqueo naval sí era una violación del derecho internacional y agravaba enormemente la situación. Era, además, militarmente innecesario, pues como demostró la evaluación realizada días después por el Pentágono, aun con los misiles en Cuba, Estados Unidos mantenía la delantera en el balance nuclear. La URSS actuó con mayor prudencia, pero le faltó resolución y altura de miras. Fueron graves errores de su parte no aceptar la propuesta de La Habana de hacer público el acuerdo cubano-soviético sobre los misiles y luego permitir el vuelo de los U2 mientras se instalaban. Las fotos tomadas por una de estas naves a una rampa de lanzamiento, el 14 de octubre de 1962, entregaron a Kennedy una semana para afinar la riposta y le posibilitaron pasar a la ofensiva política y militar.
Aunque tanto Kennedy como Jruschov demostraron interés en evitar la guerra nuclear, la salida que dieron a la situación fue muy limitada. Era de esperar algo más que un mero compromiso verbal por Kennedy de no atacar a Cuba a cambio de retirar los cohetes soviéticos. El más grave error de Jruschov fue excluir a Cuba de las negociaciones con Kennedy, pensando tal vez que éstas se habrían complicado. Con la intervención de Fidel Castro el desenlace pudo haber sido mucho más favorable no sólo a Cuba, sino a la paz y la seguridad de los pueblos, pues su altura de estadista y revolucionario le habría impregnado una tónica multilateral en el marco de la ONU, postura defendida por la diplomacia cubana desde el estallido de la crisis. Los no alineados y países como México abogaban ante U Thant, secretario general de la ONU, por una salida negociada. Los dirigentes cubanos tenían una lúcida visión de la gravedad de la situación y contribuyeron muy responsablemente a evitar el conflicto nuclear, pero abogaban con firmeza por una paz con principios, con dignidad. Ésta exigía que se satisficieran por Washington las justas demandas cubanas: cese del bloqueo y la hostilidad económicos, cese de las acciones subversivas desde su territorio (incluyendo los actos terroristas), cese de las violaciones del espacio aéreo y de aguas cubanos por naves estadunidenses y retirada de la base de Guantánamo. Es evidente que Estados Unidos, pese a su inaudita arrogancia, no se hubiera arriesgado a una guerra nuclear frente a estas simples demandas, todas encaminadas a restituir una relación normal y pacífica de Washington con La Habana y a distender la situación en el Caribe y a escala mundial dentro del marco del derecho internacional. En Cuba, con 300 mil combatientes atrincherados y un pueblo consciente de su papel, no hubo un minuto de vacilación en aquellos días.
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