Argentina: los malos aires del buen porteño

José Steinsleger
La Jornada


    A orillas del Plata se alza la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA), megalópolis prodigiosa y macrocéfala en la que sus moradores, los porteños, parecen estar condenados “…a la suerte de los seres teratológicos, que es la de vivir para sí mismos y no para la especie” (Ezequiel Martínez Estrada).
Subrayo esa opinión del gran escritor argentino en La cabeza de Goliat (1940), aunque sin suscribir las ideas del erudito que, junto con otros espíritus libres, nutrieron el errático imaginario liberal que las izquierdas y derechas de América Latina continúan guardando con respecto al país sudamericano.
La visión de Martínez Estrada fue atinada, pero denotaba algo más que un acierto literario. Con 2.9 millones de habitantes (14 mil 500 por kilómetro cuadrado), la CABA ocupa la séptima milésima parte del territorio que los porteños llaman el interior. Y cabe 872 veces en Austria y Portugal, cuyas superficies, medidas en hectáreas, equivalen a las de tan sólo cinco familias líderes de la burguesía terrateniente argentina.
Urbe de clases medias, la CABA genera 70 por ciento del valor agregado nacional, concentra 90 por ciento de las entidades financieras, 53 de los depósitos bancarios, 60 de los préstamos al sector privado no financiero, 70 por ciento de las empresas de software, y un enjambre de negocios inmobiliarios, profesionales y de servicios.
De ahí, posiblemente, la proverbial quejumbre de los porteños. Que acaso obedezca a su prosperidad histórica, pues fuera de altibajos, reductos de pobreza y miseria, y el abismo neoliberal de 2001, nunca les fue tan mal que digamos. En 2008, la CABA ya registraba el mayor ingreso per cápita de América Latina, después de ciudad de México.
En 2003, un político con bajo perfil y subestimado por sus propios coidearios, ganó las elecciones luego que el contendiente, el impresentable Carlos Menem, desistió de medirse con Néstor Kirchner en el ballotage. Y como bien recordó el sociólogo Julio Fernández Baraibar (citando a Alberto Guerberof), Argentina tuvo un presidente sin partido, de un país sin Estado.
Nueve años después, 54.11 por ciento de los argentinos convalidaron la gestión de Néstor y Cristina Fernández de Kirchner. ¿Por qué? Izquierdas sin pueblo y tecnócratas responden: a raíz de los precios al alza de las commodities (en particular, soya). Falso. Así como Venezuela, con o sin chavismo kirchnerismo, la soya y el petróleo ya estaban allí.
En ambos procesos, lo determinante tampoco fue la bonanza a secas de la economía, sino la voluntad política de redistribuir el ingreso en favor del Estado y los pulverizados por el modelo neoliberal. Por consiguiente, no se entiende bien qué reclaman hoy los porteños, cuando vuelven a proponer que la gente salga a las calles para protestar contra la presidenta.
¿De qué se quejan? El parque automotor aumentó 75 por ciento, surgieron 190 mil pymes, y la tropa clasemediera se triplicó de 20 a 60 por ciento. Por otro lado, 5 millones de jóvenes encontraron empleo, un millón accedió por primera vez a la universidad, 5 millones de jubilados recibieron 18 aumentos (70 por ciento de las familias, con dos jubilaciones), trabajadores y empleadores celebraron 2 mil acuerdos, y el pastel del ingreso se corta a favor de los sectores pobres y medios.
¿Guarismos oficiales? El articulista solicita indulgencia. Porque si bien la centrifugación semántica de palabras y conceptos es real, se niega a reconocer que el término oficial sea igual a mentira, “uhmmm…”, quién sabe. ¿O lo políticamente correcto consiste en dar por buenos los datos oficiales de México, Colombia, Chile y Perú, y sospechar los de Argentina, Bolivia, Cuba, Ecuador, Venezuela?
Incluyendo a Borges, se dice que los porteños son progresistas. Sin embargo, el autor de Ficciones fue genio y figura, y el año pasado más de 64 por ciento de los porteños eligieron a su álter ego como jefe de la CABA: el racista, ridículo y reaccionario Mauricio Macri.
Con todo, si los cinco partidos de la izquierda verdadera hubieran apoyado al kirchnerismo en la CABA, los resultados tampoco se alteraban. Y esto marcha asociado a un trauma político bicentenario: la peculiar mentalidad porteña, que suele asociar sus ideas con las del país, confundiendo sus intereses con los de la nación.
Botón de muestra: a finales de 1983, cuando el gobierno de Raúl Alfonsín impuso el control de cambios, los porteños aceptaron la medida como un acto de soberanía económica. Y el mes pasado, luego que el gobierno de Cristina hizo lo mismo, estallaron: ¡cepo cambiario! ¿Incluyendo 1.5 millones de argentinos que, entre enero y julio pasado, se pasearon por el exterior?
Echando mano a un plomizo término gramsciano, hegemonía, puede afirmarse que las oligarquías de finales del siglo XIX impusieron a los porteños la capacidad para generalizar una visión del mundo.
Hegemonía que subyace en todos y cada uno de los editoriales y artículos del monopolio mediático Clarín, y el diario La Nación: ¿la democracia, che? El mejor sistema del mundo… ¡siempre y cuando no haya elecciones!